viernes, 3 de mayo de 2019
La Americanización de la Iglesia – Rubén Calderón Bouchet
Si
algo distingue espiritualmente a EE.UU. del resto de las naciones es la fuerza
que ha sostenido su ideal de felicidad terrena, mediante el condicionamiento
psicológico de las masas. Este ideal, en sus primeros pasos, tropezó con la
enseñanza tradicional de la Iglesia Católica para quien la meta de la
Encarnación no era, indudablemente, el goce pacífico de los alimentos terrenos.
¿No era posible una conciliación de dos ideales aparentemente tan diferentes?
El
cardenal Billot, destacado miembro del Colegio Apostólico, cuando hablaba de
las corrientes laicistas y de los esfuerzos, no siempre estériles, que hacían
para penetran en la doctrina tradicional, decía a propósito de la moral del
trabajo que procuraba por todos los medios sustituir la ética del calvario: “Laicismo
por último, en la moral cristiana, quiero decir en lo tocante a las virtudes,
algunas de las cuales, las que pertenecen a la vida interior, que dependen del
espíritu de oración, de penitencia, de humildad, que nos mantienen en la
continua dependencia de Dios, nuestro dueño, de Dios nuestro creador, de Dios
nuestro fin último, son jubiladas como virtudes propias del antiguo régimen,
mientras las otras que denominan activas, son consideradas como las únicas
dignas del hombre adulto emancipado, libre y consciente de sí mismo”.
La
Congregación Paulista, fundad en EE.UU. por Isaías Hecker (1819-1888) se
propuso, un poco más allá de la segunda mitad del siglo pasado, acentuar en las
enseñanzas católicas el valor de las virtudes activas y procurar un desarrollo
de la personalidad donde la ética del calvario; humildad, obediencia, renunciamiento, mortificación, fueran
reemplazadas por esa nueva moral que requiere del hombre un concurso activo a
todo cuanto constituye progreso material, sentido individualista de la
responsabilidad y democracia social.
La voz
de este profeta americano se perdió en el tumulto desatado en la Iglesia por el
modernismo y sólo tuvo eco en Norteamérica donde sus ideas sobrevivieron
esperando la oportunidad de un nuevo brote. Por su biógrafo el R.P. Elliot,
conocemos algunas de las tesis americanistas que no tardarían en ser condenadas
por Roma:
“La
energía que la política moderna reclama no es el producto de una devoción como
la que se estila en Europa; ese género de devoción pudo en su debido tiempo
prestar servicios y salvar a la Iglesia, pero eso era, ante todo cuando se
trataba de no sublevarse”.
“La
exageración del principio individualista por parte del protestantismo llevó
forzosamente a la Iglesia a reaccionar y limitar las consecuencias de ese
principio…”
Ello
condujo, lamentablemente al cultivo de las virtudes pasivas, y éstas “practicadas
bajo la acción de la Providencia para la defensa de la autoridad exterior de la
Iglesia entonces amenazada, dieron resultados admirables: uniformidad,
disciplina, obediencia. Tuvieron su razón de ser cuando los gobiernos eran
monárquicos. Ahora o son republicanos o constitucionales y se acepta que sean
ejercidos por los propios ciudadanos. Este nuevo orden de coas exige
necesariamente iniciativa individual, esfuerzo personal. La suerte de las
naciones depende del aliento y de la vigilancia de cada ciudadano. Por lo cual,
sin destruir la obediencia, las virtudes activas deben cultivarse con
preferencia a las otras, tanto en el orden natural como en el sobrenatural”.
Eso se
escribía a fines del siglo pasado y provenía de la mano de un sacerdote que
creía, sin vacilaciones, que la sociedad americana prohijaba una nueva manera
de entender al hombre en su relación con Dios y participaba, al mismo tiempo,
de una fe pueril en las virtudes del sufragio y en la promoción de toda la ciudadanía
a participar activamente en el gobierno de la ciudad, porque un día fue
convocada a ratificar la elección de unos candidatos previamente elegidos por
las comanditas partidarias.
