Un amigo de
nuestra bitácora nos envía su traducción de un artículo que publicamos a
continuación.
El Vicario de Cristo: El Papado entre normalidad y excepción *
Por Roberto de Mattei
El acto de renuncia de Benedicto XVI de 11 de febrero de 2013 y todo lo que
le ha seguido, hasta la elección del nuevo Pontífice, ha vuelto a poner sobre
el tapete el problema, de la “reforma del Papado, hoy repropuesto por teólogos,
historiadores y periodistas para condicionar las decisiones futuras del Papa
Francisco. Se trata en realidad de ideas rancias, muchas veces refutadas. Sin remontarnos
hasta el Medievo, el problema fue debatido en la época del Sínodo jansenista de
Pistoia, durante las deliberaciones del
Concilio Vaticano I, en el clima ideológico del modernismo, y finalmente en el
debate conciliar y postconciliar del siglo XX.
También hoy, como entonces, hay quien querría asignar al Papado una misión
sobre todo “profética” y quien querría que hiciese de la promoción de la paz en
el mundo su función principal. Hay quien piensa en un Papado constituido por varias
personas [1] y quien evoca la hipótesis de un pontificado “a termine” [2], y ya
nunca vitalicio, como forma de gobierno exigida por la rapidez de los cambios
en el mundo moderno y por la continua novedad de sus problemas. Para otros se
trataría de reducir al Papa a ser “un portavoz de todos los cristianos” cuyas
declaraciones “serán ciertamente tanto más eficaces cuanto menos pretenda que
lo obedezcan” [3]; o a una figura meramente arbitral, teniendo al lado una
estructura eclesiástica “abierta”, como un sínodo permanente, con poderes
deliberativos. Otros por lo demás reivindican “un nuevo estilo papal” opuesto
al estilo autoritario precedente [4]. Hay en fin quienes, fundándose en las
teorías de Carl Schmitt, según las que “el soberano es aquel que decide sobre
el estado de excepción”, querrían reducir la función del Papado a un poder de
intervención para los casos raros de los que sólo el Papa es juez supremo [5].
Se dice que las estructuras organizativas de la Iglesia de Roma siempre
cambian a lo largo del curso de la historia y deben continuar haciéndolo, para
permanecer acordes con los tiempos. La reforma del Papado, sobre el telón de
fondo de los problemas planteados por la globalización y por el
pluralismo cultural, se muestra en resumen como la única posibilidad que le
queda a la Iglesia
para no extinguirse.
Un obstáculo
insuperable se eleva contra este programa: la constitución dogmática Pastor aeternus [6] del Conciio Vaticano
I, que ha levantado los bastiones de la infalibilidad para garantizar la
constitución divina y permanente de la Iglesia militante. Los reformadores deben
recurrir a todo género de sutilezas para remover el obstáculo, pero no
renuncian al proyecto de fondo, que apunta a reducir a condición histórica y a
relativizar la verdad de fe, articulándolo según dos directrices.
La primera consiste
en afirmar la relatividad del “modelo pontificio”. Se necesitará distinguir
entonces entre la esencia inmutable del Papado y la variedad de sus formas
históricas [7], ya que “la esencia real de la Iglesia se actualiza en
forma histórica” [8]. La tarea de identificar la variabilidad de las formas compete
a los historiadores de la
Iglesia que, “reinterpretando” el pasado, contribuyen a
“recrear” la Tradición.
Se querría
demostrar, por ejemplo, que el Papa no ejercía en los primeros siglos de la Iglesia una soberanía
jurídica sobre la iglesias locales: la realidad de la Iglesia antigua, se dice,
habría sido “policéntrica”, sin un “centro” ordenador representado por la Iglesia romana [9].
