EL EVANGELIO DE JESUCRISTO
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DOMINGO DE RAMOS
[Mt 26, 1-75; 27, 1-66] Mt 26, 14-27, 66
En el Domingo de Ramos se lee durante la misa –y la gente no sabe lo que pasa– la Pasión según San Mateo; y en el curso de la Semana Santa se leen las otras tres Pasiones; la de San Juan, se canta. La Iglesia quisiera que toda esta Semana se recordara de continuo y meditara la Pasión de Cristo. Pero para poder hacer eso, hay que ser fraile.
La Iglesia quisiera que se meditara la Pasión de Cristo toda la vida; que eso significan los Crucifijos; y los “Calvarios” que se yerguen sobre todas las montañas y lomas en los países católicogermanos de Europa; meditación a la que no puede agotar ninguna vida de hombre.
La actual devoción al Corazón de Jesús significa lo mismo: es la pasión de Cristo contemplada en el interior, es decir, en sus afectos, que fueron infiernados; y en su causa, que fue el Amor; el amor no correspondido. Es decir, los dolores del alma. San Juan es el “scrita animae Christi”, el notario del corazón de Jesús.
Haremos
dos comentarios de la Pasión y Muerte de Cristo: uno sobre los dolores de su
alma –sobre lo cual escribió un sermón inmortal E. Newman– y otro sobre la
legalidad de la muerte de Cristo. Hoy día, después del historiador Gibbons,
muchos escritores impíos sostienen que la muerte de Cristo “fue legal”.
Los
dolores físicos de Cristo fueron extremos: una verdadera tempestad de horrores.
Un día de intenso trabajo, el rito de la Pascua, el largo y emotivo
Sermón-Testamento después del lavatorio de los pies: todos pedían una noche de
sueno; siguió la larga subida al Olivar desde la otra punta de la ciudad,
rodeando el Templo; la bajada al Cedrón y la subida a Getsemaní, la doble oración
del Huerto en la cual sudó sangre; y el apresamiento lleno de brutalidades; que
no otra cosa significan el machetazo de Pedro a Malco y la huida despavorida de
los Apóstoles. Después siguió la parada ante el Sanedrín y la bofetada; y las
inmundas vejaciones, ultrajes y golpes en la galería de la Curia Sinagogal. Al
amanecer Cristo tenía que estar desmayado o muerto; y entonces comienza la real
pasión: le quedaban todavía doce horas de torturas sobrehumanas, a saber, los
paseos horribles por toda la ciudad, los azotes a la columna –que ellos solos
producían la muerte en muchos casos–, la coronación de espinas, el acarreo de
la cruz, el enclavamiento, y las tres horas de espantosa agonía. Hasta la
última gota de sangre. Despacio, diabólicamente graduado.
Los
dolores de un hombre son una función de su sensibilidad; los dolores físicos al
fin y al cabo desembocan en la conciencia, la cual les da su tercera dimensión:
por eso un dolor físico cualquiera es infinitamente mayor en un hombre que en
un animal. Y por eso la pasión física de Cristo, aunque la suma de las torturas
no hubiese sido casi infinita, hubiese sido a causa de su exquisita
sensitividad casi infinita; porque Cristo representa con respecto a nosotros
algo como nosotros con respecto a un animal. Cristo tenía una cuarta dimensión.
Hay
hombres que han sufrido horrores en su vida estando casi incólumes
exteriormente: a causa de su sensitividad. El filósofo Kirkegor, por ejemplo;
yo no he vacilado en estampar hace poco a su propósito la frase sagrada:
“enclavaron sus manos y sus pies y contaron todos sus huesos”. Y sin embargo
Kirkegor físicamente no sufrió mucho: tenía una pequeña renta para vivir, no
tuvo enfermedades agudas, su wouldbe suegro
lo amenazó una vez con un puñetazo pero no se lo dio, su gigantesco trabajo de
escritor –que en 8 ó 10 años produjo una obra que en la actual edición alemana
tiene 52 tomos– estaba compensado por el gozo de la creación de obras
geniales... Pero Kirkegor era un melancólico, tenía los nervios de un gran artista;
y lastimados encima. La lectura de su Diario
lo pone poco a poco a uno delante de los dolores de Job; y uno se queda
pasmado delante de un verdadero abismo de paciencia. Fue ciertamente un crucificado.
La pasión del Cristo se abre
y se cierra con dos frases de dimensión infinita, que indican los dolores del alma de Jesús, que sólo él podía
conocer. Al comenzar dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte”; y al terminar
dijo: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Estas palabras
responden al grito que puso en sus labios el profeta: “Todos los que pasáis por
el camino, atended y mirad si hay dolor comparable a mi dolor.”
Estas
palabras designan un dolor abismal, casi infinito: la Muerte y el Infierno, que
son los dos males supremos hijos del Pecado. Porque el sentirse real y
verdaderamente abandonado por Dios,
eso es el Infierno. Y Cristo no exageraba ni mentía.
La
primera sangre que derramó Cristo no se la arrancaron los azotes: se la arrancó
la tristeza. “Empezó entristecerse y a atediarse y aterrorizarse”, anota el
Evangelista. Vieron visiblemente los Apóstoles en el gesto de Cristo esos tres
monstruos (Tristeza, Tedio y Terror) que cayeron sobre El al ingresar en el
Oliveto; y la respuesta del Maestro a su muda o hablada interrogación fue descubrirles
su alma “triste hasta la muerte”. La aprensión imaginativa de un gran peligro o
un gran dolor –y más de un dolor irremediable– suele atormentar a veces más ano
que el mismo hecho: a muchos los ha llevado a la desesperación y al suicidio.
Ésa es la condición del hombre; pero esa condición, que nos ha sido dada para
que luchemos y evitemos la catástrofe, a Cristo le fue dada para mayor
tormento. “Y era su sudor como sudor de sangre que corría hasta la tierra”,
empapadas las vestiduras por lo tanto. Púrpura real. “Quién es éste que viene
desde Esrom, enrojecidas sus vestiduras como vestiduras de rey?”.
La
tristeza de Cristo tenía tres raíces:
1)
El Universal Pecado que había asumido como Cordero Sacrificial pesando
asquerosamente sobre su conciencia santísima; 2) la previsión de todos los
horrores próximos con la violenta y *frustrada voluntad de rehuirlos y
evitarlos; 3) la visión clarísima de la ingratitud de la humanidad. “Quae utilitas in sanguine meo?” (“¿Para
qué ha servido mi sangre?”). ¡Judas!
De
nosotros depende que haya servido o no. Podemos consolar el corazón de Dios.
“Comenzó
a entristecerse”... Esa tristeza fue aumentando hasta el final, hasta llegar al
grito de los condenados. Los Apóstoles no vieron más que la entrada al abismo.
Más allá ningún hombre puede seguir al Hombre-Dios.
Es
cuestión de recordar la frase ingenua y temeraria del paisano: “Si esto que
dicen los curas es verdad, y todo eso fue por mí, yo tengo que hacer alguna
cosa muy brava por vos.”
El
segundo comentario al Passio de San
Mateo que habíamos prometido versa sobre la legalidad de la muerte de Cristo.
Hace
tiempo leímos en un diario yanqui una noticia curiosa: que los israelitas de
Nueva York querían hacer una revisión
jurídica del proceso a Cristo; es decir, reunir otra vez el Sinedrio, rever
testimonios y pruebas, y dictar sentencia definitiva. No sé si se hizo. Lo
curioso sería que lo hubiesen hecho y hubiesen condenado de nuevo a muerte al
Nazareno ése, que tanto ha dado que hacer. La verdad es que en todo rigor
debían hacer eso; porque si llegaran a absolverlo, tenían que volverse todos
cristianos; o mejor dicho, ya lo serían.[1]
Pero
si lo han hecho, lo probable es que la sentencia no ha sido ni guilty, ni non guilty; sino una sentencia de notproven o out of legality: nulo
por irregularidad de forma jurídica. El proceso de Cristo ha sido altamente
ilegal.
El
P. Luis de la Palma S.J. en su clásica obra Historia
de la Pasión ha reseñado en una página maestra las ilegalidades de ese rabioso
proceso, que fue una monstruosidad jurídica. El Sinedrio o Tribunal Supremo se
reunió en el tiempo pascual, cosa que les estaba vedada; se produjeron testigos
falsos y contradictorios; no hubo testigos de descargo; no se dio al reo un
defensor; al responder a una pregunta del juez, el acusado fue abofeteado; se
tomó una respuesta del reo como prueba y el juez se convirtió en fiscal;
la respuesta del Sinedrio no se dio por votación; se celebraron dos sesiones en
el mismo día, sin la interrupción legal mandada entre la audición y la
sentencia; el sentenciado fue diferido a la autoridad romana, que ellos no
reconocían como legítima y que –como les advirtió el mismo Pilatos– no entendía
jurisdiccionalmente de delitos religiosos; la acusación promovida en el
Pretorio (“Éste se ha hecho Dios y por eso debe morir”) no era delito en ese
Tribunal; el reo fue tundido a azotes, que era el comienzo de la crucifixión,
antes de la sentencia prolata; el delito de conspiración contra el César, que
promovieron después, no era pasible de crucifixión, ni siquiera de muerte, como
lo era la sedición a mano armada y la traición al ejército imperial, cosas que
manifiestamente no hizo Cristo; y finalmente dejando otras dos irregularidades
menores, el pazguato de Pilato no profirió la sentencia oficial: Ibis ad cruce”., sino que dijo
malhumorado: “Agárrenlo ustedes y hagan lo que quieran”, cosa que un juez no
puede hacer, porque es abdicar su oficio; después de haber hecho la fantochada
de lavarse las manos con lo que creyó quedar bien con Dios, con los judíos y
con su mujer; y después de haber proclamado públicamente la inocencia del
acusado: “Non invenio in eo culpam” (“No
encuentro culpa en él”), lo mandó al patíbulo.
