El hábito no hace al monje, pero ¡cómo le ayuda! (Podcast)
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“Me
encanta la vulgaridad. El buen gusto es mortal, la vulgaridad es la
vida”. Estas palabras de la diseñadora inglesa de moda Mary Quant
“Me encanta la vulgaridad. El buen gusto es mortal, la vulgaridad es la vida”. Estas palabras de la diseñadora inglesa de moda Mary Quant,
que se hizo famosa en la década de los 60’ por la invención de la
minifalda y los shorts, ponen de manifiesto uno de los más importantes
aspectos, aunque rara vez señalado, de la “revolución de la moda”: el
gusto por la vulgaridad.
De hecho, desde los años 60, las modas han tendido cada vez más hacia
la vulgaridad. Es una vulgaridad que pisotea el buen gusto y el decoro,
que refleja una mentalidad contraria a todo orden y disciplina así como
a toda prohibición, ya sea moral, estética o social, y que en última
instancia, sugiere una completa “liberación” de las normas de
comportamiento.
Quizá algún auditor nos pregunte si la comodidad y lo práctico no
debería ser los criterios principales para escoger cómo vestirnos.
Le respondemos que la comodidad, el carácter práctico y la libertad
de movimiento no deben ser los criterios capitales para escoger el
vestido pues el hombre al vestirse no sólo cubre su cuerpo sino también
expresa su alma, o sea su personalidad. Y como las personalidades varían
según las diferentes circunstancias de edad, sexo, profesión,
condición, etc. lógicamente la regla superior no debe ser lo práctico,
pues ese criterio sería lógico para forrar una máquina, pero no para
vestir a una persona.
Aunque se pueda usar ropa menos formal en los momentos de ocio, esta
ropa no debe dar la impresión de que uno abandonó su dignidad. Una
persona nunca debe dar la idea de que está de vacaciones de su propia
dignidad. Antes de la revolución indumentaria de los años 60, en los
momentos de descanso las personas se vestían de modo más cómodo, pero
manteniendo la compostura, que nunca se debe abandonar.
A
pesar de que los tatuajes no están reñidos con sus capacidades
profesionales. ¿Cómo responderían los pacientes si un día su médico pasa
la consulta sin bata?
Es curioso observar que muchas empresas exigen de sus empleados el
respeto de un código de vestuario para transmitir una imagen de seriedad
y responsabilidad. Esta es la prueba de que la ropa transmite un
mensaje. Puede expresar seriedad y responsabilidad, o por el contrario,
inmadurez y descuido.
La premisa de que el confort y lo práctico deben presidir la elección
de la ropa tiene también otra consecuencia: la ropa que se usa ya no
refleja la propia identidad. En otras palabras, ya no indica la posición
social, la profesión, o las características más fundamentales de una
persona, ni siquiera el sexo y la edad.
Así, la indumentaria unisex, se ha generalizado y los blue jeans y shorts son usados por todas las generaciones.
Los hombres y las mujeres, los jóvenes y los ancianos, los profesores,
los solteros y casados, los estudiantes, los niños y adultos, todos se
confunden al usar una misma ropa, que ya no expresa lo que son, piensan o
desean.
Algún oyente nos podría objetar que “el hábito no hace al monje”.
El hecho de que una persona se vista con distinción y elegancia no
significa necesariamente que tiene buenos principios o buen
comportamiento. Del mismo modo, el hecho una persona que siempre lleva
ropa informal, no necesariamente indica que tenga malos principios o una
conducta reprochable.
Usar ropas, originalmente de trabajo, como el blue-jean, en circunstancias solemnes, hace parte de la proletarización creciente
Le respondemos que a primera vista, el argumento parece lógico y
hasta obvio. Sin embargo, analizado en profundidad, no se sustenta.
Es verdad que el hábito no hace al monje. Sin embargo, es un elemento
que lo identifica. Nadie negará que la pérdida de la identidad de
muchas monjas y religiosos, que tuvo lugar durante los últimos cincuenta
años fue en gran parte debida a que abandonaron sus hábitos, que
expresaban adecuadamente el espíritu de pobreza, castidad y obediencia,
así como un estilo ascético de vida propio a la vida consagrada.
Además, la razón humana, por la fuerza de la lógica que le es
inherente, tiende naturalmente a establecer la coherencia entre el
pensamiento y la conducta. Es lo que resumió el escritor francés Paul
Bourget: “Hay que vivir como se piensa, so pena de tarde o temprano
terminar pensando como se ha vivido”. Podríamos entonces decir que “hay
que vestirse como se piensa, so pena de terminar pensando como se ha
vestido”.
Esto se demuestra, por ejemplo, en el igualitarismo gradual de
relaciones entre padres e hijos, profesores y alumnos, sacerdotes y
fieles, patrones y empleados, etc. como resultado de que todos usan las
mismas ropas, desapareciendo las formas exteriores de jerarquía. Para no
hablar de la proletarización creciente que resulta del hecho de usar
una ropa que originalmente era de trabajo, como el blue-jean, en
circunstancias solemnes, como ciertos eventos sociales y ceremonias.
A menudo hoy es difícil distinguir, por sus ropas los hombres de las
mujeres, los padres de los niños, una ceremonia religiosa de un picnic.
Cortes de cabello y peinados siguen la misma tendencia a confundir la
edad y el sexo, y de romper las normas de elegancia y buen gusto.
La
creciente infantilización ha provocado la generalización del uso de
ropa juvenil y de actitudes pueriles por parte de los adultos y
ancianos, con la ilusión de conservar una eterna juventud.
Otro ejemplo es la infantilización colectiva que ha provocado la
generalización del uso de ropa juvenil por parte de adultos y hasta
ancianos, bajo la ilusión de eterna juventud. Viendo que los adultos los
imitan, los adolescentes no tienen un estímulo para madurar y tiende a
perpetuar la superficialidad de la adolescencia, un fenómeno que los
sicólogos han llamado el “Síndrome de Peter Pan”. Todos quieren parecer
niños.
Un crítico de la moda brasileña se expresaba recientemente así: “Por
mucho tiempo, hemos visto en las pasarelas, tanto internacionales como
nacionales, el nivel de infantilización que las modas sugieren.
Estilistas con más de 25 años de edad están diseñando (y usando) ropa
que podría ser usada por los niños en una guardería.”
Ahora, lógicamente que cuando una persona mayor se infantiliza, ella
pierde su propia dignidad y aparecen sus lados ridículos en escena.
Cuando se presenta por ejemplo una teleserie llamada “Veinteañeros a los
cuarenta”, naturalmente uno piensa en personajes que padecen de
inmadurez patológica en sus relaciones afectivas, la misma que
reflejaría alguien que quisiese pasar por cuarentón después de los
sesenta.
¿Qué le recomendamos entonces en este programa dedicado a las familias?
Es que todos sepan conservar su propia dignidad y condición en la
forma de vestirse. Las vacaciones no deben ser un pretexto para dejar de
ser aquello que somos, sino para realizar otras actividades que en la
vida de trabajo no podemos disfrutar, sin perder nuestra propia
identidad.
Nada más agotador que representar un papel que no nos corresponde. No desaprovechemos el descanso jugando a lo que no somos.