La segunda bisagra histórica necesaria
Cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia de la nación, en diciembre de 1983, el renaciente período democrático enfrentaba un desafío histórico. Había que reformular el rol de las Fuerzas Armadas y conseguir que pasaran de ser un poder político alternativo, a ser lo que les correspondía: El brazo armado de la nación. Tanto como eso, pero nada más que eso.
Dicho de otra manera: Había que terminar con el partido militar, que ponía hombres y reglas propias, siempre al servicio de los intereses de unos pocos.
Este proceso de transformación no se podía realizar en un corto plazo, y, a pesar de todas sus falencias a este respecto, de una u otra forma la democracia argentina se encargó de que el partido militar quedara confinado a los libros de historia.
La interrupción de los procesos democráticos indudablemente nos impedía crecer como sociedad, observando y haciendo observar los preceptos del sistema en el que habíamos elegido vivir. La democracia por sí misma no soluciona nada; lo que hace crecer a las sociedades es la acumulación de años de vida democrática, el sorteo de experiencias desfavorables, la afirmación de la entidad de los poderes de la república, y la independencia autónoma de la justicia.
30 años de vida democrática más tarde, la democracia Argentina se enfrenta a un nuevo peligro de similar cuantía, a causa del partido de la Corrupción.
La década gobernada por Carlos Menem institucionalizó la corrupción desde la función pública, limitando la gestión de gobierno al sostenimiento artificial de la economía, mientras la prioridad del funcionario era llenarse los bolsillos mediante retornos de todo pelo y laya.
La nueva década populista de los Kirchner llevó la corrupción institucionalizada a la sublimación, y de las simples coimas se pasó lisa y llanamente a apropiarse de los negocios mediante empresas creadas a tal fin, llevándose el dinero en efectivo, en valores, en propiedades y hasta en forma de sociedades comerciales.
Si lo de Menem fue aberrante, lo de los Kirchner fue lisa y llanamente demencial. Y, a partir de la comprensión de estas realidades, queda claro que el desenlace del kirchnerismo debe ser interpretado como el momento exacto de aplicar una nueva bisagra histórica. Un punto final en serio. Un nunca más.
Hay que decir que, al cabo de estas últimas dos décadas, la democracia misma se convirtió en una cáscara hueca de contenido, porque hace 20 años que esta sociedad de los argentinos viene depreciando su sustento moral, cultural y progresista, hasta convertirse en un país vergonzante. Una democracia que, lejos de progresar, involuciona hacia la barbarie.
Resulta trágicamente claro que la corrupción es el mal a por extirpar, si es que verdaderamente queremos que alguna vez nuestros hijos vivan en un sitio que merezca ser vivido, y no en este lodazal.
Se impone, pues, en la Argentina, un Nunca Más de la corrupción en democracia. Y esto es algo que debe subir desde el pueblo hacia los dirigentes. Debe ser exigido hasta el hartazgo, hasta que el mensaje se recoja y el reclamo popular se escuche y se asimile.
Si los responsables de la más formidable corrupción que vió la Argentina no son juzgados y encarcelados, si sus bienes mal habidos no son confiscados, si sus miles de testaferros no son perseguidos y develados, lo que se empieza a poner en tela de juicio es la viabilidad de la Argentina misma como país.
Y allí ya no habrá espacio ni para planes económicos, ni para discursos de buenas intenciones, ni para ulteriores aventuras políticas.
Allí el mundo acaso estudiará, en sus universidades, cómo es posible que una de las naciones más ricas del planeta se haya diluído en su propia incapacidad de dilucidar el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, y se haya autodestruído obliterando cualquier chance de futuro venturoso. Una sociedad que murió por deshonestidad.
En los ochenta el mundo habló del ejemplo argentino, cuya naciente democracia era capaz de juzgar y condenar a los responsables del baño de sangre vivido apenas una década atrás.
30 años después, la Argentina debe retornar al mundo mostrando que, una vez más, es capaz de generar los anticuerpos para sus propios males. Es eso, o la nada misma.
Fabián Ferrante