Hay una visión del Apocalipsis que, interpretada por san Jerónimo, llega
hasta los versos del Dante para figurar la majestad de la doctrina
cristiana. Se trata de aquel paso (Ap. 4,4 ss.) en el que veinticuatro
ancianos sedentes en sus respectivos tronos, envueltos en ropas blancas y
coronados de oro, puestos en torno a Aquel que los preside -de aspecto
éste como de piedra jaspe y sardónica, flanqueado a su vez por el iris
con vislumbres de esmeraldas- avanzan y se arrodillan ante Él,
prorrumpiendo en una vibrante doxología dirigida a Dios Creador en
compañía de cuatro misteriosos animales, como los que vio Ezequiel,
llenos de ojos por ante y por detrás. Lo mismo ensalzan al Cordero
degollado, único que se reveló capaz de abrir el libro sellado y de
soltar sus siete sellos: loa ésta tributada al Redentor, y en la que son
acompañados por los cuatro Animales tanto como por una multitud de
ángeles y millares de millares de almas.
Estos veinticuatro ancianos, junto con los cuatro animales, reaparecen varias veces en la narración, siempre en la misma actitud de adoración, y como en el capítulo XXI se describe a la Jerusalem Celeste como con doce puertas correspondientes a las doce tribus de Israel, y con doce cimientos con los nombres de los Apóstoles, fue opinión común entre los Santos Padres atribuir a los veinticuatro ancianos esta doble identidad. Pero san Jerónimo prefiere -cf. el «Prólogo Galeato» que le puso a su versión de la Escritura- identificarlos con los veinticuatro hagiógrafos que, en su división, serían los autores inspirados de los libros del Antiguo Testamento. Ésta es la exégesis a la que Dante se aviene cuando en los cantos XXIX y XXX del Purgatorio, justo antes de aparecer en escena Beatriz, la hace preceder por un cortejo de «gente verace» señalados también como los «ventiquattro seniori», que la aclaman con himnos claramente tomados de la Escritura.
Así como la figura de Beatriz ha sido interpretada sucesivamente como una alegoría de la gracia, y -con arreglo a la etimología del nombre- de la beatitud de que gozan los bienaventurados, así no han faltado quienes vieron en ella la representación de la doctrina, sive theologia. Los veinticuatro ancianos que la saludan con vivo entusiasmo, y los ángeles que lanzan festiva nube de flores a su vista, tanto como el poeta, que queda arrobado cuando
donna m´apparve, sotto verde manto
vestita di color di fiamma viva
(colores los tres de las virtudes teologales = cándido, verde, llama), señalan una excelencia a la que sólo el magín de un Dante podía semialudir con alguna adecuación.
Como en el monte de la Transfiguración, la Ley y los Profetas (que podría decirse: los veinticuatro ancianos) le rinden homenaje a Aquel que los conduce a plenitud, aquí en el paso del Dante son ellos mismos quienes celebran la doctrina revelada por Cristo. Es uno de ellos el que la invita a mostrarse, guardada ella hasta ese momento en un carro que representa a la Iglesia, al grito -que es paráfrasis del Cantar de los Cantares- de «Veni, Sponsa, de Libano» (Purgatorio, XXX, 11).
Esto nos trae, por los meandros de la historia eclesiástica, al espinoso y actualísimo tema de la primacía de la Verdad respecto del operare, orden que remite por analogía al de las procesiones trinitarias (en las que la Tercera Persona procede de las dos primeras, como el Bien lo hace del Ser y la Verdad), y que viene siendo negado pertinazmente por la teología de impostación modernista. De ésta se dijo certeramente que, luego de disolver la certeza intelectual implícita en la profesión de la fe, derivaría en su última fase en una exaltación del puro pragmatismo. Confróntese lo expresado por Benedicto XVI en su Caritas in veritate («sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente») con las confidencias de Francisco a los religiosos caribeños de hace unas semanas («se van a equivocar, van a meter la pata... Quizás hasta les va a llegar una carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe diciendo que dijeron tal o cuál cosa, pero no se preocupen. Prefiero una Iglesia que se equivoca por hacer algo que una que se enferma por quedarse encerrada»), y se comprobará lo dramático del contraste, que no pasa meramente por una degradación del tono y timbre vocal. Ojalá Francisco fuese sólo un papa guarango y deslenguado, lo que no es poco decir.