León
XIII condenó el error que hablaba de una adaptación de la Iglesia a las
exigencias del siglo, fundándose en que Cristo no cambiaba con el tiempo: “hoy
es el mismo que ayer y que será en los siglos venideros”. A los hombres de
todos los tiempos se dirigen estas palabras: Aprended de mí que soy manso y
humilde de corazón”: No hay época en que no se muestre Cristo haciéndose
obediente hasta la muerte. También vale para todos esta frase del Apóstol: “Los
que son discípulos de Cristo han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias”.
Sabemos
por la experiencia publicitaria que los vicios y las concupiscencias son
fuertes promotores del consumo y que sería una verdadera catástrofe social y
económica tener que parar la maquinaria de la producción si la gente comienza a
pensar en su salvación en términos de ascesis. ¿Por qué esa salvación no puede
serle ofrecida sin renunciar a la técnica moderna del confort?
El
americanismo, detenido en la puerta del Santo de los Santos, por la espada flamígera
de los Papas, reinicia su acometida a través dela Compañía de Jesús y otras
congregaciones modernas y trata de penetrar, no directamente en la dogmática
como pretendió en su momento el modernismo, sino indirectamente por el sesgo de
la pastoral y la liturgia.
La Iglesia Americana
La
Iglesia Católica es, en EE.UU. la más numerosa de todas. La estadística oficial
de las Iglesias americanas le adjudica en 1964
una cantidad de 44.874.371 fieles. Los protestantes pasaban de 66
millones pero divididos en 220 principales iglesias sin contar algunas capillas
oscuras en afán de cultivar su pequeña disidencia. No solamente por su número
importaban los católicos, sino también por su poder económico. La Cancillería
de la Iglesia Católica ocupaba sobre la “Madison Avenue” en New York un enorme
edificio estilo neo renacimiento que compartía con una conocida firma de
publicidad. Esta cancillería estaba dotada con todos los adelantos de la
técnica y sus monseñores, rigurosamente vestidos de “clergyman” oscuro,
manejaban con habilidad las computadoras y las máquinas de calcular. La Iglesia
Católica era, desde el estricto punto de mira del negocio, uno de los más
grandes que existían en EE.UU. ¿Cómo no pensar, puestos en disposición de verla
como negocio, en la publicidad adecuada para que pudiera vender su producto al
público americano?
Ernest
Dicher, padre de la investigación motivacional, preguntado en alguna
oportunidad por la mejor manera de hacer una buena propaganda para la Iglesia,
recordó “que la descripción de elevados ideales está por siempre por encima de
la posibilidad de la masa”, “el cielo es maravilloso pero para la mayoría de
nosotros está demasiado lejos”. Este hecho debe llamar la atención sobre la
necesidad de no predicar cosas que por su altura y su majestad estén más allá
de nuestras manitos. Se debe adecuar el mensaje de Cristo a la mentalidad de
ese pobre hombre reducido por la publicidad a ser un manojo de deseos.
Pero
volviendo al negocio de la Iglesia, uno de los organismos técnicos encargados
del asunto averiguó que un dólar invertido en la Iglesia Católica de los
EE.UU., tenía la misma rentabilidad que uno invertido en la General Motors.
Esto explica que sean los administradores, los sociólogos y los psicólogos y no
los teólogos los que dirigen los asuntos de la Iglesia y le imponen sus
criterios. Fultón J. Sheen, que había alcanzado una cierta notoriedad
televisiva, habría dicho en una oportunidad: “Por el amor de Cristo, dejen de
administrar y sean buenos pastores”.
Esto
sucedió poco después de la última gran guerra y no cayó mal en las orejas de un
público que todavía sentía el escozor de la muerte. Unos años más tardes Fulton
J. Sheen había perdido su audiencia y la Iglesia lo abandonaba junto a los
viejos misales, en algún depósito de trastos.
Para
el año 1964, poco tiempo antes que el Papa Pablo VI hiciera su famosa visita,
la Arquidiócesis de Nueva York desarrollaba un programa de construcción de
inmuebles por valor de 90 millones de dólares. Como EE.UU. es el país de las estadísticas
minuciosas, difícilmente algo pueda escapar a su control. La comparación del
poder económico de la Iglesia Católica con el de la General Motors viene una y
otra vez a la pluma de los periodistas que manejan cifras y observan negocios.