No
sé si olvido alguna porque cito de memoria; pero con la mitad de estas
irregularidades el proceso es archinulo; y el juez tenía el deber estrictísimo
de absolver al acusado; hacer administrar cuarenta
menos uno a Caifás por los malos tratamientos que había permitido
infligirle; y hacer barrer a golpe de lictor a la turba con Barrabás y todo,
que al pie de la escala de mármol –no querían pisar el pretorio para no
mancharse y poder comer la Pascua, los angelitos– bramaban como leones y toros
(“Toros bravos me han cercado, líbrame de la boca del león”, dijo el Profeta),
y atropellaban el decoro del Procónsul con amenazas absurdas. Lo único que hay
que anotarle al pollerudo de Pilato es que no recibió ninguna coima –no se
acordó– cosa que no se puede decir de todos los jueces cristianos.
Pero
donde se equivoca La Palma es en enrostrar a los fariseos todas estas fallas
del “procedimiento”; en este caso no tienen importancia maldita[2]. Si Cristo no era lo que Él
decía, había que darle muerte por encima de todo procedimiento; y eso en virtud
del sentimiento religioso. Era un blasfemo; y por cierto, el blasfemo más
extraordinario que ha existido. Por eso, ellos no tuvieron reparos en
des-responsablar a Pilato: “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros
hijos.” Esto era un juramento tremendo, que los latinos llamaban exsecración. En eso se sentían seguros:
“Creían [perversamente] hacer un obsequio a Dios.” Si el Nazareno no era Dios;
ni el pastor Eróstrato que incendió el templo de Diana de Efeso, ni Calígula
que violó una Vestal, ni Enrique II que hizo matar a Santo Tomás Beckett en su
catedral y durante su misa, han hecho una blasfemia y un sacrilegio comparable:
“Reo es de muerte; nosotros sabemos que es reo de muerte; poco importa lo que
le digamos a este romanacho incircunciso”... Si la acusa de conspiración contra
el César y la subsiguiente amenaza no hubiesen surtido el apetecido efecto poco
les hubiera importado acusar a Cristo de haber pagado tres asesinos para matar
a Pilato, su mujer y su hijo[3].
Porque
la cuestión en causa no era la sedición contra el César –que ellos deseaban con
toda el alma, los hipócritas– ni si Cristo había dicho que iba a destruir el
Templo y reedificarlo en tres días –que ellos sabían no había dicho– ni nada
por el estilo. La cuestión real era: ¿Cristo es lo que él dijo o no? Ésta
es la cuestión más tremenda que se ha puesto en la historia de la humanidad:
cuestión de vida o muerte.
Todavía
se pone y se pone continuamente; y la prueba son los honestos judíos de Nueva
York. El proceso de Cristo se reproduce continuamente en el alma de cada
hombre: Cristo es acusado, da testimonio de sí, deponen contra él falsos
testigos, malos sacerdotes lo juzgan y condenan, Judas lo besa, inmundos
heredes se burlan de él, y muchos pilatillos lo crucificamos. Es la cuestión de
un simplicísimo si o no que se
produce en lo más profundo del alma: “Si, es
Dios. No, no es mi Dios”. Si no es mi Dios, es reo de muerte... ¡Que
desaparezca, que sea crucificado, que sea sepultado y sellado su cadáver y que
no sepa más de él ni de su memoria!... Tremendo pensamiento.
Los
cristianos creemos que la dispersión secular del pueblo judío –que ahora se
está por terminar– es la respuesta a aquella exsecración de los fariseos:
“Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. ¿Por qué “sobre nuestros hijos”? ¿No es injusto
eso? Aquí hay un misterio. En realidad, todo Judío que por su culpa no se
vuelve cristiano, da su aquiescencia a la condenación de Cristo; porque ellos
tienen en sus manos las Escrituras con todas las profecías (la pieza maestra
del proceso, el testigo que no se llamó) y nadie tan bien como ellos puede
entender de esta causa. Decir esto parece duro y tremendo; y en realidad lo es.
Pero la cuestión es ésta: o fue Dios o no fue Dios, y no hay evasiva ni
respuesta intermedia posible. O blasfemo, o mi Creador y Señor.
Dejemos
en paz a los judíos si no es para rogar por ellos, como ruega la Iglesia el
Viernes Santo: demasiado han sufrido. Lo malo es la segunda crucifixión de
Cristo (“Rursum crucifigentes Filium
Dei”) que hacemos los cristianos. En mi propia vida tengo bastante que
considerar; pero eso no es para contarlo aquí. Pero en la vida pública de las
naciones llamadas cristianas, desde la Reforma acá, un largo e infausto Vía
Crucis ejecuta al Cuerpo Místico de Cristo. Los caifás, los judos, los pedros,
los heredes, los pilotos se multiplican; y todos los gestos de aquella nefasta
hazaña se reproducen simbólicamente: se lo niega, se lo calumnia, se lo
impreca, se lo azota y se lo crucifica. Y se lo sepulta.
Las
naciones parecen en camino de crucificar nuevamente a Cristo, y de gritar al
cielo: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.
Hasta el cielo en dolor anegado
llega el grito de un
ruego execrable,
cubre el ángel su rostro
espantado,
dice Dios: “Yo lo voy a
cumplir”.
Y esa sangre, que el
padre imprecaba,
a la prole infeliz ano
enlima
que hace siglos la lleva
y de encima
no la pudo hasta hoy
sacudir...
“Padre nuestro, pues
tanto le cuesta
por Él cese tu ardor
vengativo
de los ciegos la insana
respuesta
vuelve en bien, oh
piadoso Señor”.
Si, esa sangre sobre
ellos descienda
pero en lluvia que
limpie sus lodos.
Todos hemos errado, y de
todos
esa sangre redima el
error[4] También se ha visto muchísimo aquí E/ Proceso a Jesús, de Diego Fabbri, pieza teatral que como obra de
arte es muy deficiente y como sermón en pro de Jesucristo –intención del autor–
nos parece ineficaz..
[Mc
16, 1-7] Jn 20, 1-9
En
el Domingo de Resurrección la Iglesia lee sencillamente siete versículos del
último capítulo de Marcos que narra la ida de las Santas Mujeres con sus
bálsamos ya inútiles al Santo Sepulcro, que encontraron vacío; y la aparición
de un jovencito (de un “ángel”, dice Mateo; de “dos hombres en vestes lúcidas”,
dice Lucas) que les anuncian la Resurrección y les dan orden de avisar a Pedro
y los Discípulos; cosa que ellas no hicieron de miedo. Cuando les pasó el
miedo, por la aparición de Cristo mismo, avisaron y no las creyeron. Las
mujeres eran: María Magdalena, Juana, la otra
María madre de Santiago el Menor, Salomé, madre de Juan “y otras”.
Quienes
primero vieron a Cristo fueron mujeres, en este orden primero, su Santísima
Madre; después, la Magdalena; después, el resto del grupito que llama el
Evangelio “syneleelythyiai ek íes
Galilaias” (“las que lo escoltaban desde Galilea”), una especie de rama
femenina de la Acción Católica de aquellos tiempos. Y nadie las creyó: “según
dicen las mujeres”, le dijeron los dos discípulos de Emmaús al Misterioso
Peregrino, y en ese momento él se les enojó, y les dijo: “¡Oh cabezaduras!”.
Pero, lo mismo, en la Iglesia primitiva se siguió invocando el testimonio de
los varones, como lo hace San Pablo en su Primera Carta a los Corintios (XV 4):
“Resurgió al tercer día según la Escritura, y fue visto por Pedro y luego por
los Doce; después fue visto por más de 500 hermanos juntos [el día de la
Ascensión] de los cuales están vivos los más hoy día y algunos murieron ya;
después fue visto por Jácome y por todos los Apóstoles; y el ultimo de todos,
como un abortivo, fue visto también por mí”. Eran un poco cabezas duras estos
israelitas; y más dispuestos a negar todo que a ver visiones.
Si
yo dijera aquí la Resurrección de Cristo es el suceso más grande de la Historia
del mundo, repetiría un lugar común; pero no rigurosamente exacto, si se
quiere.
La
Resurrección no es un suceso de la Historia, porque está por arriba de la
Historia de los hombres; lo cual no quiere decir que los testimonios que
tenemos de ella no sean rigurosamente históricos; pero quiere decir que es un
suceso trascendente, como la
Encarnación misma y todos los Misterios. Son objeto de la Fe. Los sucesos
históricos, rigurosamente demostrables y que no se pueden racionalmente ni
negar ni tergiversar, nos ponen delante de una afirmación enorme y nos invitan
a hacerla; y somos nosotros quienes la tenemos que hacer. Hay un paso que dar;
o un salto, mejor dicho: un salto
obligatorio por un lado; y por otro, libre. Si a mí me hacen la demostración
del binomio de Newton o el teorema de Pitágoras, yo no soy libre de aceptarlos
o negarlos; me veo intelectualmente forzado a admitirlos. Si me hacen la
demostración de la Resurrección de Cristo, aunque en su plano sea tan
racionalmente completa como las otras, yo soy libre de creer o no creer. Por eso la fe es meritoria: porque su objeto no
es natural sino sobrenatural.
