Con la nómina de pre - candidatos a legisladores
nacionales ya confirmada en todo el país, se renueva
un eterno dilema que, lamentablemente, tiene poca trascendencia
para muchos ciudadanos, pero que se constituye en un síntoma
más de la escasa calidad de la dirigencia política
y la baja expectativa de una sociedad que espera casi nada
de los postulantes.
Una candidatura política
a un cargo electivo cualquiera, supone la existencia de
una campaña que permita al postulante posicionarse
para ser considerado seriamente por los votantes como un
individuo elegible. En el deambular proselitista,
suelen estar ausentes los debates, tal vez porque no sobran
las ideas y propuestas, a veces porque los candidatos no
tienen ninguna y otras porque la ciudadanía tampoco
las considera un requisito determinante para seleccionar
una lista por sobre la otra. La transparencia
no solo debe plantearse en este esperable terreno, sino
en el del financiamiento de la política, la pata más
débil de este frágil sistema. En ese
contexto, parece haberse naturalizado la idea de que un
candidato, que eventualmente es funcionario público
y ocupa un cargo en algún poder del gobierno, en cualquier
jurisdicción municipal, provincial o nacional, no precisa
pedir licencia en sus tareas, ni mucho menos renunciar a
ellas. Por eso se dan situaciones en las que
ese funcionario en campaña, con una impunidad absoluta,
aparece en fotos, entrevistas, ruedas de prensa y cuanta
actividad proselitista pueda imaginarse, mientras se supone
que ejerce una labor pública por la que está recibiendo
una remuneración. Es evidente, que hace
campaña durante su tiempo de trabajo y por ende falta
a sus responsabilidades, percibiendo entonces una compensación
económica que no le corresponde, ante su inocultable
ausencia laboral. Ni hablar de cuando los recursos
del Estado, pasan a integrar el patrimonio privado o partidario
del candidato, que utiliza sin escrúpulo alguno, teléfonos,
oficinas, movilidad, viáticos, secretarios, asesores,
empleados de cualquier jerarquía, dineros públicos
en todas sus formas, para financiar su campaña como
si le pertenecieran. No vale la pena profundizar
demasiado en hechos de corrupción, que incluyen malversación
de fondos estatales cuando cancelan facturas apócrifas
para justificar la contratación de servicios o compras
de bienes que nunca existieron, como un modo habitual de
desviar recursos públicos hacia la dinámica electoral. Lo menos que se puede esperar de un candidato a
un cargo electoral, es alguna cuota de honestidad y transparencia,
y por lo tanto que abandone su actual función, que
renuncie, o que al menos pida licencia, durante el lapso
de su campaña, para asegurar, cierta decencia y al
menos un respeto por el cuidado de las formas. Si un candidato no es capaz de tener esos mínimos
valores morales parcialmente ordenados, exhibirlos sin dobleces,
pues que se puede esperar entonces de ese personaje, cuando
acceda a posiciones superiores, de mayor poder, donde su
discrecionalidad invariablemente se multiplicará. Este planteo es igualmente válido para aquellos
que sin ser funcionarios públicos, participan activamente
de las organizaciones de la sociedad civil desde ámbitos
gremiales, sociales y hasta absolutamente privados. También,
en esos casos, deberían tener la capacidad de separar
claramente su acción, respetando su espacio original,
para salvaguardar a las empresas, sindicatos o instituciones
desde las que se sumaron a la política. Para
muchos puede ser este un asunto menor, sobre todo en estos
tiempos de una fuerte presencia de la corrupción estructural
que se hace evidente en todo momento y lugar, con circuitos
plagados de desprolijidades cotidianas y escaso decoro.
Pero es probable que el problema sea justamente ese aspecto
descuidado de la política y la excesiva tolerancia
social frente a su existencia. Una sociedad
que no puede exigir esa mínima cuota de recato, mucho
menos podrá evitar los abusos descarados de los funcionarios,
que hacen un uso arbitrario del poder, confundiendo Estado,
gobierno y partido, siempre para beneficio de sus intereses
mezquinos, sectarios y sesgados. Que esta forma
de hacer política sea parte de la rutina, no la convierte
ni en correcta ni en aceptable. Y en todo caso, termina
mostrando la importante dosis de responsabilidad ciudadana
en estos procesos de progresivo deterioro moral de la política. Tal vez sea necesario que la sociedad sea más
rigurosa en estas cuestiones, a la hora de seleccionar candidatos.
Es probable también que estén faltando líderes
políticos capaces de intentar hacer las cosas de otro
modo, al menos ocupándose de guardar las formas y mostrar
que se puede recuperar algo de la política si se la
encara con seriedad y decencia.