La mañana del 13 de marzo —cuando comenzaba
el Cónclave y con él las lógicas y legítimas conductas devocionales de la grey
católica— una banda de enajenados que se autotitula Movimiento Popular La Dignidad, tomó por asalto la Catedral de Buenos
Aires.
Los motivos invocados no vienen al caso;
y lo decimos ex profeso. Porque los que se expresaron como tales no justifican
en absoluto el copamiento de un templo católico. Para ser honestos, hubiera sido
tan descabellado e improcedente entrar por la fuerza a una sede religiosa de
cualquier otro signo. Si de defender la educación pública se trataba, o del reparto
más equitativo de los subsidios gubernamentales, cabían mil medidas de protesta,
en otros tantos sitios de la ciudad.
Pero no. La naturaleza manifiestamente
marxista y repugnante de la canalla que protagonizó los hechos, lo que buscaba
era profanar la casa mayor de la catolicidad porteña, en una fecha de particular
recogimiento espiritual; y eso hicieron, durante largas horas. Ante la pasividad
cómplice de ambos gobiernos —el nacional y el porteño— y la aquiescencia del
clero, supuestamente a cargo del templo, cuya mayor osadía fue negociar una tregua
con los asaltantes, para que no hicieran tronar sus bombos y sus vómitos durante
la misa matutina. Es comprensible; el padrecito Alejandro Russo —actual rector
catedralicio— no tiene precisamente el perfil apolíneo de los mártires de Barbastro.
La noche de ese negro día profanatorio,
una taberna —o cosa parecida, de los tantos predios y bienes materiales que regentea
“La Dignidad” con evidentes apoyos
oficiales— fue atacada por algunas personas, en lo que pareció ser una clásica
actitud reactiva e indignada al sacrilegio que previamente se había perpetrado.
Desde entonces y hasta hoy una marejada de ayes, quejas, lamentaciones y jeremiadas
no cesan de emitirse desde los multimedios de los profanadores, bajo el indigno
y común denominador de arrogarse ellos el carácter de víctimas, como si nada,
absolutamente nada, hubieran protagonizado previamente que los colocara en el
lugar de victimarios. Sin mengua claro, de amenazar con repetir el modus operandi
cuando lo crean conveniente.
Hagamos sencillísima la comprensión de
esta breve crónica, para que algún tarado —de los que nunca faltan— no quiera
pescar en río revuelto o lanzar acusaciones al voleo. Porque las cosas son fáciles
y trágicas de comprender a la vez: no se puede causar un daño impensado, imprevisto,
artero e injustificado sin que el mismo suscite alguna reacción en el ofendido.
Está en la lógica de los hechos —y hasta en su misma dinámica física— que si le
tiro una trompada a alguien, sin causa ni motivo, el otro me la quiera devolver.
Ergo: o no trompeo a nadie sin razones, o me aguanto la piña del atacado. Entonces,
muchachos de “La Dignidad”, pónganse
de acuerdo con ustedes mismos. Si hacen la Revolución con los dineros de Macri,
Lázaro Báez y Cristóbal López, lo más aconsejable es no pasarse de locuras. Porque
si se hacen los loquitos más allá de los límites burgueses permitidos por sus
millonarios patrones, siempre habrá un cuerdo —esto es, alguien poseído de santa
locura— que no esté dispuesto a que le copen la parada.
La Dirección