viernes, 26 de julio de 2013

DEMASIADO SOBRE NADIE

Testigo de cargo

  Usando el estilo de Aldo Rico uno puede describir el reciente libro de Luis Majul (“Lanata”, Buenos Aires, Margen izquierdo, 2012) como la biografía de un zurdito pusilánime escrita por otro zurdito pusilánime.  Pero quizás sería mejor copiar el estilo de la Presidenta y decir que es “too much about nobody”.
  Porque veamos: ¿quién es Lanata para merecer cuatrocientas cincuenta páginas de análisis de su vida pública y privada? El autor repite varias veces la suposición de que en la Argentina hubo tres grandes periodistas: Botana, Timerman y Lanata. Pero esta presunción de Majul admite (y reclama) una tonelada de pruebas en contra. En primer lugar la fama de los dos primeros es, sobre todo, la de grandes empresarios  periodísticos, mientras que la de Lanata es de periodista y gracias. En el terreno de la creación de medios nuevos de prensa la historia de Lanata es más bien triste. Su “Página 12” tuvo la duración de un fósforo antes de terminar convertida en el Boletín Oficial de los Kirchner. Para ni hablar de su “Crítica” (la de Lanata) que duró todavía menos.
  Se podría seguir argumentando mucho más, analizando —por ejemplo— lo que realmente significaron la “Crítica” de Botana y “La Opinión” de Timerman. Pero nos iríamos demasiado lejos. Y no vale la pena, créame.
  Es mejor destacar la única revelación de importancia que contiene el libro de Majul, a saber el millón de dólares que Gorriarán Merlo prestó a Lanata para fundar “Página 12”. Es cierto que no es, estrictamente hablando, una revelación porque como versión corría ya hace tiempo. Pero ahora está afirmada con certeza y expuesta con detalles, por ejemplo las tres entrevistas de Gorriarán y Lanata, una de ellas en Managua.
  Yo confieso que a veces se me hace difícil seguir los itinerarios de la mente zurda. Porque en todo el libro Majul y Lanata se presentan como adalides de la ética periodística. Y sin embargo parece que a ninguno de los dos encontró nada criticable en fundar un diario con dinero robado y manchado con sangre inocente. Lanata no se sintió obligado a justificarse o por lo menos a explicarse. Y Majul no sintió que ese hecho era central para juzgar a su biografiado. Por el contrario, lo describe con la frialdad con que detalla las propiedades que adquirió Lanata. Que fueron muchas.
  Se puede decir bastante más sobre la desmesura en la trayectoria vital de Lanata, sobre sus gustos caros de pibe de Sarandí venido a más, sobre su confesa drogadicción, sus matrimonios plurales, pero volvemos al principio: ¿vale la pena? Aquí tengo que explicar mi opinión anterior y posterior a la lectura de este libro: creo que Lanata es un periodista mediocre, de una incultura monumental (a duras penas terminó su secundario), que brilla por su audacia y porque el periodismo en la Argentina y en el mundo pasa por una etapa de  decadencia. La raza de los Aron y los Revel se ha extinguido sin descendencia y todos los medios gráficos atraviesan graves crisis de rentabilidad… y de credibilidad.
  FÁBULA DEL TIBURÓN Y EL MINGITORIO
Una de las más fascinantes operaciones humanas es ese conjunto de combinaciones de formas, colores y sonidos al que llamamos arte.  Operación compleja si las hay, tiene en primer lugar una función evidente e indiscutida que es la de expresar. No hay un termómetro más infalible que el arte para saber lo que está sucediendo en una civilización.
  Admito que más de una vez he negado la calidad de arte a las cosas que hoy pasan por tal y se exhiben en los miles de museos de “arte moderno” que  pululan en las ciudades del mundo entero, incluida esta villa de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires.
  Y no me desdigo: en sentido propio, no lo son, porque les falta el plus de calidad que pone el artista al transformar con su talento la materialidad en que se apoya  la obra de arte. Por eso, propiamente hablando, es arte un cuadro de Leonardo y no el lienzo que lo sostiene.
