EN EL DÍA DE "UN ENCUENTRO DE CULTURAS" PARA "TODOS Y TODAS": PENSAMIENTO DE PERÓN DIA DE LA RAZA
En el día de “un encuentro de culturas” para “todos y todas”
con más de un dato y…”una fuente”, discurso del presidente Perón en el día de
la raza de 1947. Reafirmación de la decisión del presidente Irigoyen de la
denominación del “Día de la Raza”.
“Hoy, más que nunca, debe resucitar Don Quijote y abrirse el
sepulcro del Cid Campeador.
No me consideraría con derecho a levantar mi voz en el
solemne día que se festeja la gloria de España, si mis palabras tuvieran que
ser tan sólo halago de circunstancias o simple ropaje que vistiera una
conveniencia ocasional. Me veo impulsado a expresar mis sentimientos porque
tengo la firme convicción de que las corrientes de egoísmo y las encrucijadas
de odio que parecen disputarse la hegemonía del orbe, serán sobrepasadas por el
triunfo del espíritu que ha sido capaz de dar vida cristiana y sabor de
eternidad al Nuevo Mundo. No me
atrevería a llevar mi voz a los pueblos que, junto con el nuestro, formamos la
Comunidad Hispánica, para realizar tan sólo una conmemoración protocolar del
Día de la Raza. Únicamente puede
justificarse el que rompa mi silencio la exaltación de nuestro espíritu ante la
contemplación reflexiva de la influencia que, para sacar al mundo del caos que
se debate, puede ejercer el tesoro espiritual que encierra la titánica obra
cervantina, suma y compendio apasionado y brillante del inmortal genio de
España.
Espíritu contra utilitarismo
Al impulso ciego de la fuerza, al impulso frío del dinero,
la Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía
vivificante del espíritu. En medio de un
mundo en crisis y de una humanidad que vive acongojada por las consecuencias de
la última tragedia e inquieta por la hecatombe que presiente; en medio de la
confusión de las pasiones que restallan sobre las conciencias, la Argentina, la
isla de paz, deliberada y voluntariamente, se hace presente en este día para
rendir cumplido homenaje al hombre cuya figura y obra constituyen la expresión
más acabada del genio y la grandeza de la raza.
Y a través de la figura y de la obra de Cervantes va el homenaje
argentino a la patria madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a todos los
pueblos que han salido de su maternal regazo.
Por eso estamos aquí, en esta ceremonia que tiene la
jerarquía de símbolo. Porque recordar a
Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que nunca a
los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es afirmar
la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que somos parte
y de una continuidad histórica que tiene en la raza su expresión objetiva más
digna, y en el Quijote la manifestación viva y perenne de sus ideales, de sus
virtudes y de su cultura; es expresar el convencimiento de que el alto espíritu
señoril y cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al mundo cuando se
disipen las nieblas de los odios y de los egoísmos. Por eso rendimos aquí el
doble homenaje a Cervantes y a la raza.
Homenaje, en primer lugar, al grande hombre que legó a la humanidad una
obra inmortal, la más perfecta que en su género haya sido escrita, código del
honor y breviario del caballero, pozo de sabiduría y, por los siglos de los
siglos, espejo y paradigma de su raza.
Destino maravilloso el de Cervantes que, al escribir El Ingenioso
Hidalgo Don Quijote de la Mancha, descubre en el mundo nuevo de su novela, con
el gran fondo de la naturaleza filosófica, el encuentro cortés y la unión
entrañable de un idealismo que no acaba y de un realismo que se sustenta en la
tierra. Y además caridad y amor a la
justicia, que entraron en el corazón mismo de América; y son ya los siglos los
que muestran, en el laberinto dramático que es esta hora del mundo, que siempre
triunfa aquella concepción clara del riesgo por el bien y la ventura de todo
afán justiciero. El saber “jugarse
entero” de nuestros gauchos es la empresa que ostentan orgullosamente los
“quijotes de nuestras pampas”. En segundo lugar, sea nuestro homenaje a la raza
a que pertenecemos.
