sábado, 27 de julio de 2013

EL REGIMEN CORPORATIVO


sábado, 27 de julio de 2013

LA REPÚBLICA ORGANICA


Régimen corporativo. Un régimen connotado por este signo: corporati­vo. ¿Qué significa por tanto este úl­timo término? Etimológicamente la palabra deriva del latín Corpus-Cor­poris y Sancho Izquierdo nos dice que si en la antigüedad clásica era usada generalmente para designar la substancia material... más tarde pa­so a significar un organismo, un todo bien ordenado, un agregado de personas que constituye una socie­dad y finalmente una casta o clase, un orden, un estamento.

El principio formal de este régi­men parece ser el reconocimiento de las clases, entendidas, desde Luego, en un sentido funcional y no en el sentido arbitrario y dogmático que establece la doctrina marxista. De ahí el nombre de corporación dado a las organizaciones de clase. Este re­conocimiento proporciona una garantía al individuo, que no se encuentra así aislado frente al Estado y a su vez una garantía al Estado contra la anarquía individual. La corporación aparece así antes de toda precisión como un organismo medio, como un punto de contacto entre el individuo y el Estado que evita o atempera sus mutuas diferencias.

Históricamente, la corporación ha significado también esto. Lo que fue­ron las corporaciones medioevales, sus glorias y su decadencia, no inte­resa ahora recordarlo. El concienzu­do burgomaestre de Paris, Etienne Boileau, nos ha dejado en su Livre des nétiers una idea bastante clara de lo que representaron en aquél su tiempo las corporaciones de artes y oficios. La organización corporativa del medioevo, fundada principalmen­te en un estado individual traducido en la espontánea colaboración jerárquica de los elementos que concurren a la producción, constituye lo que podríamos llamar, en lenguaje de filó­sofo moderno, el periodo ingenuo de la organización corporativa. El cri­terio de clase existe ya, pero no como valor absoluto e irreductible, sino co­mo diferenciación de funciones. Por ello es posible que en la corporación medieval coexistan el elemento pa­tronal y el elemento obrero, sin que se susciten en su seno los conflictos a que asistimos hoy cuando se ponen en contacto los intereses de ambas partes. Es que el obrero tiene una condición jurídica dentro de ese régimen, diversa de la actual; el tipo de producción por medio del trabajo ar­tesano, manual, realizado en el pe­queño taller, favorece un clima de en­tendimiento mutuo por el contacto permanente entre patrón y obrero. La situación de este último se ase­meja más a la de un miembro de la familia patronal que a la de un sim­ple asalariado.

Pretender en las actuales circuns­tancias suscitar un fenómeno corpo­rativo de tipo medieval es ignorar las condiciones reales y existenciales del mundo capitalista moderno, pro­fundamente dividido en su seno por odios, pasiones y resentimientos que el juego de la voluntad individual ha puesto en libertad.

Otros tiempos, otras costumbres. El principio fundamental de la colaboración subsiste pero la corporación no tendrá ya las características de la antigua institución.

La primera distinción se refiere al modo de constituirse las corporacio­nes. En efecto: la corporación mo­derna se estructura sobre la base de la organización sindical. Una excep­ción la constituye sin embargo la or­ganización española, en la que se prescinde de los sindicatos profesionales creando, con el nombre de sindicatos verticales, unos organismos a los que Se atribuye, preferentemente, funcio­nes de auto-disciplina económica. La otra distinción se refiere a su situa­ción con respecto al Estado: la cor­poración aparece suscitada por una actividad del Estado que busca re­solver mediante ella los problemas de la producción y el consumo.

