El populismo demagógico lleva décadas
estimulando la ilusión del Estado del bienestar. Prevalece
allí un sistema mercantilista, en el que se enriquecen
funcionarios corruptos y esos que reciben prebendas desde
el poder.
De la mano de un creciente intervencionismo
estatal, han logrado una significativa concentración
del poder. Lo consiguieron con una deformación del
régimen impositivo, que centraliza recursos, quitar
autonomía a las provincias y ciudades, violando el
espíritu federal de la Constitución. El esquema político ha sido funcional a este presente.
Se han sucedido en forma intermitente, salvo honrosas excepciones,
líderes mesiánicos y gobiernos cívico - militares
que recorrieron idéntico camino, construyendo este
engendro que sigue vigente como paradigma del poder. La característica principal es la presencia
de un Estado central gigante, omnipresente, pero también
arbitrario, ineficaz y corrupto, que se apropia de la inmensa
mayoría de los recursos al recaudar y disponer sin
criterio de los impuestos que pagan todos, que utiliza el
monopolio de la emisión monetaria a discreción
y manipula cualquier negociación de endeudamiento. Esta modalidad no se construyó hace semanas,
sino que lleva décadas progresando, a veces gradualmente
y en otras ocasiones, creciendo vertiginosamente. Bajo esa
dinámica, mutó del estado federal al unitario,
de un conjunto de provincias y ciudades que tenían
la voluntad política de buscar un destino común,
a este presente con una nación poderosa que somete
a las provincias, bajo el yugo de la redistribución
económica. Los intendentes aliados, los
gobernadores amigos, hasta los candidatos del oficialismo,
gozan del privilegio del financiamiento ilimitado. El partido
del gobierno usa la caja del Estado como si fuera propia
y arbitrariamente decide a que ciudades y provincias ayudar,
a que dirigente político apuntalar, hacia donde direccionar
esfuerzos, como si ese dinero le perteneciera a la facción
mayoritaria del poder. Ya ni siquiera intenta
disimularlo. Se hace a cara descubierta y hasta se dice
a viva voz sin pudor alguno, que para que los fondos públicos
lleguen a una ciudad o provincia, solo hay que apoyar electoralmente
al candidato del color partidario del gobierno central. Se trata de un mecanismo extorsivo, pero que cuenta
ahora con el agravante de haberse naturalizado, de no tener
siquiera un reproche moral por parte de los votantes. No
es una casualidad, sino una filosofía política,
que consiste en acumular dineros públicos, mediante
el voraz saqueo a los ciudadanos, para luego utilizarlos
en provecho propio del poder y chantajear a todos diciéndoles
que ese dinero fluirá SOLO si ellos se someten electoralmente
ungiendo al personaje indicado por el gobierno. Los votantes, en ese esquema, son llevados a la posición
de rehén. Sus opciones son avenirse a lo que plantea
el poder, o ser habitantes de segunda como castigo por no
avalar al candidato oficial. Es grave que un
inescrupuloso político lo proponga y que una banda
de aduladores aplauda estas indecentes prácticas, pero
más trágico es que un grupo de ciudadanos tan
numeroso actúe en consecuencia, siendo funcional, para
claudicar mansamente a esa inmoral propuesta. Hacerlo, doblegarse con tanto servilismo utilitario, darle
entidad lógica a esa indecente proposición política
implica la negación de la dignidad, la prostitución
de las ideas, donde se canjean favores económicos a
cambio de hacer lo incorrecto, forzando la voluntad de los
ciudadanos. No es un caso aislado, se ha convertido
definitivamente en una forma de hacer política, demasiado
frecuente, extremadamente popularizada y que parece haber
llegado para quedarse. Los ciudadanos tendrán
que comprender que si le fijan precio a sus creencias, serán
objetos de uso y material de descarte de una casta política
que demuestra su vocación de utilizarlos para sus fines,
sin que importen demasiado sus verdaderos intereses y genuinas
preocupaciones. Esta forma de hacer política, se está
convirtiendo en una regla de juego sin discusión, una
pauta incuestionable, un dato de la realidad. Pero existe un modo concreto de enfrentarlo, que es tener
algo de dignidad, asumir que los seres humanos y nuestras
convicciones personales no son una mercadería que pueda
ser adquirida a la vuelta de la esquina. Para eso resulta
vital entender lo que pasa y no estimular con el voto este
hábito. Si los votantes deciden acompañar este
indecente ejercicio político se convierten en cómplices
de la corrupción y en parte vital del sistema que tantas
veces critican pero finamente convalidan con acciones concretas. Es tiempo de repensar la política. Sus actores
avanzan siempre que tienen respaldo electoral para hacerlo.
Si no se tiene la dignidad cívica suficiente para no
dejarse extorsionar, se pierde la autoridad moral para cuestionar
al régimen. Mientras tanto se asiste al patético
espectáculo que ha montado la procaz doctrina del chantaje. FUENTE; INFOBAE