En
una Historia Universal, la más
popular que existe en el mundo, y que fue propuesta por el autor nada menos que
para libro de texto de todas las escuelas de Inglaterra, se da cuenta de la
Resurrección de Cristo con estas palabras:
La mente de los discípulos se
hundió por una temporada en la
oscuridad. De repente surgió un
susurro entre ellos y varias historias,
historias mas bien discrepantes, que
el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba en que fue colocado, y primero éste y después estotro lo habían
visto vivo. Pronto ellos se hallaron consolándose con la convicción de que se había levantado de
entre los muertos, que se había mostrado a muchos y ascendido visiblemente a
los cielos. Testigos fueron hallados para
declarar que positivamente lo habían visto subir el cielo, El se había ido,
a través del azur, a Dios...[5]
Ésta
es la versión que da del suceso básico de la fe cristiana la impiedad
contemporánea. Mientras se mantiene en esa maliciosa vaguedad, el absurdo no
salta a los ojos; pero cuando quieren determinar la historia de la explosión de la mañana de Pascua, entonces cuentan
ellos como nuevos evangelistas “varias historias, historias más bien
discrepantes”: unos dicen que Cristo en realidad fue enterrado vivo; y en
consecuencia se despertó en su sepulcro, se liberó de mortajas y vendas, rodó
la gran piedra de la entrada y huyó, desnudo y con una lanzada en el corazón;
otros dicen que el cadáver se pudrió en su sepulcro y todo lo que vieron Apóstoles
y discípulos, incluso en las orillas del lago de Galilea, fueron “alucinaciones
visuales y auditivas...” –táctiles también, en el caso de Santo Tomás el
Desconfiado–; otros, finalmente, que los Apóstoles robaron el cuerpo y lo
escondieron, “que es lo que dicen hasta hoy los judíos”, advierte San Mateo.
Von
Paulas, Reimarus, Meyer, Schmiedel, Kirsopp Lake, Renan... La escuela de París,
la escuela de Tubinga, la escuela de Marburgo...
Hay
que explicar de algún modo “racional” esa historia extraordinaria. Entonces
toman los cuatro Evangelios, y con un lápiz colorado van borrando todos los
versículos o perícopas que ellos quieren; y con lo que les queda, escriben
pomposamente una Verdadera Historia de
Cristo Pero salta a los ojos que de unos documentos tan extraordinariamente
mentirosos como serían los Evangelios en ese caso, no se puede uno fiar en
nada, y que la única consecuencia lógica sería negar incluso la misma
existencia de Cristo; que es adonde han llegado algunos, llamados
“evhemeristas”, como Baur, por ejemplo.
Pero
negar la existencia de Cristo es mucho más difícil que negar la existencia de
Julio César, de Napoleón Bonaparte o de Sarmiento. Ese salto de la fe es difícil de dar, algunos prefieren empantanarse en
el absurdo.
“Increíble
es que Cristo haya resucitado de entre los muertos; increíble es que el mundo
entero haya creído ese Increíble; más increíble de todo es que unos pocos
hombres, rudos, débiles, iletrados, hayan persuadido al mundo entero, incluso a
los sabios y filósofos, ese Increíble. El primer Increíble no lo quieren creer;
el segundo no tienen más remedio que verlo; de donde no queda más remedio que
admitir el tercero”, argüía San Agustín en el siglo IV. La existencia de la
Iglesia, sin la Resurrección de Cristo, es otro absurdo más grande.
Leyendo
los disparates de los seudosabios incrédulos, recuerda uno el final de la oda
de Paul Claudel a San Mateo, en la cual el poeta lo pinta escribiendo
pacientemente, con el mismo instrumento de su oficio que le sirvió para hacer
números y cuentas, su testimonio seco y descarnado:
Ya veces nuestro sentido humano se asombra, ¡ah! es duro, y querríamos otra cosa.
¡Tanto
peor! el relato derechito continúa y no hay corrección ni glosa.
He
aquí a Jesús más allá del Jordán, he aquí el Cordero de Dios, el Cristo.
El
que no cambiará; he aquí el Verbo que yo he visto.
Sólo
lo necesario es dicho, y por todo una palabrita irrefragable
tranca
a punto fijo la rendija de la herejía y de la fábula, manda un camino
rectilíneo entre los dos,
de
los que niegan que fue un hombre, de los que niegan que fue Dios,
para
la edificación de los Simples y la perdición de los Complicados,
para
la rabia, agradable al cielo, de los sabihondos y los curas renegados.
[Jn 20, 19-31] Jn
20, 19- 23
“Makárioi oi mée
ídontes kai pistéusantes”. (“Porque me viste, Tomás, creíste: dichosos los que
no vieron y creyeron”), o mas exactamente, “los no videntes y creyentes”; lo
cual abarca el tiempo presente y el futuro[6].
Esta
es una sentencia muy importante porque contiene la definición misma de la fe; y
su promulgación y su recompensa.
Algunos
dicen: “¡Qué dichosos hubiésemos sido de haber vivido en los tiempos de Cristo
y haberlo visto con nuestros ojos!”. Cristo dijo lo contrario. Esta es la exclamación
ingenua del bárbaro Clodoveo, primer Rey de Francia: “¡Ah! ¡Si hubiese estado
yo allí con mis francos!” Pero si hubiese estado, posiblemente hubiese ayudado
a crucificarlo. De hecho, es muy posible que hubiese algún franco allí entre
los sayones del Calvario: desde Augusto, los franceses andaban enganchándose en
el Ejército Romano; y buenos soldados salieron, por cierto. El mejor regimiento
romano, la Legión Décima, con el cual julio César conquistó la Inglaterra,
estaba entonces, 86 años después, de guarnición en Jerusalén: y estaba llena de
galos.
Para
salvarse es necesario volverse contemporáneo
de Cristo; eso es la Fe; es decir, que Cristo debe volverse para nosotros
una realidad contemporánea y no una imagen histórica: no hay que creer en participio
pasado sino en participio activo indefinido: en eternidad. Muchísimos de los
coetáneos no fueron coetáneos espirituales de Cristo: estaba allí delante pero
no lo vieron, lo vieron mal, vieron “la figura del siervo”, al hombre, al
sedicioso; no fueron contemporáneos: en
vez de mirar lo que estaba ah, miraron atrás, miraron a David y a Salomón, a
los Macabeos, a la figura histórica que ellos se hablan hecho del Mesías. Saber historia es peligroso: quiero
decir, saber poca historia.
Somos
más dichosos nosotros, no porque “nuestra fe es más meritoria”, como dicen los
libros de devoción, sino porque en cierto sentido es más fácil y más perfecta.
“Os conviene a vosotros que yo me vaya; por eso me voy”, dijo Cristo a los
Apóstoles antes de la Ascensión. En su
Profesión de fe del Vicario Saboyano, Rousseau prácticamente exige a Cristo
que venga Él en persona a instruirlo si quiere que crea en El; y probablemente
saldría disparando como los Guardias del Sepulcro; y después contaría el caso,
así como los mismos Guardias, todo al revés.
El
evangelio de la Domínica In-Albis (Juan
XX, 19-31) cuenta la doble aparición de Cristo a los Once en el Cenáculo; la
primera sin Tomás Dídymo, después que la Magdalena anunció su encuentro de la
mañana; la segunda, con Tomás presente el otro domingo... La Santísima Virgen
no habló hasta que fue solemnemente interrogada por Pedro; y entonces respondió
sencillamente “Sí”, arrebolándose toda.
Era
el domingo (el primer día de la Semana judía) por la tarde, “estando
fuertemente trancados por miedo a los Judíos”. Los protestantes adventistas
dicen que los Papas cambiaron la Ley de Dios, porque sustituyeron el domingo
como día de fiesta al sábado judío; por lo cual el Papado es el Anticristo.
Ignoran que esa mutación remonta a los Apóstoles, o por mejor decir al mismo
Cristo; el cual resucitó en domingo; y dio en aparecer resucitado los domingos
a las Santas Mujeres, a la Magdalena, a Pedro, a los Discípulos de Emmaús y a
los Once dos veces; y probablemente también a los siete Discípulos pescadoras
del Mar de Tiberíades, pues es seguro que no estaban pescando en día sábado. Y
si Cristo no puede cambiar una fiesta, entonces Perón puede más que Cristo. La
Resurrección de Cristo –que es recordada el domingo– es un acontecimiento más
importante que la Creación del Mundo, que es recordada por el sábado judío.
En
la primera aparición, el mismo Domingo de Pascua, Cristo instituyó solemnemente
el Sacramento de la Confesión. “¡Paz a vosotros!” y parándose en medio de ellos
les mostró las manos y el costado herido y glorificado. “Paz a vosotros” dijo
otra vez: “Como el Padre me envió, así yo os envío.” Sopló sobre ellos, como lo
había hecho en el rostro del sordomudo. “Recibid el Espíritu Santo: a los que
perdonareis los pecados les serán perdonados; y a los que retuviereis retenidas
son”.
Los
protestantes, que dicen la Confesión es invento de los curas, tienen que borrar
este texto. Sí, pero ¿los confesionarios los inventó Cristo? Los confesionarios
los inventó San José o algún Papa que haya sido carpintero, Sixto V pongamos.
Pero los confesionarios no son la confesión. Los confesionarios los inventaron
las mujeres. Absolutamente ningún cura es capaz de inventar el confesionario.
Es que los protestantes no saben lo que
es un confesionario: es un trabajo duro y una carga tremenda para el cura.
En
la segunda Aparición estaba Tomás el Dídymo; ¿y en la primera, dónde andaba? No
se sabe, pero probablemente andaba haciéndose el indio por Jerusalén; el cual
se había negado rotundamente creer a los otros Diez, y quizás, a Nuestra Señora
–esperemos que no–; y había puesto para creer una condición parecida a la del
Vicario Saboyano. Cristo se plegó amablemente a la condición, y el discípulo
porfiado cayó a sus pies exclamando: “¡Mi Señor y mi Dios!”. En lo cual creyó
también sin ver –porque de no, no hubiese realmente creído– porque creyó en el
Señor al cual veía y en el Dios que no veía. “Entra tu dedo aquí y mira mis
manos y trae tu mano y ponla en mi costado; y no quieras ser “apistós” sino “pistós””. no increyente sino creedor.
