EL EVANGELIO DE JESUCRISTO
DOMINGO
SÉPTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Mt 7,
15-21] Lc 6, 39-45
El
evangelio de hoy (Mt VII, 15) está tomado del final del Sermón de la Montaña, y
es un aviso sobre los falsas profetas seguido
de la parábola de la Uva y del Abrojo, o sea de los frutos del buen y el mal
Árbol; los cuales se dan como señal para conocer el Seudoprofeta. Cristo
previno muchas veces contra los Seudoprofetas que son simplemente los herejes;
y los doctores, poetas, moralistas –que estas tres cosas eran los profetas
hebreos– de la impiedad; y predijo que en los últimos tiempos los habría a
bandadas.
Siempre ha habido en la historia de la Iglesia quienes “viniendo a vosotros con vestidura de oveja, por dentro son lobos rapaces”, como los describió Cristo; es decir, vienen con vestidura de pastores, los cuales suelen usar zamarras o pellizas de piel de oveja. Todos los herejes han tomado una parte de la doctrina de Cristo; y exagerándola la han convertido en una deformidad y en un veneno; muchos de ellos han tenido apariencias de hombres píos, benéficos y altruistas; y han sido hábiles en manejar las grandes palabras que –diferentes en cada época– conmueven el corazón del pueblo, como Libertad, Igualdad, Fraternidad, Democracia, Justicia, Compañerismo, Paz, Prosperidad, y toda la letanía. Contra ellos no es muy fácil precaverse. “Por sus frutos los conoceréis”, repite Cristo. Las obras no mienten.
Los
amargos frutos de la bandada de seudoprofetas que se levantó desde fines del
siglo XV”. a manera de manga de langostas, arbolando las palabras de
“Ilustración, Tolerancia, Progreso, el Siglo de las Luces y la Mayor Edad del
Género Humano”, de sobra los conocemos porque los estamos sufriendo: las
consecuencias del aclamado “Siglo de las Luces” fueron dos atroces guerras
mundiales y una descompostura general del mundo, que anuncia una guerra peor.
La “tolerancia” de Voltaire ha acabado en toda clase de persecuciones; la
“libertad omnímoda para todos” ha producido despotismos, tiranías y lo que
llaman el “Estado totalitario”, teorizado por Hegel; el “concierto de todas las
naciones” de Condorcet ha servido para romper la barrera defensiva de Europa
(el “Río Eúfrates”, que dice la Escritura) y abrir la puerta al Asia, que se
yergue ahora amenazante sobre ella; y la “Paz Perpetua” de Kant ha producido la
“Guerra Fría”. Las malas doctrinas, aceptadas y gritadas sin tasa por los
pueblos borrachos, han descoyuntado los huesos del mundo; y el mundo se agita
hoy enfermo y angustiado; y más borracho que nunca. '¿Por ventura se recogen
uvas del abrojo o higos del cardal?”. Muy malo era todo eso, pues ha producido
tales frutos. Produjo lo contrario de lo prometido.
Los
Seudoprofetas siempre prometen cosas fáciles y halagüeñas: de eso viven; y
medran. Esa es la nota que Isaías y Jeremías enrostran a sus falsificadores y
perseguidores: que son aduladores, simplemente; de la estirpe de los sycofantes que tan bien caracterizó
Platón en el Fedro y en El Sofista. Es fácil prometer mil años
de paz, un viaje al planeta Marte –donde el clima es mejor y hay grandes
yacimientos de uranio– y la prolongación de la vida hasta los 150 años por
medio de la penicilina. Leo en una revista alemana: “Dentro de dos millones de
años, el Hombre habrá evolucionado en tal forma que nosotros a su lado
pareceremos gusanos.” ¡Qué felicidad... para el que lo vea! ¡Que Dios te
conserve la vista, m'hijo!
La
“idolatría de la Ciencia” que domina a la época actual es una evolución de la
“Superstición del Progreso” que fue el dogma eufórico del siglo pasado.
Efectivamente, el famoso “Progreso”, prometido a gritos por Condorcet y Víctor
Hugo, no se ha dado en ningún dominio, excepto en el dominio de la técnica, que
es lo que hoy día llaman “Ciencia”. Pero la técnica no puede ser adorada ni
siquiera venerada: puede servir al bien o al desastre, sirve para hacer las
bombas de fósforo líquido y las atómicas, lo mismo que la vacuna contra la
poliomielitis; y puestos en una balanza los estragos espantables junto a los
bienes que ha dado la “técnica” en nuestro siglo, yo no veo que ganen los
bienes. Preservar a un niño de la parálisis infantil para que después sea
quemado vivo por una bomba de fósforo, como los niños de Hamburgo; o de uranio,
como los de Hiroshima, no me parece gran negocio.
La
veneración de la “Ciencia” es lo que ha sustituido a la religiosidad en las
masas contemporáneas; y por tanto podemos decir que es lo que la ha destruido; porque, como dicen los
franceses, “sólo se destruye lo que se sustituye”: por eso la hemos llamado
“idolatría”. “No adorarás la obra de tus manos”, dice el segundo mandamiento.
La ciencia actual es muy diversa de la ciencia de los griegos, o la ciencia de
los grandes siglos cristianos. La ciencia antigua era una actividad religiosa o
casi religiosa, movida por un amor y encaminada al bien. Hoy día la “Ciencia”
es impersonal, inhumana, exactamente como un ídolo. Desde la segunda etapa del
Renacimiento (siglos XVI y XVII) la concepción de ciencia es la de un estudio cuyo objeto está colocado fuera del
bien y del mal; y, sobre todo, del bien; sin relación alguna con el bien. La
ciencia estudia los hechos como tales: los hechos, la fuerza, la materia, la
energía, aislados, deshumanizados, sin relación con el hombre y menos con Dios:
no hay en su objeto nada que el corazón del hombre pueda amar. Los móviles del
“científico” actual no son móviles de amor a Dios o al prójimo; ni siquiera a
su ciencia. Es reveladora la amarga confesión de Einstein que en sus últimos
días decía que: “de poder volver a vivir sería plomero o vendedor ambulante,
pero no físico”. Y sin embargo la física le dio todo lo que a ella el
científico le pide: gloria, fama, honores, consideración, dinero. Más que eso
no puede dar un ídolo.
Un
sacerdote no puede admirar la “técnica” moderna de un modo incondicional, ni
adularla para quedar bien con las muchedumbres, o aparecer como hombre
adelantado y “de su tiempo”. Al contrario, debe mirarla con cierta sospecha,
puesto que en el Apokalypsis están prenunciados los falsos milagros del
Anticristo, los cuales se parecen singularmente a los “milagros” de la Ciencia
actual. “La Segunda Bestia, la Bestia de la Tierra, pondrá todo su poder al
servicio de la Primera, la Bestia del Mar; y la facultará a hacer prodigios
estupendos, de tal modo que podrá hacer bajar fuego del cielo sobre sus
enemigos...” (Ap x”, 1213). Eso ya lo conocemos, eso ya está inventado. No
sabemos quién será esa llamada “Bestia de la Tierra” pero sabemos que el
Profeta la describe como teniendo poder para hacer prodigios falaces por un
lado; y por otro, con un carácter religioso también falaz, puesto que dice que
“se parecía al Cordero, pero hablaba como el Dragón”. Esa potestad o persona
particular que será aliada del Anticristo y lo hará triunfar será el último
Seudoprofeta, por lo tanto. Y por sus frutos habrá que conocerlo; porque sus
apariencias serán de Cordero.
Pero
se podría decir: “Si hemos de conocer al árbol por sus frutos dañinos ¿no será
ya demasiado tarde, porque el daño ya está hecho? ¿Acaso sirve de algo conocer
los hongos venenosos después que uno los ha comido, por sus efectos? ¿No es
mejor conocerlo por sí mismo, por sus hojas y su forma? Y de hecho ¿no conoce
así la Iglesia a las herejías, por medio de sus teólogos y doctores,
confrontándolas con la doctrina tradicional, y rechazándolas en cuanto se
apartan de ella?”.
Eso
es verdad; pero se aplica a las herejías antiguas, no a las nuevas. La
elaboración de la ortodoxia se ha
hecho poco a poco; y justamente en la lucha multiforme con nuevas y nuevas
herejías. Ahora es fácil conocer a un arriano, un macedoniano, o un
protestante; no así cuando aparecieron. Cuando una herejía es nueva, el
“catecismo” no basta: de aquí la necesidad que los sacerdotes estudien; y que
los doctores de La fe lean los libros
heterodoxos; lo cual no es ninguna diversión, sino una ímproba labor, y hasta
un “martirio”, como dijo Santo Tomás. La herejía actual que se está
constituyendo ante nuestros ojos, consistente en definitiva en la adoración del
hombre y “las obras de sus manos”, no es fácilmente discernible a todos; porque
pulula de falsos profetas.
–¿Simona
Weil fue herética o no?
–Unos
dicen que sí y otros que no.
–¿Y
usted qué dice?
–Por
sus frutos la conoceréis.
–¿Y
cuáles son sus frutos?
–No
tengo lugar para decirlos aquí.
Oh Señor, quédate conmigo, porque la noche se acerca, y no me
abandones.