Precisemos, pues, la noción de ré­gimen corporativo. La unión de Friburgo lo define como el régimen de organización social que tiene por ba­se la agrupación de hombres según la comunidad de sus intereses naturales y de sus funciones sociales y por coronamiento necesario. la represen­tación pública y distinta de estos dife­rentes organismos. Para Gaetan Pi­rou el régimen corporativo implica que cada profesión, debidamente or­ganizada, recibe atribuciones regla­mentarlas de orden social y aún de orden político. Veamos como se realiza la organización del régimen. Por la comunidad en el trabajo se constituyen los sindicatos de empresarios y trabajadores. El Estado reglamente la constitución de esos sindicatos por­que el régimen corporativo supone la autoridad del Estado. En unos casos se limita el derecho a asociarse reconociendo un sindicato único obligatorio. En otros, la sindicación es libre siempre que se satisfaga un cierto minino de condiciones. Sobre este punto es particularmente interesante la solución aportada por la ley italia­na del 3 de abril de 1926. Por di­cha ley se reconoce un solo sindicato como persona de derecho público, el que representa legalmente a todos los individuos pertenecientes a la profe­sión; pero la inscripción en el sindi­cato reconocido no es obligatoria, pu­diendo constituirse asociaciones de hecho en ejercicio de la libertad de asociarse. El reconocimiento se con­fiere a los sindicatos una vez satis­fechos los recaudos que exige la misma ley: que lo constituyan a lo me­nos un décimo de los representantes, y cumpla fines de tutela material y moral de los asociados. Otras garantías se exigen relativas a las autori­dades sindicales y el reconocimiento se efectúa por la aprobación del estatuto respectivo, previa solicitud al Ministerio de las Corporaciones.

La organización de la profesión significa la posibilidad de resolver los conflictos relativos al trabajo como propios de una categoría profesional, en sede sindical. Mediante la institu­ción de los contratos colectivos es­tos conflictos tienen un principio de solución, pues estos contratos se con­cluyen por las asociaciones legalmente reconocidas de empresarios y tra­bajadores y contienen los principios generales que han de regir las rela­ciones de trabajo. No obstante, pue­de ocurrir que las partes no lleguen a un acuerdo y en este caso es ne­cesaria la institución de un organis­mo que establezca las justas condi­ciones de trabajo. Esto se ha reali­zado en algunos países mediante la institución de la Magistratura del Trabajo, que puede asumir diferentes modalidades ya sea bajo el tipo de tribunales arbítrales constituidos por representantes de las partes y del Es­tado; o en forma de órgano judicial especializado tal como se halla orga­nizado en Italia, por ejemplo, en don­de la Magistratura del Trabajo constituye una sección de la Corte de Ape­laciones; o con el carácter de tribuna­les distintos de los ordinarios.

Pero la colaboración obtenida me­diante contratos colectivos o por la conciliación ante los organismos au­torizados, no basta para fundar un orden. Es necesario transformar en permanente esta colaboración de los distintos factores pie concurren a la producción, lo que se obtiene median­te la institución de las Corporaciones. La transformaci6n del Estado no se realiza siempre, por otra parte, con caracteres de violencia. El derecho sindical ha precedido al derecho cor­porativo y la intervención del Estado en los conflictos ha sido consagrada aún por los regimenes liberales. Lo que alguno llamó nuevo dereclzo es el derecho de siempre, el derecho que han tenido los trabajador-es a ser tra­tados como hombres y no como co­sas. Lo único que hace el nuevo Es­tado es reconocer este derecho, pero no crearlo. El Estado ha intervenido Cada vez más, obligado por las circuns­tancias, para reglamentar diversos aspectos del trabajo. La novedad del régimen corporativo consiste en transformar esta intervención en algo orgánico y permanente y en crear or­ganismos medios en los cuales el Es­tado puede descargarse de las tareas de regular las relaciones del trabajo. Estos organismos son precisamente las corporaciones en las cuales se integran los factores de la produc­ción: empresario, técnico y obreros.

Aquí también el régimen admite diversas realizaciones: puede conce­birse un corporativismo de asociación o un corporativismo de Estado. El primero es aquél que nace por el acuerdo de las partes; el segundo pro­viene de la iniciativa estatal. Seria fatigoso enumerar todos los matices a que puede prestarse la realización de cada una de estas soluciones. Un ejemplo del corporativismo de aso­ciación lo constituyen las leyes holandesas sobre relaciones entre empresa­rios y la ley belga de enero de 1935 que reglamenta la producción y la distribución. Estas Leyes permiten a una mayoría de empresas obligar con sus decisiones a una minoría disi­dente, cuando a juicio del Estado estas decisiones se acuerdan con el bien común. En cuanto al corporativismo de Estado el ejemplo más acabado es el italiano.

