– Por Dom Columba Marmion
Lo
que Jesús ha dado a su Madre. La escogió entre todas las mujeres; la ha amado y
obedecido; la ha asociado de una manera muy íntima a sus misterios,
principalmente al de la Redención.
La Virgen María es inmaculada.- Todos los hijos de Adán
nacen manchados con el pecado original, esclavos del demonio, enemigos de Dios.
Tal es el decreto promulgado por Dios contra todos los descendientes de Adán
pecador. Solamente María, entre todas las criaturas, se librará de esta ley. A
esa ley universal, el Verbo eterno hará una excepción –una sola-, en favor de
aquella en quien se ha de encarnar. Ni un solo momento el alma de María será esclava
del demonio; brillará siempre con destellos de pureza; por eso, luego de la
caída de nuestros primeros padres, Dios puso eterna enemistad entre el demonio
y la Virgen escogida. Ella es quien bajo su planta aplastará la cabeza de la
infernal serpiente (Gén 3,15). Con la Iglesia recordemos frecuentemente ese
privilegio de María de ser inmaculada, que sólo Ella posee. Digámosle a menudo
con cariñoso amor: «Eres toda hermosa, oh María, y no hay en ti mancha
original» [Antíf. de
Vísp. de la Inmaculada Concepción].
«Tu
vestido es blanco como la nieve y tu rostro resplandeciente como el sol; por
eso te deseó ardientemente el Rey de la gloria» (Ib.).
No
sólo nace Inmaculada María, sino que en ella abunda la gracia.- Cuando el Angel
la saluda, la declara «llena de gracia», Gratia plena, pues el Señor, fuente de
toda gracia, está con ella: Dominus tecum.-
Luego, al concebir y dar a luz a Jesús, María guarda intacta su virginidad. Da
a luz y permanece virgen; según canta la Iglesia: «a la gloria tan pura de la
virginidad, María junta la alegría de ser madre fecunda» [Antíf. de Laudes de Navidad]. A esto hay que unir la
gracia que representó para María su vida oculta con Jesús, las de su unión con
su Hijo en los misterios de su vida pública y de su Pasión, y para colmar la
medida, la de su Asunción al cielo. El cuerpo virginal de María, en el cual
Cristo tomó su naturaleza humana, no verá la corrupción; en su cabeza será
colocada una corona de inestimable valor y reinará como Soberana a la diestra
de su Hijo, adornada con la vestidura de gloria formada por tantos privilegios (Sal
44,10).
¿Cuál
es el origen de todas esas gracias insignes, de todos esos privilegios
extraordinarios, que hacen de ella una criatura por encima de toda criatura?
-La elección que desde la eternidad hizo Dios de María para ser Madre de su
Hijo. Si ella es bendita entre todas las mujeres, si Dios ha trastornado en
favor suyo tantas leyes por El mismo establecidas, es porque la destina a ser
Madre de su Hijo. Si quitáis a María esa dignidad, todas esas prerrogativas no
tienen ya sentido ni razón de ser; pues todos esos privilegios preparan o
acompañan a María en cuanto es Madre de Dios.
Pero
lo que es incomprensible es el amor que determinó esa elección singularisima
que el Verbo hizo de esa doncella Virgen para tomar en ella naturaleza humana.
Cristo amó a su Madre.- Nunca Dios amó tanto a una simple criatura, nunca un
hijo amó a su madre como Cristo Jesús a la suya.
Amó
tanto a los hombres, nos dice El mismo, que dio su vida por ellos, y no pudo
darles mayor prueba de amor (Jn 15,13). Pero no olvidéis esta verdad: Cristo
murió, ante todo, por su Madre, para pagar su privilegio. Las gracias únicas
que María recibió son el primer fruto de la Pasión de Cristo.
La
Santísima Virgen no gozaría de privilegio alguno sin los méritos de su Hijo; es
la gloria más grande de Cristo, porque es la que más ha recibido de Él.
