martes, 18 de junio de 2013

ENCÍCLICA “INIMICA VIS” sobre la Masonería - Papa León XIII

  Existe una fuerza enemiga, la cual a instigación e impulso del espíritu del mal, no dejó de luchar contra el nombre cristiano y siempre se asoció algunos hombres para juntar y dirigir sus esfuerzos destructores contra las verdades que Dios reveló, y, por medio de funestas discordias, contra la unidad de la sociedad cristiana. Son como cohortes dispuestas para el ataque, y nadie ignora cuánto la Iglesia hubo de sufrir sus asaltos en todo tiempo.
  Ahora bien, el espíritu común a todas las sectas anteriores que se sublevaron contra las instituciones católicas, revivió en la secta llamada masónica, la cual, prendada de su poder y riqueza, no teme avivar el fuego de guerra con una violencia inaudita y de llevarlo aún en todas las cosas más sagradas. Sabéis que durante más de un siglo y medio los Pontífices romanos que nos precedieron fulminaron, más de una vez, varias sentencias de condenación contra esa secta. Nosotros también, como era debido, la condenamos advirtiendo con firmeza a los pueblos cristianos de ponerse en guarida contra sus perfidias con suma vigilancia y de rechazar, como valerosos discípulos de Jesucristo, sus criminales audacias. Además, a fin de impedir a las voluntades de caer en el descuido y el sueño, Nos ocupamos de desvelar los misterios de secta tan perniciosa, e indicamos con el dedo las astucias que usa para ocasionar la ruina de los intereses católicos.
  Sin embargo, si queremos decir las cosas como son, muchos italianos se entregan, en este punto, a una seguridad irreflexiva que los hace indiscretos e imprudentes de verdad. Ahora bien, este peligro amenaza la fe de los antepasados, la salvación merecida a los hombres por Jesucristo y, por consiguiente, las ventajas de la civilización cristiana. Es evidente, en efecto, que la secta masónica no teme más nada, no se echa atrás ante ningún adversario, y, de día en día, crece su audacia. Ciudades enteras están invadidas por su contagio; todas las instituciones civiles están cada vez más profundamente penetradas por su inspiración, y el fin al cual aspira acá como en otras partes, no es otra cosa que quitar a los italianos la religión católica, principio y fuente de los más preciosos bienes.
  De ahí el número infinito de pérfidos medios que ella emplea para apagar la fe divina, de las leyes que inspira de desprecio y opresión para la legítima libertad de la Iglesia; de ahí la teoría que inventó y practica, a saber, que la Iglesia no tiene ni el poder ni la naturaleza de una sociedad perfecta, que el primer rango pertenece al Estado, y que el poder espiritual pasa después del orden civil. Doctrina tan funesta como falsa, frecuentemente anatemizada por la Sede Apostólica; doctrina que, entre otros numerosos males que engendra, lleva a los gobiernos civiles a usurpaciones sacrílegas y a atribuirse sin temor alguno, las prerrogativas de las cuales despojaron a la Iglesia.
  Este proceder es manifiesto en lo que toca a los beneficios eclesiásticos: dan y quitan como quieren el derecho de percibir sus frutos.
  Por otro proceder no menos insidioso, los sectarios masones procuran por medio de promesas, seducir al clero inferior. ¿Cuál es su fin? Es muy fácil descubrirlo, sobre todo visto que los inventores de aquella trampa no se esfuerzan suficientemente en esconder su intención: quieren sobornar poco a poco a su causa a los ministros segundos, y, luego, una vez enlazados aquellos en las ideas nuevas, hacer de ellos unos rebeldes contra la autoridad legítima de la cual dependen. Sin embargo, en eso, parecen no haberse suficientemente dado cuenta de la virtud de nuestros sacerdotes. Hace ya muchos años que son el blanco de varias tentaciones y no obstante siguen dando ejemplos manifiestos de resistencia y de fe. Luego, podemos esperar firmemente en que, con la ayuda de Dios, y en cualquier circunstancia difícil, quedarán siempre fieles a la religión del deber.
  De todo lo que acabamos de decir en pocas palabras, se puede fácilmente adivinar lo que puede hacer la secta de los masones, y lo que busca como fin último. Ahora bien, lo que aumenta el mal y que nos es imposible comprobar sin gran angustia, es ver un número demasiado importante de nuestros compatriotas dar su nombre o prestar ayuda a la secta, llevados por el interés personal y una ambición miserable.
