viernes, 15 de enero de 2016

El hábito no hace al monje, pero ¡cómo le ayuda!


El hábito no hace al monje, pero ¡cómo le ayuda! (Podcast)

Audio Player
00:00
00:00

“Me encanta la vulgaridad. El buen gusto es mortal, la vulgaridad es la vida”. Estas palabras de la diseñadora inglesa de moda Mary Quant
Me encanta la vulgaridad. El buen gusto es mortal, la vulgaridad es la vida”. Estas palabras de la diseñadora inglesa de moda Mary Quant, que se hizo famosa en la década de los 60’ por la invención de la minifalda y los shorts, ponen de manifiesto uno de los más importantes aspectos, aunque rara vez señalado, de la “revolución de la moda”: el gusto por la vulgaridad.


De hecho, desde los años 60, las modas han tendido cada vez más hacia la vulgaridad. Es una vulgaridad que pisotea el buen gusto y el decoro, que refleja una mentalidad contraria a todo orden y disciplina así como a toda prohibición, ya sea moral, estética o social, y que en última instancia, sugiere una completa “liberación” de las normas de comportamiento.
Quizá algún auditor nos pregunte si la comodidad y lo práctico no debería ser los criterios principales para escoger cómo vestirnos.
Le respondemos que la comodidad, el carácter práctico y la libertad de movimiento no deben ser los criterios capitales para escoger el vestido pues el hombre al vestirse no sólo cubre su cuerpo sino también expresa su alma, o sea su personalidad. Y como las personalidades varían según las diferentes circunstancias de edad, sexo, profesión, condición, etc. lógicamente la regla superior no debe ser lo práctico, pues ese criterio sería lógico para forrar una máquina, pero no para vestir a una persona.
Aunque se pueda usar ropa menos formal en los momentos de ocio, esta ropa no debe dar la impresión de que uno abandonó su dignidad. Una persona nunca debe dar la idea de que está de vacaciones de su propia dignidad. Antes de la revolución indumentaria de los años 60, en los momentos de descanso las personas se vestían de modo más cómodo, pero manteniendo la compostura, que nunca se debe abandonar.

A pesar de que los tatuajes no están reñidos con sus capacidades profesionales. ¿Cómo responderían los pacientes si un día su médico pasa la consulta sin bata?
Es curioso observar que muchas empresas exigen de sus empleados el respeto de un código de vestuario para transmitir una imagen de seriedad y responsabilidad. Esta es la prueba de que la ropa transmite un mensaje. Puede expresar seriedad y responsabilidad, o por el contrario, inmadurez y descuido.
La premisa de que el confort y lo práctico deben presidir la elección de la ropa tiene también otra consecuencia: la ropa que se usa ya no refleja la propia identidad. En otras palabras, ya no indica la posición social, la profesión, o las características más fundamentales de una persona, ni siquiera el sexo y la edad.
Así, la indumentaria unisex, se ha generalizado y los blue jeans y shorts son usados por todas las generaciones. Los hombres y las mujeres, los jóvenes y los ancianos, los profesores, los solteros y casados, los estudiantes, los niños y adultos, todos se confunden al usar una misma ropa, que ya no expresa lo que son, piensan o desean.
Algún oyente nos podría objetar que “el hábito no hace al monje”. El hecho de que una persona se vista con distinción y elegancia no significa necesariamente que tiene buenos principios o buen comportamiento. Del mismo modo, el hecho una persona que siempre lleva ropa informal, no necesariamente indica que tenga malos principios o una conducta reprochable.

Usar ropas, originalmente de trabajo, como el blue-jean, en circunstancias solemnes, hace parte de la proletarización creciente
Le respondemos que a primera vista, el argumento parece lógico y hasta obvio. Sin embargo, analizado en profundidad, no se sustenta.
Es verdad que el hábito no hace al monje. Sin embargo, es un elemento que lo identifica. Nadie negará que la pérdida de la identidad de muchas monjas y religiosos, que tuvo lugar durante los últimos cincuenta años fue en gran parte debida a que abandonaron sus hábitos, que expresaban adecuadamente el espíritu de pobreza, castidad y obediencia, así como un estilo ascético de vida propio a la vida consagrada.
Además, la razón humana, por la fuerza de la lógica que le es inherente, tiende naturalmente a establecer la coherencia entre el pensamiento y la conducta. Es lo que resumió el escritor francés Paul Bourget: “Hay que vivir como se piensa, so pena de tarde o temprano terminar pensando como se ha vivido”. Podríamos entonces decir que “hay que vestirse como se piensa, so pena de terminar pensando como se ha vestido”.
Esto se demuestra, por ejemplo, en el igualitarismo gradual de relaciones entre padres e hijos, profesores y alumnos, sacerdotes y fieles, patrones y empleados, etc. como resultado de que todos usan las mismas ropas, desapareciendo las formas exteriores de jerarquía. Para no hablar de la proletarización creciente que resulta del hecho de usar una ropa que originalmente era de trabajo, como el blue-jean, en circunstancias solemnes, como ciertos eventos sociales y ceremonias.
A menudo hoy es difícil distinguir, por sus ropas los hombres de las mujeres, los padres de los niños, una ceremonia religiosa de un picnic. Cortes de cabello y peinados siguen la misma tendencia a confundir la edad y el sexo, y de romper las normas de elegancia y buen gusto.

La creciente infantilización ha provocado la generalización del uso de ropa juvenil y de actitudes pueriles por parte de los adultos y ancianos, con la ilusión de conservar una eterna juventud.
Otro ejemplo es la infantilización colectiva que ha provocado la generalización del uso de ropa juvenil por parte de adultos y hasta ancianos, bajo la ilusión de eterna juventud. Viendo que los adultos los imitan, los adolescentes no tienen un estímulo para madurar y tiende a perpetuar la superficialidad de la adolescencia, un fenómeno que los sicólogos han llamado el “Síndrome de Peter Pan”. Todos quieren parecer niños.
Un crítico de la moda brasileña se expresaba recientemente así: “Por mucho tiempo, hemos visto en las pasarelas, tanto internacionales como nacionales, el nivel de infantilización que las modas sugieren. Estilistas con más de 25 años de edad están diseñando (y usando) ropa que podría ser usada por los niños en una guardería.”
Ahora, lógicamente que cuando una persona mayor se infantiliza, ella pierde su propia dignidad y aparecen sus lados ridículos en escena. Cuando se presenta por ejemplo una teleserie llamada “Veinteañeros a los cuarenta”, naturalmente uno piensa en personajes que padecen de inmadurez patológica en sus relaciones afectivas, la misma que reflejaría alguien que quisiese pasar por cuarentón después de los sesenta.
¿Qué le recomendamos entonces en este programa dedicado a las familias?
Es que todos sepan conservar su propia dignidad y condición en la forma de vestirse. Las vacaciones no deben ser un pretexto para dejar de ser aquello que somos, sino para realizar otras actividades que en la vida de trabajo no podemos disfrutar, sin perder nuestra propia identidad.
Nada más agotador que representar un papel que no nos corresponde. No desaprovechemos el descanso jugando a lo que no somos.