Se afirma, aún,
que la Sede de
Roma era originariamente sólo un “patriarcado”; con el tiempo, de un primado de
honor, se habría pasado a un primado de jurisdicción, con la afirmación de la
idea, extraña a la concepción patrística, del “Primado universal” [10]. El
gobierno directo y universal de la
Iglesia, en el primer milenio, habría estado en realidad
confiado a los patriarcas, a nivel regional; sólo después del cisma de 1054, el
Obispo de Roma habría sido inducido a acumular en sus manos ambas funciones
precedentemente distintas: la del servicio a la unidad de la Iglesia universal y la del
gobierno directo de la Iglesia
latina. De aquí la propuesta de volver a la “Pentarquía” como modelo para el
gobierno de la Iglesia
[11].
El enemigo de
fondo es la idea de la “soberanía pontificia”, la “ideología” de la “plenitudo potestatis”, nacida en el
Medievo, que estaría en el origen de la desviación del Papado de su espíritu
originario. Después del giro “jerárquico-feudal”, el Dictatus papae de Gregorio VII (1075) “habría constituído la
gramática de la eclesiología “romana” del segundo milenio” [12]. Desde el sigo
XI el papado habría asumido una fisonomía monárquica: lo que parecía una mera
analogía se habría transformado en una ideología del poder [13].
En esta perspectiva
se repropone el tema del “conciliarismo” del siglo XIV, utilizando sobre todo
los instrumentos de la filología y de la historia [14]. La “fecundidad
histórica” del movimiento conciliar habría alcanzado su ápice con el decreto
Haec Sancta del Concilio de Costanza (1417) según el cual el Concilio recibe
directamente de Cristo su potestad y es si por tanto superior, o al menos
igual, a la del Papa. Calificado como decreto obligatorio de valor general, incluso
más allá de la coyuntura histórica en la que había sido aprobado, la Haec
Sancta es considerado como un modelo injustamente
abandonado pero aún valido para el futuro [15]. “A los decretos de Costanza –se
afirma- se les debe reconocer fundamentalmente la misma autoridad que a los
decretos de los otros concilios ecuménicos; desde el punto de vista de la
historia de la Iglesia
forman el polo opuesto del Vaticano I” [16].
Desde mediados
del Quattrocento, se dice aún, se ha producido una metamorfosis del Papado que
ha afectado a la institución en su totalidad, trayendo no sólo un cambio de los
rasgos institucionales del Estado pontificio, transformado en principado
temporal, sino también una reformulación del concepto de soberanía
eclesiástica, plasmada sobre aquella política. Victorioso sobre el
conciliarismo, el Papado queda sin embargo derrotado por el Estado moderno,
porque, mientras la Iglesia
se seculariza, el Estado se sacraliza [17]: “el papado renacentista se reasume
bajo el modelo del principado temporal” [18]; restaurada la “monarquía
pontificia”, se abre la época de la “dictadura del papado” [19].
La victoria “romana”
sobre el conciliarismo fue quizás “una victoria diplomática y no una superación
teológica” [20]. A partir de la
Revolución francesa, la Iglesia, en fructuosa relación dialéctica con el
mundo moderno, ha comenzado a librarse de los grilletes del pasado [21]. A
pesar de algunas fases regresivas, representadas sobre todo por los
pontificados de Pío IX, Pío X y Pío XII, el Concilio Vaticano II marca
finalmente el momento de la “inflexión”, liquidando la dimensión
jurídico-institucional de la
Iglesia y abriéndose a una nueva visión de sí misma fundada
sobre el concepto de “comunión” y de “pueblo de Dios” [22].
La segunda
directriz consiste en relativizar la aportación teológica del dogma del Primado
Romano. De la distinción entre “verdad dogmática” y “forma histórica” se pasa a
la distinción, intrínseca al dogma, entre “contenido sustancial” (inmutable) y
“formulación doctrinal” (mudable) de la fe. Un enunciado dogmático, se afirma,
es un “evento lingüístico”, necesariamente ligado a un contexto teológico y
cultural [23]; después del historiador, es el teólogo quien vuelve a presentar
la distinción entre la “esencia” permanente del ministerio de Pedro y la “forma
del ejercicio” en la que auqel se ha expresado en la historia [24].