¡No
me pierdas con los Voltaire, y los Renán, y los Michelet y los Hugo y todos los
otros infames!
Son
muertos, y su nombre mismo después de su muerte es un veneno y una podredumbre.
Su
alma está con los perros muertos, sus libros están juntos en el chiquero.
Porque
Tú has dispersado a los orgullosos y no pueden estar en uno,
ni
comprender, mas solamente destruir y disipar –ni poner las cosas en uno...
Sabios,
epicúreos, maestros del noviciado del Infierno, prácticos de la Introducción a
la Nada,
bramanes,
bonzos, filósofas ¡tus consejos Egipto! vuestros consejos,
vuestros
métodos, y vuestras demostraciones y vuestra disciplina.
¡Nada
me reconcilia, yo estoy vivo en vuestra noche abominable, levanto mis manos en
el desespero, levanto mis manos en el trance y el transporte dela esperanza
salvaje y sorda...!
Quien
no cree más en Dios, no cree en el Ser; y quien odia al Ser, odia su propia
existencia...[1].
[Lc
16, 1-19] Lc 16, 1-13
Esta es la parábola del
“Mayordomo Infiel” como dice nuestros Evangelios castellanos: no fue infiel.
Mucho menos fue “inicuo”, como dice la Vulgata latina: “villicum iniquitatis”, (“granjero de iniquidad”). Ni fue granjero
ni fue de iniquidad. El texto griego dice “ecónomo”
o sea, “administrador o gerente”; y en cuanto al genitivo “íes adikías”, Cristo lo usa
irónicamente, como se ve por todo el contexto.
La
traducción exacta y argentina sería: el Capataz Camandulero; o el Apoderado
Pícaro.
Cuanto
más leo las parábolas de Cristo, más veo que son un género literario único, que
no tuvo precedentes ni continuadores. Son más sencillas que el más sencillo de
los géneros literarios, las fábulas de Esopo; y al mismo tiempo más atrevidas y
extrañas que el género moderno que los españoles llaman esperpento. Son naturalísimas porque se trata de una simple
comparación; son brevísimas, porque no hay un solo rasgo que sobre; y sin
embargo tienen un contenido tal que nos deja bizcos: hay que ver el lío que se
han hecho con esta parábola los más doctos intérpretes, incluso el doctísimo
cardenal Cayetano, el famoso comentador de Santo Tomás: el cual declara
netamente que a esta parábola él no la entiende ni la puede explicar. Menos mal
que tuvo esa humildad, que otros menores que él no la tuvieron.
Cristo
fue mucho más que un genio literario; pero fue también un genio literario. Lo
lírico está contenido en el material de las parábolas –que son en conjunto 120
contando grandes y chicas– material tomado de la naturaleza, del campo, de las
plantas y animales y de las costumbres del animal más sorprendente que existe.
Lo patético está suministrado por la profundidad enorme del sentimiento,
conectado con las cosas más graves de la vida humana. Lo dramático, en la
viveza y originalidad de los cortos diálogos. Lo humorístico en la mirada aguda
y maliciosa con que el autor capta las costumbres de los hombres. Lo filosófico
en la súbita trasposición de planos, y una especie de descoyuntamiento, que
apunta a un sentido escondido. Lo teológico, en los emblemas y figuras de Dios:
en este caso, Dios es el Patrón, el
dueño de todo el Universo, de quien se dijo: “Si tuviese hambre, no te lo voy a
decir a ti, porque mía es la redondez de la tierra y cuanto en ella hay” (Ps
XLIX, 12), y también: “Mía es la plata y el oro, dice el Señor” (Ageo II, 8).
Cristo
contó aquí simplemente, para incitarnos a la limosna, ¡una historia de
ladrones! Las historias de ladrones siempre han gustado al pueblo, y han
corrido entre él: hoy día las nóvelas
policiales:
“–Abuelita,
cuéntanos un cuento...
–¿Un
cuento de hadas?
–No,
un cuento de ladrones.
–Bueno:
había una vez un administrador.”
Y
así comienza también esta parábola:
“Había
una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue acusado unté él
de que robaba...”.
El
Hombre Rico es Dios; el Administrador son los ricos de este mundo; los deudores
son los pobres. Es simple. ¿Cómo te enredas en esto, oh doctísimo Cayetano?
Probablemente porque eras un ricote de este mundo. O porque tu mucha ciencia te
había idiotizado. Cristo siempre habló de los que tienen muchos bienes de este
mundo como de administradores: administradores
de Dios, no del Estado. Hoy día sí: al paso que vamos, los que tienen bienes se
convertirán en meros administradores del Estado. Es que cuando Dios ya no es
más el Patrón, entonces el Patrón ineludible es el Estado, notó hace muchos
siglos ya Tomás de Aquino.
El
Patrón mandó un aviso al Administrador: “que ya no podrás más administrar”...
El aviso es la Muerte. “Ven a darme cuenta de tu administración.” Los bienes
que tenemos, no podemos llevarlos al sepulcro; y más allá del sepulcro, está la
rendición de cuentas.
“–¿Que
haré? –dijo el Administrador–. Estoy viejo ya para hacer de peón; mendigar me
da vergüenza... Ya sé lo que haré.” Llamó a los deudores todos, y al primero le
dijo:
“–¿Cuánto
debés?
–Cien
barricas de aceite.
–Aquí
está tu recibo; tomá, rápido: escribí cincuenta. Listo.” Y al segundo:
“–¿Qué
debés?
–Cien
arrobas de trigo.
–Tomá
tu recibo y escribí ochenta.”
Y
así siguió con los demás deudores, que eran más de dos sin duda, por las
palabras que usa el narrador: “llamó a todos los deudores, uno a uno”. Los
deudores no sabían lo que les pasaba. “Vea amigo: esto que ha hecho usted hoy,
no lo vamos a olvidar nunca.” Y así dijo el Administrador: “El día que no tenga
nada, tendré amigos.” Y el Patrón cuando lo supo, se rió como un caballero, se
dio una palmada en el muslo, y dijo: “Este hombre es vivísimo. ¿Por qué me voy
a privar de un tipo inteligente? El imbécil soy yo, que me dejo llevar de
habladurías...”. Y Cristo dijo: “Así también vosotros, haceos amigos en la otra
vida por medio del Inicuo Idolillo”; esos papelitos roñosos que sirven para
tantas cosas malas y también buenas, si se quiere: esos billetes maculados, que
antes eran como idolillos o curundúes de oro y plata, pero que ahora son un
verdadero símbolo de las riquezas, por lo sucios que andan, y lo ajados y
maculados que son. Y sin embargo... son un ídolo: “mammonae iniquitatis”, el Idolillo Inicuo. “Mammón” era el capitalismo, el dios de las riquezas, para los
sirios; quizá, porque es: “capaz, de puro mamón, de mamar hasta con freno”.
Los
intérpretes tropiezan aquí: ¡Cristo aprobó un robo, alabó a un ladrón, fomentó
la infidelidad de los empleados y... la “lucha de clases”! “¿También vosotros
estáis sin inteligencia?”, les habría respondido el Señor. ¡Como si todo el que
cuenta un caso, aprobase el caso! Uno cuenta lo que pasa. Pero lo que más hay
que notar, es que en ningún lado del relato consta que el Gerente haya sido un
ladrón: “que fue acusado de ladrón”, lo
cual es cosa distinta. Y las quitas que
hizo a las deudas, podía tener atribuciones para hacerlas; y leyendo
atentamente se ve que las tenía, como ustedes lo verán si leen atentamente. Si
los deudores aceptaron y el amo aprobó, es que las tenía.
Cristo concluyó con una
observación irónica: “los hijos de este mundo son más videntes en sus negocios
que los hijos de la luz”. Esta frase de Cristo también ha sido
tuertamente entendida por los católicos mistongos, los cuales están íntimamente
persuadidos que cualquier cosa que emprendan los católicos les tiene que salir
mal, en virtud de esta palabra de Cristo; consecuencia de lo cual sería que
debemos dejar el campo libre a la canallería porque “los católicos tenemos que
fracasar siempre”, como me decía ayer no más Doña Herminia Bas de Cuadrero. Los
católicos como ella, sí.
Cristo
no afirmó que todo les tiene que salir mal a “los hijos de la luz”; entonces
apaga y vámonos ¿para qué viniste al mundo?, ¡oh Luz del Mundo! Cristo exhortó
irónicamente a los que se llaman “buenos” a tener por lo menos tanta prudencia
en sus negocios como los llamados por ellos “malos”; y si la tienen, no hay
ninguna razón porque no les sucedan a ellos también sus negocios, tanto los del
cielo como los de la tierra. Lo que pasa es que había en los tiempos de Cristo
–y no faltan en los nuestros– unos tipos que eran unos incapaces y creían que
podían ocultar, justificar y reparar su incapacidad con la capa de ser
religiosos. Si ven por ahí una “Tienda de objetos de goma Sagrado Corazón de
Jesús”, o “Cervecería Santa Teresita” o “Cabaré Católico”, les aconsejo no se
hagan socios, ni les compren acciones. Esos son, son ésos. Fracaso... seguro.