La raza: superación de nuestro destino
Para nosotros, la raza no es un concepto biológico. Para nosotros es algo puramente espiritual.
Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos
y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro
destino. Ella es lo que nos aparta de
caer en el remedo de otras comunidades cuyas esencias son extrañas a la
nuestra, pero a las que con cristiana caridad aspiramos a comprender y
respetamos.
Para nosotros, la raza constituye nuestro sello personal,
indefinible e inconfundible. Para
nosotros los latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a
saber vivir practicando el bien y a saber morir con dignidad. Nuestro homenaje a la madre España constituye
también una adhesión a la cultura occidental.
Porque España aportó al occidente la más valiosa de las contribuciones:
el descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de
la cultura occidental. Su obra
civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la
historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado blasón y es la
mejor ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es un rosario de
heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos. Su empresa tuvo el
sino de una auténtica misión. Ella no
vino a las Indias ávida de ganancias y dispuesta a volver la espalda y
marcharse una vez exprimido y saboreado el fruto. Llegaba para que fuera
cumplida y hermosa realidad el mandato póstumo de la Reina Isabel de “atraer a
los pueblos de Indias y convertirlos al servicio de Dios”. Traía para ello la
buena nueva de la verdad revelada, expresada en el idioma más hermoso de la
tierra. Venía para que esos pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho
y vivieran pacíficamente. No aspiraban a destruir al indio sino a ganarlo para
la fe y dignificarlo como ser humano...
Era un puñado de héroes, de soñadores desbordantes de fe. Venían a
enfrentar a lo desconocido; ni el desierto, ni la selva con sus mil especies
donde la muerte aguardaba el paso del conquistador en el escenario de una
tierra inmensa, misteriosa, ignorada y hostil.
Nada los detuvo en su empresa; ni la sed, ni el hambre, ni las epidemias
que asolaban sus huestes; ni el desierto con su monótono desamparo, ni la montaña
que les cerraba el paso, ni la selva con sus mil especies de oscuras y
desconocidas muertes. A todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los
momentos más difíciles, en los que se los ve más grandes, más serenamente
dueños de sí mismos, más conscientes de su destino, porque en ellos parecía
haberse hecho alma y figura la verdad irrefutable de que “es el fuerte el que
crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le impone el
destino”. Pero en los conquistadores pareciera que el destino era trazado por
el impulso de su férrea voluntad. América: empresa de héroes Como no podía ocurrir de otra manera, su
empresa fue desprestigiada por sus enemigos, y su epopeya objeto de escarnio,
pasto de la intriga y blanco de la calumnia, juzgándose con criterio de
mercaderes lo que había sido una empresa de héroes. Todas las armas fueron
probadas: se recurrió a la mentira, se tergiversó cuanto se había hecho, se
tejió en torno suyo una leyenda plagada de infundios y se la propaló a los
cuatro vientos. Y todo, con un propósito avieso. Porque la difusión de la
leyenda negra, que ha pulverizado la crítica histórica seria y desapasionada,
interesaba doblemente a los aprovechados detractores. Por una parte, les servía
para echar un baldón a la cultura heredada por la comunidad de los pueblos
hermanos que constituimos Hispanoamérica. Por la otra procuraba fomentar así,
en nosotros, una inferioridad espiritual propicia a sus fines imperialistas,
cuyas asalariados y encumbradísimos voceros repetían, por encargo, el ominoso
estribillo cuya remunerada difusión corría por cuenta de los llamados órganos
de información nacional. Este estribillo ha sido el de nuestra incapacidad para
manejar nuestra economía e intereses, y la conveniencia de que nos dirigieran
administradores de otra cultura y de otra raza. Doble agravio se nos infería:
aparte de ser una mentira, era una indignidad y una ofensa a nuestro decoro de
pueblos soberanos y libres. España, nuevo Prometeo, fue así amarrada durante
siglos a la roca de la Historia. Pero lo que no se pudo hacer fue silenciar su
obra, ni disminuir la magnitud de su empresa que ha quedado como magnífico