Santo
Tomás, llamado por sobrenombre Dídymo –que quiere decir medio indio– no era de ésos que creen a los diarios. Era un tipo
medio indio, y la prueba está que después se fue a evangelizar las Indias; y
algunos pretenden que llegó a América; de hecho los compañeros de Cortés
encontraron entre los aztecas la extraña leyenda del Hombre Blanco enviado por
Quezalcoatl, que les predijo para un tiempo muy lejano la llegada de los otros,
blancos, que serían más indios que él[7].
Pero
si Santo Tomás no hubiese sido medio indio y hubiese creído enseguida a sus
compañeros, Rousseau o Renán hubiesen dicho: “¿Ha visto cómo pasaron las cosas?
Surgió un susurro entre las mujeres –ya sabemos cómo son las mujeres– de que
había resucitado; y unos a otros lo iban propalando, a la manera de los rumores
políticos; y enseguida lo creían, porque lo deseaban: y así se formó la leyenda
de la Resurrección...”.
Tomás
dudó para que nosotros creyéramos.
“Makárioi oi mée ida ntes kai
pistéusantes.”
[ Jn 10, 11-16]
Jn 10, 11-18
“Yo
soy el Buen Pastor” (Jn X).
Esta
afirmación de Cristo y la Parábola del Pastor y el Mercenario que la continúa
en los oídos de los que la escucharon equivale neta y simplemente a esta otra
afirmación capital: “Yo soy el Mesías, aquel que los Profetas prenunciaron.”
De
hecho, Cristo terminó este sermón proclamándose no solamente Mesías sino
también Hijo de Dios, y Dios como el Padre: “Yo y el Padre somos uno”; en donde
algunos de los fariseos lo llamaron “endemoniado y quisieron darle muerte. Esto
ocurrió en el último año de su vida publica, antes de lo que se llama las
“Ultimas excursiones” y del viaje a la Perea.
Pastor es el principal de los nombres
que los profetas dieron del Cristo, del Ungido de Dios. Aun cuando lo llaman
Rey, que es el nombre más frecuente –Mesías
en hebreo significa “Ungido”, así como Christós
en griego–, aluden de hecho a su condición de Pastor, puesto que los
antiguos llamaban a los reyes pastores de
pueblos, como vemos en Homero. Los Apóstoles Pablo y Pedro llaman a Cristo
en sus epístolas el “Gran Pastor” y el
“Protopastor” o “Príncipe de los
Pastores, como traduce la Vulgata latina.
Sabemos
que Cristo tiene muchos nombres: Fray Luis de León escribió un libro sobre
ellos, el libro religioso mejor escrito que hay en castellano; por ejemplos:
Pimpollo o Retoño, Rostro de Dios, Camino, Monte, Rey de por Dios, Pujanza de
Dios, Hijo, Verbo, Salvador, Jesús (Jeshoah),
Cordero de Dios, Esposo, Amado, Padre del Siglo Venidero, Príncipe de la
Paz, Profeta Sumo... y Camino, Verdad y Vida, Viña, Hijo del Hombre se llamó El
a sí mismo. Pero ese nombre de Pastor es el que se impuso El solemnemente al
final de su predicación y lo explicó largamente; para lo cual no tuvo más que
entretejer los dichos de Isaías y Ezequiel, y de un profeta menor, Zacarías.
Esto es lo que hacían los buenos recitadores de estilo oral y éste era su procedimiento literario. No salían con
una cosa rara enteramente sacada de su cabeza, como los poetas de hoy: se
apoyaban en la tradición literaria –en
este caso no literaria– usando por lo común las mismas frases hechas (o sea, los hallazgos verbales ya acuñados,
como cuando nosotros hablamos con refranes) de los maestros precedentes: y
dándoles el toque personal; que a veces
podía ser genial, como en Cristo. Y el toque personal en este recitado, además
de la composición nueva, fue la nota que ningún profeta antiguo se atrevió a
poner: “El Buen Pastor muere por sus ovejas”, que Cristo añadió inmediatamente.
Por
no hacer caso de la tradición literaria –por pura ignorancia o pereza a veces–
son tan raros, efímeros, infructuosos e intrascendentes los poetas de hoy día.
No así los grandes poetas antiguos.
Todos
los nombres proféticos que Cristo se aplicó explícitamente son dulces, mansos y
amorosos; parecería que, aunque no los niega, no le gustan los nombres pujantes
y terribles, que también son verdaderos, como los de Pujanza de Dios,
Hombre-Montaña, León de Judá, o el Rey de Reyes y Señor de los Ejércitos del
Apokalypsis y del profeta Daniel armado de espada bífida y montado en un
caballo blanco overo de sangre enemiga hasta el ijar. Hizo parábolas acerca de
ese Rey: una especie de temible sultán, que bruscamente aplica castigos
tremendos por una desobediencia en apariencia fútil, como la de venir a su
Convite sin vestido de bodas; o el castigo de destruir a sangre y fuego
ciudades enteras que no aceptan su dominación. Pero nunca añadió: “Yo soy ese
Rey.” Parecería que un divino pudor se lo vedaba.
“Yo
soy el Buen Pastor... El Buen Pastor da su vida por sus ovejas.”
Mucho
pudiéramos extendernos acerca de la dulzura de esta palabra, y las cualidades
del Pastor Hermoso –porque la palabra exacta que usó Cristo fue kalós, que significa hermoso, y no agathós, que significa solamente
bondadoso–; pero eso ya lo hizo Fray Luis.
Mas
lo que hemos de advertir aquí, brevemente, dada la carencia de espacio, es que
Cristo añadió inmediatamente que había “malos pastores” –y un Pastor Malo por
antonomasia– a los cuales llamó “mercenarios”. Eso está en el Evangelio. Yo no
tengo autoridad para suprimirlo. Si predicamos el Evangelio, o predicamos todo
o no predicamos nada.
Las
notas de los Malos Pastores que dio Cristo son éstas: 1) No son de ellos las
ovejas; 2) no las conocen una a una por su nombre; 3) ellas no los siguen y se
apartan de ellos; 4) no les importa mucho de las ovejas; 5) si ven venir al
lobo, disparan; 6) lo que quieren es medrar o lucrar con las ovejas y aun a
costa de ellas; 7) no hay el menor peligro que vayan a morir por sus ovejas. Y
en otro lugar dijo que en el fondo son ladrones, que no entran en el redil por
la puerta sino saltando la ventana, y que son como lobos disfrazados de ovejas
–o de carneros–; aludiendo a la costumbre de los pastores palestinos de ponerse
una chaqueta de piel de oveja (zamarra) para hacerse seguir por el olor. El se
puso la zamarra de nuestra carne para que lo siguiéramos; pero en Él no era
disfraz, era realidad. El Mundo, que es el Mal Pastor por antonomasia, cuando
usa palabras cristianas, fórmulas religiosas o chácharas altisonantes, es el
gran loto con piel de oveja.
El
primer sermón que hice a los 23 años en Villa Devoto fue sobre este evangelio.
Hice un sermón romanticón, retórico y sentimental, que ahora lo leo y me da
vergüenza; pero la idea fundamental era buena comparé el Buen Pastor a los
pastores del Viejo Mundo y el Mal Pastor a los pastores de la Patagonia. En
Europa he visto a los pastores de Italia y de Cataluña con su cayado, su
silbato y su perro, que conocen a su rebañito pequeño, cabeza por cabeza; y
llevan sobre sus hombros al cordero recién nacido o a la oveja quebrada. A
ellos les cabe la pintura del pastor que hacen los profetas hebreos:
Sube a un alto monte - anuncia a Sión la Buena
Nueva.
Alza tú la voz bien alto - que llevas a Salen la
Buena Nueva.
Decid a las ciudades de Judá Viene Dios.
Su Brazo[8] dominará.
Ved que viene Dios con sus tesoros - y por delante
va mandando su Fruto.
Él pacerá su grey como Pastor - Él lo reunirá con su
Brazo.
Él llevará en su seno a los corderos - y cuidará de
las recién paridas”.
(Is XL, 9-11).
Pero
los profetas no sabían un gran misterio: que ese pastor moriría por sus ovejas;
y que siendo Pastor sería también su Pasto.
En
cambio los pastores de la Patagonia llevan manadas de cien a mil ovejas a
caballo con un látigo, no las conocen sino como un montón, no van a estar
esperando un parto, y si se manca un corderito les conviene más acabarlo de un
garrotazo que alzarlo en ancas. A ellos se les parece más el retrato del Mal
Pastor que hace Ezequiel en XXXIV, 1:
Recibí la palabra de Jahué diciendo: “Hijo del Hombre,
profetiza contra los pastores de Israel.” Así habla el Señor Jahué [Dios]: “¡Ay
de los pastores que se apacientan a sí mismos! ¿Los pastores no son para
apacentar ovejas? Pero vosotros coméis la grosura, esquiláis la lana, matáis a
las mejores, no apacentáis realmente. No confortasteis a las flacas, no
curasteis a las enfermas, no vendasteis a las heridas, no buscasteis a las
extraviadas, no cuidasteis a las paridas; sino que con violencia las
dominasteis. Y así andan desorientadas, mis ovejas por falta de pastor,
errantes por montes y por cañadas, desperdigadas por la haz del mundo...”.
