Un
año después de haber terminado la Secundaria, y luego de saltar por
varios laburos de esos que hacemos de pibes para poder delirar la guita
durante el fin de semana, conseguí ingresar a un Juzgado como “pinche”, o
meritorio, o como quieran llamar a esa función de semiesclavo sin
salario, pero con buena predisposición y en busca de aquel nombramiento
que lo meta de lleno en el Poder Judicial.
Tuve bastante suerte para ser mi primer
destino en la travesía judicial. El clima laboral era maravilloso, los
empleados juntaban una linda vaquita mensual para bancarme los gastos y
me trataban como un igual, más allá del tortuoso derecho de piso abonado
religiosamente a fuerza de jodas tales como ir a buscar los sobres
redondos para enviar circulares, o de ir a tomar lista a la Alcaidía con
el listado del plantel de Huracán campeón del Metro de 1973.
Por aquellos años, los que llegábamos a
fuerza de remarla, puteábamos a la familia judicial que arrojaba
paracaidistas hijos de camaristas, burros como pocos, vagos como casi
todos, pero que obtenían el cargo al toque. No se puteaba a la
corporación judicial, ni se nos cruzaba por la cabeza. Quizás se deba al
hecho de sentir pertenencia a la institución, de ponerse la camiseta a
pesar de todo, de resolver los problemas dentro de casa y no afuera.
A lo largo de mis años judicialísimos me
he divertido como nadie, me cagué de risa de broma en broma -era la
única forma de poder sobrellevar una madrugada de sábado en el Juzgado
por culpa del turno- y he pertenecido a esa curiosa casta que puede
salir de joda después del trabajo y reincorporarse al día siguiente sin
dormir, sello histórico de los judiciales proveniente de una época de
salarios altísimos y horarios mucho más piolas que el asesinato de
entrar a las 7,30 de la matina. Y también he visto demasiada miseria
humana, de esas cuyos detalles nunca saldrán en los diarios.
De todos los jefes que he tenido, el Juez
de mi primer juzgado fue uno de los que más me enseñó. Era un tipo
raro, de esos que son los primeros en llegar y los últimos en irse.
Quienes hayan pisado alguna vez un juzgado, sabe bien que es extraño que
al juez se le vea la cara. El mío venía a dar una mano a la Mesa de
Entradas cuando colapsaba. De él aprendí que los códigos laborales valen
tanto como la capacidad de laburo, que no hace falta saberse los
números de los artículos de memoria -para eso están las leyes impresas- y
que puede haber mucho pedante memorioso pero incapaz de resolver lo que
corresponde; así como también aprendí que coser los expedientes es casi
una obra de arte, que cebar mate no es para cualquiera, que las leyes
se deben aplicar aunque no se esté de acuerdo con las mismas, y que el
Poder Judicial realmente tiene la misma importancia que los otros dos
poderes del Estado.
Más temprano que tarde, comprendí,
también, que la política siempre estuvo, está y estará presente en el
Poder Judicial, y que no está mal que así sea: somos humanos, somos
seres políticos aunque algunos no lo asuman abiertamente o no sean
conscientes de ello. Mi Juez no escapaba a la regla: peronista de pibe,
fue delegado gremial de los empleados judiciales, echado y encarcelado
en una o más dictaduras. Sin embargo, su afiliación política siempre fue
un misterio para todo aquel que no formara parte de su círculo íntimo
y, puedo dar fe, casi siempre se traslucía en sus resoluciones, pero
nunca para tergiversar ni una coma de un artículo, sino para rellenar
los considerandos. O sea, poco importaba si se sabía o no su ideología,
dado que hacía lo que le tocaba hacer. Sus principios eran tan, pero tan
fuertes que una vez bochó por burro a un empleado que pensó que por
anotarse en su cátedra tendría algún privilegio. Y no, no fui yo.
La política, siempre presente, impidió
sistemáticamente que los otros poderes permitieran su designación como
camarista, a pesar de merecerlo con creces y de superar ampliamente a
sus colegas. Una y otra vez se vio truncado su progreso en la carrera
judicial por no respetar los “códigos de los compañeros de militancia” y
procesar a algún que otro recomendado o no pasar algún que otro sobre a
tiempo. La creación del Consejo de la Magistratura no cambió el
panorama e, incluso, aparecieron más instancias con favores a
satisfacer. Hace unos años me enteré de su fallecimiento. Obviamente,
seguía siendo Juez de Instrucción y, hasta último momento, defendió a
ese Poder Judicial.
En estos meses que transcurrieron desde
que a Cristina le pareció que con tener el 70% de los Juzgados Federales
debiéndole favores no alcanzaba, y que sería mejor que todos le
respondieran, he escuchado decenas de frases incoherentes, cientos de
pajereadas intelectuales, miles de argumentaciones idiotas, carentes de
sentido y ajenas de legalidad. Todas partían de los mismos preceptos:
más democracia, menos corporativismo. Curiosidades de la modernidad, los
corporativistas del oficialismo, militantes de los Testigos del Néstor
de los Últimos Días, acusan de corporativos y antidemocráticos a los
demás, como si hubiera algo más corporativo, acomodaticio y ajeno a la
voluntad popular que sea designado Subsecretario, Director o Cagatintas
en alguna repartición del Estado por el sólo hecho de pertener.