  Por el contrario, si apelamos a la inserción social  de lo que hoy se llaman “eventos”, entonces podemos llamar arte a cualquier cosa que sea receptada como tal e incluida en un edificio con un letrero que diga “museo”. Es el modo sociológico de conocer, basado no en la esencia de las cosas sino en su funcionamiento.
  Por eso puede llamarse arte —en sentido impropio— a un mingitorio o un tiburón en formol Pero luego viene la reflexión inevitable: ¿Qué está pasando en una sociedad que cobijó a Fra Angélico, a Miguel ángel y a Cezanne para que ahora coloque en el mismo espacio a esos objetos? El enigma se agranda si se recuerda que en ese mismo espacio cultural se llama matrimonio a la convivencia de un hombre y una mujer y también a la de dos hombres o dos mujeres.
  ¿Se aclararía la cuestión si se aceptara que la cristiandad (la impregnación de una cultura por el cristianismo) ha colapsado y la modernidad, que durante diez siglos convivió con la cristiandad, ha quedado sola para resolver los problemas del hombre de hoy? Y que ese hecho decisivo es el que esconde el absurdo nombre de “posmodernidad”. No hay tal “pos” sino todo lo contrario: una hipermodernidad que ocupa todos los espacios culturales y los llena con su vacío.
EL PORNOMASOQUISMO, ÚLTIMO GRITO DE LA MODA
Todas las reflexiones que anteceden vienen a cuento de una noticia que publica “El País”, el diario madrileño, el 2 de enero pasado.  Bajo el título “Arte para mayores de 18 años” nos informa que en Praga, República Checa, se ha inaugurado una exposición de la que se dice que “las imágenes muestran escenas de orgías de sangre y sexo en las que se puede contemplar al detalle el corte de unos genitales masculinos y su posterior recosido con hilo de trama [y] los primeros planos de rostros que expresan tanto dolor como éxtasis se mezclan con fotografías de penes sangrantes vendados y cabezas afeitadas que acaban de recibir un tajo”. Eso sí, los “artistas” organizadores de este evento la tienen clara. Están “empeñados en destruir el arte” y quieren “mostrar su rebelión contra la religión católica y contra la familia convencional”.
  Con razón un espíritu sensato recomendaba hace poco no preguntar adónde vamos a parar… porque ya estamos allí. Sólo que esta celebración de la pornografía y del masoquismo llega tarde. Todo lo que había que destruir para abrir paso a la modernidad ya está destruido, el sentido común ha volado en pedazos, la imbecilidad se ha adueñado de una porción catastrófica de los hombres, las palabras quieren decir cualquier cosa y en el lugar del arte se ha instalado un monstruo de cien cabezas que corrompe en lugar de sublimar.
OPERACIÓN NIBELUNGOS
El 1° de diciembre del año pasado, informaba “La Nación” el estreno, en el Teatro Colón, de una versión “abreviada” (siete horas de duración) de la tetralogía “El anillo de los Nibelungos”.  Junto a la noticia el desprevenido lector tropezaba con una foto que lo dejaba desorientado, dudando del testimonio de sus ojos y de sus (más bien escasos) conocimientos de historia de la música. ¿Cómo, —se preguntaba— las óperas de Wagner no estaban ambientadas en la Edad Media? ¿Qué tiene que hacer, en ellas un militar argentino,  personaje claramente representado en la foto de marras?