  Puesto que pasan de este modo las cosas, y para obedecer a Nuestra conciencia que nos obliga urgentemente, venimos Venerables Hermanos, a solicitar vuestra caridad episcopal y pedirles trabajen ante todo en la salvación de estos extraviados de los cuales acabamos de tratar. Que vuestra actividad, tan asidua como constante, se proponga sacarlos de su extravío y preservarlos de una perdición cierta. Sin duda sacar de las redes masónicas a quien se enredó en ellas, es una empresa muy difícil y con éxito dudoso, al considerar solamente la naturaleza de la secta; sin embargo, no hay que desesperar de ninguna curación, porque el poder de la caridad apostólica es maravilloso: en efecto, Dios, dueño y arbitro de las voluntades humanas, la ayuda.
  Después, habrá que aprovechar toda ocasión para curar a aquellos que, por timidez, contraen el mal de que se trata: no es en razón de una naturaleza mala, sino más bien de una molicie de corazón, de una falta de consejo, que les lleva a favorecer las empresas masónicas. El juicio de Nuestro predecesor, Félix III, acerca de ese asunto es muy grave: “no resistir al error es aprobarlo: no defender la verdad, es ahogarla... Quien cesa de oponerse a un crimen manifiesto, puede ser considerado como cómplice secreto del mismo”. En aquellas almas es necesario levantar el ánimo, hacer volver sus pensamientos a los ejemplos de los antepasados, recordarles que la fuerza del corazón es la custodia del deber y de la dignidad personal, inspirarles así pesadumbre y vergüenza de obrar o haber obrado con cobardía. ¿Qué es nuestra vida entera sino un combate en el cual lo que está en juego es la salvación?, y ¿qué hay de más deshonroso para un cristiano sino el llegar a ser tan cobarde como para traicionar su deber?
  Es también necesario sostener a los que caen por ignorancia. Aquí hablamos de aquellos, numerosos, que unas apariencias hipócritas cautivan, que afanes varios atraen, y que permiten que se los afilie a la sociedad masónica sin saber lo que hacen.
  Mucho debemos esperar, Venerables Hermanos, que, con la gracia de Dios, llegarán a rechazar el error y reconocer la verdad, sobre todo si, en conformidad con nuestra súplica apremiante, os esforzáis en desenmascarar el espíritu de la secta y en develar sus ocultas intenciones. Por otra parte, estas intenciones ya no pueden pasar por ocultas, desde que sus mismos autores las revelaron de muchas maneras. ¿Quién no escuchó hace unos meses, de un lado a otro de Italia, la voz de un sectario pregonando, hasta hacer alarde, sus inicuos proyectos?
  Derribar por completo el edificio religioso hecho por la mano del mismo Dios, querer ordenar tanto la vida pública como privada según los únicos principios del naturalismo, he aquí lo que quiere la masonería y lo que llaman, con tanta impiedad como locura, la restauración de la sociedad civil.
  ¿En qué abismo se arrojarán las Naciones, si el pueblo cristiano no se resuelve a detenerlas por su vigilancia, y por sus sabios esfuerzos para salvarlas?
  Pero, en presencia de pretensiones no menos perversas que audaces, no basta evitar las trampas de esta secta tan abominable, sino que importa combatirla, y esto con las armas que da la fe divina, las cuales triunfaron antaño contra el paganismo. Les corresponde pues, Venerables Hermanos, recurrir a consejos, exhortaciones y ejemplos para inflamar lo corazones; les pertenece reanimar en el clero y en vuestro pueblo esta amor a la religión, este celo saludable, cuyas obras constancia e intrepidez, honran brillantemente en cosas semejantes a los católicos de las demás naciones. El ardor de antaño para la defensa de la fe antigua se enfrió, según se dice, en los pueblos italianos, lo cual quizá no es acusación sin fundamento. En efecto, si se examina en los dos partidos el estado de los corazones, se nota en los enemigos mucho más impulso para atacar la religión, que en los amigos para defenderla. Pero no hay término medio, cuando trata de salvarse, entre morir o combatir hasta el fin.
  Esforzaos por devolver el ánimo a los entorpecidos y lánguidos; sostened la valentía de los buenos soldados; reprimid cualquier germen de discordia, y haced que, bajo vuestra dirección y autoridad, luchen atrevidamente con sus adversarios, unidos en un mismo pensamiento y una misma disciplina.
  La importancia de la lucha, la necesidad de conjurar el peligro Nos determinaron a dirigir  una carta al mismo pueblo de Italia. Quisimos, Venerables Hermanos, que les llegase en el mismo tiempo que la presente. Tenéis que propagarla lo más posible y, donde sea necesario, que interpretarla por vuestro celo ante el pueblo por medio de un desarrollo oportuno. De esa manera, esperamos que, con la bendición de Dios, y al ver dispuestos tales males para agobiarlos, los corazones se despierten y se decidan a oponerles los remedios que hemos indicados.
  Como testimonio de los dones celestes y de nuestra benevolencia, os acordamos afectuosamente, a vosotros Venerables Hermanos, y a los pueblos confiados a vuestra custodia, la bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 8 de diciembre de 1892.
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