lunes, 8 de julio de 2013

¿QUE ES EL CONSERVARORISMO ECLESIAL?


Para el DRAE conservador, se dice de una persona o grupo favorable a la continuidad en las formas de vida colectiva y adversa a los cambios bruscos o radicales.
Tenemos aquí un dato inicial: conservador es quien busca conservar o mantener algo. Así, la Iglesia es una sociedad conservadora en cuanto procura mantener fielmente el depósito de la fe. Pero también una asociación criminal puede ser conservadora, si trata, por ejemplo, de mantener intacto un escondite que le facilita impunidad.
En todo conservador hay algo formal, que es la actitud, la disposición de mantener una realidad, que es el objeto material, lo que se quiere conservar. La actitud conservadora tiene mucho de opción prudencial y será legítima, o no, en función del objeto a conservar y sus circunstancias.
El prefijo “neo”, significa reciente, nuevo. Neoconservador puede significar a quien se ha vuelto conservador en tiempos recientes o también designar a quien desea conservar alguna novedad, una innovación que juzga un progreso digno de mantenerse y transmitirse a las generaciones futuras. Así, por ejemplo, se puede ser conservador del catolicismo barroco. Es esta una forma de conservadurismo eclesial que incluso puede pasar por tradicionalista, porque se fija en una tradición corta (asumiendo como positivos los elementos novedosos de la modernidad post-tridentina) pero desatiende a la sabiduría que aporta la tradición larga (sobre todo, patrística y medieval) como criterio para enjuiciar críticamente las novedades del barroquismo.
Es necesario dar más precisiones. Cuando en nuestra bitácora hablamos de neoconservadores eclesiales queremos designar a personas o grupos que procuran conservar las novedades introducidas por el Vaticano II. Es decir, a quienes estiman que todas las innovaciones del último concilio son una mejora respecto del pasado.
Debe deslindarse esta posición neoconservadora de la que es propia de otros sectores llamados modernistas o progresistas. En verdad, los modernistas no quieren conservar el concilio auténtico, sino que adulteran los textos mediante las interpretaciones más extravagantes, llegando a crear un verdadero para-concilio. Porque piensan que el concilio es un texto no suficientemente atrevido para recoger lo que el protestantismo, la ilustración, los métodos críticos de la exégesis y de historia del dogma, la conciencia contemporánea, en especial el marxismo, el psicoanálisis y la psicología social aportaron ya en la década de 1960 y han desarrollado en decenios posteriores. En el fondo, el modernismo esperaba del Vaticano II una retractación de las afirmaciones del Vaticano I y de Trento. Sobre este trasfondo, insinúa o explicita la idea de que el Vaticano II fue un destello luminoso, una aurora falaz respecto de un sol que luego no ha llegado. Habría que reconocerlo, por tanto, sólo como aurora pero no como el verdadero sol de la Iglesia para este siglo. El verdadero sol estaría por venir; las reformas de fondo de la institución eclesial estarían todavía por realizarse. Con este rechazo implícito del Vaticano II real, por insuficiente, surge la idea de preparar la llegada del Vaticano III. Esta idea encuentra una formulación explícita en el programa que el Comité de Dirección de la revista Concilium, la Catholic Theological Society y Hans Küng. Para los progresistas, menos radicales que los modernistas, lo que tiene primacía sobre los textos conciliares son las interpretaciones subjetivas, tan utópicas que pasan por encima de lo que realmente se dijo en la asamblea conciliar y luego confirmó el magisterio pontificio. Modernistas y progresistas se apartan de los textos, aunque con diverso grado de distanciamiento del dogma. Cabe preguntarse, desde ya, si la ambigüedad de buena parte de los documentos conciliares no ha sido un facilitador de este apartamiento de los textos, aunque la intensidad de la heterodoxia de los alejados sea variable según los casos.