  Había que leer el largo comentario que acompañaba la noticia y enterarse primero de la ovación que premió, al término del espectáculo, a los cantantes y a la orquesta. “Por el contrario —sigue diciendo el cronista— al aparecer los responsables de la puesta en escena, el público estalló en un abucheo multitudinario y al unísono de toda la sala, altas, palcos y platea, como pocas veces se escuchó en el Colón. Es que fue verdad incuestionable que la puesta estuvo plagada de connotaciones y hechos desagradables: niños maltratados, embarazadas tiradas por el suelo, Wotan vestido  de militar latinoamericano…”
  Los militares argentinos no pudieron imaginar el nido de víboras que pisaron cuando vencieron a la versión argentina de la guerra revolucionaria. No se dieron cuenta de que enfrentaban nada menos que a la clase dominante, la de los intelectuales. Malos para manejar las armas, son maestros en el uso de la palabra y se han adueñado de todos los mecanismos de su difusión. Los mil resquicios en los que pueden insuflar su veneno son aprovechados con asombrosa eficacia. ¿Qué tendrá que ver la guerra revolucionaria con el anillo de los Nibelungos? ¡Qué más da! Los zurdos responsables de la puesta en escena aprovecharon su espacio para  desprestigiar un poquito más a los militares. La Operación Nibelungos no fue muy brillante —la gente no es tan idiota como el  zurdaje imagina— pero dejó su pica en Flandes. No olvidan, no perdonan y quieren que nadie olvide ni perdone. Lo grave es que tienen  los medios para lograrlo.
AVATARES DEL PROGRESO
En la revista “Noticias” del 5 de enero pasado aparece parte de un diálogo entre Edgar Morin y Francois Hollande, actual presidente socialista de Francia. Morin, conviene recordar, es un pensador muy prestigioso entre la izquierda francesa.
  En un momento del diálogo, el periodista que lo coordinaba le pregunta a Morin: “¿la izquierda debe aceptar la idea del crecimiento o ha de desconfiar de ella?” Obsérvese que el interrogante se refiere al crecimiento, pero Morin entiende de qué se está hablando y contesta: “Desde Condorcet el progreso se concebía como una ley automática de la historia.  Ese concepto ha muerto […] Ahora se trata de creer en el progreso como una forma nueva, no como un mecanismo inevitable sino como un esfuerzo de la voluntad y de la conciencia […] Frente a la crisis del crecimiento, a los inconvenientes y las catástrofes provocadas por el desarrollo técnico científico y los excesos del consumismo ¿no hay que romper de una vez con el mito  del crecimiento infinito?”
  Para apreciar la importancia de estas palabras de uno de los grandes popes de la izquierda europea hay que hacer una brevísima historia del mito que Morin menciona.
  Nacido en el siglo XVIII, la fe en el progreso supone que gracias a  las ciencias y las técnicas el hombre (la humanidad) ha de saberlo todo sobre todo (es decir, sobre la Naturaleza, que es lo único que existe) y ha de dominarlo todo (“dueños y señores” había anticipado Descartes un siglo antes).  Sobre esta base, el progreso sería infinito y nada podría pararlo.
  Tal certeza alimentó el espíritu de generaciones de europeos hasta la culminación de los últimos años del siglo XIX y principios del XX. Entonces, en 1914 comenzó el nuevo siglo (en sentido histórico) y todo comenzó a derrumbarse.
  La Primera Guerra abrió de pronto la columna del “debe” al lado de la del “haber” de los progresos técnicos. De las fábricas de autos salieron tanques y los aviones escupieron fuego. Luego vinieron la crisis económica y la Segunda Guerra Mundial con sus bombas atómicas que culminaron el proceso que revela el párrafo de Morin: los avances técnicos y científicos habían dotado a la humanidad de los instrumentos que podían aniquilarla. Todavía faltaba el último clavo del ataúd. Y lo fue la conciencia ambiental, la amenaza  de que el progreso terminara por hacer imposible la supervivencia del hombre sobre la tierra.
  Entonces la izquierda, la principal gestora del mito del progreso se encontró con su agotamiento definitivo, justo cuando estaba culminando la destrucción  de la cristiandad.
¿Y AHORA?
