LA DÉCADA INFAME
Ha corrido demasiada tinta a propósito de
la reforma judicial, y por cierto que no se nos escapa la maniobra política que
subyace tras la misma. Si de concentrar el poder tiránicamente se trata, este
gobierno es tan especialista en hacerlo como en acumular riquezas mal habidas. De
modo que, en principio, sean bienvenidos los reparos y los obstáculos que algunos
representantes honorables de la justicia puedan presentarles a los titulares de
este régimen atroz, para atemperar en algo el avance arrollador de sus atrocidades.
Sin embargo, en el fondo del planteo, es
Cristina quien tiene razón y no sus impugnadores. Una razón endiablada y pervertida,
pero razón sustentable. Es ella quien gana
la partida de la lógica, y no sus contendientes. De una lógica igualmente malsana,
pero sin fisuras en el despliegue de su ruin coherencia.
Expliquemos el punto. Si la democracia ha
sido deificada, idolatrada y adorada hasta las heces; si ella viene siendo predicada
como objeto sacro por antonomasia, ante la cual ceden tiaras, cetros, altares y
plazas públicas. Si sus correlatos naturales, el sufragio universal y la soberanía
del pueblo, son los pilares que la flanquean, igualmente dotados de inmaculada
sustancia, ¿por qué la justicia no habría de democratizarse?, ¿por qué sustraerla
del Jordán purificador del voto de las masas?, ¿por qué someterla al aristocratizante
ludibrio de permanecer en un ámbito exento del calor de las urnas, de la pringue
de las papeletas electorales, del aliento tabernoso de los punteros, del vivificante
hedor de los comités? ¿A título de qué extraño título nobiliario los miembros
del Consejo de la Magistratura quieren verse privados del olor de multitudes
que, sabias e infalibles como son, ora pueden decidir quién juzga, ora quién legisla
u ora quién nos opera del corazón o del páncreas?
En el Prefacio de la Crítica de la razón pura, Kant se los había dicho, y todos lo repitieron
dócilmente. ¡Basta de intangibilidades! ¡Basta de objetos y sujetos metafísicos,
no legitimados por el baño numérico de la plebe! “Nuestra época es, de modo especial, la de la crítica. Todo ha de someterse
a ella. Pero la religión y la legislación pretenden de ordinario escapar a la
misma. La primera a causa de su santidad y la segunda a causa de su majestad”.
Ergo, sea acusado de crimen de leso populismo quien osare sustraerse a la crítica,
y a la más impoluta y certera de todas ellas, la de la mitad más uno. Tras haber
reemplazado a la Verdad Revelada por la Democracia, y a Aristóteles por Kant,
¿de qué se quejan ahora?
El insensato Lorenzetti, que en nombre de
la religión democrática justifica y convalida, entre otras aberraciones, el cautiverio
contra derecho de los soldados que abatieron al marxismo, acaba de descubrir
que “las mayorías son muy importantes en
democracia porque guían hacia dónde va el país, pero también son las que cometen
muchas equivocaciones”; y que “la gobernabilidad
basada en las elecciones deja muy de lado a las futuras generaciones”.
Lo dijo en Paraná, el pasado 16 de mayo,
en una Jornada Nacional de Magistrados, esbozando una objeción al proyecto cristínico
de pasar por las urnas a todo jurisconsulto que camina. No quiere advertir la
aporía en que incurre al declarar guías de una nación a las mayorías electorales,
pero sostener a la par que las tales aglomeraciones amorfas pueden equivocarse
magnamente. Ni quiere advertir la herejía
en que incurre al ponerle condicionamientos y límites al credo del que el universo
entero se nutre: vox populi, vox Dei.
Como alguien tiene que decir la verdad es
nuestro lema, también la diremos ahora. Democratizar la justicia es malo, porque
la democracia lo es. Todo cuanto ella roza lo enferma, lo degenera, lo emputece,
lo subvierte. Sea el derecho, las costumbres,
la educación o la política. Cristina no yerra primero al querer doblegar la justicia
al poder del sufragio universal. Yerra, como tantos católicos incluso, al creer
en la licitud de tan perverso e irracional mecanismo, y en la deificación de la
democracia.
Entonces, no se siga repitiendo insensatamente
desde la “oposición” que estas y otras medidas análogas convierten al régimen
kirchnerista en fascismo, o que nos retrotraen a los comienzos del Tercer
Reich, como editorializó tartufamente “La
Nación”, el pasado 27 de mayo. Aquí no tenemos el fin de la República de
Weimar, ni los pródromos de la Marcha sobre Roma. Aquí tenemos una banda de delincuentes
dedicados a la política, consumando —democracia mediante— una década entera de
hechos aborrecibles, que por su repugnante amplitud y hondura, bien permitirían
hablar de la década infecta.
Para que llegue la hora de la pulcritud patria,
no se necesita seguir convalidando al sistema. Sino incrementar y acrecentar
los actos virtuosos en todos los ámbitos sociales en que podamos testimoniar la
Verdad.
Antonio Caponnetto