Es
una vergüenza y una cosa que hace dudar hasta de San Martín que no haya en la
Argentina una gran editorial católica, un gran diario católico, una gran
revista intelectual católica, una filmadora católica, por no hablar de la
Universidad Católica. Es una vergüenza nacional que los judíos dominen el cine,
el periodismo, la radio, la enseñanza oficial y la edición de libros en un país
“católico”. Jesucristo dijo a los Apóstoles: “Id y enseñad a todas las gentes.”
Los judíos son los que realmente enseñan en la Argentina; y no van a enseñar
cristianismo, ni es justo pedirles eso. ¿Dónde están los apóstoles?
La
Argentina, por ejemplo, está inundada de libros estúpidos, malos y perversos; y
un escritor argentino religioso, que sea de veras escritor, no puede publicar
sus libros... sobre todo si son libros religiosos... bien escritos. Es un hecho[2].
Esto
es lo que temió y predijo el santo obispo Mamerto Esquiú. Esquiú dejó encargado
al morir que se luchara contra los malos libros. ¿Qué es lo que impide que se
obedezca al testamento de Esquiú? De suyo, nada; solamente que los sucesores de
Esquiú perdieron el testamento de Esquiú. Hacer una gran editorial decente no
es más difícil a los judíos que a los cristianos; a no ser que sean cristianos
mistongos. Se puede editar libros buenos y ganar plata encima. Sólo que hay que
ser por lo menos tan prudentes como los hijos de este siglo. Esto enseñó
Jesucristo. Jesucristo no amó a los imbéciles ni a los pazguatos.
Fíjese:
Dios podía haber dispuesto los sucesos de este mundo de tres maneras: 1) Que a
los buenos les fuese siempre bien y a los malos siempre mal; 2) al revés:
siempre mal a los buenos, siempre bien a los malos; 3) mezclando bienes y males
a buenos y malos; con una preferencia de males a los santos y a los idiotas.
Dios prefirió el plan 3; y si ustedes lo piensan un momento, verán que está muy
bien.
Si
a los buenos siempre les fuese bien y mal a los malos (plan 1) simplemente no
habría buenos, porque todos serían buenos a la fuerza: se suprimirían el
mérito, la bondad, la virtud, la santidad y hasta el mismo libre albedrío.
Sería imposible ser malo. Ese es el estado de los animales: no pueden ser
malos... ni buenos tampoco. Son animales. Si al revés, a los buenos siempre les
fuese mal (plan 2) la bondad se volvería imposible, porque no habría ser humano
capaz de soportarla; habría que ser ángel.
Dios
escogió el tercer plan: hacer salir el
sol sobre los buenos y los malos y llover sobre los justos y los injustos; y que
cada cual procure tomar el solcito y aprovechar el agua lo mejor que pueda. Y
si a un católico, por idiota o descuidado, se le rompen las acequias, que no le
eche la culpa a Dios y que no ande diciendo que “bien dijo Cristo que los hijos
de este siglo son necesariamente más felices en sus negocios que los hijos de
la luz”. Cristo no dijo eso.
[Lc
19, 41-47] Jn 2, 13-25
El
evangelio que se lee hoy (Lc XIX, 41) contiene juntamente la profecía de la
Ruina de Jerusalén y la segunda “limpieza” del Templo.
Se
puede decir pues que contiene la relación de Cristo con su Patria y con su
Religión. Acerca de su patria lloró sobre ella. Acerca de su religión, la llamó
espectacularmente “Caverna de ladrones”. Eso se lee hoy día de San Ignacio[3]. Vaya un sermón. Parece
comunismo.
Lucas
pone este episodio como una especie de bisagra o gozne de la última estadía de
Cristo en Jerusalén en la misma semana de su muerte, el Domingo de Ramos. Antes
de él, está el ingreso triunfal en Jerusalén; después de él, la violenta
controversia con los judíos acerca de su autoridad;
su repetida afirmación de que Él es el Mesías; la trampa para hacerlo
aparecer como rebelde al César o bien como mal patriota; la condenación clara y
definitiva de la Sinagoga con la parábola de los Vinateros Homicidas y la
Higuera Estéril; la decisión definitiva de darle la muerte y el pacto de la
Sinagoga con Judas; y finalmente la profecía parusíaca acerca de la Ruina y Cautiverio de Salen: apokalypsis sinóptico, que está In-extenso en Mateo XXIV. Toda estas
perícopas están ahiladas por una clara lógica interna: Cristo terminaba su
misión con una decisión terminante y una energía rayana en la violencia; del
otro lado ya no hay más preocupación que la del modo de darle muerte. San Jerónimo dice que este arreo de los
mercantes del Templo (volteo de cátedras y sillas, arreo de bueyes y ovejas,
desparramo de monedas, retiro de tórtolas y palomas, y el airado debate que
siguió), esta segunda “limpieza” del Templo, como la llaman los Santos Padres,
fue el milagro más grande que hizo Cristo... Opinión andaluza de mi patrono
personal y patrono de Santa Fe, que me gusta bastante: ciertamente fue el
milagro que más le costó y pagó más caro. Y este último gesto activo de Jesús –después viene la
Pasión– resume toda su misión y su empresa como profeta, que fue luchar contra
el fariseísmo; por eso justamente este gesto se repite casi igual al principio
y al fin de su vida pública: apenas llegó a Jerusalén después del bautismo de
Juan y el Milagro de Caná; y tres años después, al cerrar su vida pública con
la última Pascua, se fue derechito al Templo, se hizo un látigo de cuerdas, e
hizo desalojar el atrio a todos los mercachifles, sacerdotes o no sacerdotes.
Dice el judío Flavio Josefo que los sacerdotes no tenían la culpa, ellos se
limitaban a “alquilar” el atrio a los usureros. No está mal la excusa; Flavio
Josefo es de gran actualidad.
El
párroco hace un sermón el 25 de mayo donde dice que el patriotismo es una
virtud; yo no voy a contradecir al párroco.
El
párroco funda su dicho en que Cristo lloró sobre Jerusalén, lo cual prueba que
amaba a su patria. ¿La amaba todavía? ¿O la compadecía solamente? Difícil amar
esa gran porquería en que se había convertido el Estado Israelita bajo la
dirección del hipócrita Caifás, el payaso Herodes y el poder efectivo de una
potencia extranjera. No se puede amar sino lo hermoso; y eso no era hermoso.
Era una porquería que provocaba en Cristo una indignación parecida al vómito; y
un horror como el que se tiene al verdugo. Todo eso era hermoso, frondoso y
pomposo solamente por afuera, como la higuera estéril. Todo eso había acabado
su función en el mundo y debía secarse irremisiblemente, maldecido por Dios.
El
párroco no dice que “todo patriotismo es una virtud”... Por suerte, porque si
lo dijera, habría que contradecirlo. El patriotismo puede ser una virtud y
puede también no serlo. El chovinismo o
patrioterismo es un vicio. Y hay casos en que el patriotismo se vuelve
imposible, y se reduce a la “compasión”. Un hijo no puede amar a su madre
degradada, si no es compadeciéndola.
Se
puede calcular que hoy día más de la mitad de la población total del globo no
ama a su patria o la ama en falso; abriendo bien los ojos se ve claramente eso;
o pelándose los ojos, como dice el
inglés. Por ejemplo, en Italia, el país que tiene más clero en el mundo y es
tenido por el más católico, hay 7. millones de adultos inscriptos al Partido
Comunista; el cual profesa que el patriotismo es un “prejuicio burgués”; 7
millones de “inscriptos” que hay que multiplicar por 4 para colegir el número
aproximado de los que no tienen tal “prejuicio burgués”, inscriptos y no
inscriptos.
El
patriotismo tal como hoy lo entendemos (adhesión apasionada a un Estado
nacional llevada a un límite casi religioso) es una vivencia relativamente
reciente; se puede decir que Juana de Arco en el siglo XIII lo formuló, en el
siglo XVI se hizo común; y después de la Revolución Francesa, universal y
oficialmente “obligatorio”. Pero ese afecto no es unívoco, y puede darse en
cinco estados muy diferentes; a saber:
1. Patriotismo instintivo.
2. Patriotismo vicioso.
3. Patriotismo anulado.
4. Patriotismo virtuoso primero.
5.
Patriotismo virtuoso segundo.
El
patriotismo instintivo, que es el núcleo o raíz de todos los otros, es el apego
a las imágenes que nos son familiares y que han tejido desde la infancia
nuestra vida afectiva; el cual en los animales se llama querencia, engendra la añoranza
y es natural en el hombre, si algotro no lo impide: es natural, no es ni
bueno ni malo en sí mismo. Lo instintivo en el hombre es indeterminado y puede
volverse moralmente bueno o malo, según se ordene o no se ordene por la razón.
Los instintos son premorales.
No
ordenado por la razón, este apego natural
se vuelve vicioso; deviene esa infatuación un poco ridícula por la cual el patriotero exalta a su país en forma
vana por encima de todo, para despreciar a los demás países, y tenerse él mismo
por una gran cosa por el mérito de haber nacido casualmente en tal lugar de la
tierra y no en otro; y otras macanas por el estilo que pueden degenerar en la
idolatría del ultra-nacionalismo. Hoy
día hay varios filósofos morales que se desatan contra el nacionalismo pintándolo como un crimen; el principal de todos,
Aldous Huxley, se refieren en realidad a este patriotismo vicioso de que hablo,
que los franceses llaman chauvinismo, los
ingleses jingoísmo y los alemanes chauvinisieren, uebertriebene Patriotismus y
Vaterlandprablerei, o sea patriotismo exagerado; el cual en su forma
extrema, no tiene nombre todavía, aunque ya existe. “Nacionalismo” lo llama
Huxley, con mal nombre; y con gran alegría de los liberales argentinos, que nos
anatematizan así a los pobres nacionalistas católicos argentinos.
