por Ricardo Angoso
Se ha querido meter en el mismo saco a todos los militares y
responsables políticos de la etapa que se conoce en la Argentina como el
Periodo de Reorganización Nacional (PRN), más conocido por la canalla marxista
como la abominable dictadura militar que salvo a este país de la guerra civil y
que se inició con la intervención de las Fuerzas Armadas argentinas el 24 de
marzo de 1976, eso sí, bien jaleada y aplaudida por la sociedad civil; desde el
Partido Comunista hasta la Iglesia católica recibieron con un sonoro aplauso
aquel golpe de Estado.
Pero ahora, una vez muerto (o asesinado) y supuestamente
enterrado el general Jorge Rafael Videla, que en la paz de Dios descanse, se
pueden hablar de estas cosas con una mayor libertad. Se puede escribir de este
asunto sin que se te eche encima la jauría progresista de Página 12, los
escribidores a sueldo del kirchnerismo, los detractores de la verdad de medio
mundo y, en definitiva, los tontos útiles que colaboran con la causa criminal
en este planeta para mayor gloria y regocijo de los popes del comunismo
internacional hasta el día de su juicio final o que acaben, como tantos rojos,
pudriéndose de frío en un gulag siberiano o recogiendo arroz en un campo de
reeducación en la Camboya de los Pol Pot y compañía.
Porque comparar a Videla, por ejemplo, con el almirante
Eduardo Massera, uno de los integrantes de la primera junta militar constituida
en marzo de 1976, es un sacrilegio, cuando no un disparate o una burda venganza
contra el veterano militar. Videla era la antítesis de Massera, en todos los
sentidos. Nunca tuvo veleidades políticas, pues se consideraba un hombre que
estaba transitoriamente sirviendo a su pueblo, tampoco se enriqueció y cuando
abandonó el poder se fue como vino: sin nada de nada. Y finalmente Videla fue,
ante todo, un militar que sentía que tenía una obligación moral con el país y
no un vulgar oportunista, como Massera, que utilizó el PRN como un trampolín
provisional para más tarde alcanzar el poder absoluto, algo que no logró porque
fue a parar con sus ilustres huesos a las democráticas mazmorras de Alfonsín.
Resultará muy difícil, tendrán que pasar muchas décadas, para
que en Argentina se pueda hablar con libertad y respeto acerca de los
acontecimientos -y los protagonistas de los mismos- que acontecieron desde la
muerte de Juan Domingo Perón hasta la caída del régimen militar allá por el año
1983, también de lo que ocurrió antes, sobre todo tras la "avalancha"
terrorista provocada por la extrema izquierda a raíz de la revolución cubana.
Estos extremistas de izquierda, considerados casi unos héroes
por el oficialismo, son los hijos y nietos de las Madres y las Abuelas de la
Plaza de Mayo, respectivamente. Asesinos natos que secuestraron, encarcelaron,
torturaron y mataron a militares nobles y honestos como Argentino del Valle
Larraburre, que tras pasar 372 días en una "cárcel del pueblo" del
Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) apareció asesinado vilmente en un
descampado un 19 de agosto de 1975. O como el general y ex presidente Pedro
Eugenio Aramburu, secuestrado también, en este caso por los Montoneros, y
ejecutado en 1970 sin contemplaciones ni piedad por una de las organizaciones
criminales más violenta de todo el continente. Desgraciadamente, en esa
Argentina de aquellos años, pese a que las nuevas generaciones lo desconozcan,
se mataba mucho, y casi siempre lo hacían los mismos: los marxistas irredentos.
Antes de que se iniciase el PRN puesto en marcha por Videla y
otros militares cansados del rumbo que tomaba el país, sobre todo durante el
caótico mandato de María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita,
más de ocho centenares de civiles, militares, policías, empresarios,
estudiantes, incluso bebés y un sinfín de otras categorías fueron asesinados
por estas bandas criminales, pero sobre todo entre las que destacaban el ya
citado ERP y los Montoneros. El país estaba al borde de la guerra civil y
Videla puso fin a ese período anárquico que amenazaba con llevar a la nación
argentina a su propia autodestrucción.