La
Iglesia nos enseña claramente esta doctrina cuando celebra la Inmaculada
Concepción, la primera, en orden al tiempo, de las gracias que recibió María.
Leed la «oración» de la festividad y veréis que a la Santísima Virgen le fue
otorgado este privilegio, porque la muerte de Jesús, prevista en los decretos
eternos, había pagado por anticipado ya su precio. «¡Oh Dios, que por la
Inmaculada Concepción de la Virgen preparasteis una digna morada a vuestro
Hijo: os suplicamos que así como por la muerte «prevista» de este vuestro Hijo,
la preservasteis de toda mancha...». Podemos decir que María ha sido entre toda
la Humanidad el primer objeto del amor de Cristo, aun de Cristo paciente por
ella, en primer lugar, para que la gracia pudiese abundar en ella, en una
medida excepcional derramó Jesús su preciosa sangre.
Finalmente,
Jesús obedeció a su Madre.- Todos habéis leído que todo lo que nos cuentan los
Evangelistas
de la vida oculta de Cristo en Nazaret se reduce a esto: «crecía en edad y en
sabiduría», y
estaba «sujeto a María y a José» (Lc 2, 51-52). ¿No es esto incompatible con la
divinidad? No, ciertamente. El Verbo se hizo carne, se humilló hasta tomar una
naturaleza semejante a la nuestra, a excepción del pecado; vino, nos dice, «a
servir y no a ser servido»; y a hacerse «obediente hasta la muerte» (Mt 20,28;
Fil 2,8); por eso quiso obedecer a su Madre. En Nazaret obedeció a María y a José,
las dos criaturas privilegiadas que Dios colocó junto a Él. María participa, en
cierto modo, de la autoridad del Padre Eterno sobre la humanidad de su Hijo: Jesús
podía decir de su Madre lo que decía de su Padre celestial: «Yo hago siempre lo
que es de su agrado» (Jn 8,29).
El
Verbo no predestinó a María solamente para ser su Madre según la carne, no
solamente le tributó el honor que esa dignidad lleva consigo, colmándola de
gracias, sino que la asoció a sus misterios.
En
el Evangelio vemos que Jesús y María son inseparables en los misterios de
Cristo. Los ángeles anuncian a los pastores que en la cueva de Belén hallarán
al «Niño y a su Madre» (Lc 2, 8-16): María es quien presenta a Jesús en el
Templo, presentación que es ya preludio del sacrificio del Calvario (ib.
23-39). Toda la vida de Nazaret, como acabo de decir, la pasa sujeto a María; a
sus ruegos obra Jesús el primer milagro de su vida pública, en las bodas de
Caná (Jn 2, 1-2); los Evangelistas afirman que siguió a Jesús en algunas de sus
excursiones misionales.
Pero
notad bien que no se trata de una simple unión física, sino que María penetra
con alma y corazón en los misterios de su Hijo. San Lucas nos refiere que la
Madre de Jesús «conservaba en su corazón las palabras de su Hijo y las
meditaba» (Lc 2,19). Las palabras de Jesús eran para ella fuente de
contemplación. ¿No podríamos decir nosotros otro tanto de los misterios de
Jesús?
Ciertamente,
Cristo, al vivir esos misterios, iluminaba el alma de su Madre sobre cada uno
de ellos.
Ella
los comprendía y se asociaba a ellos. Cuanto Nuestro Señor hablaba o hacía era,
para aquella a quien amaba entre todas las mujeres, un manantial de gracias.
Jesús devolvía, por decirlo así, a su Madre en vida divina, de la que es fuente
perenne, lo que de ella había recibido en vida humana. Por eso Cristo y la
Virgen están indisolublemente unidos en todos los misterios; y por eso también María
nos tiene a todos unidos en su corazón con su divino Hijo.
Pues
bien, la obra por excelencia de Jesús, el santo de los santos de sus misterios,
es su sagrada
Pasión,
por el cruento sacrificio de la cruz, Cristo acaba de dar la vida divina a los
hombres, y mediante él les restituye su dignidad de hijos de Dios. Jesús quiso
asociar a su Madre a este misterio con un carácter especialísimo, y María se
unió tan plenamente a la voluntad de su Hijo Redentor, que comparte con El
verdaderamente, si bien guardando su condición de simple criatura, la gloria de
habernos dado a luz, en aquel momento, a la vida de la gracia.
