Iniciamos hoy la prometida
serie de entradas sobre el neoconservadurismo eclesial. Apuntemos que
en los orígenes no hubo identificación entre conservadurismo eclesial y
conservadurismo político. La convergencia hacia posiciones políticas que
hoy en Europa se denominan neoliberales, y en Estados Unidos neoconservadoras, es una fusión que se verificará en el siglo XX.
No
podemos seguir todos los desarrollos que llevaron a la definición [de la
infalibilidad pontificia] de 1870. Nos limitaremos a señalar algunos hechos importantes.
Ante todo el reforzamiento de la autoridad papal en el período postridentino,
que se refleja por ejemplo en la fundación del Oficio central de la Inquisición
en Roma (1542), la fijación de la liturgia de la Iglesia latina según el rito
romano bajo Pío V (1566-1572), la institución de las nunciaturas permanentes a
partir del siglo XVI, la fundación de la Congregación de Propaganda Fide
(1622), el reconocimiento del papado como signo de identidad confesional de los
católicos frente al protestantismo, la aportación de los jesuitas con su
vinculación personal al papa, etc. Todo esto contribuyó a consolidar la
teología romana del primado y de la infalibilidad pontificia. La escuela de
teología de los dominicos seguirá afirmando que el papa, antes de una
definición, tiene que fundarse en la fe de la Iglesia y, por tanto, servirse de
los medios humanos a su disposición para determinar la verdad. Eco de ella en
el Vaticano I será la intervención del cardenal Guidi. En las escuelas de los
jesuitas también se seguía enseñando esto, pero se trataba ya sólo de una
obligación moral del papa, y no de una necesidad eclesiológica.
El
caso del «papa hereje» se convierte en una cuestión académica. El acento se
pone cada vez más en la dependencia de la Iglesia respecto de su cabeza
visible, y no al contrario.
No
faltaron sin embargo en la Iglesia, por lo menos hasta la Revolución francesa,
tendencias antirromanas, como, por ejemplo, las que pueden observarse en las
Iglesias estatales ligadas a las grandes monarquías, en las corrientes
episcopalistas, la más importante de las cuales fue el galicanismo francés.
Este, en su forma radical, sostenía la superioridad del concilio sobre el papa
y la necesidad de un consenso previo de toda la Iglesia antes de proceder el
papa a tomar decisiones. Testimonio de ello son los cuatro artículos del
clero galicano, suscritos por la asamblea del clero galicano celebrada en 1682.
En ellos se sostiene un rígido conciliarismo, remitiéndose al decreto Haec
Sancta de Constanza y a la necesidad del papa de someterse a los cánones
eclesiásticos tanto de derecho universal como particular. Es célebre sobre todo
el artículo 4, relativo al magisterio pontificio: las definiciones de fe del
papa sólo serán irrevocables (infalibles) cuando sean aprobadas por la Iglesia.
Frente a este artículo, el Vaticano I declarará que las definiciones papales
son irreformables «ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae». Desde
finales del siglo XVII el galicanismo francés hizo sentir su influjo también en
Alemania, donde se unió a las tendencias autonomistas de la Iglesia alemana. En
1763 Nikolaus von Hontheim, obispo auxiliar de Tréveris, publica bajo el
pseudónimo de Febronius una obra en la que recoge el pensamiento de canonistas
como Van Espen de Lovaina, Barthel de Würzburgo y Neller de Tréveris. Febronius
asignaba al papa un derecho subsidiario de control sobre los obispos que
descuidaran sus obligaciones. El primado pontificio debía mantenerse dentro de
los límites marcados por los ocho primeros siglos del cristianismo, antes de
las falsificaciones pseudo-isidorianas. La potestad suprema de la Iglesia
correspondía concretamente al concilio. El papa tenía potestad ejecutiva
respecto de las deliberaciones conciliares.
El
febronianismo se aplicó a la realidad eclesial y política en el Congreso de Ems
(1786), que contó con la presencia de los arzobispos-príncipes de Maguncia,
Colonia, Tréveris y Salzburgo. En Italia, dentro del movimiento jansenista,
hubo también resistencias a la autoridad papal. El mismo año del Congreso de
Ems se celebró el famoso sínodo de Pistoia, bajo la guía teológica de Pietro
Tamburini.
Las
reacciones al febronianismo no se hicieron esperar: la obra de Febronius se
puso en el Índice, en 1767 el jesuita F. A. Zaccaria publica el Anti-Febronio
y en 1799 Mauro Cappellati, el futuro Gregorio XVI, publica el Triunfo
de la Santa Sede y de la Iglesia frente a los asaltos de los innovadores. En
él sostenía el futuro pontífice que el papa es infalible independientemente de
la Iglesia, que depende de él, y no al contrario. Tras la Revolución francesa,
las guerras napoleónicas y la secularización en Alemania (1803) se asiste a un
reforzamiento de la autoridad espiritual del papado en una Europa en
desbarajuste y en una Iglesia dividida y fragmentada.
Expresión
de la nueva actitud ante el papado es el ultramontanismo de los años
1820-1850 (De Maistre, Lamennais, Görres, Donoso Cortés, Manning, Ward). De
Maistre sobre todo se convirtió en el defensor del papado y de la infalibilidad
como garantías del orden y la estabilidad social.
F. Lamennais. |
De
Maistre ejerció un gran influjo en muchos autores hasta el Vaticano I en
relación con el concepto de «infalibilidad». Para los ultramontanos la
infalibilidad papal era un elemento esencial y determinante de la vida de la
Iglesia.
Para
ellos, la tarea primordial del magisterio no es la de testimoniar la fe recibida,
sino la de decidir acerca de la fe transmitida, la determinatio fidei. Los
historiadores hacen notar que el éxito de las ideas ultramontanas estuvo
determinado sobre todo por el hecho de que partieron de la periferia, y no del
centro. K. Schatz cita a este respecto, aprobándola, una frase de Tocqueville
de 1856: «El papa se vio empujado por los fieles a convertirse en señor
absoluto de la Iglesia, más que verse empujados los fieles a someterse a su
dominio. La actitud de Roma fue más efecto que causa».
Para
muchos laicos comprometidos y en particular para el clero más joven, el papado
representaba el baluarte de la libertad de la Iglesia frente a la Iglesia
estatal. No sorprende en absoluto que en este clima surgieran concepciones
discutibles y expresiones exageradas de «devoción al papa», no siempre
razonables.
Tomado de:
Ardusso, F. Magisterio eclesial. Madrid: 1995. Ps. 222-226.