por
James Neilson
En algunas partes del mundo, a un gobierno tan corrupto, caprichoso y
proclive a cometer errores grotescos como el de la presidente Cristina
Fernández de Kirchner, le aguardaría una derrota catastrófica en las
elecciones próximas, pero felizmente para la señora, en la Argentina las
reglas políticas son distintas.
Si bien pocos creen que en octubre las huestes oficialistas logren
anotarse un triunfo rotundo parecido a aquel de dos años antes, podrían
conseguir los votos necesarios para mantenerse a flote por un rato más.
Además de la presunta fidelidad de aproximadamente 14 millones de
subsidiados que dependen de la generosidad estatal y el aporte valioso
que les supondría una cosecha que se prevé será muy buena, los
kirchneristas seguirán contando con la ayuda que les brinda una
oposición irremediablemente fragmentada, dividida en una multitud de
fracciones quisquillosas que, a pesar de todo lo ocurrido últimamente,
no ha sido capaz de ofrecer alternativas convincentes. Que éste sea el
caso dista de ser sorprendente.
Aquí, las alianzas políticas suelen ser tan frágiles que basta como para
destruirlas una palabra descortés o una foto inoportuna, mientras que
los únicos partidos que consiguen permanecer más o menos intactos por
mucho tiempo son los unipersonales.
El Frente para la Victoria de Cristina no constituye una excepción. Como
sus adherentes insisten en recordarnos, es una organización unipersonal
al servicio de una presidente que se ha habituado a comportarse como
una monarca absoluta.
De no haberse apoderado de la gran caja estatal, o sea, de una
proporción sustancial de los recursos económicos del país, que emplea
para premiar a los leales y castigar a quienes no lo son, el FpV hubiera
resultado ser tan frágil y quebradizo como todas las demás
organizaciones políticas del país.
Si fuera un partido de verdad, o por lo menos el núcleo de uno capaz de
prolongar su existencia cuando Cristina se haya jubilado, la sucesión no
plantearía demasiados problemas: bien antes de terminar el mandato de
la señora, surgirían candidatos en condiciones de tomar el relevo. Sin
embargo, como el jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, acaba de
informarnos, "tenemos que gobernar con esta presidente. Hoy no se me
ocurre otro nombre que no sea ella".
De tal modo, el funcionario resumió el gran drama de la política
nacional. Todo gira en torno de personajes determinados que, para
defender sus prerrogativas, a menudo prefieren rodearse de mediocridades
obsecuentes. Puesto que no les conviene verse acompañados por hombres o
mujeres que a juicio de la ciudadanía podrían reemplazarlos, tanto a la
presidente como a los dirigentes de los distintos partidos les es
tentador anteponer sus propios intereses a los del conjunto, debilitando
las estructuras a fin de privar a rivales eventuales de oportunidades
para perjudicarlos. Muchos, sobre todo aquellos que son conscientes de
sus propias limitaciones, lo hacen.
La deficiencia así supuesta no es nueva. Antes bien, parece ser
congénita. Desde los días en que los criollos comenzaban a rebelarse
contra la corona española, la propensión de los que, andando el tiempo,
serían argentinos a subordinar absolutamente todo a sus disputas
internas, sin preocuparse por las consecuencias para el país de su
negativa terca a desempeñar un papel subalterno en una organización que
los trasciende, ha sido motivo de perplejidad entre quienes no se han
familiarizado con los "códigos de la política" locales.
Asimismo, siempre ha resultado irresistible la noción de que los
partidos sean inventos foráneos indignos porque resultan demasiado
pequeños y divisivos. En opinión de los contrarios a lo que llaman
despectivamente "la partidocracia", un país de destino tan glorioso como
el reservado para la Argentina necesita tener "movimientos" más amplios
capaces de movilizar a todos los buenos para que libren la batalla
final contra los malos. Antes de aprovechar Juan Domingo Perón de
aquellos lingotes de oro que colmaban las bóvedas y pasillos del Banco
Central para financiar su propio movimiento, los radicales se negaban a
permitir que el suyo degenerara en un mero partido.
La Argentina, pues, es un país de movimientos. Aunque los políticos
saben muy bien que sin partidos auténticos la democracia no puede
funcionar –como reza el artículo 38 de la Constitución burguesa y
liberal que Cristina quisiera mejorar, "son instituciones fundamentales
del sistema democrático"–, los más ambiciosos se han acostumbrado a
tratarlos con desprecio, usándolos como vehículos electorales para
entonces abandonarlos por motivos tácticos. El resultado es el caos
actual.
Por su naturaleza, los movimientos conformados por quienes se dejan
seducir por el "carisma" atribuido a una persona que se supone
insustituible tienen una expectativa de vida limitada. Cuanto más los
embelesados por Cristina exaltan sus cualidades supuestamente
inigualables, más difícil les resultará encontrar un sucesor aceptable.
Ya antes de morir Perón, los peronistas se habían dispersado por todo el
mapa ideológico; sólo tienen en común cierta nostalgia por un pasado
irrecuperable. A lo que aún queda del original "proyecto" kirchnerista
le espera el mismo destino.
Tal y como están las cosas, es escasa la posibilidad de que un día la
Argentina cuente con partidos que sean equiparables con los del mundo
anglosajón o con los existentes en muchos otros países, entre ellos
algunos latinoamericanos. Lo es porque, para merecer la adhesión
permanente de decenas de miles de ciudadanos dispuestos a cumplir
funciones menores pero así y todo esenciales, un partido tendría que
adquirir el prestigio que es propio de instituciones centenarias bien
estructuradas y relativamente estables, pero los recién creados no
pueden sino parecer efímeros.
Aunque la UCR y el PJ surgieron hace mucho tiempo, tanto las
pretensiones exageradas de los líderes "carismáticos" como la
proliferación de fracciones mutuamente incompatibles no tardaron en
hacer de ellos "sentimientos" amorfos, sin la disciplina interna o la
organización jerárquica que les permite a los partidos de otras
latitudes sobrevivir intactos a los inevitables cambios sociales y
económicos, adaptándose a las circunstancias sin romper con sus
principios básicos.