Así
como puede ser exagerado, el patriotismo instintivo puede ser cohibido o
inhibido por una pasión contraria; que es lo que pasa con estos comunistas y socialistas.
“soy ciudadano del mundo”, dice Álvaro Yunque, y otros muchos. Si los
embarcaran a todos en un carguero y los descargaran en la isla de Sumatra –la
cual pertenece al mundo– al poco tiempo la mayoría tendría una añoranza o
morriña mortal de los cafés de la calle Corrientes, el castellano les parecería
la lengua más hermosa del mundo, y se pondrían a llorar si vieran un “trapo”
azul y blanco.
El
patriotismo es virtud cuando ese apego natural a lo propio entra en los ámbitos
de la razón; y es una virtud moral perteneciente al cuarto mandamiento, cuando
se ama a la patria por ser patria o
paterna; y es una virtud teológica que ingresa en el primer mandamiento
cuando ademas se ama a la patria por ser una cosa de Dios; y así tenemos el
patriotismo común y el patriotismo heroico, que poquísimos poseen hoy día. Así
siempre se puede amar a la patria, por fea, sucia y enferma que ande; y así amó
Cristo a su nación, que era “una cosa de Dios a literalmente, y por propia
culpa estaba por dejar de serlo; de modo que su amor era compasión; y así la
obra de ese amor fue conminación y consejo, antes que fuera demasiado tarde: no
le dijo requiebros sino amenazas, desde el bordo abrupto que domina por el
Norte la ciudad de Jerusalén. Y lloró sobre ella.
Hoy
día el régimen capitalista y el Estado totalitario (la tiranía, digamos su antiguo nombre) han vuelto muy difícil si no
imposible el amor a la patria. Hemos dicho que solamente se pueden amar las
cosas lindas; y si yo soy proletario –como de hecho lo soy– sé perfectamente
que todas las cosas lindas que tiene este país o cualquier otro no son para mí
de ninguna manera, ni siquiera remota. Entonces, por más cosas lindas que vea,
no producirán admiración o atracción en mí sino más y más resentimiento, a no
ser que un gran amor a Dios me sobreponga a estos afectos naturales. Si
religiosidad no hay, entonces es natural que se produzca el Himno del Proletario, que dice así, si
mal no recuerdo:
Vosotros lo tenéis todo
Nosotros no tenemos nada
Por causa de vuestra
ruindad.
¡Afuera el falso buen
modo
Y la caricia interesada!
¡No busquéis nuestra
amistad!
“La
injusticia multiplicada destruirá la convivencia”, dijo Jesucristo; y la
convivencia es el grado más bajo y el fundamento de la amistad social; el grado
que constituye esencialmente las patrias.
Si los sujetos que viven en un mismo campo de concentración geográfica se
odian cordialmente unos a otros, no se puede decir que allí exista patria; porque “si no amas a tu prójimo,
al que ves ¿cómo amarás a la patria a la cual no ves?”. En amor al prójimo se
resuelve prácticamente el amor a la patria; y si no es amor al prójimo, nada
es.
Esto
más o menos dijo el párroco el 25 de Mayo; y yo, viendo que no había
absolutamente nada más que decir, no dije nada; y por otra razón además no dije
nada, porque me pasé todo el tiempo del sermón durmiendo, que Dios me perdone.
“¡Jerusalén,
Jerusalén, que persigues a los profetas y trucidas a los que te son enviados!
Yo he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a los pollitos bajo sus
alas, y tú lo has impedido. ¡Si conocieses por lo menos ahora, en este día
tuyo, el último para ti, dónde está la paz tuya! Porque vendrán otros días
contra ti, y te cercarán tus enemigos con cerco, y te acorralarán, y te
apretarán por todas partes; y postrarán por tierra a ti y a tus hijos y a todos
cuantos están en ti; y no dejarán en ti piedra sobre piedra; a causa de que no
supiste conocer el día de tu visitación.”
[Lc
18, 9-14] Lc 18, 9-14
Este
Domingo décimo después de Pentecostés se lee la conocida parábola del Fariseo y
el Publicano, conocida incluso por los poetas, que la han glosado en diversas
formas –recuerdo ahora una novela amarga y heterodoxo de John Galsworthy
llamada El primero y el último, de la
que sacaron un film los yanquis–.
Lejos del tabernáculo,
que ceñían de un velo
de humo espeso, diez
lámparas de cobre desde el suelo
lejos del tabernáculo
que ceñían de un velo;
estaba el paralítico y
estaba el Publicano
y el hidrópico estaba y
el buen samaritano
estaba el paralítico y
estaba el Publicano...
Más allá, sobre un lecho
de mullidas alfombras
y entre un brillo de
sedas y lejos de las sombras
más allá, sobre un lecho
de mullidas alfombras,
estaba el Fariseo que
ante el Señor se exalta
rezando los versículos
de David en voz alta
estaba el Fariseo, que
ante el Señor se exalta...
etcétera. Esto es de un poeta argentino,
Horacio Caillet-Bois.
Como
está colocada después de la parábola de la Viuda Molesta, San Agustín y otros
muchos dicen que versa sobre la oración, y que recomienda la humildad al orar.
Es
eso; hay eso desde luego; pero hay otra cosa: hay un retrato de la soberbia religiosa, que había de ser, y
ya era, el principal enemigo de Cristo; retrato breve pero enérgicamente
incisivo, como un medallón o un aguafuerte. Jesucristo no vaciló en contraponer
entre sí a la clase social más respetada con la más repelida, ni en nombrar por
su nombre a esa clase social eminente, al denunciarla como infatuado religiosamente:
Fariseo y Publicano. Si nos
preguntaran cómo habría que traducir hoy día esas palabras para que sonaran
parecido a aquellos tiempos, habría que decir la parábola del Sacerdote y el Ciruja, o algo por el estilo: o, hablando con perdón, la parábola
del Sacristán y la Prostituta.
La
palabra fariseo no significaba
entonces lo que significó después de Cristo, así como la palabra sofista no significaba en el siglo de Platón lo mismo que
significó después –y por obra– de
Platón. Los fariseos eran los separados –eso
significa la palabra en arameo–, los puros, los distinguidos. No existe
hoy un grupo social enteramente
idéntico a los fariseos –aunque existe mucho fariseísmo desde luego–, por lo
cual no se pueden definir con una sola palabra. Si digo que los fariseos eran
el alto clero, los clericales, los jesuitas, los nazis, los oligarcas, los
devotos, los puritanos, los
ultramontanos, miento: aunque tenían algo de todo eso. Algunos los han
comparado con los Sinn-feiners de
Irlanda; otros con los Puritanos de
Oliver Cromwell. Eran a la vez una especie de cofradía religiosa, de grupo
social y de poder político; es todo lo que se puede decir brevemente; pero lo
formal y esencial en ellos era lo religioso: el culto, el estudio y el celo de
la Torah, de la Ley de Moisés, que
había proliferado entre sus manos, como un pedazo de gorgonzola. Preguntado un ham-haréss (hombre del pueblo)
israelita, hubiera dicho: “Son unos hombres muy religiosos, muy sabios y muy
poderosos”, más o menos lo que cree el pueblo hoy día de los frailes. El Evangelista al principio de
la parábola los define: “Unos hombres que se tenían a sí mismos por santos y
despreciaban a los demás”; es decir, soberbia religiosa. Queda entendido que no siempre fueron así los fariseos: fue
un ceto social que se corrompió. En tiempo de Jesucristo eran así. Antes de
Jesucristo habían sido la fracción política que mantuvo la tradición
nacionalista y antihelenística de los Macabeos. Después de Cristo, fueron el
espíritu que inspiró el Talmud y organizó
la religión judaica actual: puesto que la destrucción y la Diáspora, que acabó
con los Saduceos, no acabó con los fariseos. Éstos son indestructibles.
Los
Publicanos eran receptores de rentas
o cobradores de impuestos, pero no como los nuestros. Los romanos ponían a
subasta pública los impuestos de una Provincia; y el “financiero” que ganaba el
remate quedaba facultado para cobrar a la gente como pudiera –y, bajo mano, lo
más que pudiera–; lo cual hacía por medio de cobradores terribles, los publicanos, cordialmente odiados, como
todo cobrador: y mucho más por servir en definitiva a los romanos, los odiosos
extranjeros. En suma, decir publicano era
peor que decir ladrón; prácticamente
era decir traidor o vendepatria...
“Palabra
de honor os digo –dijo Cristo– que el
Publicano volvió a su casa justificado, y el otro no”...[4]. El que se llamó a sí mismo pecador,
volvió a su casa justo; el que se llamó
santo volvió con un pecado más. El
fariseo se tenía a sí por santo y al otro por miserable; y Dios no fue de la misma
opinión.