Vayamos
al Calvario en el instante en que Cristo Jesús va a consumar la obra que
su
Padre le encomendara en el mundo.- Nuestro Señor ha llegado al final de
su
misión apostólica en la tierra; va a reconciliar con Dios a todo el
género
humano. ¿Quién está al pie de la cruz en aquel supremo instante? María,
su
Madre, con Juan, el discípulo amado, y otras cuantas mujeres (Jn 19,25).
Allí está
de pie; acaba de renovar la ofrenda de su Hijo que hizo mucho antes al
presentarle en el Templo, en este momento ofrece al Padre, para rescate
del
mundo,·«el fruto bendito de su vientre».
Sólo
quedan a Jesús cortos instantes de vida; luego, el sacrificio estará consumado,
y devuelta a los hombres la gracia divina. Quiere darnos por madre a María y
esto constituye una de las formas de esta gran verdad: que Cristo se unió en la
Encarnación a todo el género humano; los escogidos forman el cuerpo místico de
Cristo, del que no pueden ser separados. Cristo nos dará a su Madre para que
sea también la nuestra en el orden espiritual; María no nos separará de Jesús,
su Hijo, nuestra cabeza.
Antes,
pues, de expirar y «de acabar, como dice San Pablo, la conquista del pueblo de
las almas, del cual quiere hacer su reino glorioso» (Ef 5, 25-27), Jesús ve al
pie de la cruz a su Madre, sumida en la mayor angustia, y a su discípulo Juan,
tan amado suyo, aquel mismo que oyó y nos refiere sus últimas palabras. Jesús
dice a su Madre: «Mujer, he ahí a tu hijo»; y luego al discípulo: «He ahí a tu madre»
(Jn 19, 25-27).- San Juan, en este caso, nos representa a todos; es a nosotros
a quienes lega Jesús su Madre, cuando ya va a expirar. ¿No es Él acaso nuestro
«hermano mayor»? ¿No estamos nosotros predestinados a asemejarnos a Él para que
sea el primogénito de una muchedumbre de hermanos»? (Rm 8,29). Luego si
Jesucristo se hizo nuestro hermano mayor al tomar de María una naturaleza como
la nuestra que le hizo participar de nuestro linaje, ¿qué tiene de extraño que
al morir nos diera por madre en el orden de la gracia a la que fue su Madre en
el orden de la naturaleza humana?
Y
como esas palabras, siendo proferidas por el Verbo, son todopoderosas y de una
eficacia divina, engendran en el corazón de Juan sentimientos de hijo digno de
María, al igual que en el corazón de María despiertan una ternura especial para
todos aquellos que la gracia hace hermanos de Jesucristo.-
Y, ¿quién dudará un instante siquiera de que la Virgen respondió, como en Nazaret,
con un Fiat callado, sí, esta vez, pero igualmente lleno de amor, de humildad y
de obediencia, en el que toda su voluntad se fundía con la de Jesús, para
realizar el supremo anhelo de su Hijo? Santa Gertrudis refiere que, oyendo un
día cantar en el Oficio divino las palabras del Evangelio referentes a Cristo:
«Primogénito de la Virgen María», decíase en sus adentros: «Paréceme que el
título de Hijo único convendría harto mejor a Jesús que el de
Primogénito»"; mientras se detenía a considerar esto apareciósele la
Virgen María y dijo a la excelsa monja: «No, no es "Hijo único" sino "Primogénito",
lo que mejor conviene; porque después de Jesús, mi dulcísimo Hijo, o más bien,
en Él y por Él, os han engendrado a todos las entrañas de mi caridad y ahora sois
mis hijos, hermanos de Jesús» (Insinuaciones de la divina piedad, l. IV, c. 3).
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