Un obstáculo para el progreso.
Un
obstáculo para el progreso.
Existen muchos temas políticamente
incorrectos que jamás se abordan. Indudablemente, uno
de los más postergados por los dirigentes y la sociedad
es el de la imprescindible reforma a la legislación
laboral vigente.
Los políticos recitan
grandilocuentes discursos hablando de la importancia de
generar empleo genuino, incrementos reales en los niveles
de ingreso actuales de los trabajadores y mejores oportunidades
para todos. La sociedad en su conjunto lo reclama esperando
que los gobiernos y las empresas implementen decisiones
inteligentes para lograr esos objetivos.
La
comunidad siempre busca culpables pero inexorablemente selecciona
solo argumentos tan simples como incompletos, tan lineales
como falaces. Algunos creen que el problema de fondo pasa
por la incapacidad de los dirigentes políticos y su
inoperancia serial, mientras otros prefieren apuntarle a
la avaricia, insensibilidad e inmoralidad del empresariado.
Esa demanda social es una realidad pero los resultados
hasta la fecha son paupérrimos. Tal vez sea este el
momento de repensar la cuestión y hurgar en nuevas
visiones más comprometidas que expliquen este fenómeno,
para dedicar luego todos los esfuerzos a la búsqueda
de las verdades soluciones.
Si en estas latitudes
no se genera más empleo, ni se dispone de una mejor
retribución al trabajo es justamente por como razona
la sociedad toda y, por ende, por como responde la política
a esos planteos.
La legislación laboral
reinante explica buena parte de la problemática. Las
regulaciones en el ámbito del trabajo han construido
un absoluto engendro casi indestructible. Su fortaleza reside
en las creencias de la gente que prefiere desvincular lo
que ocurre a diario con su visión del tema, solo porque
se ha convencido de que ciertas premisas son indiscutibles.
Los empresarios que emprenden la audaz aventura
de crear empleo registrado saben de las elevadas erogaciones
de esa determinación. El costo laboral no es solo el
dinero que el trabajador se lleva al bolsillo, sino la sumatoria
de cargas y contribuciones laterales que casi duplican esa
cifra original haciendo inviable el sistema y desestimulando
estas decisiones.
Esa presunción de que
los salarios mínimos aumentan la calidad de vida ha
hecho mucho daño. Si la sociedad quiere mejorar su
estándar de vida, precisa ser más eficiente, más
productiva y acumular suficiente capital como para que empiece
a operar un círculo virtuoso hasta hoy inexistente.
Suponer que se puede aumentar el salario con una
normativa estatal denota una gran ignorancia. Si eso fuera
cierto el gobierno podría fijar el salario en cualquier
nivel y todos serían millonarios. No lo puede hacer
porque sabe de las consecuencias nefastas de promover esas
medidas que solo desestimulan la inversión y por lo
tanto las posibilidades de empleo.
La legislación
laboral se ha convertido en una trampa letal que dio paso
a una creciente "industria del juicio". En ese juego solo
se benefician los intermediarios que parasitan en el sistema.
Esta intrincada maraña normativa solo logró mayor
conflictividad reduciendo la creación de empleo.
Demasiada gente adhiere a esa mirada centrada en
las épicas conquistas de los trabajadores. Esas supuestas
ventajas las disfrutan solo unos pocos, dando nacimiento
a una indeseada diferenciación entre asalariados de
primera y de segunda, violando el esencial principio de
igualdad ante la ley.
La historia se repite
hasta el cansancio. Los beneficios reales no se consiguen
por decreto, sino por un sistema articulado que permita
tener sustentabilidad en el tiempo, sin forzar nada, que
derive naturalmente hacia un sistema de estímulos correctamente
alineado que invite a crear trabajo.
El rol
de los sindicatos en este desmadre ha sido despiadado. Han
construido y fortalecido sus propios negocios, saqueando
a los trabajadores, al quedarse compulsivamente con una
parte de su remuneración. Sus aportes positivos han
sido exiguos y su credibilidad sigue cuestionada.
Si se quiere más y mejores empleos, si se pretende
tener salarios más elevados, primero se debe comprender
el funcionamiento de la economía para entender luego
que a mayor regulación peores resultados.
El mundo no funciona imponiendo conductas por ley. Si
la felicidad se pudiera lograr por decreto ya existiría
una norma así y el planeta gozaría de ese gran
logro. No hay magia en esto. Cualquier objetivo en la vida
se consigue solo con esfuerzo, perseverancia y convicción.
Esta idea que sostiene que solo hay que hacer buenas leyes
ya ha fracasado en todas partes y abundan evidencias empíricas
de ese grosero error conceptual.
Si el país
no revisa su sistema laboral integralmente flexibilizando
al máximo sus reglas, jamás existirá empleo
genuino abundante. En un ámbito de desocupación
crónica los salarios reales de la gente nunca mejorarán
sustancialmente y nada bueno sucederá entonces.
La política tiene el enorme desafío de
instalar este debate sin temores. No hacerlo es una actitud
cruel y cobarde. Sin estas reformas profundas nadie invertirá
sus dineros en proyectos productivos. Si el capital no tiene
incentivos específicos para apostar, nunca se dispondrá
de empleo suficiente, su calidad decaerá y los mejores
buscarán nuevos horizontes.
Es tiempo de
dejar de lado la ingenua visión de que todo se logra
con leyes que obliguen a los demás a hacer lo que no
quieren. Cuando los emprendedores se sientan seguros, en
un ambiente amigable con los negocios, este país tendrá
una chance concreta de mirar al futuro con optimismo. Si
la sociedad sigue razonando como hasta ahora, el régimen
laboral no se modificará y seguirá siendo un obstáculo
para el progreso.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com