La
oración del fariseo, proferida en voz alta, de pie, cerca del santuario es una
obra maestra. Cristo no exagera ni se queda corto: la oración parece no
contener nada malo; pero está penetrada del peor mal que existe, que es el
orgullo religioso: “Gracias te doy, oh Dios, de que no soy como los demás
hombres: ladrones, injustos, adúlteros –ni como este publicano...–; ayuno dos
veces cada Sábado, pago los diezmos de todo lo que poseo...”. ¿Acaso es un
pecado conocer que uno no hace crímenes y dar gracias a Dios por ello?, dice el
reverendo George Herbert Box M A., profesor de Estudios Bíblicos y Rector del
Templo de Southton Bede, en el artículo “Pharisee”
de la Enciclopedia Británica, donde
se halla una curiosa defensa de los fariseos que prueba que su raza no ha
desaparecido del mundo. ¡Dichoso el que tiene un hijo que lo defienda después
de muerto!
Toda
la biografía de Jesús de Nazareth como hombre se puede resumir en esta fórmula:
fue el Mesías y luchó contra el
fariseísmo; o quizás más brevemente todavía: luchó con los fariseos. Ése fue el trabajo que personalmente se
asignó Cristo como hombre: su Empresa.
Todas
las biografías de Cristo que recuerdo (Luis Veuillot, Grandmaison, Ricciotti,
Lebreton, Papini) construyen su vida sobre otra fórmula: Fue el Hijo de Dios, predicó el Reino de Dios, y confirmó su prédica
con milagros y profecías. Sí, pero ¿y su muerte? Esta fórmula amputa su
muerte, que fue el acto más importante de su vida.
El
drama de Cristo queda así
escamoteado. La vida de Cristo no fue un idilio ni un cuento de hadas ni una
elegía, sino un drama. No hay drama sin antagonista. El antagonista de Cristo
fue el fariseísmo, vencedor en apariencia, derrotado en realidad.
Sin
el fariseísmo, toda la historia de Cristo fuera cambiada; y también la del
mundo entero. Su Iglesia no hubiera sido como es ahora; y el mundo todo hubiese
seguido otro derrotero, con Israel a la cabeza: triunfante y no deicida y
errante; derrotero enteramente inimaginable para nosotros.
Sin
el fariseísmo, Cristo no hubiera muerto en la cruz; y la Humanidad no sería esta Humanidad; ni la Religión, esta Religión. El fariseísmo es el
gusano de la religión; y parece ser un gusano ineludible, pues no hay en este
mundo fruta que no tenga gusano, ni institución sin su corrupción específica.
Todo lo que es mortal muere; y antes de morir, decae. El fariseísmo es el decay de la religión, míster George
Box... perdone usted, profesor de religión.
Es
la soberbia religiosa, es la corrupción más grande de la verdad más grande: la
verdad de que los valores religiosos son los más grandes. Eso es verdad; pero
en el momento en que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que
hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene
propiedad del diablo. El gesto religioso, cuando toma conciencia de sí mismo,
se vuelve mueca. No quiere decir que uno debe ignorar que es un gesto
religioso; quiere decir que su objeto debe ser Dios y no yo mismo. El publicano
decía: “Oh Dios, apiádate de mí, pecador.” El fariseo pensaba: “Estoy rezando:
conviene que rece bien porque yo soy yo; y hay que dar buen ejemplo a toda esta
canalla.” “No oréis a gritos, como los fariseos, ni digáis a Dios muchas cosas,
como los paganos; vosotros cerrad la puerta y orad en lo escondido; y vuestro
Padre, que está en lo escondido, os escuchará.”
Decía
don Benjamín Benavides que el fariseísmo, tal como está escrito en los Evangelios, tiene
como siete grados: 13 La religión se vuelve exterior y ostentatorio; 2) la
religión se vuelve rutina y oficio; 3) la religión se vuelve negocio o
“granjería”; 4) la religión se vuelve poder o influencia, medio de dominar al
prójimo; 5) aversión a los que son auténticamente religiosos; 6) persecución a
los que son religiosos de veras; 7) sacrilegio y homicidio. Esto me fue dicho,
ahora recuerdo, en San Juan, la noche de Navidad de 1940, tres o cuatro años
antes del Terremoto, cuando yo sabía teóricamente que existía el fariseísmo,
pero todavía no me había topado con él en cuerpo y alma. De modo que en suma,
el fariseísmo abarca desde la simple exterioridad
(añadir a los 613 preceptos de la Ley de Moisés como 6.000 preceptos más y
olvidarse de lo interior, de la misericordia y la justicia) hasta la crueldad (es necesario que Éste muera,
porque está haciendo muchos prodigios y la gente lo sigue; y que muera del modo
más ignominioso y atroz, condenado por la justicia romana), pasando por todos
los escalones del fanatismo y la hipocresía. Éste es el pecado contra el
Espíritu Santo, el cual de suyo no tiene remedio. Aquel que no vea la extrema
maldad del fariseísmo –que realmente es fácil de ver–, que considere solamente
esto: la religión suprimiendo la
misericordia y la justicia. ¿Puede darse algo más monstruo?
Yo
le envidio a Jesucristo el coraje que tuvo para luchar contra los fariseos. Yo,
excepto en un solo caso, cada vez que me topé con un fariseo grande, me he
quedado alelado y yerto, como un estúpido; es decir, estupefacto.
Sin
embargo, siento simpatía por el fariseo Simón, Simón el Leproso, aquel a quien
Cristo le reprochó: “No me besaste”, el que invitó a comer a Cristo y al final
de la comida se le colaron sin billete ¡la Magdalena y Judas! No todos los
fariseos eran malos: algunos eran santulones, pero no hipócritas. De entre
ellos salieron algunos buenos cristianos: San Pablo, por ejemplo.
La
parábola termina con esta frase: “Todo el que se exalta será humillado y todo
el que se humilla será exaltado”, cuyo sentido es obvio.
Pero
ella comienza con otra frase, que es misteriosa: “Cuando vuelva el Hijo del
Hombre ¿creéis que encontrará fe sobre la tierra?”. Cristo conecta
proféticamente su Primera y Segunda Venida, indicando que el estado de la
religión será parecido en ambos momentos, el Primero y el Ultimo.
Aquí
hay que corregir otra vez con todo respeto a San Agustín; el cual, viendo en el
siglo IV “las iglesias llenas” (sermón 115) y la fe creciendo día a día, no se
podía imaginar una crisis de la fe como, por ejemplo, la nuestra; y en
consecuencia dice: “¿De qué fe habla el Salvador? Habla de la fe plena, de la
fe que hace milagros, de la fe que mueve las montañas, de la fe perfecta, de la
fe que es siempre muy rara y de muy pocos”... No. Cristo habla de la fe en
seco. Viendo el estado de la religión en su tiempo en que por causa del
fariseísmo, en los campos la gente andaba “como ovejas que no tienen pastor”; y
en las ciudades “con pastores que eran lobos con piel de oveja” –los cuales
iban a derramar la sangre del buen Pastor–, se acordó repentinamente del otro
período agónico de la religión, en que la situación religiosa habría de ser
parecida o peor; y exhaló ese tremendo gemido.
Con
razón anota monseñor Juan Straubinger comentando este versículo: “Obliga a una
detenida meditación este impresionante anuncio que hace Cristo, no obstante
haber prometido su asistencia a la Iglesia hasta la consumación del siglo. Es
el gran “Misterio de Iniquidad” y la “gran apostasía” que dice San Pablo en II
Tesalonicenses 2, y que el mismo Señor describe varias veces, sobre todo en su
discurso escatológico.”
Hay
pues dos profecías en el Evangelio que parecen inconciliables: una es que “las
Puertas del Infierno no prevalecerán contra ella”; otra es que cuando vuelva
Cristo “apenas encontrará fe sobre la tierra”. Y la conciliación debe de estar
en el principio o norma que dio Cristo a los suyos respecto a la Sinagoga ya
desolada y contaminada: “En la cátedra de Moisés se sentaron y enseñaron los
Escribas y Fariseos: vosotros haced todo lo que os dijeren, pero no hagáis
conforme a sus obra.” La Iglesia no fallará nunca porque nunca enseñará
mentira; pero la Iglesia será un día desolada, porque los que enseñan en ella
hablarán y no harán, mandarán y no servirán; y mezclando enseñanzas santas y
sacras con ejemplos malos o nulos, harán a la Iglesia repugnante al mundo entero,
excepto a los poquísimos heroicamente constantes.
Los
cuales tendrán, sí, oh Agustín, una fe más grande que las montañas.
[Mc 7,
31-37] Mc 7, 31-37
La
curación de otro Sordomudo, muy diferente en su “técnica” de la que ya hemos
visto el Domingo tercero de Cuaresma; pero aquella de un
endemoniado-ciego-sordo-mudo tuvo lugar después que ésta, en el período que
llaman de las Ultimas Excursiones, en el tercer año; y ésta, de un sordo de
nacimiento –que le dio mucho más trabajo– fue en Galilea, al fin del primer
año, o principios del segundo.
