El
liberalismo, con sus falsos dogmas de sus falsas libertades, es un
protestantismo larvado y un catolicismo adulterado. Eso ha debilitado política
y socialmente a las naciones católicas de Europa: la ficción del catolicismo.
En Austria, España, Italia y Francia, como entre nosotros, la masa se llamaba
católica, pero, en realidad, la mitad eran católicos de corazón y la otra mitad
católicos de nombre y protestantes y masones de veras. Tenían unidad aparente
y una profunda división ideológica de fondo.
Dios, que no ama las confusiones, permitió
que naciera del maridaje del liberalismo con la plutocracia, un bichito
colorado más bravo que el ají, que se llama comunismo, el cual, después de
volverse contra sus padres, pues no hay nada más desmadrado que él, proyectó la
destrucción de todo el orden existente, por todos los medios posibles, incluso
el engaño, la violencia, la traición y la masacre. Maldijo de Dios y se le vio
la punta de diablo.
El pueblo de esas naciones no estaba unido ni
concorde, llamándose católico; muchísimos eran anticatólicos, hipócritas o
inconscientes, hacían como Mitre y Sarmiento, que se llamaban católicos (y
quizá lo creían), pero el día antes de tomar el poder de presidentes, echaban
un discurso en la Logia Francmasónica, por lo cual quedaban excomulgados, según
los cánones de la Iglesia. Y lo más triste era que el clero de aquel tiempo,
por interés o por cobardía, se callaba la boca.
¿Qué hay que hacer? Hoy esa duplicidad ya no
es posible, porque la presión enorme del acontecer mundial (es decir, Dios que
anda limpiando el barbecho) lleva al mundo a las afirmaciones categóricas: “sí,
sí; no, no”, como mandó Cristo.
No se trata de imponer la fe por la fuerza al
que no la tiene; sino al que no la tiene que no la toque; y el que la tiene,
que la practique.
El liberalismo en su comienzo tenía algo de
bueno, pues no hay error tan grande que no tenga algo de verdad, ni herejía que
no se base en un dogma cristiano (en la corrupción de un dogma cristiano). Las
tres divisas del liberalismo: libertad, igualdad, fraternidad, no eran más que
las tres palabras cristianas: orden, jerarquía y caridad, que habían colgado
la sotana, como nuestros famosos curas liberales.
Lo que había de bueno en el liberalismo de antaño
(1820-1860), era una especie de ímpetu juvenil, contra un montón de cosas que
tenían que morir; a saber: A) el absolutismo de los reyes, inventado por los
reformadores protestantes; B) el despotismo demasiado cerrado de los gremios y
corporaciones medievales; C) una decadencia de la religión, que originó en
Inglaterra el deísmo(1) y en Francia
el filosofismo(2).
La juventud europea de principios del siglo
pasado se conmovió con la palabra libertad, porque se sentía apretada, estrecha
y cansada; y al decir “queremos libertad”, de hecho, querían significar:
“queremos salir de esto”. Lo que no sabían del todo, era qué se ocultaba detrás
de esa dorada y sonrosada libertad del liberalismo; había primero un error,
después una ficción y después una herejía: el error de la libertad de comercio,
la ficción de la soberanía del pueblo y la herejía de la religión de la
libertad —opuesta, aunque derivada de la religión de Cristo.
Un hombre de nuestra raza, Larra, es el
primer tipo liberal que —como Alberdi— se burla de la Libertad con mayúscula.
“Aquí está la bandera idolatrada” —y que confiesa que en España el liberalismo
es anticlericalismo y el anticlericalismo es irreligión. Eso de que en el fondo
el liberalismo es una herejía, es muy importante.
Mucho antes que los señores liberales del
siglo XIX, cabezas enteramente humosas, hubieran inventado sus fórmulas
ambiguas de libertad de opinar y libertad de esto y lo de más allá, existía en
nuestra raza una fórmula recortada, breve y limpia de libertad española y
cristiana, que decía simplemente: ¡Ley pareja!
Todavía se la oye resonar en la criollidad
con la fuerza de un taco y la ley de una onza de oro. Esa es la fórmula
católica, que con fina filosofía no dice: ¡ley igual!, porque sabe que no hay
ley igual en este mundo de cosas desiguales, sino ley proporcionada, puesto que
un varón y una mujer, por ejemplo, no son ni deben ser iguales, pero por eso
mismo, son ambos hijos de Dios y hermanos de Cristo, y si se eligen bien,
forman pareja.
Las otras fórmulas de la libertad salidas de
la cabeza descangallada de un suizo francés, que no era ni suizo ni francés ni
católico ni protestante, ni varón del todo (según sospechan), J. J.
Rousseau(3), hay que fumigarlas como a polilla y arrinconarlas cuanto antes.
(1)
Deísmo: corriente opuesta al teísmo. Se inicia en el siglo XVII y alcanza gran
predicamento en el XVIII. Acepta a Dios como creador de la armonía y maravilla
del universo; pero lo excluye de la vida espiritual e histórica del hombre, sumergida
en el mal y en el pecado. Niega la Providencia y la gracia.
(2)
Filosofismo: niega especialmente la Revelación; y acepta sólo la religión
natural.
(3)
Russeau ha sido magistralmente estudiado desde el punto de vista psiquiátrico
por el Dr. Wilhelm Stekel, en su obra "Infantilismo psicosexual" y su
conclusión diagnóstica es que se trataba de un paranoico exhibicionista.
LEONARDO CASTELLANI - "Sentencias y aforismos políticos" - Ed. del Grupo Patria Grande 1981 - Pags.15, 16 y 17.
Nacionalismo Católico San Juan Bautista