Por tanto, oíd, pastores, la palabra de Jahué: “Estoy contra los
pastores, para reclamarles mis ovejas. No les dejaré ovejas a apacentar, a esos
que se apacientan a sí mismos. Les arrancaré hasta de la boca las ovejas, que
no sean más pasto suyo.” Porque esto dice el Señor Jahué mismo: “Yo mismo las
iré a buscar, yo reuniré mis ovejas.”
¿Y
cuándo será esa reunión, y “no habrá más que un solo redil y un solo pastor?”.
¿Se ha verificado ya? Sólo potencialmente o virtualmente hasta ahora. Nosotros
creemos que el cumplimiento perfecto de esta profecía de Cristo será “después
que haya sido predicado el Evangelio en todo el mundo”, y “después que haya
sido vencido el Pésimo Pastor, el Hijo de la Perdición”; es decir, el
Anticristo, que como castigo de las negligencias y faltas de los pastores de su
Iglesia permitirá Dios aparezca y domine el mundo entero por un poco de tiempo;
ante el cual estarán los pueblos –como dice el Zend-Avesta, el libro sagrado de los Persas– aterrados y mudos como
ante el lobo los rebaños de ovejas.
[Jn
16, 16-22] Jn 16.16-20
El
evangelio de este Domingo tercero después de la Pascua (Jn XVI, 16) está tomado
de la larga Despedida de Cristo en la Ultima Cena, que fue seguido por la
llamada Oración Sacerdotal: las ultimas palabras que pronunció Cristo antes de
su Pasión. Es el evangelio de la Esperanza; como si dijéramos la llave de toda
la vida cristiana
Los
Apóstoles estaban conturbados y consternados: las cosas raras se sucedían cada
vez con más frecuencia y violencia: Cristo había denunciado la traición de
Judas, había instituido la Eucaristía, había lavado los pies a los Discípulos,
había predicho concretamente su Pasión y Muerte, predicción que ellos no
querían admitir. La aspereza de la lucha en las últimas semanas, la segunda
limpieza del Templo a zurriagazos, la maldición de Jerusalén, la predicción del
fin del mundo, las cuatro intentonas de homicidio por parte de los fariseos; en
suma, la rápida inminencia de un desenlace llenaba la mente de los Doce de
imágenes sombrías e inusitadas, la revulsionaban desde el fondo, y la ponían en
ese estado de pura receptividad, que es eminentemente religioso, y que se puede
llamar desesperación: no en el
sentido de pecado contra la esperanza –excepto en Judas– sino en el sentido de
conmoción espiritual extrema y profunda, que le ha dado Kirkegor en su famoso Tratado.
En
esta coyuntura Cristo les anuncia la derrota y la victoria en forma simple y
sedada: que van a tener que afligirse, entristecerse y acongojarse y que el
mundo va a triunfar; pero que después su tristeza se convertirá en gozo, y que
ese gozo nadie se los podrá quitar. Con la tranquilidad de un befe de Estado
Mayor, Cristo les resume el final de la campaña y la decisión de la crisis
presente; que es figura de la decisión de la crisis (o “agonía”, como la llamó
Unamuno) de la vida de todo hombre cristiano.
Cristo
comparó la vida espiritual a un parto; y si Él lo hizo también podemos hacerlo
nosotros. La mujer que está por dar a luz
se entristece, porque le llegó su hora; pero después del nacimiento, no se
acuerda más de su tristeza, y tiene alegría, porque un hombre ha venido a este
mundo. No dice Cristo solamente que no se acuerda más sino que se alegra; y
no dice “porque ahora tiene un hijo” sino porque un hombre ha venido a la luz
de este mundo.
Alude
no a una alegría particular sino a una alegría cósmica, por decirlo así. Esta
frase es una señal del optimismo fundamental que hay en el fondo del
cristianismo –que parece tan duro y sombrío a la impiedad contemporánea– porque
Cristo afirma sencillamente que la venida de un hombre al mundo es un bien, perfectamente
consciente de los dolores de la madre y de los dolores que él mismo habrá de
pasar, pero que habrán de pasar. No dice: “¿Para qué echar más desdichados al
mundo?” como mistar Malthus; ni dice como Hamlet a Ofelia: “¡Vete a un
convento! ¿Para qué quieres ser madre de pecadores?”.
Recuerdo
que en la primera conferencia que di en Buenos Aires, en el CUBA o Club
Universitario, opuse este texto a la filosofía sombría de Freud, que ve a la
sexualidad como una especie de maldición asquerosa irrefrenablemente suspendida
sobre la humanidad. El fin de la vida sexual, con todos los peligros,
accidentes y dolores que puede tener, es un bien. La vida espiritual, que es la
vida por excelencia en el hombre, se le parece; en otro plano superior.
Cristo
dio esta advertencia grave en una forma sedada, como conviene hablar a un
asustado o un perturbado: “Un poquito me veréis y un poquito más y ya no me
veréis.” Este debía ser un refrán o un dicho popular hebreo, quizás una
cantinela de las que cantan los niños en sus juegos. Tres veces se repite en
este evangelio. Los apóstoles hablaban en voz baja preguntándose que querría
decir con eso; y Cristo lo explicó, refiriéndose a su próxima Muerte y
Resurrección desde luego; pero también y por el mismo hecho, a toda la vida
posterior de los Apóstoles y su desemboque en la vida eterna. Es inútil
discutir, como hacen algunos doctores (Lagrange) si fue a ese momento o fue a
toda la vida la referencia. Esas dos cosas no son separables para el cristiano;
porque para él en el Instante se inserta continuamente la Eternidad. Y Cristo
mezcló a esta “llave de la vida cristiana” un ligero toque de humorismo; como
si un padre en su lecho de muerte iniciara una grave revelación a sus hijos con
estas palabras, por ejemplo: “Buenos días, Su Señoría -Mantantiru, lira,
lán...”.
¿Qué
viene a ser este gozo que nadie nos puede quitar? ¿Qué es esa mezcla nueva de
dolores y de alegría, de derrota y de victoria, de ver y no ver? Eso es
sencillamente la Esperanza. La Esperanza es triste porque el que espera no
tiene; y la Esperanza es alegre, porque el que espera no desespera. La vida
espiritual es un camino que no carece de altibajos y baches, de zarzas y
espinas, de sombras y de accidentes; pero el sentirse en el buen camino compensa
y domina todo eso; con la ventaja en este caso de que el termino del camino,
que es el amor de Dios, está ya incoado en cada uno de sus tramos.
El
nutrimiento y el acto por excelencia de la Esperanza es la oración. Por eso
Cristo añade de inmediato la promesa de la Oración Eficaz. “En ese da ya no
pediréis nada, porque, palabra de honor, todo cuanto a mi Padre pidierais junto
conmigo os será dado. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y
recibiréis, a fin de que vuestra alegría sea plena. La oración en el corazón de
Cristo es siempre eficaz. Naturalmente que si pedimos que se muera Churchill, o
que los pille un accidente a los vecinos de arriba, no pedimos junto con Cristo
ni en el nombre de Cristo.
El
gozo que Cristo prometió a los suyos existe; porque si no existiera, la Iglesia
no existiría ahora. Los mandatos de Cristo no son fáciles sino difíciles; las
virtudes son muchas y pesadas; la renuncia a lo temporal que El exige no es
menguada sino total; los accidentes de tráfico de la vida son innumerables, el
Partido Radical está partido en dos, y el mundo es muy embromado. Si no hubiese
una cosa invisible y misteriosa que equilibre todo ese peso, los cristianos no
hubiesen podido tirar hasta ahora. Esa cosa es la Caridad, fruto de la Fe y la
Esperanza. “¿Quién sera poderoso a apartarme de la caridad de Cristo? ¿Por
ventura la tribulación, o la angustia, o la hambre, o la desnudez, o el
peligro, o la persecución, o la espada? Cierto soy que ni la muerte ni la vida,
ni los ángeles, ni los principados y los poderíos, ni lo presente ni lo
porvenir, ni lo alto, ni lo bajo ni criatura alguna son valederos a apartar del
amor de Dios en el Señor Jesucristo”, dijo uno de sus amadores.
Los
frutos del amor de Dios son la voluntad de no ceder a las tentaciones, la confianza
en su Providencia, y el gozo en el Espíritu Santo. Porque el fruto del amor es
el dolor y el gozo; y El es más poderoso que la muerte.
[Jn
16, 5-14] Jn 16,12-15
El
evangelio del cuarto Domingo después de la Pascua (Jn XVI, 5) está
inmediatamente antes del que se explicó el Domingo pasado, tercero de Pascua.
Los evangelios de los Domingos no siguen orden estricto, sino que han sido
fijados en el correr de los siglos al tenor de las circunstancias.
Como
decíamos en el otro, éste es el largo Sermón Despedida, que solamente San Juan
trae, y que abarca en él tres capítulos. Fue pronunciado desde el Cenáculo al
Huerto de los Olivos, y contiene la flor del Corazón de Cristo, empezando por
el mandato del Amor Fraterno e incluyendo la promesa del envío del Espíritu
Santo, que es el Amor Substancial. Los eruditos alemanes, inclinados sobre esta
sinuosa conversación con sus instrumentos de precisión, dicen que “carece de
lógica”, como por ejemplo Bauer. Carece ciertamente de la lógica de un tratado,
pero tiene la lógica de una conversación. Cristo está empeñado en consolar a
sus Discípulos, conturbados por la perplejidad y abatidos por la tristeza; y en
acentuar sus últimas y capitales disposiciones: no es extraño pues que repita las
cosas, que vuelva atrás y que haga largos paréntesis.
