Existe
una fuerza enemiga, la cual a instigación e impulso del espíritu del mal, no
dejó de luchar contra el nombre cristiano y siempre se asoció algunos hombres
para juntar y dirigir sus esfuerzos destructores contra las verdades que Dios
reveló, y, por medio de funestas discordias, contra la unidad de la sociedad
cristiana. Son como cohortes dispuestas para el ataque, y nadie ignora cuánto
la Iglesia hubo de sufrir sus asaltos en todo tiempo.
Ahora
bien, el espíritu común a todas las sectas anteriores que se sublevaron contra
las instituciones católicas, revivió en la secta llamada masónica, la cual,
prendada de su poder y riqueza, no teme avivar el fuego de guerra con una
violencia inaudita y de llevarlo aún en todas las cosas más sagradas. Sabéis
que durante más de un siglo y medio los Pontífices romanos que nos precedieron
fulminaron, más de una vez, varias sentencias de condenación contra esa secta.
Nosotros también, como era debido, la condenamos advirtiendo con firmeza a los
pueblos cristianos de ponerse en guarida contra sus perfidias con suma
vigilancia y de rechazar, como valerosos discípulos de Jesucristo, sus
criminales audacias. Además, a fin de impedir a las voluntades de caer en el
descuido y el sueño, Nos ocupamos de desvelar los misterios de secta tan
perniciosa, e indicamos con el dedo las astucias que usa para ocasionar la
ruina de los intereses católicos.
Sin
embargo, si queremos decir las cosas como son, muchos italianos se entregan, en
este punto, a una seguridad irreflexiva que los hace indiscretos e imprudentes
de verdad. Ahora bien, este peligro amenaza la fe de los antepasados, la
salvación merecida a los hombres por Jesucristo y, por consiguiente, las
ventajas de la civilización cristiana. Es evidente, en efecto, que la secta
masónica no teme más nada, no se echa atrás ante ningún adversario, y, de día
en día, crece su audacia. Ciudades enteras están invadidas por su contagio;
todas las instituciones civiles están cada vez más profundamente penetradas por
su inspiración, y el fin al cual aspira acá como en otras partes, no es otra
cosa que quitar a los italianos la religión católica, principio y fuente de los
más preciosos bienes.
De ahí el
número infinito de pérfidos medios que ella emplea para apagar la fe divina, de
las leyes que inspira de desprecio y opresión para la legítima libertad de la
Iglesia; de ahí la teoría que inventó y practica, a saber, que la Iglesia no
tiene ni el poder ni la naturaleza de una sociedad perfecta, que el primer
rango pertenece al Estado, y que el poder espiritual pasa después del orden
civil. Doctrina tan funesta como falsa, frecuentemente anatemizada por la Sede
Apostólica; doctrina que, entre otros numerosos males que engendra, lleva a los
gobiernos civiles a usurpaciones sacrílegas y a atribuirse sin temor alguno,
las prerrogativas de las cuales despojaron a la Iglesia.
Este
proceder es manifiesto en lo que toca a los beneficios eclesiásticos: dan y
quitan como quieren el derecho de percibir sus frutos.
Por otro
proceder no menos insidioso, los sectarios masones procuran por medio de
promesas, seducir al clero inferior. ¿Cuál es su fin? Es muy fácil descubrirlo,
sobre todo visto que los inventores de aquella trampa no se esfuerzan
suficientemente en esconder su intención: quieren sobornar poco a poco a su
causa a los ministros segundos, y, luego, una vez enlazados aquellos en las
ideas nuevas, hacer de ellos unos rebeldes contra la autoridad legítima de la
cual dependen. Sin embargo, en eso, parecen no haberse suficientemente dado
cuenta de la virtud de nuestros sacerdotes. Hace ya muchos años que son el
blanco de varias tentaciones y no obstante siguen dando ejemplos manifiestos de
resistencia y de fe. Luego, podemos esperar firmemente en que, con la ayuda de
Dios, y en cualquier circunstancia difícil, quedarán siempre fieles a la
religión del deber.
De todo
lo que acabamos de decir en pocas palabras, se puede fácilmente adivinar lo que
puede hacer la secta de los masones, y lo que busca como fin último. Ahora
bien, lo que aumenta el mal y que nos es imposible comprobar sin gran angustia,
es ver un número demasiado importante de nuestros compatriotas dar su nombre o
prestar ayuda a la secta, llevados por el interés personal y una ambición
miserable.
Puesto
que pasan de este modo las cosas, y para obedecer a Nuestra conciencia que nos
obliga urgentemente, venimos Venerables Hermanos, a solicitar vuestra caridad
episcopal y pedirles trabajen ante todo en la salvación de estos extraviados de
los cuales acabamos de tratar. Que vuestra actividad, tan asidua como
constante, se proponga sacarlos de su extravío y preservarlos de una perdición
cierta. Sin duda sacar de las redes masónicas a quien se enredó en ellas, es
una empresa muy difícil y con éxito dudoso, al considerar solamente la
naturaleza de la secta; sin embargo, no hay que desesperar de ninguna curación,
porque el poder de la caridad apostólica es maravilloso: en efecto, Dios, dueño
y arbitro de las voluntades humanas, la ayuda.