En nuestra descripción del neoconservadurismo eclesial partimos de la presunción de buena fe. Creemos que los católicos neoconservadores no son conscientes del problema que plantean las novedades introducidas por el último concilio. Es decir, que no logran ver que una de las causas –no la única, claro está- de la crisis post-conciliar está en los textos mismos del Vaticano II, por más que estos se encuentren bajo la polvareda de interpretaciones opuestas. Los neocons creen de buena fe que en la actual coyuntura lo necesario es oponerse al modernismo y al progresismo, hacer buenas interpretaciones de los textos conciliares, sancionar a modernistas como Küng y censurar a otros progresistas de baja intensidad; pero no hay nada que rectificar en los textos conciliares aprobados, ni en sus aplicaciones posteriores.
¿Por qué los neoconservadores no ven los problemas que plantea el concilio? No es posible dar una respuesta exhaustiva, pero se pueden sugerir algunas vías de explicación. La primera es cierta pereza intelectual, que ha dado lugar a interpretaciones de “extremo centro”, que aparentan sentido común porque nada arriesgan, ni responden a objeciones de peso, ya que juegan con fórmulas u oportunismos en vez de taladrar la superficie para ver lo que realmente ocurre en la realidad. Esta vía se instala en una actitud reductiva del concilio, que termina haciendo de él una mera resonancia confirmativa de lo que ya se había dicho anteriormente. Esta fue la actitud de algunos teólogos que tuvieron influencia durante la preparación del concilio pero que resultaron derrotados en las votaciones definitivas. Ante la victoria de otro sector teológico, estos conservadores quedaron en una especie de ostracismo eclesial. Los teólogos que representaron estas posturas han muerto, son ancianos o carecen de influencia para mantener sus interpretaciones en alto. Desaparecida esta primera generación ha surgido otra más estrecha que ella pero en la misma línea. No poseen el mismo bagaje de conocimientos históricos y teológicos; tienden a eficacias inmediatas, a exposiciones apologéticas, a la conquista del poder eclesiástico; y se ganan apersonalidades de la Jerarquía. Una segunda vía explica la visión positiva de las novedades conciliares no tanto por pereza intelectual cuanto por motivaciones afectivas y existenciales. Todavía pervive un entusiasmo y sentido de victoria entre los integrantes de la generación que hizo y aplicó el concilio, y les cuesta reconocerse partícipes de un acontecimiento celebrado en vano, que luego de medio siglo se ha mostrado como un fracaso pastoral. La tercera vía de explicación se cifra en la herencia intelectual ultramontana. Herederos de una tradición teológica muy viva en el siglo XIX y la primera mitad del XX, los ultramontanos convirtieron en infalibles enseñanzas que no estaban protegidas por el carisma de infalibilidad y luego se cerraron a admitir la posibilidad de error en el magisterio auténtico. Por último, una cuarta vía, muestra cómo el servicio a intereses temporales -políticos, económicos, profesionales, etc.- dispone a que algunos consideren al Vaticano II como el super-dogma que otorga legitimidad indiscriminada a todos sus experimentos en el campo de la acción social. Así, mediante el recurso unilateral al concilio, procuran enfeudar a la Iglesia con los grandes sistemas ideológicos de la modernidad. Aquí debe hacerse mención especial del empeño actual de muchos neoconservadores eclesiales por hacer compatible el liberalismo, en sus múltiples formas, con la doctrina social de la Iglesia.
No podemos exponer por completo estas cuatro vías que apenas hemos insinuado. Pero a partir de esta entrada introductoria, trataremos de abordar una de ellas, que es la incidencia de la teología ultramontana en la formación de la mentalidad neoconservadora. La serie de entradas se titulará: Genealogía del (neo) conservadurismo eclesial.
Por último, si bien hemos intentado dar un rasgo definitorio de lo que entendemos aquí por neoconservador eclesial, y explicar las principales causas que disponen a esta toma de posición, debemos decir que ese rasgo no es único, sino que suele ir acompañado de otros, casi siempre de raíz voluntarista, que se observan muchas veces aunque no de modo necesario.