Tan idiotas son los argumentos que nadie
explica porqué más democracia debe implicar menos república, si ambos
conceptos son iguales de esenciales para la existencia del Estado
occidental moderno. La payasada llegó a extremos tales que, en medio del
debate legislativo, se llegó a escuchar a un Diputado quejarse porque
la justicia permite que los delincuentes ingresen por una puerta y
salgan por otra, como si los jueces no se limitaran a cumplir con lo que
la ley manda, como si se pudiera hacer otra cosa con las leyes pedorras
emanadas de las plumas de legisladores delirantes y que este congreso
ni se calentó en analizar.
La idea de democracia ha sido utilizada
sistemáticamente por el kirchnerismo para disfrazar cualquier medida que
pudiera resultar polémica. El mecanismo es fácil: cualquiera que se
oponga a algo denominado democrático es, gracias a la magia de las
palabras, un tipo que está en contra de la democracia. De este modo, una
reacción virulenta y en caliente contra un exsocio, se convirtió en una
batalla épica por la recuperación de los goles que nos fueron
secuestrados y que derivó en la democratización del fútbol, como si
pudiéramos votar quien desciende y quién sale campeón, como si los
clubes ya no fueran democráticos en sus estatutos. Así fue que también
nos metieron el verso de la democratización de los medios, cuando lo
único que se buscaba era desarmar un gigante creado por decreto
presidencial en 2007. Era obvio que, en cuanto el Poder Judicial se
pusiera a hinchar las tarlipes, usarían al pueblo como escudo para
reventarlo, porque es necesaria más democracia, porque nos secuestran la
justicia, porque algunos magistrados no se enteraron de que ésta es la
década ganada.
Lo que pareciera difícil de hacerles
entender a los mamertos de siempre es que no hay nada que garantice más
la vigencia de los derechos individuales en democracia que un Poder
Judicial no sometido a la voluntad popular. Porque si por estar en
democracia puedo putear libremente al gobierno, no estaría para nada
bueno que el juez de turno considere que soy un golpista
desestabilizador, porque así lo dice la Jefa del Movimiento al que
pertenecen los compañeros del Consejo de la Magistratura. Actualmente
existen jueces más oficialistas que camporita con pechera nueva, pero al
menos está sometido al azar.
Algunas declaraciones oficialistas son
realmente lisérgicas. El caniche toy Agustín Rossi arrojó, sin
inmutarse, que “no es bueno para la democracia que la Corte le dé la
espalda a la voluntad popular”, como si antes de las últimas elecciones
legislativas se hubiera propuesto como tema de campaña la reforma
judicial. Es curioso, pero para Rossi, el haber sido electo diputado y
renunciar para asumir como Ministro antes de cumplir el mandato, no es
“darle la espalda a la voluntad popular”. Por su parte, el adolescente
perpetuo Juan Abal Medina manifestó que la Corte ofende a esa nebulosa
argumental denominada “pueblo”, que los jueces se aferran a no perder
sus privilegios de investigar los privilegios de los funcionarios de
turno, que el Ejecutivo seguirá dando batalla -¿Crearán una Corte
Supremísima para apelar el fallo?- y que los argumentos esgrimidos
atrasan un par de siglos. Al menos en esto último, tiene razón, dado que
los fundamentos utilizados por la Corte se encuentran en nuestra
Constitución Nacional desde 1853, al igual que otros conceptos arcaicos
como el de la inviolabilidad de la propiedad privada, el derecho a
trabajar, la libertad de prensa y la igualdad ante la Ley, todas ideas
escritas sin pensar en que “no importa si se roban hasta los sobres de
azúcar de las reuniones y no van en cana, lo que vale es la coyuntura
política y la revolución social”.
Otra
declaración interesante fue la aportada por el Ayatollah de González
Catán, Luis D’Elía, quien no dudó en llamar a reventar las urnas para
modificar la Constitución Nacional y obtener un nuevo Estado que permita
pasar a disponibilidad a esta Justicia, como si no existieran
mecanismos en la actual Constitución que permite librarse de los jueces
sin demasiado trámite. Incluso, uno de esos mecanismos fue impulsado por
Néstor Kirchner y comandado por la entonces Senadora Cristina Fernández
No Portadora de Apellido Kirchner, cuando limpiaron a buena parte de la
Corte Suprema, allá por 2004.
A Cristina, mientras tanto, le molesta
que uno de los jueces contreras esté en su cargo hace treinta
democráticos años, aunque no le jode ni un poquito que el único Juez que
votó a favor de la democratización, haya jurado velar por el
cumplimiento del Estatuto Militar impuesto por la Dictadura el 24 de
marzo de 1976. Cuestión de valores, le dicen por mi barrio.
Por mi parte, me gustaría dar mi opinión
al oficialismo, casi como un consejito: es mejor que el Poder Judicial
quede así de choto como está ahora y sin la posibilidad de ser empeorado
en base a una buena performance electoral. Incluso les conviene para
cuando se acabe la joda. No es lo mismo sentir la adrenalina de no saber
si les tocará un Juez gomía o uno contrera, a tener la certeza de que
perder las elecciones les garantizará una estadía en Marcos Paz.
Y si quieren más democracia, aplíquenla y
llamen a referendo para que ese “pueblo” decida si quiere o no una ley.
No es nada del otro mundo, de hecho, también figura en la Constitución
Nacional y sólo hay que cumplir con dos pasitos: convocar a la consulta
popular y tener los huevos para bancarse el resultado.
Mercoledì. La Corte podía fallar.