Al
otro, Cristo lo curó con un simple grito que le lanzó al demonio; a éste le
hizo una cantidad de curanderismos raros: 1) Lo llevó aparte de la gente; 2) le
metió los dos dedos índices en las dos orejas; 3) tomó saliva con el dedo y se
la puso en la lengua; 4) levantó los ojos al cielo; 5) dio un gemido; 6) le
dijo la palabra “éffetta”, que
significa ábrete y que San Marcos
pone en arameo y luego traduce al griego; después de lo cual el lisiado “habló
y daba gracias a Dios”. La Iglesia ha incorporado todos estos gestos de Cristo
a la liturgia del bautismo.
¿Para
qué hizo Cristo toda esta pantomima? ¿Para impresionar a la gente? No, porque
“apartó al enfermo” de la gente. ¿Porque era necesario sugestionarlo? No,
porque cuando resucitó muertos, no los sugestionó primero. ¿Para producir una
buena disposición en él? No parece necesario. ¿Para crear un símbolo o una
lección espiritual? Por ahí vamos mejor.
¿Qué
fueron los milagros de Cristo? Fueron lecciones; porque “etiam gesta Vertí, verba sant”, dice San Ambrosio: los hechos del
Verbo son también verbos, o palabras. Por eso los milagros de Cristo son todos
diferentes, y no tienen una “técnica” pareja. El doctor germano H. E. C.
Paulas, padre del racionalismo bíblico, dice que Cristo fue simplemente un
curandero genial, quizás un hipnotizador; pero todo curandero tiene su
“procedimiento”. Cristo curó a este sordomudo con este “procedimiento”; y al
otro, un año después, sin procedimiento, con una palabra.
Un
momento antes de curar a éste, curó a la hija de la Sirofenisa sin nada, de
lejos, sin verla. A algunos les exigía la fe; a otros, no. Con algunos hacía
maniobras complicadas, a otros les decía simplemente: “Quiero: sé limpio”; y a
otros se negaba a sanarlos. En algunos lugares se negaba acérrimamente a hacer
curaciones, otras veces las hacía sin que se lo pidiesen, alguna vez provocó a
los Apóstoles a que le rogaran un milagro. A un cadáver resucitó porque se lo
rogó su padre; a otro porque vio llorar a sus hermanas; a otro sin que nadie le
dijera una palabra. Se ponía furioso cuando los fariseos le pedían “un signo en
el cielo”. Al de su predicación hacía milagros en serie: “lo rodeó una gran
muchedumbre y curó a todos sus enfermos”; al fin de su lucha, unos pocos
milagros resonantes cuidadosamente preparados y elaborados, como pequeñas
piezas dramáticas, como las piezas del teatro griego, como Antígona: un hecho central despampanante y en torno de él el
diálogo, los coros y las largas consideraciones lírico-dramáticas bordadas
sobre el suceso. En suma, los milagros forman parte inconsútil de la enseñanza de Cristo; y enseñar para
Cristo no era hacer conferencias o aprender de memoria la tabla de multiplicar,
sino iluminar y limpiar las almas, las dos cosas juntas y obrando
recíprocamente una sobre otra. “Perdonados te son tus pecados”. ¿Quién es éste
para osar decir eso? “¿Qué os parece que es más difícil decir, “te perdono tus
pecados” o “levántate y anda”? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene
potestad de perdonar pecados, levántate –dijo al paralítico– alza tu camilla,
y vete.”
¿Qué
significa pues el milagro de este Sordo? Algunos han dicho que significa la
Confesión, y que el soplar Cristo en el rostro de los Apóstoles al instituirla
es recuerdo del “éffetta” y del
gemido; pero esto no coincide y es forzado. La interpretación más natural del
símbolo que dan la mayoría de los Santos Padres, es que significa la conversión a la fe, el nacimiento de
la fe en el hombre. “La fe es por el oído.” Este leso no era mudo de boca sino
sordo de nacimiento; y es sabido que los sordonatos no pueden hablar bien
porque no pueden aprender a hablar; pero por medio de la vista o el tacto
–tocando los labios de otros hablantes– pueden llegar a aprender algo y hablar
rudamente; y eso es lo que dice el texto griego, que lo llama “moguilálon” (tartamudo, balbuciente,
tartaja; literalmente “el que habla penoso”) y no kofoón, como diría si fuera mudo del todo. Así pues Cristo indicó
la preparación para la fe al llevarlo aparte de la multitud y al abrirle los
oídos; la necesidad de la gracia, con la mirada al cielo; la palabra de Dios
significada por su saliva; lo que le iba a costar a Él darnos la fe, con el
gemido; después de lo cual el Sordo “habló alabando a Dios”: “credidi, propter quod locutus sunt”, he
creído, y por eso hablo. La gente se admiró; y Cristo les pidió que no lo
propalasen; porque la fe es amiga de la reserva y la modestia; y ellos hicieron
todo lo contrario; porque el entusiasmo es amigo del ruido. Este Mudo no lo era
del todo, pues podía hablar un poco; y este hablar un poco significa la razón
humana, que es anterior a la fe.
Si
quieren más alegorías, pueden leer los Santos Padres antiguos. Orígenes,
Teofilacto, Agustino, Crisóstomo: El dedo significa el Espíritu Santo, la
saliva significa la Sabiduría porque viene de la cabeza, levantar los ojos
significa la Oración, el gemido significa la Pasión de Cristo, el Sordo
significa la Gentilidad”, etcétera.
Los
antiguos querían encontrar un significado a cada uno de los pormenores de las
parábolas o milagros, lo cual es fácil con un poco de imaginación; pero es
arbitrario, y al final cae en el ridículo: alegorismo
que los modernos no podemos tragar, y con razón. Pero Maldonado, uno de los
precursores de la exégesis moderna, cae en otro error peor: reaccionando al
excesivo alegorismo antiguo –al
comentar la parábola del Convite, que ya hemos visto– afirma que no todo se ha de alegorizar, porque hay
en los Evangelios rasgos de adorno, rasgos
superfluos, dice; es decir, cosas
inútiles en puridad; lo cual equivale a decir la inocente blasfemia de que él
las hubiese hecho mejor a las parábolas, si lo dejan, pues es capaz de
distinguir lo que es “superfluo”.
Así
como Torres Amat publicó una traducción del Evangelio –que según dicen robó al
jesuita Petisco– añadiéndole una cantidad de palabras que Cristo no dijo
(Evangelio con viruelas) así Maldonado podría haber hecho una traducción con
recortes suprimiendo una cantidad de palabras de Cristo “¡superfluas!”. De
hecho existe en Norteamérica una Biblia podada, llamada Pocket-Bible, el ideal de Maldonado.
Y
el error de ambos, tanto de los superalegoristas como de los podadores o superfluistas, es que no conocían la
índole de la literatura oral oriental; y confundían el símbolo, que es propio de ella, con la alegoría, que es propio de las literaturas más desarrolladas; y que
en el fondo es un género inferior y un poco pueril. Ver las alegorías de Lope, por ejemplo:
Pobre barquilla mía.
Entre peñascos rota.
Sin velas desvelada.
Y entre las olas sola...
La
barquilla es su vida; y todos los pormenores que pone allí el poeta
corresponden a sucesos más o menos exagerados de su vida. Pero la parábola no
es así: es un género más primitivo, natural y apretado; y en realidad, más
profundo.
De
modo que, en resumen, los milagros de Cristo son a la vez tres cosas que
comienzan con L: Legación, Limosna y Lección. Son el sello de la Legación
divina, las credenciales con que el Padre acreditaba a su Enviado y a todo
cuanto Él dijera; son una Limosna con que la Compasión de Cristo se inclinaba
sobre la miseria humana (“plata ni oro yo no tengo, pero de lo que tengo te
doy”); y son al mismo tiempo Lecciones, porque el Señor se arreglaba, a la facción
de gran dramaturgo, para dar a esos gestos portentosos el significado recóndito
de un misterio de la fe; para volver en suma en alguna forma lo Invisible
visible: porque “lo Invisible de El, por las cosas por El creadas, entendidas,
se manifiesta”, dice un texto apretado de San Pablo; el cual se puede glosar
así: Dios es invisible; pero sus
atributos y cualidades se pueden columbrar un poco por la Creación; mas para
eso hay que entender lo creado; lo cual se llama el don de entendimiento; del
cual el Maestro por excelencia fue Cristo; y así la Deidad que no sólo es
invisible sino hiperinvisible, trascendente... se manifiesta al hombre como en
espejos y en enigmas durante esta vida al que es solicito en verla y en
buscarla. Los puros de corazón, ésos verán a Dios.
El
sordo de nacimiento vio a la Deidad Invisible encarnada en un hombre a través
del milagro con que lo favoreció el Cristo, y “alabó a Dios”; pero antes creía
en Dios, porque lo había visto a través de los milagros naturales de esta gran
arquitectura de cielos y tierra, en la cual “vivimos, nos movemos, y somos”.
Primero usó de su razón (“moguilálon”) y después
recibió la fe.