En
esta perícopa que consideramos, Cristo dice tres cosas que bien miradas están
enlazadas entre sí; a saber: que nos conviene a nosotros que El se vaya, porque
eso funda y crea la fe; que el mundo va a ser convencido de la tremenda
injusticia que hizo con Él, por medio de esa misma fe; y que el Espíritu de
Dios, que procede de El y del Padre y es una cosa con ellos, completará la obra
de la fe que inició Cristo. En suma, Cristo se levanta por encima de los
terribles sucesos que van a seguir; y al mismo tiempo que prescribe a los
Apóstoles su misión de Testigos de la Fe, les predice la victoria en el
Espíritu Santo.
El
segundo de estos puntos está en palabras singularmente difíciles; todos los
intérpretes dicen que son muy oscuras; y los Padres Latinos han gastado mucha
tinta en coordinarlas: efectivamente, parecen incoherentes: “El Espíritu Santo
cuando viniere argüirá al mundo de pecado, de justicia y de sentencia: de
pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque vuelvo al Padre y ya no
me veréis; de sentencia, porque el Príncipe de este mundo ya está juzgado.”
La
traducción de la Vulgata latina es efectivamente oscura; y el mismo texto
griego, para ser entendido bien, requiere una referencia a los modos de hablar
propios de los pueblos de estilo oral. Lo
que quieren decir esos dos desconcertantes versículos es simplemente esto: “la
tremenda injusticia que me van a hacer y ya me han hecho, se conocerá algún
día; más aún, el juicio sobre ella ya está –potencialmente– dado”.
No
hay ninguno que haya sufrido en este mundo una gran injusticia que no haya
dicho esas palabras; Sócrates las dijo.
Si
Platón no hubiese escrito sus inmortales Diálogos,
no sabríamos nada de Sócrates; o, lo que es peor, sabríamos cosas falsas,
que es la peor manera de no saber que
hay. Igualmente, si el Espíritu de Pentecostés no hubiese venido, no
conoceríamos nosotros a Cristo. Si por un imposible Cristo hubiese resucitado y
subido al cielo de inmediato, y el período Pascua-Pentecostés fuera suprimido,
los Apóstoles hubiesen conservado quizá el recuerdo afectuoso de su Maestro, su
doctrina y aun a lo más la fe personal en El; aunque lo más probable es que
hubiesen caído en irremediable confusión; y en consecuencia el Evangelio no
habría sido predicado ni escrito y jamás
hubiese triunfado. Pues bien, lo que Cristo promete aquí a los Apóstoles es
lo contrario. El mundo iba a triunfar ahora de Cristo por la violencia y Cristo
iba a desaparecer; pero el Príncipe de este mundo ya estaba vencido, porque los
testimonios contra el demonio ya habían sido puestos en forma total, y habrían
de ser recordados y revividos por el Espíritu Santo, el Gran justiciero.
En
suma, Cristo alude en forma cortada –como es propio de uno que respira
afanosamente y por otra parte usa el estilo
oral– a una sola cosa capital, que es el final y la compleción de su
carrera: el hecho de que ha sido rechazado como Mesías por el mundo judío, y
que pronto iba a desaparecer de la vista de los hombres; pero que pronto
también vendría en forma incontenible la reacción, el rechazo de ese rechazo, la casación
de la falsa sentencia de Caifás, Herodes, Pilato y la Sinagoga; y eso por
obra no de los hombres sino de Dios mismo. “El Espíritu de Dios mostrará al
mundo que hay un crimen aquí, y que hay justicia y que hay sentencia verdadera;
el crimen es que no creyeron en mí; el resultado de ese crimen es que yo
desaparezco; pero no importa, el diablo ha perdido ya la partida” como veréis:
he ganado la primera mano y tengo el As de Espadas”... Esta sería una
traducción criolla bastante exacta.
Lo
que origina la aparente confusión es que Cristo usa aquí un modo de hablar que
la retórica grecolatina llama hendíádis: que
consiste en separar en diversas expresiones o en tres palabras o tres frases
algo que en sí mismo es uno: muchas veces lo hacen los oradores y sobre todo
los poetas: “Poculo bíbemus et aura”, dice
Virgilio por ejemplo: “En cáliz beberemos y en oro”... por decir “beberemos en
cáliz de oro”. Y así Cristo hiende en
tres saltos vertiginosos este último período de su vida.
¿Por
qué “el Príncipe de este mundo ya está juzgado”? Porque cuando un mal juez da
una sentencia injusta, en el mismo momento queda él juzgado: queda como malvado
y perverso juez. “No juzguéis para no ser juzgados”, dice Cristo. Cuando N. N.
me condenó a mí, en el mismo momento sentí, con toda la fuerza de la
conciencia, que era un mal superior y un mal hombre; y cuando el tribunal de
Atenas decretó la muerte de Sócrates, para toda la Historia quedó condenado el
Areópago de Atenas.
Claro
que a veces no prevalece la sentencia verdadera que hay en el corazón del
inocente contra la sentencia falsa del mal juez que tiene el poder de hacerla
ejecutar. Pero en el caso de Cristo no fue así. Cuando Caifás condenó a Cristo
quedó condenado; y el Dante lo vio en el infierno, crucificado contra el suelo,
entre los fariseos; y todos los que pasaban por aquel camino tenían que
pisarlo.
Bien:
puede ser que el Dante se equivoque y que el Espíritu Santo, que es el Amor de
Dios inexpresablemente suspendido sobre toda criatura, le haya hecho gracia a
Caifás, si reconoció su error: difícil parece. El Espíritu Santo existe y es
Dios. Cristo en este evangelio anuncia claramente que el Pneuma Theoticón (el Amor, la Inspiración, la Intuición, todo lo
que es Femenino en las cosas creadas) es
de Él y es a la vez del Padre: procede
de los dos y es una cosa con ellos; de manera que hay tres Personas distintas
que son una misma Naturaleza Divina.
Terminamos
de este modo, con la afirmación de la existencia del Espíritu, porque hay en la
Argentina unos cuantos “Macedonianos”. Macedonio de Bizancio –que no tiene nada
que ver con Macedonio Fernández, aunque éste fue bastante bizantino– fue un
arzobispo de Constantinopla que quiso desconstantinopolizar
al Espíritu Santo: negó su divinidad y su existencia; en suma negó la
Trinidad. Ahora, después de 16 siglos, le han salido en la Argentina algunos
discípulos –por lo demás poco conocidos– que han inventado de nuevo esa antigua doctrina arriana.
[Jn
16, 23-30] Jn 16, 23-28
Final
del capítulo XVI de San Juan, el Sermón de Despedida, que continúa
inmediatamente al evangelio de “Un poquito me veréis...” leído el Domingo
tercero de Pascua. Después de él sigue en el capítulo XVII lo que llaman la
Oración Sacerdotal de Cristo.
El
lugar donde se verificó este Testamento-Plegaria es ciertamente desde el
Cenáculo al Monte de los Olivos. Muchos piensan que la Oración Sacerdotal tuvo
lugar en el Huerto, y la Parábola de la Vid y los Sarmientos en el camino, a la
par de las vides ralas que iban dejando atrás. A nosotros nos parece más
probable que todo este largo Coloquio tuvo lugar en el Cenáculo, a pesar de que
en medio de él se lee esta frase: “Pero para que conozca el mundo que amo a mi
Padre... levantaos, vamos de aquí.”
Como
ya vimos, Cristo terminó su despedida con la Promesa de la Oración Eficaz; y
con ella comienza el evangelio de hoy. Después de decirles: “Lo que pediréis a
mi Padre en mi nombre, os lo dará; hasta ahora nada habéis pedido en mi
nombre”, Cristo insiste más encarecidamente, les ruega que rueguen; y les dice
que “el Padre los ama, que no hay ni siquiera necesidad ahora de que Él
interceda por ellos”. Son las características de la oración de los perfectos;
cuando ya están perdonados los pecados.
¿Cómo
se abrevió Cristo a prometer que todo lo que pidiésemos en su nombre nos sería
concedido? No tiene gracia; porque El sabe que le pediremos, movidos por el
Espíritu, lo mismo que El quiere darnos mucho más que nosotros recibirlo. Así
que el temor de los impíos[9], que dicen que si
esto fuera verdad el mundo se descompondría todo, es vano.
Cristo
quiere en definitiva salvarnos; es
decir, darnos un Bien que contiene todos los bienes. No hay nada que sea un verdadero
bien, nada que podamos rectamente desear que no esté de alguna manera, tarde o
temprano, contenido en el Bien Supremo; ni las riquezas, ni la salud ni la
alegría. Pero el que nos creó sin nosotros, no nos salvará sin nosotros: y por
medio de la oración, nosotros nos incorporamos al gran movimiento creador,
conservador y salvador de la Providencia. Si Dios quiere tendrás buena cosecha,
y si siembras. Como me decía la vieja
andaluza: “Si estás melito, paré llamar
al méico, y eso depende de ti; pero el
méico paré errar la cura, y eso
depende de Dios.”
Pero
una voz se levanta insidiosamente dentro de nosotros que dice: “A veces uno
pide y pide y no obtiene lo que pide. ¿A veces? Casi siempre...
Es
un error. La oración verdadera obra en el alma infaliblemente, disponiéndola
por lo menos a los dones que pide si no está dispuesta, y a veces
concediéndoselos invisiblemente. El ejemplo máximo es la Oración en el Huerto
que va a seguir a esta promesa: “Padre, yo te pido que pase de mí este horrible
cáliz de dolores si es posible y si puede hacerse; pero no se haga como yo
quiero sino como Tú quieres.” La voluntad de Cristo superficial fue rechazada;
pero su voluntad profunda era de padecer y morir por nosotros: “Para que
conozca el mundo que amo a mi Padre y lo que Él quiere hago, levantaos,
vamos...” adónde El sabía le esperaba la Pasión. El cáliz pasó con la Resurrección. Cuando habla resucitado con los
Apóstoles, ni se acuerda más de la Crucifixión, a no ser como de un motivo de
alegría.