La que había sido creencia dominante desde el siglo XVIII se encuentra, pues, totalmente desprestigiada. Ya nadie cree que la ciencia y su técnica “salvarán” a la humanidad. Lo digo yo, lo dice Edgar Morin, que sabe muchas más cosas que yo. La prudencia aconseja, en casos como éste, buscar una fe de reemplazo para la que ha fenecido. Pero aquí viene lo curioso.  Los intelectuales orgánicos (como diría Gramsci) han sido —hasta hoy— incapaces de pensar de nuevo el mundo. El gambito que ensaya Morin es el que han adoptado todos ellos. Progreso no, pero progreso sí. Ya no es más una certeza pero ahora es un programa. ¿No advierten que esa no puede ser una salida, que un programa es, por su naturaleza, algo cambiable y cambiante que no alcanza ni de lejos para fundar la vida de una sociedad?
  En esta intemperie en que hemos quedado, dice la izquierda, pongámonos de acuerdo en lo que vamos a hacer, en lo que vamos a emplear el tiempo vacío. Pero el progreso que era la brasa ardiente en nuestros corazones hoy se ha convertido en un montón de cenizas en nuestras manos. Sigue pendiente la tarea de encontrar una religión sustituta para la que hemos matado. Pero ¿cómo edificarla sin certezas sobre  nuestro  destino en la historia, ya que hemos desechado el sobrenatural?
  El lector recordará que en el número anterior hemos hablado del sexto intento de sustituir el cristianismo que se desarrolla en nuestros días. Y nuestra afirmación de que se trata de un pot pourri de saldos y retazos, de fragmentos del darwinismo, del marxismo y del psicoanálisis. Como los cinco intentos anteriores, es un mix de confianza en la ciencia y en el hombre lleno de contradicciones y absurdos y del cual lo único “positivo” que dicen es que “es lo que hay”.
LA HEREJÍA FINAL
En “La Nación” del 1° de diciembre del año pasado, en su nueva sección “Sábado”, tropezamos con dos páginas dedicadas nada menos que a “La rebelión de las madres”.
  ¡Vaya! me dije, lo único que nos faltaba: que se forme un sindicato de madres que reclame jornada reducida y control de esfínteres a cargo del Estado.
  Pero no, no era para tanto. La cosa se reduce a las quejas de un puñado de madres y a un varón, Mario Sebastiani, que sale en su defensa en una “Reflexión sin censuras previas”, en la que comienza diciendo “que [es una] osadía pensar que la maternidad pueda tener un costado A, B o C. Pero los tiempos cambian y los tabúes crujen, y es así como existe una mayor libertad para ver con distintas miradas la maternidad y nos está permitido alejarnos de la visión única que decía que era un acto de amor y que, como tal, no debía ser ni cuestionado ni rechazado”.
  Bueno, si existen esas “otras miradas”, no son el Señor Sebastiani ni “La Nación” los que nos las van a revelar. En ellos no encontramos más que viejos tópicos repetidos hasta el hartazgo desde hace dos siglos.
  Porque el principal error de estos debeladores de tabúes es imaginar que estas quejas y objeciones son nuevas. Tienen, como he dicho, por lo menos dos siglos que los modernos han aprovechado para desprestigiar la maternidad destacando lo aburridas e inferiores que son las tareas de una madre. ¡Y quién podría negar que criar hijos supone una tarea ciclópea con aspectos difíciles!
  En 1934 escribía Chesterton: “Si no podemos hacer que los hombres vuelvan a gozar de la vida cotidiana que los modernos llaman insípida, toda nuestra civilización  estará en ruinas […] Si no podemos hacer interesantes en si mismos el amanecer y el pan de cada día […], caerá sobre nuestra civilización  una fatiga que es la enfermedad de que la civilización no se restablece”.
  Esa rebeldía contra las cosas sencillas sobre la que Chesterton nos advierte, es una faceta de la actual herejía final. Y una faceta también del cambio del papel de la mujer, sobre el cual el historiador francés Georges Duby dijo que era el suceso más importante del siglo XX, a mucha distancia de la estéril revolución rusa.