[Lc
10, 23-37] Lc 10, 25-37
La
parábola del Buen Samaritano, que trae Lucas en X, 23, y se lee hoy, está
henchida de conclusiones cristianas. Todas
las parábolas lo están, naturalmente; pero en ésta las enseñanzas son no sólo
diversas sino como opuestas al Talmud; al judaísmo específicamente
judaico, no al mosaísmo. De ellas retendremos solamente tres, la caridad con el
prójimo como una “obligación” capital y necesaria; la extensión del concepto de
prójimo a todos los hombres; y una alusión poco sabrosa a los Sacerdotes y
Levitas, que se le ha de haber escapado a Cristo... ¿Por qué diablos no habrá
puesto como ejemplos de inmisericordes a un Banquero y a una Actriz, y no a un
Sacerdote y un Levita? ¿Y por qué tengo que explicar yo delante de toda mi
feligresía esta parábola que les puede dar malos pensamientos, sin poder
cambiarle una sola palabra?
No
sé si peco de irreverencia transcribiendo aquí el “arreglo” moderno de esta
parábola hecho en 1945 por un poeta de estos reinos; de esta nación ubérrima y
feliz, tierra de promisión para todos los vivos que quieran habitar en ella,
como dice el Locutor. Dice así: “Un hombre bajaba una vez de Jerusalén a
Jericó, el cual cayó en manos de bandoleros que a tiros lo dejaron por muerto.
Y sucedió que pasó por el mismo camino un Político, y no lo vio; pasó después
un Militar, y le encajó un balazo más. Pero pasó un pobre Turco y se llenó de
compasión; y dijo “Aunque éste no es mi prójimo, sin embargo me voy a bajar, y
lo voy a curar...”. Pero en ese momento recapacitó y dijo: “–¿Y si me encuentra
aquí la policía, qué pasa?”. Y metiendo todo el acelerador disparó a todo lo
que daba... Moraleja: guárdate de los
ladrones; pero guárdate más de la policía...
Esto
es humorismo, y por cierto muy barato; la parábola es seria, aunque hay unos
toques de humorismo en la manera un poco oblicua y socarrona con que Cristo
responde a las tres preguntas que el Doctor de la Ley le pone, que eran
batallonas preguntas entre aquellos doctores; y fueron puestas, dice el
Evangelio, “con intención de embromar”:
“¿Qué
hay que hacer en suma para salvarse?”. “¿Cuál es el mandato en que se suman
todos los mandatos?” y “¿Quién es mi prójimo?”. Esta última pregunta, Cristo la
responde reiterándola, es decir, mandándola de rebote, después de haber contado
su intencionado cuentito. “¿Decid ahora vos mismo quién es el prójimo aquí? Es
claro que es el que hizo misericordia...”. Y entonces Cristo en vez de
contestarle: “¡Muy bien habéis respondido!” como le había dicho en la segunda
pregunta, le dijo: “Andad y haced vos lo mismo.” Porque: está bien saber la
Ley, predicarla está mejor; mas cumplirla sí que es ser... entre doctores,
Doctor.
Lo
que hizo el Turco de la Parábola –que no era un pobre Turco, porque tenía por
lo menos una mula propia (“jumentum
suum”) que pudo ser también caballo, y dos denarios de sobra, que le dio al
posadero– es muy diverso de lo dicho arriba: se bajó y cuidó tan solícitamente
al herido como si fuese su hermano –Cristo detalla allí la cura–, lo puso en su
cabalgadura y volvió atrás desde el desierto de Judá a la Parada que hoy llaman
del Buen Samarita y en aquel tiempo llamaban Casteldesangre; y confiándolo al
posadero con sus dos monedas de plata, le prometió pagar todos los gastos si
acaso pasaban de dos dólares –es decir “yo corro con todo”. Gesto noble. “¡Yo
turquita buenita; turquito buena yo, butrón, turquita ortodoxa griega muy
buenito, butrón!”.
Los
moralistas cristianos han deducido de esta parábola que yo tengo obligación
grave de ayudar al que está en necesidad grave, pudiendo hacerlo, sin más
averiguaciones que haber topado con él, aunque sea por azar; y aunque el
lazrado no sea ni siquiera primo tercero de mi cuñado, sino un judío
cualquiera, que ni se pueden ver con los turcos. “Hace ya miles de años
–escribe Simona Weil–, ya los egipcios pensaban que nadie puede ser justificado
después de morir, si su alma no puede decir a Dios: “no he dejado sufrir hambre
a ninguno””[5], Todos los pueblos del
mundo han creído lo mismo. Todos los cristianos nos sabemos expuestos a que
Cristo mismo nos diga: “Tuve hambre y no me diste de comer.” Nadie osará afirmar
que sea inocente un hombre cualquiera que, teniendo medios, consintiera que
otro se muera de hambre... si se le plantea la cuestión en términos generales;
aunque en términos concretos, quizás él mismo esté dejando morir de hambre a su
madre, si a mano viene; porque así es la flaqueza humana; y el mismo Doctor de
la Ley, a juzgar por la manera como Cristo le responde, sabía muy bien la Ley,
pero no sabemos si la sabía para los demás solamente o para él mismo también;
porque una cosa es predicar, y otra cosa es dar trigo, aymé; y yo que predico tan lindo, trigo no tengo por suerte; que si
lo tuviera, quién sabe lo que haría.
De
manera que mi prójimo es el que raye, sea turco, judío, protestante o
colectivero; aunque con esto no se niega que a mi madre le debo yo más que al
Padre Trabi; y en caso de naufragio y no tener más que un bote, primero debo
salvar a mi madre que al Padre Trabi; porque la caridad es universal, pero es
también ordenada; y más quiero a mis dientes que a mis parientes; y mas a mis
parientes que a las otras gentes, como dicen los gallegos. Los talmudistas en
tiempo de Cristo, a fuerza de disputar, habían llegado –Hillel y algunos otros–
a una conclusión que no está en el Deuteronomio, y que Cristo aprobó
grandemente; que el Mandato Máximo, en el cual se resumía toda la Ley de
Moisés, es éste: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda tu
alma y con todas tus fuerzas; y [por ese mismo amor] al prójimo como a ti
mismo.” Esto no está escrito así en Moisés, pero ellos habían llegado a eso a
través de la meditación de los Profetas. Sólo que era un poco demasiado grande
tanta belleza, y la echaban a perder enseguida poniendo en cuestión “¿quien es
mi prójimo?”, a la cual Shamái y su escuela respondían que solamente los
parientes próximos y quizás algunos amigos; Hillel y su escuela, que eran todos
los judíos y quizá también algunos gohím de
los mejores, de los que estaban a punto de convertirse al judaísmo, como el
Centurión Romano de Cafarnaúm; pero ninguno que se sepa en aquel tiempo se
abrevió a extender el precepto de la caridad a los extranjeros, los herejes,
los enemigos. Eran enemigos los judíos y los samaritanos; y el Buen Samaritano
no se fijó en que el herido era judío. Eran despreciados y abominados como
herejes los samaritanos por los judíos. El Escriba sin embargo, guiado por
Jesucristo, confesó la verdad cristiana, que había que querer incluso a los
herejes y a los enemigos, cuanto más a los extraños y extranjeros. Cuando se
dijeron esas palabras, nació en el mundo la Cristiandad; ahora que se han
retirado y nos estamos volviendo extranjeros unos a otros, la Cristiandad
periclita y muere. La convivencia se vuelve en el mundo de más en más difícil;
y en un legajo de correspondencia diplomática secreta que tengo yo en este cajón
llamada Cartas de un Demonio a Otro, la
principal instrucción que les da Satanás a los dos demonios que manda de
nuncios al Río de la Plata, llamados Juan Conrropa y Añang-Mandinga, es la de
que “destruyan la convivencia”.
La
tercera observación es que Cristo escogió irónica o humorísticamente como
ejemplos de inmisericordes a dos miembros del “Clero”; lo cual prueba que eso
ocurría de hecho en aquel tiempo, porque Cristo era demasiado buen artista para
poner en sus cuentos cosas inverosímiles; y por tanto, si pasara también en
nuestros tiempos, no habría que desesperarse en demasía. Tengo un amigo que
anda enloquecido con este “problema”, como
lo llama él: “en el clero argentino no hay nobleza: carece de nobleza el clero
argentino. ¿Cómo puede ser eso? ¿Las virtudes sobrenaturales destruyen las
virtudes naturales? De suyo el oficio de sacerdote no es vil. ¿Cómo es que el
clero argentino es vil, hablando en general; o por lo menos es servil?”. Con
esta cuestión el hombre, que también es clérigo, se enloquece literalmente;
porque, según él, esta cuestión está de tal modo conectada con su fe, que
resolverla es para él “cuestión de vida o muerte”, dice con énfasis.
Yo
le respondo: “–¿De dónde sacás que no hay nobleza en el clero? ¿De que ningún
sacerdote hizo hacia vos un gesto noble, cuando te hallaste según relatas en
peligro de perder la vida y aun el alma, lo cual tengo por exagerado? Ese
argumento no prueba. Porque había que ver “si podían” hacer ese gesto noble...
El argumento probaría, si constara que no lo hicieron “pudiendo” hacerlo.”
Él
dice: “–Monseñor Mandinga no lo hizo pudiendo y aun debiendo hacerlo.”
Yo
digo: “–Monseñor, Mandinga no es “todo” el clero argentino.”
Pero
supongamos que por un imposible todo el
clero argentino perteneciera a la raza de los que Jesús llamó Dicen-y-no-Hacen; eso no invalidaría
para nada lo que dicen. Porque Cristo
en su parábola no concluyó: “los de nuestro clero han dejado a un lado por sus
ceremonias la misericordia y la justicia; por tanto, la Sinagoga ha caducado”.