Así resulta menester le clamen hoy al magisterio: Veni de Libano, y que lo hagan a manera de exorcismo, con voz de imperio, irresistible. Para que, expurgado de tan peregrina dicción que -a la manera de otro boscoso, tupido Líbano- nos lo envuelve en niebla y en tiniebla, hable claro y refleje la excelencia y autoridad de Aquel que lo fundó.
Estos veinticuatro ancianos, junto con los cuatro animales, reaparecen varias veces en la narración, siempre en la misma actitud de adoración, y como en el capítulo XXI se describe a la Jerusalem Celeste como con doce puertas correspondientes a las doce tribus de Israel, y con doce cimientos con los nombres de los Apóstoles, fue opinión común entre los Santos Padres atribuir a los veinticuatro ancianos esta doble identidad. Pero san Jerónimo prefiere -cf. el «Prólogo Galeato» que le puso a su versión de la Escritura- identificarlos con los veinticuatro hagiógrafos que, en su división, serían los autores inspirados de los libros del Antiguo Testamento. Ésta es la exégesis a la que Dante se aviene cuando en los cantos XXIX y XXX del Purgatorio, justo antes de aparecer en escena Beatriz, la hace preceder por un cortejo de «gente verace» señalados también como los «ventiquattro seniori», que la aclaman con himnos claramente tomados de la Escritura.
Así como la figura de Beatriz ha sido interpretada sucesivamente como una alegoría de la gracia, y -con arreglo a la etimología del nombre- de la beatitud de que gozan los bienaventurados, así no han faltado quienes vieron en ella la representación de la doctrina, sive theologia. Los veinticuatro ancianos que la saludan con vivo entusiasmo, y los ángeles que lanzan festiva nube de flores a su vista, tanto como el poeta, que queda arrobado cuando
sovra candido vel cinta d´uliva
donna m´apparve, sotto verde manto
vestita di color di fiamma viva
(colores los tres de las virtudes teologales = cándido, verde, llama), señalan una excelencia a la que sólo el magín de un Dante podía semialudir con alguna adecuación.
Como en el monte de la Transfiguración, la Ley y los Profetas (que podría decirse: los veinticuatro ancianos) le rinden homenaje a Aquel que los conduce a plenitud, aquí en el paso del Dante son ellos mismos quienes celebran la doctrina revelada por Cristo. Es uno de ellos el que la invita a mostrarse, guardada ella hasta ese momento en un carro que representa a la Iglesia, al grito -que es paráfrasis del Cantar de los Cantares- de «Veni, Sponsa, de Libano» (Purgatorio, XXX, 11).
Esto nos trae, por los meandros de la historia eclesiástica, al espinoso y actualísimo tema de la primacía de la Verdad respecto del operare, orden que remite por analogía al de las procesiones trinitarias (en las que la Tercera Persona procede de las dos primeras, como el Bien lo hace del Ser y la Verdad), y que viene siendo negado pertinazmente por la teología de impostación modernista. De ésta se dijo certeramente que, luego de disolver la certeza intelectual implícita en la profesión de la fe, derivaría en su última fase en una exaltación del puro pragmatismo. Confróntese lo expresado por Benedicto XVI en su Caritas in veritate («sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente») con las confidencias de Francisco a los religiosos caribeños de hace unas semanas («se van a equivocar, van a meter la pata... Quizás hasta les va a llegar una carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe diciendo que dijeron tal o cuál cosa, pero no se preocupen. Prefiero una Iglesia que se equivoca por hacer algo que una que se enferma por quedarse encerrada»), y se comprobará lo dramático del contraste, que no pasa meramente por una degradación del tono y timbre vocal. Ojalá Francisco fuese sólo un papa guarango y deslenguado, lo que no es poco decir.
Así resulta menester le clamen hoy al magisterio: Veni de Libano, y que lo hagan a manera de exorcismo, con voz de imperio, irresistible. Para que, expurgado de tan peregrina dicción que -a la manera de otro boscoso, tupido Líbano- nos lo envuelve en niebla y en tiniebla, hable claro y refleje la excelencia y autoridad de Aquel que lo fundó.