En el año 1962 la Iglesia Americana poseía 17 mil establecimientos escolares,
400 casas de retiro, 920 hospitales, 460 escuelas de enfermeros, 520
periódicos. Contaba además con 142.000 profesores encargados de la formación de
5.600.000 alumnos. Los sacerdotes alcanzaban la cifra de 51.000 y las hermanas
religiosas pasaban de 180.000.
El
extraordinario poder económico de esta Iglesia extiende sus alas protectores
por toda la cristiandad y es sabido que sostiene en un 95% el gasto de las
misiones. Es una Iglesia seria, limpia, bien administrada y conservadora en la
medida que puede serlo una institución americana. Cree por supuesto en la
Comunión de los Santos, en la Vida Perdurable, en la Resurrección de la carne,
pero americana al fin, cree en el “american way of life” y en la democracia
como sistema infalible para curar todos los males que provienen de cualquier “elitismo”.
Por esa razón, junto con su dinero, entró también en el seno de la Iglesia
Universal su ideología.
La
ideologización de la Iglesia Católica en EE.UU. es un fenómeno que obedece al
ritmo de la americanización de las “etnias” que constituyen este grandioso
cuerpo de fieles. Los italianos, irlandeses y polacos de la primera generación
preferían los saludables “ghettos” donde se juntaban con sus paisanos y
recordaban, al salir de misa, la patria perdida. La segunda generación ha
aceptado todas las consignas del nuevo patriotismo. Ha cambiado el nombre de
Bellini o Kowansky por Bell o Cower y por supuesto no están dispuestos a dar su
dinero para que la Iglesia Europea sostenga un régimen tildado de fascista o
adhiera a la nostalgia del romanticismo monárquico.
Los
que no pueden comprender la integración de la fe en el “american way of life”
no comprenderán jamás lo que sucede actualmente en la Iglesia Católica. Para el
americano común, la religión y la democracia son indisociables y como ser
democrático en esa sociedad no implica ninguna oposición, cada uno lo es de un
modo natural y sin rencores, porque tal cosa no suscita controversias, ni
negación de tradiciones prestigiosas.
El
presidente Eisenhower hizo una declaración de fe muy americana cuando aseguró “que
el gobierno no tenía sentido, si no estaba fundado sobre una fe religiosa
profundamente sentida”. Añadió a continuación algo que es tan norteamericano
como Bufalo Bill: “Poco importa cuál sea esa fe”.
Si
examinamos su declaración con los desconfiados recaudos de una tradición
teológica ortodoxa, la encontraremos tan protestante como vacía de cabal
sentido religioso, pero en los EE.UU. suena bien hasta en las orejas católicas,
porque todo buen norteamericano tiene fe en la fe, o en como decía Miller que
no era un padre de la Iglesia pero sí un buen observador: “Tenemos un culto, no
para Dios, sino para nuestro propio culto”.
La “Unam,
Sanctam, Catholicam Ecclesiam” es la verdadera asamblea de los creyentes
fundada por Cristo Nuestro Señor. Esto lo saben todos los católicos sean o no
americanos, pero en la conquista de las almas tal declaración suena fascista y
el americano medio no está dispuesto a trocar su sistema de libertad de
opiniones por una declaración tan tajante. Esto lo pondría en contradicción con
el sistema pluralista de vida civil y como ante todo es americano, admitirá ser
católico si este adjetivo no crea una pretensión de unificación totalitaria. Es
católico como otros buenos americanos son metodistas, presbiterianos,
evangelistas, hermanos libres, judíos o musulmanes.
Evelyn
Waugh contaba que había visto en Londres y en Chicago el film italiano “Paisa”,
donde se cuenta que tres capellanes del ejército norteamericano llegan a una pequeña
comunidad franciscana perdidsa en las montañas. Los frailes se enteran que uno
de los capellanes es judío, el otro protestante y el tercero católico.
Desorientados comienzan un ayuno por la conversión de los no católicos. Comenta
Waugh que en Londres, ante un auditorio no católico, la simpatía estaba con los
frailes. En Chicago el mismo film fue comentado por un grupo de católicos con
ascendencia italiana que encontró ridículo, obsoleto, y totalmente en contra de
una posible unión de creencias la actividad de los franciscanos.