Otro problema a considerar es el ámbito que abarca el principio cor­porativo. Mientras unos proponen, como Manoilescu, la realización del corporativismo integral y puro, ex­tendiendo el concepto de corporación a cuerpos sociales con funciones no económicas, otros limitan a la sola actividad económica la organización de las corporaciones. A nuestro entender, la labor de Manoilescu, mag­nifica bajo muchos aspectos, adolece de un excesivo intelectualismo y corre el riesgo de acabar en ideología. Ahora bien, hacer una ideología del corporativismo es negar la esencia misma del corporativismo, que implica el reconocimiento de la reali­dad social. Se justifican así las criti­cas que esta concepción ha encontra­do en eminentes autores italianos. Por su parte Manoilescu, coincidiendo en esto con la mayoría de los autores franceses que han considerado la organización fascista, reprocha a ésta una excesiva dependencia respecto del Estado. Indudablemente la corpora­ción debe tender a una cierta inde­pendencia con respecto al Estado y en ese sentido creo que nadie haya ex­presado mejor que el conde de La Tour du Pin, en su obra ya clásica, cuales deben ser las características de un re­gimen corporativo ideal. Pero la rea­lidad social admite diversas conside­raciones. Puedo considerar al estruc­turar un régimen el mejor régimen simplemente, o considerar el mejor régimen posible de acuerdo con las realidades sobre las cuales debe es­tructurarse. La primera es posición de filósofo, de metafísico. La segun­da es la legítima posición del político. Ahora bien; la realidad contempo­ránea es, corno lo hemos establecido a través de este ensayo, demasiado imperfecta para que podarnos acomodar a ella toda la integridad de un régimen ideal. Es necesario imponer­se ciertas limitaciones y entre ellas ésta de una corporación cuya vida ha sido suscitada y favorecida por el Estado y depende en ciertos casos de él, como sucede por ejemplo para la Corporación fascista que tiene el carácter de órgano del Estado. De lo contrario, se corre el peligro de crear una fuerza que se añada a las muchas qué ya conspiran contra la unidad del Estado. Una fuerza que tienda, al modo del sindicalismo, a disolver en si el Estado o que aun, por la fal­ta de una dirección superior, disipe en los intereses particulares de las diversas corporaciones el bien total de la comunidad. Debemos convencernos que mientras no cambien las condiciones espirituales del mundo, mientras no se forme esa conciencia corporativa que muchos autores ita­lianos yen como fundamento del ré­gimen corporativo, la conciencia de la solidaridad social y el reconocimien­to de un bien común superior y dis­tinto del bien individual, no podrá prescindirse de la actividad del Esta­do en la instauración de un régimen corporativo.

En todo caso, si el Estado debe reconocer un derecho propio a la Cor­poración, a su vez tiene facultad pa­ra regular la actividad de éstas a fin de mantenerlas en la esfera de una utilidad propia que no vaya en de­trimento de la utilidad común.

Esto supone, desde luego, una modificación en la doctrina acerca del Estado. Así en el régimen italiano, que es d régimen tipo contemporáneo, el Estado se define como la realización integral de esa unidad moral, política y económica que es la nación italiana, la que a su vez queda defi­nida corno un organismo que tiene fines, vida, medios de acción superiores por su potencia y duración a aquéllos de los individuos divididos o agrupados que la componen. Con esto se afirma una profunda divergencia con los principios que informaron el mundo moderno y que provocaron los fenómenos económicos y sociales que hemos señalado en la primera parte de este ensayo. Y es que el ré­gimen corporativo, aunque nace como una exigencia de la realidad —y de intento he substraído a la conside­ración de los lectores los principios filosóficos que pueden darle forma, a fin de mostrar más claramente este carácter—, implica un cambio funda­mental en la concepción del mundo y de la vida.