Tomemos
un ejemplo actual. El filósofo danés Kirkegor pidió toda su vida a Dios que le
sacase lo que él llama, con una frase de San Pablo, el “aguijón” o “la espina
en la carne”. ¿Qué fue eso? Él no lo dijo, antes trató de ocultarlo
cuidadosamente. Muy probablemente fue su melancolía.
La melancolía de Kirkegor fue una
cosa tremenda, que le agarraba cuerpo y alma, le creaba toda clase de
dificultades, le ocasionó grandes desdichas, hizo de él un hombre aislado y
separado, una “Excepción”, e incluso
lo ponía en peligro de perder la fe y desesperar: era una tentación perpetua y
como una verdadera maldición. Hasta el fin de su vida –murió hace un siglo, en
1855– él pidió y esperó de Dios que lo curara. Todavía en 1852 escribe en su Diario: “Cristo me curará de mi
melancolía y podré ser párroco.” Pero en 1853 escribe:
Mi oración. Hubo sin tiempo –era tan natural, yo era
tan niño– en que yo creía que el amor de Dios se expresaba en esto, que Él
enviaba dones terrenos, Felicidad, Suceso. ¡Cómo era mi alma atrevida en
deseos, en exigencias!; sí, porque yo pensaba: a un Todopoderoso no debe el
hombre achicarlo: todo, aun lo más atrevido, debo osar pedir, exceptuando
solamente una cosa, la liberación de un profundo mal, que he sufrido desde mis
primeros tiempos; pero que me parecía pertenecía a mi relación con Dios [Gottesverharltnis]. Pero en todo lo
demás, aun lo más atrevido hubiera osado pedir. Y cuando todo lo demás –porque
este mal era lo Excepcional– hubiera sucedido, ¡cómo era mi alma rica en
reconocimiento, en acción de gracias!; porque esto era firme en mí, que el amor
de Dios se expresa enviando dones terrenos
Ahora es diferente. ¿Cómo sucedió? Muy simplemente,
pero poco a poco. Paulatinamente fui hecho más y más atento a esto: que todos
aquellos a quienes realmente Dios amó, todos los Modelos, han debido sufrir en
este mundo. Más aún, que ésta es la enseñanza del Cristianismo: ser amado de
Dios y amar a Dios es sufrir...
Sufrir
para superar el sufrimiento, se entiende; puesto que no hay otra manera de
vencerlo que digerirlo.
Al
fin de su vida Kirkegor vio que ese sufrimiento era la condición de su obra; y
que su obra genial era un grandísimo don divino; la cual no es otra cosa que
una continuada oración, como nota el gran crítico Theodor Haecker. “Kierkegaard war ein grosser
unaufhocrlicher Beter... Meine Genialitaet ist mein Beten” (“Kirkegor fue un gran incesante Orante. Su genialidad es su
oración.”) Puesto que como dijo Cristo al final de este evangelio: “En el mundo
tendréis apretura; pero sed animosos, yo he vencido al mundo.”
Cuando
terminó la despedida de Cristo interrumpieron los Apóstoles; y la interrupción
es un poco graciosa. Cinco veces interrumpieron los Apóstoles este coloquio, y
las interrupciones muestran cómo estaban los pobres de boleados y abatatados.
San Pedro fue el primero, naturalmente:
“–Señor ¿adónde vas a ir?
–Donde yo voy no me puedes
seguir ahora, me seguirás después.
–¿Por qué no? Yo te sigo
adonde sea, aunque sea a la muerte...”.
Después
Tomás Dídymo:
“–Señor, no sabemos adónde
vas. ¿Cómo podemos saber el camino?
–Tomás, yo soy el Camino.”
Después
Felipe:
“–Señor, haz que veamos al
Padre, y ya no pedimos nada más.
–Felipe, el que me ve a mí,
ve también al Padre.”
Después
Judas el Otro, no el Iscariote:
“–Señor, ¿qué diablo es
esto, que a nosotros te vas a manifestar y al mundo no?”.
Por
último, al final del coloquio, los que vieron la promesa de la Oración Eficaz,
que todo lo que ellos pidieran sería hecho, todos alborozados salieron con una
ingenua pata de gallo:
“–Ahora sí que hablas claro
y no dices ningún proverbio. Ahora sí conocemos que sabes todo y no hay
necesidad de preguntarte: por esto creemos que has venido de Dios...”.
Cristo
respondió rápidamente:
“–¿Ahora creéis? ¡Era hora!
He aquí que viene la hora y ya ha venido, que vais a disparar todos, cada uno a
su casa, y me dejaréis solo...”.
Y
para aliviar este golpe seco, añadió en seguida:
“–No solo; mi Padre está
conmigo. Todo esto he dicho para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis
apretura, pero yo he vencido al mundo.”
[Jn
15, 26-27; 16, 1-4] Jn 15, 26-27;16,
12-15
El
evangelio de este Domingo (Jn XV, 26) da otra vez un salto atrás, al fin del
capítulo XVI; pero está todavía dentro del largo Sermón Despedida de Cristo. Es
un evangelio actual, porque trata de la “persecución”, y la Iglesia ha estado
siempre perseguida de una manera u otra, conforme a la predicción de Cristo:
“Si a mí me persiguieron, a vosotros os perseguirán; no es el discípulo mayor
que el maestro.” Y quizás está hoy más perseguida que nunca en todo el mundo,
aunque no lo parezca.
En
estos cinco versículos, Cristo encomienda a los Apóstoles la misión de
Testigos, y les promete el Espíritu Santo, que será el primer Testigo, el
testigo interior que nos hace sentir la verdad de lo que Él dijo; y después les
predice las dos formas más terríficas de persecución “para que no os
escandalicéis”, para que no tropecéis cuando ellas acaezcan.
Las
dos formas más terríficas de la persecución son la de adentro y la de afuera;
primero la de adentro: “seréis excomulgados”, como si dijéramos... (“exsynagogis facient
vos-apossynagogéesete”) seréis echados de la sinagoga o reunión de los
creyentes, que equivale a nuestra “excomunión”. Y después la de afuera, “os
matarán”, y en los últimos tiempos, “Os mataran y creerán con eso hacer un
servicio a Dios”; es decir, os matarán como a criminales, como a perros
rabiosos. Los mártires de los últimos tiempos, dice San Agustín, ni siquiera
parecerán ser mártires. Actualmente en Rusia, cuando matan a un cristiano, no
lo matan por cristiano, sino por haber hecho no sé cuántas traiciones y
felonías contra la patria; y se las hacen confesar primero por medio del pentotalt, o lo que sea. Lo mismo pasó
en Inglaterra en tiempo de Isabel la (Sucia) Virgen, como la llaman ahora
algunos historiadores: mataban a los que decían misa o escuchaban misa, como a
Campion, Norfolk o Southwell, pero no “por decir misa” sino porque “ayudaban a
los españoles contra Inglaterra”: por “traidores a la Reina”.
Lo
que Cristo predijo se cumplió; todos los Apóstoles murieron mártires –y primero
los echaron de la sinagoga después de azotarlos– excepto San Juan Evangelista,
que murió en su cama a los 100 anos de edad, pero fue mártir: porque lo echaron
a una caldera hirviendo de hacer tortas fritas en tiempo de Domiciano César, de
donde salió milagrosamente ileso, porque Dios quería que escribiera el
Apokalypsis y el Cuarto Evangelio; éste que estamos comentando. Y después el
Emperador lo condenó a las minas en
la isla de Palmos; y las minas de los
romanos eran un suplicio peor que la muerte; como lo ha mostrado Ramsay en su
erudito libro, The Letters to the Seven
Churches. Allí compuso el Apokalypsis; y se salvó de la muerte prematura,
la idiotez o la demencia por pura casualidad; porque habiendo sido trucidado
por el ejército bajo el mando de Nerva el feroz Domiciano, el Senado decretó la
nulidad de todos los decretos que había dado “el tirano depuesto”; y Juan fue
soltado de las minas por pura y simple burocracia; o Providencia.
El
primero de los Apóstoles martirizados fue el primo carnal de Jesucristo,
Santiago el Menor, de quien se dice que fue nieto de Santa Ana, el Apóstol
calladito que no habla en todo el Evangelio, pero que habla en el primer
Concilio de Jerusalén con una autoridad casi tan grande como la de Pedro; y que
calma y mete en razón al tempestuoso Pablo, que vio a Cristo en el viento”,
como dice Rubén romántico. Fue arzobispo de Jerusalén y tuvo que vérselas con
los judíos. Duró poco: lo echaron no solamente de la Sinagoga sino también del
Templo, haciéndolo rodar por la alta escalinata; y cuando estaba todo roto al
pie, le hicieron saltar los sesos con el palo de un batanero: con un batán o garrote. Y así los demás fueron
dando su Testimonio en diversas formas amenas San Pedro crucificado cabeza
abajo sobre la propia colina vaticana; por lo cual dicen que en el Vaticano
siempre ha de haber gentes patas arriba.
“Todo
esto os he dicho ahora, para que, cuando llegue la hora, os acordéis que yo lo
predije. Todo esto os harán, porque no conocieron al Padre ni a Mi. Ahora hay
que decirlo, porque ahora me voy. ¿Qué? ¿Ahora os ponéis tristes? ¿Y ninguno me
pregunta adónde voy?”, concluyó el Señor; y así concluimos también nosotros.
¡Mucho ojo y mucho ánimo!