Cuando
el R.P. Jaques Montgomery bautizó a Lucy Johnson, hida del entonces presidente
de los EE.UU. según el rito católico, muchos sacerdotes de la Iglesia Romana
encontraron lamentable un procedimiento que rompía con los principios de la pluralidad
religiosa. Esta posición podía aún escandalizar a muchos religiosos de la “Unam,
Sanctam” porque hasta ese momento la influencia yanqui se limitaba al dinero y
a la promoción del cura deportista y administrador.
La
Iglesia Americana tiene, como hemos tratado de expresar, el candor de la
confianza sin rencores, ni ironías, ni reticencias en el valor de la
democracia. Diríamos que está incapacitada para pensar que alguien nacido católico
y criado con la leche y la miel del Evangelio, no sea, al mismo tiempo y por
una suerte de promoción espiritual paralela a la fe, democrático. Pero como el
carácter democrático de su fe lo abre expresamente para la comprensión
simpática de cualquier otra expresión de fe, el católico al hacerse democrático
se hace también protestante y sólo guarda su capacidad de rencor para los
retardatarios que se ríen de la democracia y mantienen su fe cerril y cerrada
en la Unam Sanctam Catholicam Ecclesiam.
Esto
explica también que al entrar en el complicado mundo espiritual de la vieja
Europa Católica, el americanismo ha visto sus aguas enturbiadas por una serie
de prejuicios que vierten en el gran diálogo ecuménico la resaca de sus viejos
rencores. Cuando un santo varón de la Iglesia Americana oficia junto a un
metodista o a un presbiteriano, lo hace sencillamente con el propósito de
comulgar en una fe cuyos contenidos dogmáticos no son examinados con lentes muy
transparentes. Cuando un Reverendo Padre francés hace lo mismo, su propósito
más firme es escandalizar a los viejos creyentes, mofarse de su fe, e
imponerles una promiscuidad que el otro siente con profunda repugnancia y
rechaza desde las más hondas resonancias de su historial nacional.
No
podemos olvidar que el espíritu que hizo a Norteamérica fue el mismo que
destruyó la cristiandad. La revolución norteamericana fue la lógica
consecuencia de esas minorías disconformes emancipadas de la fe tradicional y
en abierta ruptura con el régimen eclesial. Eran, a su modo, cabezas fuertes,
libre pensadores, personalidades dispuestas a perpetuar en el nuevo mundo la
libertad religiosa tan duramente conquistada. En el plano de la actividad
económica eran individualistas y emprendedores. En pocas palabras: burgueses.
La revolución, en sentido estricto, era su propia salsa y el Nuevo Mundo les
permitió realizarla sin los tropiezos de una sociedad con normas, principios,
instituciones y prejuicios de otras épocas.
A
partir del Concilio Vaticano II la penetración americanista en el seno de la
Iglesia aceleró su ritmo y destruyendo las viejas estructuras teológicas de la
Iglesia la prepara para una útil conversación con el mundo moderno.
En los
EE.UU. esto corría de suyo y no traía, como inmediata consecuencia, actitudes
subversivas en el seno de la cristiandad. Muchos creyeron, no estoy seguro de
la sinceridad puesta en esa fe, que en Europa ocurriría algo semejante. Muerto
el fascismo, la democracia podría discurrir sobre un cauce limpio y cristalino.
La ayuda norteamericana levantaría el nivel económico de los pueblos puestos
bajo su protección, como efectivamente ocurrió, y esto haría entender a Rusia
los errores de su planteo colectivista y las bases falsas sobre las que sentaba
su política. Con un poco de buena voluntad y la colaboración de las Iglesias,
habría democracia para exportar hasta la Siberia.
Así lo
creyeron también los cerebros encargados de programar la política de la Iglesia
Católica y como las decisiones ya no eran tomadas por los grandes teólogos que
habían visto en el comunismo su calidad de “intrínsecamente perverso”, sino por
psicólogos y sociólogos expertos en pastoral, el camino quedaba expedito para
la gran confraternidad universal bajo el doble signo de la cruz, la escuadra y
el compás. No sé si en el nuevo escudo entrarán también la hoz y el martillo,
por lo menos el humanismo integral no lo rechaza.
Revista Cabildo
Nacionalismo Católico San Juan Bautista