En 1978, por mucho que les moleste a algunos, la subversión
terrorista había sido vencida, apenas se perpetraban atentados en las ciudades
argentinas, los Montoneros estaban al borde de la extenuación y el PRN había
cumplido sus objetivos, como reconocería Videla más tarde, pero no supo
concretar su agenda política de futuro. Esa falta de concreción estratégica
llevó al desastre de la precipitada invasión de las islas Malvinas, ya de la
mano de ese viejo general ebrio de gloria y de otras cosas que era Leopoldo
Fortunato Galtieri, y después a la derrota a manos de los ingleses. Pero esa es
otra historia para otro momento.
Llegaron las elecciones, ganó Raúl Alfonsín y comenzaron los
primeros juicios contra los militares que habían participado en las Juntas
Militares del PRN. Videla mantuvo una actitud ejemplar, asumió todas las
responsabilidades sin coartadas y sin culpar a sus subordinados y contó, al que
quisiera oír, la crónica desgarrada de aquellos años. No negó nada, ni siquiera
que quizá hubo desmanes y algunas tropelías. ¿Pero qué régimen político es
perfecto? ¿No tiene acaso la democracia norteamericana su Guantánamo? ¿No han
tenido casi todas las democracias del mundo su guerra sucia contra el
terrorismo? Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Hasta la
demócrata Margaret Thatcher llegó a asumir el asesinato político de tres
integrantes del IRA y tuvo la dignidad de reconocer su responsabilidad con esa
famosa frase de "he sido yo".
INTOLERANCIA ROJA HASTA EL FINAL
Videla se nos ha ido, envuelto en la controversia y las
palabras gruesas y burdas de una izquierda que nunca perdona, que no reconoce
sus errores y sus actos criminales, pero Argentina está muy lejos de la
necesaria y redentora catarsis colectiva que permite a un cuerpo la expulsión
espontánea de las sustancias nocivas de su organismo o la eliminación de los
recuerdos que perturban el equilibrio nervioso de una nación. Ni siquiera le
quisieron dar sepultura en su pueblo, la progresía montó el circo mediático y
el show televisivo, manifestaciones incluidas con los terroristas abatidos en
combate, fue puesto en escena de una forma impecable.
En definitiva, el aquelarre rojo visto en los días
posteriores a la muerte (u homicidio, quien sabe) de Videla tenía mucho que ver
con una demostración de victoria, con una suerte de histeria nacional a medio
camino entre la vendetta y la exorcización colectiva ante el sentimiento de
culpa por no haber hecho nada en su momento, por haber sido unos cobardes e
incluso por haber apoyado en 1974, como hicieron los comunistas, a Videla.
Había que conjurar, en ese acto, a los fantasmas del pasado, que siempre
vuelven, y que no son más que el miedo, el crimen por la espalda, la
pusilanimidad, el disparo en la nunca de Aramburu, la impunidad reinante en la
Argentina ante los actos cometidos por los terroristas y la ignominia.
Bien puede esta izquierda rastrera y miserable librar una
batalla indigna y deshonrosa con un muerto, allá ellos con sus miserias y
existencia cutre, pero más les habría valido haber tenido la decencia -una demanda
metafísica viniendo de semejantes adversarios- de abrir en la sociedad
argentina el necesario debate justo, sosegado, sincero, objetivo y reflexivo
acerca de lo que realmente aconteció en esa época turbulenta.
Pero, nuevamente, nos encontramos con un muro: el de la
tolerancia, la que ellos tanto demandan cuando están en las cavernas de la
oposición, pero que no la practican desde el poder. Son más reaccionarios que
nadie, unos auténticos fundamentalistas. Termino estas palabras con la opinión de un santo progre, el escritor
Ernesto Sábato, quien llegó a decir del
general Videla en el año 1978: "El general Videla me dio una excelente
impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresiono la
amplitud de criterio y la cultura del presidente". Descanse en paz,
general Videla, la historia le juzgará.