aporte a la cultura occidental. Allí están, como prueba fehaciente, las cúpulas
de las iglesias asomando en las ciudades fundada por ella; allí sus leyes de
Indias, modelo de ecuanimidad, sabiduría y justicia; sus universidades; su
preocupación por la cultura, porque “conviene –según se lee en la Nueva
Recopilación- que nuestros vasallos, súbditos y naturales, tengan en los reinos
de Indias universidades y estudios generales donde sean instruidos y graduados
en todas ciencias y facultades, y por el mucho amor y voluntad que tenemos de
honrar y favorecer a los de nuestras Indias y desterrar de ellas las tinieblas
de la ignorancia y del error, se crean Universidades gozando los que fueren
graduados en ellas de las libertades y franquezas de que gozan en estos reinos
los que se gradúan en Salamanca”. Su celo por difundir la verdad revelada
porque –como también dice la Recopilación- “teniéndonos por más obligados que
ningún otro príncipe del mundo a procurar el servicio de Dios y la gloria de su
santo nombre y emplear todas las fuerzas y el poder que nos ha dado, en
trabajar que sea conocido y adorado en todo el mundo por verdadero Dios como lo
es, felizmente hemos conseguido traer al gremio de la Santa Iglesia Católica
las innumerables gentes y naciones que habitan las Indias occidentales, isla y
tierra firme del mar océano”. España
levantó ciudades, edificó universidades, difundió la cultura, formó hombres, e
hizo mucho más: fundió y confundió su sangre con América y signó a sus hijas
con un sello que las hace, si bien distintas a la madre en su forma y
apariencias, iguales a ella en su esencia y naturaleza. Incorporó a la suya la
expresión de un aporte fuerte y desbordante de vida que remozaba a la cultura
occidental con el ímpetu de una energía nueva.
Y si bien hubo yerros, no olvidemos que esa empresa, cuyo cometido la
antigüedad clásica hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por
hombres, por un puñado de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es
cierto, el soplo divino de una fe que los hacía creados a la imagen y semejanza
de Dios. España rediviva en el criollo
Quijote Son hombres y mujeres de esa
raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al extranjero invasor, y el
hidalgo jefe que obtenida la victoria amenaza con “pena de la vida al que los
insulte”. Es gajo de ese tronco el pueblo que en mayo de 1810 asume la
revolución recién nacida; es sangre de esa sangre la que vence gloriosamente en
Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma; es la que anima el
corazón de los montoneros; es la que bulle en el espíritu levantisco e indómito
de los caudillos; es la que enciende a los hombres que en 1816 proclaman a la
faz del mundo nuestra independencia política; es la que agitada corre por las
venas de esa raza de titanes que cruzan las ásperas y desoladas montañas de los
Andes, conducidas por un héroe en una marcha que tiene la majestad de un friso
griego; es la que ordena a los hombres que forjaron la unidad nacional, y la
que alienta a los que organizaron la República; es la que se derramó
generosamente cuantas veces fue necesario para defender la soberanía y la
dignidad del país; es la misma que moviera al pueblo a reaccionar sin jactancia
pero con irreductible firmeza cuando cualquiera osó inmiscuirse en asuntos que
no le incumbían y que correspondía solamente a la nación resolverlos; de esa
raza es el pueblo que lanzó su anatema a quienes no fueron celosos custodios de
su soberanía, y con razón, porque sabe y la verdad lo asiste, que cuando un
Estado no es dueño de sus actos, de sus decisiones, de su futuro y de su
destino, la vida no vale la pena de ser allí vivida; de esa raza es ese pueblo,
este pueblo nuestro, sangre de nuestra sangre y carne de nuestra carne, heroico
y abnegado pueblo, virtuoso y digno, altivo sin alardes y lleno de intuitiva
sabiduría, que pacífico y laborioso en su diaria jornada se juega sin alardes
la vida con naturalidad de soldado, cuando una causa noble así lo requiere, y
lo hace con generosidad de Quijote, ya desde el anónimo y oscuro foso de una
trinchera o asumiendo en defensa de sus ideales el papel de primer protagonista
en el escenario turbulento de las calles de una ciudad. Señores: la historia, la
religión y el idioma nos sitúan en el mapa de la cultura occidental y latina, a
través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo y la nobleza, el
