domingo, 28 de julio de 2013

GENEALOGIA DEL (NEO) CONSERVADURISMO ECLESIAL (1)

Iniciamos hoy la prometida serie de entradas sobre el neoconservadurismo eclesial. Apuntemos que en los orígenes no hubo identificación entre conservadurismo eclesial y conservadurismo político. La convergencia hacia posiciones políticas que hoy en Europa se denominan neoliberales, y en Estados Unidos neoconservadoras, es una fusión que se verificará en el siglo XX.
No podemos seguir todos los desarrollos que llevaron a la definición [de la infalibilidad pontificia] de 1870. Nos limitaremos a señalar algunos hechos importantes. Ante todo el reforzamiento de la autoridad papal en el período postridentino, que se refleja por ejemplo en la fundación del Oficio central de la Inquisición en Roma (1542), la fijación de la liturgia de la Iglesia latina según el rito romano bajo Pío V (1566-1572), la institución de las nunciaturas permanentes a partir del siglo XVI, la fundación de la Congregación de Propaganda Fide (1622), el reconocimiento del papado como signo de identidad confesional de los católicos frente al protestantismo, la aportación de los jesuitas con su vinculación personal al papa, etc. Todo esto contribuyó a consolidar la teología romana del primado y de la infalibilidad pontificia. La escuela de teología de los dominicos seguirá afirmando que el papa, antes de una definición, tiene que fundarse en la fe de la Iglesia y, por tanto, servirse de los medios humanos a su disposición para determinar la verdad. Eco de ella en el Vaticano I será la intervención del cardenal Guidi. En las escuelas de los jesuitas también se seguía enseñando esto, pero se trataba ya sólo de una obligación moral del papa, y no de una necesidad eclesiológica.
El caso del «papa hereje» se convierte en una cuestión académica. El acento se pone cada vez más en la dependencia de la Iglesia respecto de su cabeza visible, y no al contrario.
No faltaron sin embargo en la Iglesia, por lo menos hasta la Revolución francesa, tendencias antirromanas, como, por ejemplo, las que pueden observarse en las Iglesias estatales ligadas a las grandes monarquías, en las corrientes episcopalistas, la más importante de las cuales fue el galicanismo francés. Este, en su forma radical, sostenía la superioridad del concilio sobre el papa y la necesidad de un consenso previo de toda la Iglesia antes de proceder el papa a tomar decisiones. Testimonio de ello son los cuatro artículos del clero galicano, suscritos por la asamblea del clero galicano celebrada en 1682. En ellos se sostiene un rígido conciliarismo, remitiéndose al decreto Haec Sancta de Constanza y a la necesidad del papa de someterse a los cánones eclesiásticos tanto de derecho universal como particular. Es célebre sobre todo el artículo 4, relativo al magisterio pontificio: las definiciones de fe del papa sólo serán irrevocables (infalibles) cuando sean aprobadas por la Iglesia. Frente a este artículo, el Vaticano I declarará que las definiciones papales son irreformables «ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae». Desde finales del siglo XVII el galicanismo francés hizo sentir su influjo también en Alemania, donde se unió a las tendencias autonomistas de la Iglesia alemana. En 1763 Nikolaus von Hontheim, obispo auxiliar de Tréveris, publica bajo el pseudónimo de Febronius una obra en la que recoge el pensamiento de canonistas como Van Espen de Lovaina, Barthel de Würzburgo y Neller de Tréveris. Febronius asignaba al papa un derecho subsidiario de control sobre los obispos que descuidaran sus obligaciones. El primado pontificio debía mantenerse dentro de los límites marcados por los ocho primeros siglos del cristianismo, antes de las falsificaciones pseudo-isidorianas. La potestad suprema de la Iglesia correspondía concretamente al concilio. El papa tenía potestad ejecutiva respecto de las deliberaciones conciliares.
El febronianismo se aplicó a la realidad eclesial y política en el Congreso de Ems (1786), que contó con la presencia de los arzobispos-príncipes de Maguncia, Colonia, Tréveris y Salzburgo. En Italia, dentro del movimiento jansenista, hubo también resistencias a la autoridad papal. El mismo año del Congreso de Ems se celebró el famoso sínodo de Pistoia, bajo la guía teológica de Pietro Tamburini.
Las reacciones al febronianismo no se hicieron esperar: la obra de Febronius se puso en el Índice, en 1767 el jesuita F. A. Zaccaria publica el Anti-Febronio y en 1799 Mauro Cappellati, el futuro Gregorio XVI, publica el Triunfo de la Santa Sede y de la Iglesia frente a los asaltos de los innovadores. En él sostenía el futuro pontífice que el papa es infalible independientemente de la Iglesia, que depende de él, y no al contrario. Tras la Revolución francesa, las guerras napoleónicas y la secularización en Alemania (1803) se asiste a un reforzamiento de la autoridad espiritual del papado en una Europa en desbarajuste y en una Iglesia dividida y fragmentada.
Expresión de la nueva actitud ante el papado es el ultramontanismo de los años 1820-1850 (De Maistre, Lamennais, Görres, Donoso Cortés, Manning, Ward). De Maistre sobre todo se convirtió en el defensor del papado y de la infalibilidad como garantías del orden y la estabilidad social.
F. Lamennais.
De Maistre ejerció un gran influjo en muchos autores hasta el Vaticano I en relación con el concepto de «infalibilidad». Para los ultramontanos la infalibilidad papal era un elemento esencial y determinante de la vida de la Iglesia.
Para ellos, la tarea primordial del magisterio no es la de testimoniar la fe recibida, sino la de decidir acerca de la fe transmitida, la determinatio fidei. Los historiadores hacen notar que el éxito de las ideas ultramontanas estuvo determinado sobre todo por el hecho de que partieron de la periferia, y no del centro. K. Schatz cita a este respecto, aprobándola, una frase de Tocqueville de 1856: «El papa se vio empujado por los fieles a convertirse en señor absoluto de la Iglesia, más que verse empujados los fieles a someterse a su dominio. La actitud de Roma fue más efecto que causa».
Para muchos laicos comprometidos y en particular para el clero más joven, el papado representaba el baluarte de la libertad de la Iglesia frente a la Iglesia estatal. No sorprende en absoluto que en este clima surgieran concepciones discutibles y expresiones exageradas de «devoción al papa», no siempre razonables.
Tomado de:
Ardusso, F. Magisterio eclesial. Madrid: 1995. Ps. 222-226.