Después,
habrá que aprovechar toda ocasión para curar a aquellos que, por timidez,
contraen el mal de que se trata: no es en razón de una naturaleza mala, sino
más bien de una molicie de corazón, de una falta de consejo, que les lleva a
favorecer las empresas masónicas. El juicio de Nuestro predecesor, Félix III,
acerca de ese asunto es muy grave: “no resistir al error es aprobarlo: no
defender la verdad, es ahogarla... Quien cesa de oponerse a un crimen
manifiesto, puede ser considerado como cómplice secreto del mismo”. En aquellas
almas es necesario levantar el ánimo, hacer volver sus pensamientos a los
ejemplos de los antepasados, recordarles que la fuerza del corazón es la
custodia del deber y de la dignidad personal, inspirarles así pesadumbre y
vergüenza de obrar o haber obrado con cobardía. ¿Qué es nuestra vida entera
sino un combate en el cual lo que está en juego es la salvación?, y ¿qué hay de
más deshonroso para un cristiano sino el llegar a ser tan cobarde como para
traicionar su deber?
Es
también necesario sostener a los que caen por ignorancia. Aquí hablamos de
aquellos, numerosos, que unas apariencias hipócritas cautivan, que afanes
varios atraen, y que permiten que se los afilie a la sociedad masónica sin
saber lo que hacen.
Mucho
debemos esperar, Venerables Hermanos, que, con la gracia de Dios, llegarán a
rechazar el error y reconocer la verdad, sobre todo si, en conformidad con
nuestra súplica apremiante, os esforzáis en desenmascarar el espíritu de la
secta y en develar sus ocultas intenciones. Por otra parte, estas intenciones
ya no pueden pasar por ocultas, desde que sus mismos autores las revelaron de
muchas maneras. ¿Quién no escuchó hace unos meses, de un lado a otro de Italia,
la voz de un sectario pregonando, hasta hacer alarde, sus inicuos proyectos?
Derribar
por completo el edificio religioso hecho por la mano del mismo Dios, querer
ordenar tanto la vida pública como privada según los únicos principios del
naturalismo, he aquí lo que quiere la masonería y lo que llaman, con tanta
impiedad como locura, la restauración de la sociedad civil.
¿En qué
abismo se arrojarán las Naciones, si el pueblo cristiano no se resuelve a
detenerlas por su vigilancia, y por sus sabios esfuerzos para salvarlas?
Pero, en
presencia de pretensiones no menos perversas que audaces, no basta evitar las
trampas de esta secta tan abominable, sino que importa combatirla, y esto con
las armas que da la fe divina, las cuales triunfaron antaño contra el paganismo.
Les corresponde pues, Venerables Hermanos, recurrir a consejos, exhortaciones y
ejemplos para inflamar lo corazones; les pertenece reanimar en el clero y en
vuestro pueblo esta amor a la religión, este celo saludable, cuyas obras
constancia e intrepidez, honran brillantemente en cosas semejantes a los
católicos de las demás naciones. El ardor de antaño para la defensa de la fe
antigua se enfrió, según se dice, en los pueblos italianos, lo cual quizá no es
acusación sin fundamento. En efecto, si se examina en los dos partidos el
estado de los corazones, se nota en los enemigos mucho más impulso para atacar
la religión, que en los amigos para defenderla. Pero no hay término medio,
cuando trata de salvarse, entre morir o combatir hasta el fin.
Esforzaos
por devolver el ánimo a los entorpecidos y lánguidos; sostened la valentía de
los buenos soldados; reprimid cualquier germen de discordia, y haced que, bajo
vuestra dirección y autoridad, luchen atrevidamente con sus adversarios, unidos
en un mismo pensamiento y una misma disciplina.
La
importancia de la lucha, la necesidad de conjurar el peligro Nos determinaron a
dirigir una carta al mismo pueblo de
Italia. Quisimos, Venerables Hermanos, que les llegase en el mismo tiempo que
la presente. Tenéis que propagarla lo más posible y, donde sea necesario, que
interpretarla por vuestro celo ante el pueblo por medio de un desarrollo
oportuno. De esa manera, esperamos que, con la bendición de Dios, y al ver
dispuestos tales males para agobiarlos, los corazones se despierten y se
decidan a oponerles los remedios que hemos indicados.
Como
testimonio de los dones celestes y de nuestra benevolencia, os acordamos
afectuosamente, a vosotros Venerables Hermanos, y a los pueblos confiados a
vuestra custodia, la bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 8 de
diciembre de 1892.
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