Los teólogos
innovadores, antes que el término Papado prefieren el de “ministerio” y/o
“función” petrina, al reducir el Papado a una configuración histórica superada
la función primacial atribuída a la
Sede romana. “Mirando a Jesús, que no se ha presentado como
padre, sino como hermano del hombre, la mayor parte de los católicos espera hoy
que el ministerio petrino en el III milenio adquiera nueva autoridad como
servicio fraterno en una iglesia de hermanos y hermanas” [25]. Este papel no
debe ser otro que el de “representante de la unidad, intermediario, promotor,
organizador, portavoz y árbitro en el seno de una comunidad-eucarística de
Iglesias reconciliadas” [26].
Se pretende
pues proponer una visión teológica en la que se separen y contrapongan
dialécticamente, servicio y autoridad, potestad de orden y potestad de
jurisdicción, estructura carismática y estructura jurídica de la Iglesia. Vuelven
a aflorar las viejas antinomias del pensamiento herético: ley contra Evangelio,
Iglesia invisible contra iglesia visible, ecclesia iuris contra ecclesia
caritatis, iglesia “petrina” contra iglesia “paulina”.
A la doctrina
tradicional, liquidada sumariamente como “juridicista” [27], se contrapone la
tesis según la que la Iglesia
es dirigida por un poder apostólico de estuctura sacramental y colegial [28].
En esta perspectiva el Papado debe ser “des-institucionalizado”, reencontrando
la dimensión “carismática” del Primado perdida en el curso de los siglos [29].
La consigna es librar a la
Iglesia del envoltorio jurídico que la sofoca y transformarla
de estructura piramidal en estructura “democrática” e igualitaria. Se auspicia
una “metamorfosis” del Papado que lo libere de las cadenas de la ideología de
la “suprema potestas” [30] para conferirle una función ético-profética [31], un
primado de “honor” o de “amor”, pero no de gobierno y de jurisdicción de la Iglesia.
La reforma pasa
por un “redescubrimiento” de la naturaleza de la “colegialidad” [32], que se
alcanza enfatizando la naturaleza sacramental del episcopado y el papel
eminentemente “episcopal” del Papado, reducido a un primus inter pares en el
colegio de los Obispos. Al “centralismo papal” se contrapone una estructura
colegial “abierta” y “policéntrica”, basada en el papel acrecentado del sínodo,
de las conferencias episcpales, de las iglesias locales. Negada o banalizada la
jerarquía de jurisdicción, el ministerio petrino debería ser el resultado de
una eclesiología “sacramental” y “de comunión” y limitarse a un “servicio a la
unidad” en el encuentro con los hermanos separados. La Iglesia debería cambiar
“la forma del gobierno eclesiástico”, siguiendo la via maestra de la
“colegialidad” indicada por el Concilio Vaticano II. Por esto se confía al
nuevo Papa la tarea de “realizar lo que los últimos papas no han hecho: la
colegialidad episcopal sancionada por el Concilio Vaticano II. Cuanto más sepa
el próximo Papa ser no un monarca sino el motor de la comunión eclesiástica,
tanto más, como dicen los Actos de los apóstoles, surgirá de toda la Iglesia la oración por
Pedro” [33].
Por nuestra
parte recorreremos en este estudio las misma dos directrices seguidas por los
“reformadores”: la de la historia por una parte, y la de la teología y el
derecho por la otra. La investigación histórica, si se atiene a la objetividad
de los hechos y no se pliega a fines de parte, ofrece un testimonio, por así
decir externo; la investigación teológica y jurídica no puede desenvolverse más
que desde el interior de la
Tradición de la
Iglesia según las definiciones de su Magisterio.
Nos proponemos
contribuir de este modo a responder a la pregunta: “¿quién es el Papa?”no sólo
en los tiempo ordinarios, sino también y sobre todo en los “de excepción”, como
estos que estamos viviendo.
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* Introducción al libro Vicario di Cristo. Il papato tra normalità ed eccezione, de Roberto de Mattei, publicado en Mayo de 2013