Así
que es deber del cristiano tener ojo a la persecución. Ese fenómeno histórico
de la persecución es una cosa digna de que un filósofo ponga sus ojos en ello y
lo considere. ¿Por qué tengo yo que estar aquí en condiciones desventajosas,
extranjero en mi patria, a malas penas ganándome la vida con gran esfuerzo en
medio de los parásitos opulentos, como un “ciudadano de segunda zona”?
–¡Porque
eres cristiano!
–¿Es
un crimen ser cristiano?
–Para
el mundo ser cristiano es una agresión y una molestia. De alguna manera u otra,
el verdadero cristiano es resistido por el mundo. “Todo aquel que quiera vivir
píamente en Cristo Jesús será perseguido” (II Tim III, 12).
¿Y
la Iglesia Católica por ventura no ha perseguido a su vez cuando se sintió
poderosa? No, rotundamente. Jamás. ¡Qué tanto! Basta.
Estamos
hartos de leer en libros herejes que corren ahora a docenas entre nosotros, por
culpa de los editores logreros –y de otros también, digamos la verdad, que no
son editores–, estamos hasta aquí, hasta el gaznate... de la Noche de San
Bartolomé, las Dragonadas, la Matanza de los Albigenses, María Tudor, Galileo;
y la Inquisición Española... Son cosas fieras, desde luego; pero ni han sido
persecución, ni causadas por la Iglesia en cuanto Iglesia; aunque se hayan
ensuciado en ellas algunos “hombres de Iglesia”. ¿Qué han sido, pues? Han sido
abusos políticos, hechos por hombres políticos, y obstaculizados y aun
reprobados por los hombres religiosos; y los hombres religiosos eminentemente
constituyen la Iglesia, nuestra Iglesia,
que nosotros conocemos por dentro y no por fuera solamente. Todas esas grandes
resbaladas son simplemente casos de mundanismo dentro de la Iglesia; contra los
cuales la Iglesia reaccionó de inmediato, de una manera u otra. “Reaccionó
tarde”, dicen. Reaccionó tarde una vez de cada diez veces.
La
tan traída y llevada Inquisición Española no fue al fin y al cabo –véase los
equilibrados libros de William Th. Walsh, discípulo de Belloc, y el libro de
Hoffman Nickerson– sino una defensa contra una invasión extranjera, un caso de
defensa propia y de instinto de conservación colectivo. ¿Invasión de quién?
Pues del protestantismo alemán del pavote de Lutero, que no tenía nada que
hacer en España. Cuélguenle todos los abusos y errores que quieran, jamás
impedirán que en el fondo haya tenido razón. Tuvo una clara y simple
–elemental– razón de ser política: pero la política siempre es un poco sucia; o
mucho. Y de todos los abusos que he leído de ella –escritos comúnmente por
autores apasionados e irresponsables, Llorente, Medina– del único que estoy
seguro es del proceso del arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, que leí en
Menéndez Pelayo; proceso que se prolongó abusivamente ¡veinte años! al fin de
los cuales el testarudo aragonés fue absuelto y puesto en libertad... poco
antes de morir. Contra el juicio de Menéndez Pelayo, nadie me quita a mí que
eso fue una barbaridad de Felipe II y una debilidad del Vaticano; pero al lado
de las barbaridades protestantes que en ese mismo tiempo hacían Isabel en
Inglaterra, Calvino en Ginebra y Gustavo Adolfo en Germania, la barbaridad del
pobre “Demonio del Mediodía” desaparece como una astilla en un horno ardiente.
No digo que se pueda aprobar; digo que hay que mirarla en su propia
perspectiva. Para mí, mirada desde el ángulo religioso, es una abominación;
pero mirada desde el ángulo político, parece que es comprensible, si aprobable
no. Conozcamos las cosas desde todos los ángulos, si es posible: eso es
filosofía.
Filosóficamente
se puede justificar la Inquisición Española; y eso tanto más fácilmente cuanto
más arriba se tome; pues de hecho fue una institución que decayó rápidamente.
Pero yo deLo ser nieto de garibaldina, porque debo confesar que
sentimentalmente me crispo todo solamente de pensar en la fuerza aplicada a la
defensa de la religión. Toda el alma se me levanta ante el proceso de Carranza,
la retractación de Galileo, la ominosa condena de Giordano Bruno o la imbécil
retractación y silencio impuesto al cardenal Petrucci, que fue un napolitano
genial en psicología y moral, precursor iluminado de Charcot, Babinsky y Paul
Janet en el conocimiento de las neurosis. Lo hicieron retractarse de lo que él
veía claramente y retirarse a Nápoles, porque tenían miedo que llegara a Papa: por política[10]. y yo sé que todos estos
errores chillones fueron obra de hombres políticos, y no de religiosos. El
hombre religioso que había allí, en el tribunal de Petrucci, fue el teólogo
vizcaíno Padre Pérez que disintió en casi todas las censuras.
¿Qué
me importa a mí, que soy hombre religioso –o al menos deseo serlo– de las
barbaridades que hayan hecho los hombres políticos, aunque sean católicos, si
es que fue católico el cardenal Cybo? Ni Cristo ni yo tenemos la culpa. Yo no
soy responsable de lo que hayan perpetrado Alejandro VI, Felipe II o María
Tudor; que ciertamente no hicieron, por otra parte, todo lo que les achacan sus
enemigos. Si María Tudor fuese realmente la “María Sangrienta” (“Bloody Mary: que pintan Hume y Green,
peor para ella, ella habrá dado rigurosa cuenta a Cristo, simplemente
desobedeció a Cristo: no me vengan aquí con cuentos de yonis. ¿El Papa Julio II tuvo un hijo natural? Peor para él. ¿El
Papa Juan XII fue el Papa más malo y ruin de toda la Historia? Pues al lado del
Rey más ruin de toda la Historia, que no fue católico y persiguió a los
católicos, Juan XII es un angelito...
Estas
cosas hay que mirarlas intelectualmente, y no sólo sentimentalmente; y eso es
filosofía y sentido común. Ya sabemos de lo que son capaces los hombres, lleven
jubón o lleven sotana; y los curas en jubón, hombres son. Son capaces de
corromperlo todo, incluso la religión. La religión es una cosa seria; y el que
peca en religión, peca seriamente.
La
Iglesia es santa, no porque no haya en ella posibilidades y aún focos de
corrupción –como hay en un organismo sano focos de enfermedad– sino porque
conserva un sistema nervioso que la hace estremecerse delante de la corrupción.
Y ese sistema nervioso son los hombres religiosos que en la Iglesia existen
como en su centro, como contrapeso de los otros: los Mártyres, los Testigos de Cristo. Once
Apóstoles mártires contrapesan a Judas Traidor. Petrucci contrapesa a Cybo.
Yo no soy responsable de lo que hayan hecho Juan XII o Alejandro VI;
porque si hubiese vivido cuando ellos, con la gracia de Dios me hubiese opuesto
a lo que hacían con todos los medios a mi alcance; como me opongo ahora, dando testimonio con mis pobres medios,
a lo que hacen de malo los malos clérigos, malédicos y calumniadores; los
cuales no me tienen mucha simpatía, a juzgar por las cartas anónimas –o no
anónimas– que recibo de vez en cuando; y que son un horror. Porque,
efectivamente, un cura que no tiene fe es horroroso: no es el único horror que
hay en el mundo; pero es uno de los peores. “A mí me persiguen, pero no puedo
ser mártir –dijo San Basilio de Cesarea, llamado el Grande– porque los que me
persiguen llevan mi mismo nombre.” Pero a Santa Inés y a Santa Bárbara, que
eran tiernas niñas, las persiguieron hasta la muerte sus propias padres. La persecución que Cristo predijo a los suyos
viene de cualquier parte: a veces de donde menos se piensa.
La
fe en el Crucificado no invita a perseguir a nadie; invita a soportar la
persecución. La fe en el Crucificado existe en este mundo mezclada a la cizaña
del mundo; y así existirá hasta el Fin del Mundo.
[1]Esta noticia ha dado origen
a una obra dramática: El Proceso de
Jesús, que se está viendo mucho ahora, ano 1957, en Buenos Aires.
[2]Esta sentencia es de Saneo
Tomás de Aquino.
[3]Pilato no tuvo hijos en
vida; aunque después de muerto ha tenido muchos hijos adoptivos.
[4]En la Argentina se
ha visto mucho una película “holliwoodense” llamada El Manto Sagrario, en la cual el proceso de Cristo y sus promotores
está escamoteado; y la idea que saca el vulgo es que a Cristo lo mataron los
romanos; es decir, ¡los fascistas!; y que Cristo murió por la “democracia”. Han
aplicado a la ecología la técnica de los dibujos animados: el maneo (no la túnica, que es lo que los soldados
echaron a suertes) obra brujerías; pero no se sabe si Cristo es Dios, o qué. La
“cinca” está inspirada por ese neomahometismo
culto que parece ser la ecología de una gran parte del pueblo yanqui;
conforme a lo que predijo hace más de un siglo y medio el conde Joseph de
Maistre: “El proeeseaneismo vuelco sociniano [negada la divinidad de Cristo] no
se diferencia ya esencialmente del mahometismo.
[5]La cursiva es mía.
[6]Nuestra lengua no tiene el
participio activo indefinido de los griegos.
[7]Ver Catholic Encyclopedia, v. X; y Cristus, de Huby, capítulo IV.
[8]“Brazo
de Dios “ o “Pujanza de Dios “ es otro nombre de Cristo; lo mismo que el “Monte Alto” en Isaías o Daniel es la
Iglesia.
[9]Kant, Renouvier, Vacherot.
[10]Opinión personal del autor
después de haber leído el proceso de Pier Mateo Petrucci ocurrido en 1688. Creo
que las 54 proposiciones retractadas pueden entenderse ortodoxamente, pese a la
ambigüedad de algunas, como opinó uno de los calificadores.