La inseguridad. Esa prioridad postergada. Por Alberto Medina Méndez
No existe encuesta de opinión en la que este tema no ocupe el podio. En la inmensa mayoría de ellas, la inseguridad lidera el ranking de las preocupaciones cívicas. Sin embargo su abordaje siempre queda pospuesto.Probablemente esto tenga que ver con la percepción que tiene la política acerca de la escasa chance de lograr triunfos en el corto plazo y su natural inclinación hacia aquellos tópicos en los que puede torcer el rumbo con celeridad siempre dentro del mandato del poderoso de turno.
Temáticas
como la educación, la seguridad y otras tantas similares, que ameritan
enormes esfuerzos y cuyos resultados positivos no se consiguen con
rapidez, por exitosas que sean las decisiones tomadas, no entusiasman a
la clase dirigente. Prefieren ocuparse de aquello que genera impactos
más inmediatos como la economía o el reconocimiento de nuevos derechos.
Nadie
desconoce el complejo entramado del problema de la inseguridad. Tiene
múltiples aristas, sus causas no son fáciles de enfrentar y las
soluciones de fondo demandan de tiempo y paciencia. Pero justamente por
eso hay que arrancar ahora, porque modificar esta inercia llevará
décadas. El solo hecho de detener la escalada justifica invertirle
ingenio y dedicación.
No es que no
se haga algo al respecto. Brotan, con alguna frecuencia, propuestas
interesantes, debates apasionados y hasta medidas concretas, pero
siempre son aisladas, divorciadas del conjunto, por lo que se torna
difícil ser optimistas con la eficacia de ese tipo de determinaciones.
Cierta
tendencia a la simplificación termina enfocándose en un solo factor, por
eso muchos afirman que detrás de esta calamidad está la droga, sin
comprender que es uno de los tantos emergentes, pero no el único.
Indudablemente es un dato de la realidad, un síntoma entre otros, pero
lejos está de explicar el contexto contemporáneo de una sociedad en la
que el robo, la violencia, el odio, la intolerancia, el resentimiento,
el desprecio por el otro y hasta el homicidio, ya son moneda corriente.
No menos
alarmante es dimensionar la dificultad para encontrar especialistas en
la materia. Claro que existen profesionales que saben y mucho, pero
siempre sobre un aspecto puntual de la problemática, sin esa mirada
universal que se precisa para una aproximación seria y responsable.
La situación
de las cárceles como institución para recuperar ciudadanos y no como
herramienta para disciplinar individuos, la diversidad de leyes vigentes
muchas de ellas contradictorias, la infinita variedad de estimulantes
disponibles, la debilidad de la educación como instrumento para proveer
conocimientos, el deterioro de la institución familiar como formadora
del carácter, la siempre insuficiente capacitación y jerarquización del
personal de seguridad, la imprescindible incorporación de tecnología al
servicio de la comunidad, la puja entre los derechos individuales y la
presunción de culpabilidad, el funcionamiento del desprestigiado sistema
judicial, la pobreza enquistada que tampoco ayuda son solo una parte de
una larga lista de asuntos que deben asumirse de una vez por todas.
El problema
es que esa descripción no es nueva y lleva décadas exactamente en ese
mismo lugar. Pese a ello, muchas de esas transformaciones ni siquiera se
han planteado. En esto siempre es tarde porque en este juego de
postergaciones eternas no solo se pierden bienes sino también vidas. El
aplazamiento infinito, este perverso esquema en el que la inseguridad
nunca se encara, es despiadadamente cruel.
Es tan grave
lo que ocurre que se ha empezado a naturalizar lo inadmisible. Se vive
encerrado tras las rejas del hogar, con puertas que se aseguran, no solo
bajo llave, sino con nuevas técnicas que garanticen su inviolabilidad.
Salir a la calle implica asumir grandes riesgos personales, prepararse
para saber por dónde caminar, en que horarios y bajo qué circunstancias.
Ocultar relojes, pulseras o cadenas y evitar la manipulación de
dispositivos tecnológicos para no tentar a los delincuentes ya es parte
de la rutina.
Definitivamente
esa no es la vida a la que aspira un ciudadano medio que espera que su
gobierno, al menos proteja su derecho a la vida, a su libertad y a su
propiedad. Si bien esas deben ser las funciones fundamentales, la
política sigue jugando a discutir si el Estado debe ser empresario,
constructor, inversor o prestador de servicios no esenciales.
A no
engañarse. Nada de esto sucede por casualidad. Tal vez la sociedad se ha
acostumbrado a vivir atemorizada, limitando su accionar cotidiano
porque le importa más resguardar su poder adquisitivo que la vida misma.
Es hora de
que este asunto se ponga en el centro de la escena. No se puede delegar
semejante responsabilidad en manos de un funcionario o un área que solo
se dedique a los casos de mayor espectacularidad. La situación merece
otra actitud. Para eso la clase política, las distintas jurisdicciones y
sobre todo, la sociedad civil deben involucrarse y comprometerse.
El tema
preocupa y mucho, sobre todo porque ni siquiera se dispone de un
diagnóstico contundente. Los ciudadanos deben reclamar con mucha fuerza,
porque la política es hipersensible a las demandas de la sociedad,
siempre que esta sea capaz de sostener su intensidad y no caiga en la
dinámica espasmódica tan habitual en estos tiempos. Lo hecho hasta acá
es poco y a las luces de lo que acontece a diario, evidentemente
insuficiente. Lamentablemente la inseguridad sigue siendo esa prioridad
postergada.