ascetismo y la espiritualidad, alcanzan sus más sublimes proporciones. El Día
de la Raza, instituido por el Presidente Irigoyen, perpetúa en magníficos
términos el sentido de esta filiación. “La España descubridora y conquistadora
–dice el Decreto-, volcó sobre el continente enigmático y magnífico el valor de
sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el
preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales y con la aleación de
todos estos factores, obró el milagro de conquistar para la civilización la
inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con la
levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que
debemos de afirmar y de mantener con jubiloso reconocimiento”. Porvenir
enraizado en el pasado Si la América
olvidara la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos con la
latinidad, se evadiera del cuadro humanista que le demarca el catolicismo y
negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y sus ideas
carecerían de validez. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo: “Donde no se conserva
piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no
esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora”. Y situado
en las antípodas de su pensamiento, Renán afirmó que “el verdadero hombre de
progreso es el que tiene los pies enraizados en el pasado”. El sentido misional
de la cultura hispánica, que catequistas y guerreros introdujeron en la
geografía espiritual del Nuevo Mundo, es valor incorporado y absorbido por
nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad de ideas e ideales, valores
y creencias, a la que debemos preservar de cuantos elementos exóticos pretenden
mancillarla. Comprender esta imposición
del destino, es el primordial deber de aquellos a quienes la voluntad pública o
el prestigio de sus labores intelectuales les habilita para influir en el
proceso mental de las muchedumbres. Por mi parte, me he esforzado en resguardar
las formas típicas de la cultura a que pertenecemos, trazándome un plan de
acción del que pude decir –el 24 de noviembre de 1944- que “tiende, ante todo,
a cambiar la concepción materialista de la vida por una exaltación de los
valores espirituales”. Precisamente esa oposición, esa contraposición entre
materialismo y espiritualidad, constituye la ciencia del Quijote. O más
propiamente representa la exaltación del idealismo, refrenado por la realidad
del sentido común. De ahí la
universalidad de Cervantes, a quien, sin embargo, es preciso identificar como
genio auténticamente español, tal que no puede concebirse como no sea en
España. Esta solemne sesión que la Academia Argentina de Letras ha querido
poner bajo la advocación del genio máximo del idioma en el IV Centenario de su
nacimiento, traduce –a mi modo de ver- la decidida voluntad argentina de
reencontrar las rutas tradicionales en las que la concepción del mundo y de la
persona humana se originan en la honda espiritualidad grecolatina y en la
ascética grandeza ibérica y cristiana Para participar en ese acto, he preferido
traer, antes que una exposición académica sobre la inmortal figura de Cervantes,
su palpitación humana, su honda vivencia espiritual y su suprema gracia
hispánica. Su vida y en su obra personifica la más alta expresión de las
virtudes que nos incumbe resguardar. Resurrección del Quijote. Mientras unos
soñaban y otros seguían amodorrados en su incredulidad, fue gestándose la
tremenda subversión social que hoy vivimos y que preparó la crisis de las
estructuras políticas tradicionales. La revolución social de Eurasia ha ido
extendiéndose hacia Occidente, y los cimientos de los países latinos del Oeste
europeo crujen ante la proximidad de exóticos carros de guerra. Por los Andes
asoman su cabeza pretendidos profetas a sueldo de un mundo que abomina de
nuestra civilización, y otra trágica paradoja parece cernirse sobre América al
oírse voces que, con la excusa de defender los principios de la Democracia
(aunque en el fondo quieren proteger los privilegios del capitalismo), permiten
el entronizamiento de una nueva y sangrienta Tiranía. Como miembros de la
comunidad occidental, no podemos substraernos a un problema que de no
resolverlo con acierto, puede derrumbar un patrimonio espiritual acumulado
durante siglos. Hoy, más que nunca, debe
resucitar Don Quijote y abrirse el sepulcro del Cid Campeador”.
J.D.PERÓN