Vengamos por ejemplo a los fenómenos económicos. Uno de los primeros efectos de La instauración de un régimen corporativo es La subor­dinación de Lo económico a Lo político y de Lo individual a Lo común. Si dejamos de lado ciertas paradojas su­tiles como las de Ugo Spirito, que pretende interpretar el corporativis­mo como súper liberalismo e identi­fica en virtud de una dialéctica de tipo claramente hegeliano el indivi­duo y el Estado, podemos yen que el régimen corporativo significa el re­conocimiento de un interés individual y un interés social., como distintos. Las pretendidas leyes naturales por las cuales el interés individual, aun inconscientemente, realiza el interés común, son abandonadas por el cor­porativismo que se sirve precisamen­te de La corporación para mantener ese interés individual dentro de los límites del bien común al cual lo sub­ordina. Así la Carta del Trabãlo ita­llana define La Corporación como La organización unitaria de las fuerzas de producción, de las que representa los intereses. En virtud de esta re­presentación integral, siendo los in­tereses de La producción intereses na­cionales, las corporaciones son reconocidas por la ley como órganos del Estado.

Diversos problemas técnicos pue­den plantearse respecto a la consti­tución de las corporaciones. Uno de ellos es el modo mismo de constitu­ción que puede ser por profesión o por producto. La doctrina clásica supone las corporaciones con base profesional, es decir, como el enlace de los patrones y obreros pertenecientes a una misma profesión. Dentro de las doctrinas modernas que coinciden en esto con las realizaciones de corporativismo hechas hasta hoy, el criterio de la profesión solo rige para determinar los sindicatos separa­dos. Pero la organización corporati­va reconoce otro principio determinante que es el ciclo productivo. La práctica ha mostrado cuántas difi­cultades .comporta el criterio de la profesión por la complejidad del proceso económico. El criterio del pro­ducto, por el cual se crearían tantas corporaciones corno productos hubiera, es también poco conveniente pues­to que multiplicaría inútilmente el número de las corporaciones. La adopción del criterio del ciclo pro­ductivo facilita la integración del mayor número de elementos afines en una misma corporación.

Todas éstas son consideraciones que se deben vincular a una determinada realidad social. Un país industrialmente desarrollado tendrá un tipo diferente y un número tam­bién diverso de corporaciones que un país cuya estructura económica sea fundamentalmente agrícola. A la prudencia del Legislador corresponde determinar en cada caso particular cual es la conveniencia de la nación.

Las diversas corporaciones se re­únen en una Asamblea o Consejo que gobierna sus mutuas relaciones y resuelve las dificultades que puedan plantearse entre diferentes industrias, por ejemplo, o producciones afines. Con ello se limita al propio tiempo la competencia y sus riesgos e in convenientes. El establecimiento del precio corporativo asegura, por últi­mo, una justa retribución del traba­jo tanto al productor cuanto al inter­mediario, sin imponer al consumidor un esfuerzo superior al que permite el nivel de vida ambiente.

Finalmente, cabe considerar cómo se efectúan las relaciones de lo eco­nómico y lo político a través de la Corporación. Si en el régimen liberal la autonomía conferida a lo econó­mico determina Un desarrollo a veces exagerado y nocivo respecto del Es­tado, en régimen corporativo, la idea de bien común que lo informa esta­blece una jerarquía en los fines, subordinando los de la economía a aqué­llos propios de la política. En la vida nacional, los fenómenos económicos y los políticos se presentan por otra parte íntimamente vinculados, como propios de hombres cuya vida no es ni puramente económica, ni puramen­te política. De aquí la necesidad de traducir institucionalmente estas relaciones en modo de darle carácter orgánico y permanente.

La doctrina ha aceptado, en tér­minos generales, el principio de la representación profesional en subs­titución de la representación exclusi­vamente política y partidaria consa­grada por el liberalismo. La ventaja es notoria, pues mientras los inte­reses partidarios son transitorios, fundados en el artificio de la pasión momentánea, las más de las veces y en todo caso parciales —como su nombre mismo lo indica—, los inte­reses profesionales afectan algo fun­damental en el hombre cual es su ac­tividad, oficio o estado económico ­político.

Las diferentes realizaciones corporativas han aceptado también la representación profesional. En algu­nos casos el principio es atemperado por la supervivencia de una cámara política al lado de la Cámara Corpo­rativa a la que se atribuyen de pre­ferencia funciones de carácter econó­mico. Tal es el caso de Portugal, donde la Asamblea corporativa solo tiene funciones consultivas. En Italia existió, a partir de la reforma de 1928, una intervención de los sindi­catos en la vida política del país. Pe­ro recién en el año 1939 se dio cima a la organización corporativa con la creación de la Cámara del Fasci e delle Corporazionl, formada por los componentes del Consejo Nacional del Partido Nacional Fascista y del Consejo Nacional de las Corporaciones (Art. 39 de la Ley n° 129, del 19 de enero de 1939). Ninguna elección interviene, pues, en su constitución, habiéndose establecido que los consejeros Nacionales cesan en su cargo al mismo tiempo que cesan sus funciones en los Consejos que concurren a formar la Cámara (Art. 8).