  Tiene efectos que ya son graves, como la baja catastrófica de la natalidad en Europa. Todo eso late, oculto, tras los artículos de apariencia superficial como el que comentamos.
EN DEFENSA DE LA VERDAD
Mi buen amigo ARP tuvo la muy apreciada gentileza de regalarme, a fines del año pasado, el libro “Continente salvaje” del inglés Keith Lowe (Barcelona,Galaxia Gutenberg, 2012). Su subtítulo (Europa después de la Segunda Guerra Mundial) nos ilustra sobre la temática elegida, muy en sintonía con unos cuantos libros últimamente publicados. Algunos de ellos han sido comentados en este espacio.
  Es un buen libro, interesante y bien escrito, que describe con imparcialidad lo sucedido en Europa en el último año de la guerra y los posteriores. El que lo lea tendrá un panorama razonablemente completo del lugar y tiempo indicados.
  Hay que hacerle, sin embargo, tres observaciones. La primera es que su imparcialidad falla cuando se trata de analizar las cifras de las atrocidades cometidas por los contendientes. Acepta sin discusión las cifras “canónicas” sobre lo realizado por los alemanes mientras cuestiona casi todas las atribuidas a los aliados occidentales. Así, por ejemplo, da por cierta la cantidad de seis millones de muertos en el Holocausto cuando hasta los judíos cuestionan hoy esa cifra. (Ver el cambio en el cartel informativo en Auschwitz). En segundo lugar —y se trata de un curioso error— subestima la posición de Stalin hasta 1948. En esos años, el tirano, que contaba con seguir recibiendo ayuda cuantiosa de Estados Unidos, dio órdenes rigurosas a sus servidores de Europa oriental de no implantar regímenes crudamente comunistas sino democracias aparentes en las cuales los comunistas conservarían el poder real a la sombra de instituciones formales.
  Tan claro es esto que fue la negativa de Tito de cumplir esas instrucciones la que causó la ruptura de la U.R.S.S. y Yugoslavia. (No se olvide que este último país era el único de Europa oriental que no había sido “liberado” por el ejército rojo). Lowe no toma en cuenta estos hechos y deja, en consecuencia, muchos cosas sin explicación.
  Más importante que estas observaciones es la tercera. Casi al fin del libro, en la página 426, dice que en los últimos  años “los grupos de extrema derecha están adquiriendo más influencia que en ningún otro momento desde la Segunda Guerra Mundial. Estos grupos están tratando de desplazar la responsabilidad de los fascistas y nazis, que desataron un circulo vicioso  de violencias y atrocidades, hacia sus rivales de izquierda”.
  Pocas veces he visto un párrafo donde se falte a la verdad tan claramente, tan flagrantemente.  Es aquí donde naufragan los “relatos”, las “interpretaciones” y los puntos de vista. Contra la sólida muralla de los hechos, claramente establecidos. En 1914 se cerró un ciclo de casi cincuenta años de paz en Europa, sin más que conflictos marginales que dejaban fuera a las grandes potencias. En la guerra que entonces comenzó se produjo la revolución bolchevique. Los años anteriores habían traído la extensión de las instituciones democráticas aún en las naciones que conservaban una fachada de autoritarismo, con parlamentos que fueron ampliando su poder e influencia.
  La irrupción de un Estado revolucionario, que anunciaba su propósito de subvertir el orden en los otros Estados, representó un cambio decisivo. En Europa nadie ignoraba la doctrina de Lenín sobre la guerra revolucionaria y si alguna duda quedaba la formación del Komintern (en marzo de 1919) la disipó. Con esa creación la U.R.S.S. anunciaba su propósito de dirigir la violencia en todo e mundo.
  Por este proceso, Europa volvió a la dimensión agonal de la política.  Los fascismos fueron, primero, aunque no únicamente, respuestas que aceptaron el desafío comunista de la lucha violenta.  Estos son hechos establecidos y no opiniones.
 
Aníbal D’Ángelo Rodríguez