Sermón 108
Os exhorto,
por la misericordia de Dios, nos dice San Pablo. Él nos exhorta, o mejor
dicho, Dios nos exhorta, por medio de él. El Señor se presenta como
quien ruega, porque prefiere ser amado que temido, y le agrada más
mostrarse como Padre que aparecer como Señor. Dios, pues, suplica por
misericordia para no tener que castigar con rigor.
Escucha cómo
suplica el Señor: «Mirad y contemplad en mí vuestro mismo cuerpo,
vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y
si ante lo que es propio de Dios teméis, ¿por qué no amáis al
contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza? Si teméis a Dios como
Señor, por qué no acudís a él como Padre?
Pero quizá
sea la inmensidad de mi Pasión, cuyos responsables fuisteis vosotros, lo
que os confunde. No temáis. Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón
de la muerte. Estos clavos no me infligen dolor, lo que hacen es
acrecentar en mí el amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis
gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al
ser extendido en la cruz os acoge con un seno más dilatado, pero no
aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el
pago de vuestro precio.
Venid, pues,
retornad y comprobaréis que soy un padre, que devuelvo bien por mal,
amor por injurias, inmensa caridad como paga de las muchas heridas».
Pero
escuchemos ya lo que nos dice el Apóstol: Os exhorto –dice– a presentar
vuestros cuerpos. Al rogar así el Apóstol eleva a todos los hombres a la
dignidad del sacerdocio: a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
¡Oh inaudita
riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y
víctima! El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que
debe inmolar a Dios: lleva consigo y en sí mismo lo que va a sacrificar a
Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la
víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el
sacrificio no podría matar esta víctima.
Misterioso
sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la
sangre se ofrece sin derramamiento de sangre.Os exhorto, por la
misericordia de Dios –dice–, a presentar vuestros cuerpos como hostia
viva.
Este
sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que,
permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: él hizo
efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque a pesar de haber sido
muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la muerte tuvo
su parte, pero la víctima permaneció viva; la muerte resultó castigada,
la víctima, en cambio, no perdió la vida. Así también, para los
mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al
ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la tierra, los hombres
pensaban que habían muerto, empezaron a brillar resplandecientes en el
cielo.
Os exhorto,
por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como una
hostia viva. Es lo mismo que ya había dicho el profeta: Tú no quieres
sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.
Hombre,
procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No
desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con
la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo
sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente, que en tu
pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tú oración arda
continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la espada
del Espíritu: haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios,
presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio.
Dios te pide
la fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se
aplaca, no con tu muerte, sino con tu buena voluntad.
San Pedro Crisólogo
Para leer sobre su vida y obra PRESIONE AQUI