sábado, 8 de junio de 2013

UN PAIS SIN PARTIDOS POLITICOS

 por James Neilson 

En algunas partes del mundo, a un gobierno tan corrupto, caprichoso y proclive a cometer errores grotescos como el de la presidente Cristina Fernández de Kirchner, le aguardaría una derrota catastrófica en las elecciones próximas, pero felizmente para la señora, en la Argentina las reglas políticas son distintas. Si bien pocos creen que en octubre las huestes oficialistas logren anotarse un triunfo rotundo parecido a aquel de dos años antes, podrían conseguir los votos necesarios para mantenerse a flote por un rato más. Además de la presunta fidelidad de aproximadamente 14 millones de subsidiados que dependen de la generosidad estatal y el aporte valioso que les supondría una cosecha que se prevé será muy buena, los kirchneristas seguirán contando con la ayuda que les brinda una oposición irremediablemente fragmentada, dividida en una multitud de fracciones quisquillosas que, a pesar de todo lo ocurrido últimamente, no ha sido capaz de ofrecer alternativas convincentes. Que éste sea el caso dista de ser sorprendente. Aquí, las alianzas políticas suelen ser tan frágiles que basta como para destruirlas una palabra descortés o una foto inoportuna, mientras que los únicos partidos que consiguen permanecer más o menos intactos por mucho tiempo son los unipersonales. El Frente para la Victoria de Cristina no constituye una excepción. Como sus adherentes insisten en recordarnos, es una organización unipersonal al servicio de una presidente que se ha habituado a comportarse como una monarca absoluta. De no haberse apoderado de la gran caja estatal, o sea, de una proporción sustancial de los recursos económicos del país, que emplea para premiar a los leales y castigar a quienes no lo son, el FpV hubiera resultado ser tan frágil y quebradizo como todas las demás organizaciones políticas del país. Si fuera un partido de verdad, o por lo menos el núcleo de uno capaz de prolongar su existencia cuando Cristina se haya jubilado, la sucesión no plantearía demasiados problemas: bien antes de terminar el mandato de la señora, surgirían candidatos en condiciones de tomar el relevo. Sin embargo, como el jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, acaba de informarnos, "tenemos que gobernar con esta presidente. Hoy no se me ocurre otro nombre que no sea ella". De tal modo, el funcionario resumió el gran drama de la política nacional. Todo gira en torno de personajes determinados que, para defender sus prerrogativas, a menudo prefieren rodearse de mediocridades obsecuentes. Puesto que no les conviene verse acompañados por hombres o mujeres que a juicio de la ciudadanía podrían reemplazarlos, tanto a la presidente como a los dirigentes de los distintos partidos les es tentador anteponer sus propios intereses a los del conjunto, debilitando las estructuras a fin de privar a rivales eventuales de oportunidades para perjudicarlos. Muchos, sobre todo aquellos que son conscientes de sus propias limitaciones, lo hacen. La deficiencia así supuesta no es nueva. Antes bien, parece ser congénita. Desde los días en que los criollos comenzaban a rebelarse contra la corona española, la propensión de los que, andando el tiempo, serían argentinos a subordinar absolutamente todo a sus disputas internas, sin preocuparse por las consecuencias para el país de su negativa terca a desempeñar un papel subalterno en una organización que los trasciende, ha sido motivo de perplejidad entre quienes no se han familiarizado con los "códigos de la política" locales. Asimismo, siempre ha resultado irresistible la noción de que los partidos sean inventos foráneos indignos porque resultan demasiado pequeños y divisivos. En opinión de los contrarios a lo que llaman despectivamente "la partidocracia", un país de destino tan glorioso como el reservado para la Argentina necesita tener "movimientos" más amplios capaces de movilizar a todos los buenos para que libren la batalla final contra los malos. Antes de aprovechar Juan Domingo Perón de aquellos lingotes de oro que colmaban las bóvedas y pasillos del Banco Central para financiar su propio movimiento, los radicales se negaban a permitir que el suyo degenerara en un mero partido. La Argentina, pues, es un país de movimientos. Aunque los políticos saben muy bien que sin partidos auténticos la democracia no puede funcionar –como reza el artículo 38 de la Constitución burguesa y liberal que Cristina quisiera mejorar, "son instituciones fundamentales del sistema democrático"–, los más ambiciosos se han acostumbrado a tratarlos con desprecio, usándolos como vehículos electorales para entonces abandonarlos por motivos tácticos. El resultado es el caos actual. Por su naturaleza, los movimientos conformados por quienes se dejan seducir por el "carisma" atribuido a una persona que se supone insustituible tienen una expectativa de vida limitada. Cuanto más los embelesados por Cristina exaltan sus cualidades supuestamente inigualables, más difícil les resultará encontrar un sucesor aceptable. Ya antes de morir Perón, los peronistas se habían dispersado por todo el mapa ideológico; sólo tienen en común cierta nostalgia por un pasado irrecuperable. A lo que aún queda del original "proyecto" kirchnerista le espera el mismo destino. Tal y como están las cosas, es escasa la posibilidad de que un día la Argentina cuente con partidos que sean equiparables con los del mundo anglosajón o con los existentes en muchos otros países, entre ellos algunos latinoamericanos. Lo es porque, para merecer la adhesión permanente de decenas de miles de ciudadanos dispuestos a cumplir funciones menores pero así y todo esenciales, un partido tendría que adquirir el prestigio que es propio de instituciones centenarias bien estructuradas y relativamente estables, pero los recién creados no pueden sino parecer efímeros. Aunque la UCR y el PJ surgieron hace mucho tiempo, tanto las pretensiones exageradas de los líderes "carismáticos" como la proliferación de fracciones mutuamente incompatibles no tardaron en hacer de ellos "sentimientos" amorfos, sin la disciplina interna o la organización jerárquica que les permite a los partidos de otras latitudes sobrevivir intactos a los inevitables cambios sociales y económicos, adaptándose a las circunstancias sin romper con sus principios básicos.