Se comprende que el régimen cor­porativo no deja también de tener sus riesgos y no es mi intención exponerlo como una panacea universal. Mu­chos de ellos quedan señalados ya en el curso de la exposición. Digamos que el mayor es construir artificio­samente un sistema corporativo que no tenga correspondencia con ha rea­lidad. Las demás dificultades se re­suelven a poco que el sistema comien­za a funcionar y que se encara su movimiento como una dinámica per­petua, como algo en continuo perfec­cionamiento, tratando de cumplir au­ténticamente, sin sofismas ni metáforas, la misión del gobernante, que es atender al bien común.

Permítaseme ahora un retorno a mi comienzo. He dicho que esta ex­posición era el mirar apasionado de un hombre de este tiempo a las cosas de su tiempo. Y ¿cómo no había de mirar también a esta cosa tan próxima y tan nuestra que es ha tierra de los padres, esta Argentina que sentimos misional y recia pero que vemos desvalida y abandonada? Des­de luego, no voy a proponer ha re­forma corporativa del Estado argen­tino. Y no la voy a proponer, no porque no la crea necesaria, sino por­que pienso que eso es labor de mu­chos años y de muchas voluntades, que es labor de toda una generación, y no tema de disertaciones. De una generación que se sienta unida en una obra común y encendida en una mística constructiva.

Pero quisiera examinar ciertos ca­racteres del alma nacional, porque a los ojos de muchos ellos aparecen corno un obstáculo insalvable para una organización corporativa.

El primero: nuestro amor por la li­bertad. El argentino ama la libertad. Sus palabras, su gesto, revelan un cierto aislamiento, una filiación personal. Muchos piensan en esto co­mo en un defecto. Por mi parte, pien­so que nuestro amor a la libertad tie­ne una filiación más noble que la revolucionarla. Pienso que es el genio de la estirpe hispánica, La antigua hidalguía e intrepidez que se revelan en nuestra fisonomía espiritual. El se­gundo: nuestra incapacidad para organizarnos. Este rasgo de nuestra idiosincrasia, derivado sin duda del mismo amor a la libertad, parece ma­nifiesto en las penurias de nuestras luchas civiles. La difícil unidad na­cional, nuestra lenta organización política, consumada solo luego de cruentas batalla, si bien se explican en parte por la resistencia nativa a una ideología extraña, serían, según esto, un reflejo de nuestra falta de aptitud para la disciplina. ¿Cómo imponer entonces la compleja estruc­tura corporativa, si no hemos sido capaces de ubicarnos dentro de la simple armazón del Estado liberal? A esto podemos argumentar que el régimen corporativo se acomoda me­jor que ningún otro a las exigencias de la libertad humana, en lo que ella tiene de necesario. El excesivo igua­litarismo democrático que substituye una igualdad aritmética a la igualdad de proporción que debe existir entre los ciudadanos, anula la personalidad humana y reduce a un patrón único hombres, cosas e instituciones. Su misma simplicidad conspira contra las posibilidades de su aplicación deri­vando en despotismo, mientras que la complejidad del régimen corpora­tivo denuncia su riqueza de conte­nido y la variedad de estructuras a que puede dar lugar. El mundo bus­ca la unidad; pero reconociendo el orden de las profesiones, reconoce en la unidad lo múltiple. No parece tan difícil, pues, integrar y organizar la libertad mediante el establecimiento del régimen corporativo. Claro que él debe estar informado por los ca­racteres propios del alma nacional y, en su aplicación práctica, por las con­diciones particulares de nuestra fisonomía geográfica y nuestras posibi­lidades económicas. Trasladar sim­plemente constituciones y regimenes es tarea de ideólogos. Adecuar los principios a la realidad, hacer de ellos aplicaciones analógicas es la tarea del político. Nuestra tarea de hoy para la grandeza de mañana.