Al contrario, dijo: “Haced todo lo que predican; no hagáis lo que practican.”
La Sinagoga caducó, ciertamente; pero no entonces: la Sinagoga caducó en el
momento en que Caifás, con su autoridad de Sumo Pontífice, conjuró a Cristo que
contestara si era o no el Mesías. A lo cual Cristo obedeció y contestó,
sabiendo que le costaba la vida, que sí lo era. Y Caifás, en nombre de la
Sinagoga lo rechazó como Mesías, gritándole “¡Blasfemo!” y “¡Reo de Muerte!”;
rechazo que reiteró el pueblo al escoger un rato después a Barrabás, y al decir
a Pilato: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. No tenemos
más Rey que el César.”
Aunque
todo el clero junto no hiciera lo que dice, yo lo había de hacer. Pero por
suerte, aquello no es verdad. Hay turquitos buenos. Hay gente que aún da
testimonio, a veces donde menos se pensaría salta gente así. Algo hay. Unos se
limitarán a curar a un herido, otros prestarán la mula, y los terceros darán
los dos o los veinte denarios: un tercio del gesto total, nobleza terciada,
como vino rebajado; pero siempre es algo en un país bastardeado. Y debe existir
el noble entero en alguna parte ¿Cómo se puede admitir lo contrario? ¡Oh Dios!
¿cuándo saldrá y lo veremos?
Sea
como fuere, de lo que no hay duda es de que existe en Cristo el Buen Samaritano
entero y no terciado. Él recogió a la humanidad herida, que había caído en
manos de ladrones; echó en sus llagas aceite, que significa paciencia, y vino,
que significa amor; la vendó lo mejor posible, la confió a un estabularlo que
hiciese sus veces, y se fue a sus asuntos, prometiendo
volver y ajustar la cuenta. Cuando hizo la parábola y puso como héroe de
ella al Turquito, quizás recordó que varias veces los fariseos le habían
gritado a él mismo en son de escarnio la palabra “¡Samaritano!”; es imposible
que no lo haya recordado (samaritano, para
los judíos era como si dijéramos turco; y
mucho peor todavía).
[Lc17,
11-19] Lc 17,11-19
El
evangelio de este Domingo relata la curación de diez leprosos, y se podría
llamar “el Evangelio de la Ingratitud”, tomando ese título de un gran sermón de
San Bernardo, el XLm. Aparentemente no hay nada que comentar en él: el Salvador
o Salud-Dador-que esto significa Salvadorcuró a los leprosos, uno de ellos dio
la vuelta a darle las gracias y el Salvador reprendió la ingratitud de los
otros nueve. El gran exégeta Maldonado dice: “el que quiera interpretaciones
alegóricas, que lea San Agustín, Teofilacto o San Bernardo”; la interpretación
literal no tiene dificultad ninguna, es un relato simple, uno de tantos entre
los milagros que hizo Nuestro Señor... La gratitud y la ingratitud todos saben
lo que son: al Samaritano curado que volvió a agradecer, Jesucristo le dijo:
“Tu fe te ha sanado”, como lo hubiera dicho a los otros nueve judíos si
hubieran venido; porque fe aquí (pastís en
griego) significa simplemente confianza, fiarse
de alguno, que es el significado primitivo de esa palabra, dice Maldonado. Y
ellos tuvieron confianza en Cristo que les dijo: “Vayan a mostrarse a los
sacerdotes”, que era lo que el Levítico, capítulo XIV, mandaba a los leprosos ya curados; ellos se pusieron en camino
confiadamente: y en la mitad del camino se sintieron sanos...
No
hay nada que comentar. No hay enseñanzas profundas... Listo.
En
cualquier trozo del Evangelio hay una enseñanza profunda: sucede sin embargo
que no la vemos: no somos capaces de desentrañarla a veces.
Lástima
que Maldonado murió hace casi cuatro siglos: me gustaría hablar con el.
–¡Che,
andaluz! –le diría–. ¿No te parece que Cristo hizo aquí una andaluzada? ¿Te
parece tan sencillo lo que dijo Cristo? Dime un poco, gachó: los leprosos curados ¿fueron todos al sacerdote, recibieron
su certificado que los restituía a la vida social, y entonces el Samaritano
volvió a dar gracias a Cristo, y los demás se fueron a sus casas? ¿No es así?
–¡No!
De ninguna manera. El Evangelio no dice eso...
–¡Qué
lástima! Porque si lo dijera tendrías razón tú: no habría nada que comentar:
menos trabajo para mí.
–El
Evangelio dice expresamente que apenas se sintió curado, el Samaritano volvió
grupas y vino a “magnificar a Dios con grandes voces”; de los demás no dice
dónde fueron; pero es más que probable que fueron a presentarse a los
Sacerdotes, como la Ley se los mandaba, y como a ellos les convenía
tremendamente; porque has de saber que –diría Maldonado con su gran erudición–
por la ley de Moisés –y muy prudente ley higiénicamente hablando– los leprosos
eran separados (que es como todavía
se dice “leproso” en lengua alemana Aussaetzige),
eran denominados impuros y debían
gritar esa palabra y agitar unas campanillas o castañetas cuando alguien se les
acercaba; no podían vivir en los pueblos, y solían juntarse en grupitos para
ayudarse unos a otros los pobres –cosas todas que se ven en este evangelio– y
para ser liberados de estas imposiciones legales en caso de curarse –pues la
lepra es curable en sus primeros pasos, y además existe la falsa lepra– debían
ser reconocidos y testificados por los sacerdotes... De modo que es claro lo
que pasó: uno volvió a Cristo y los demás siguieron su camino adonde debían y
adonde además los había mandado el mismo Cristo..., me diría Maldonado.
–Por
lo tanto –habría de decirle yo– si es así, aquí Cristo estuvo un poco mal, pues
reprendió a los nueve judíos que no hacían sino lo que él les había dicho; y
los reprendió antes de saberse si iban a volver o no después, a darle las
gracias. Su conducta es bastante inexplicable. Parecería que pecó de apresurado
en condenar de ingratos a los nueve judíos; y de presuntuoso en pretender le
diesen las gracias a Él antes de cumplir
con la Ley. Los que estaban allí debieron de haberse asombrado; y uno de
ellos podía haberle dicho: “No te apresures, Maestro, en reprender a los otros;
al contrario, éste es el que parece merecer reproche, porque ha obrado
impulsivamente, irrefrenablemente...”.
–Yo
soy un teólogo de gran fama, conocido en toda Europa, por lo menos en los
dominios de la Sacra Cesárea Real Majestad de nuestro Amo y Señor Carlos V de
Alemania y Primero de España; he enseñado en la Universidad de París, donde
desbordaban mis aulas de alumnos, y de donde tuve que salir por la malquerencia
y envidia de los profesores franceses, y retirarme a Bourges a componer mi Comentario a los Evangelios, que es lo mejor
que ha producido la ciencia de la Contrarreforma; y a mi se me ha aparecido dos
veces en sueños el Apóstol San Juan, como cuenta el Menologio de Varones Ilustres de la Compañía de Jesús. Tú eres un
pobre cura, que no se sabe bien si pertenece al clero regular o irregular, de
una nación ignorante y chabacana, sin educación, sin tradición y sin solera. De modo que es mejor que ni
hablemos más –me figuro me diría Maldonado si estuviera vivo: que era bastante
vivo de genio.
Por
suerte está muerto. Si él ha visto en sueños al Apóstol San Juan, yo he visto
al demonio innumerables veces; y si él tiene el derecho de no asombrarse del
Evangelio, yo tengo el derecho de asombrarme todo cuanto puedo. No es exacto
que Jesucristo es profundo, como dije arriba, me equivoqué. Platón es profundo,
San Agustín es profundo; Jesucristo no dice nada más que lo que dice el
seminarista Sánchez o el peor profesor de Teología; pero lo que dice es
infinito, y hasta el fin del mundo encontrarán los hombres allí cosas nuevas.
Platón tiene una teoría profunda sobre la inmortalidad del alma; Jesucristo no
hace más que afirmar la inmortalidad del alma. Pero ...
La
conducta con el Leproso Samaritano significa simplemente que, según Cristo, las
cosas de Dios están primero y por encima de todos los mandatos de los hombres;
una nota que resuena en todo el Evangelio continuamente; y que en realidad define al Cristianismo.
Dios
está inmensamente por encima de todas las cosas. Delante de Él todo lo demás
desaparece; la relación con Él invalida todas las otras relaciones. El leproso
samaritano que en el momento de sentirse curado sintió el paso augusto de Dios
y se olvidó de todo lo demás, hizo bien; los demás hicieron mal. Y la palabra
con que Cristo cerró este episodio: “Levántate, tu fe te ha hecho salvo”, no se
refiere solamente a la confianza común que tuvo al principio en Él –la cual no
fue la que lo sanó, a no ser a modo de condicionamiento– sino también a otra
divina confianza que nació en su alma al ser limpiado; y que limpió su alma con
ocasión de ser limpiado su cuerpo; y que importa mucho más que la salud del
cuerpo. Porque lo que hizo este forastero
al volver a Cristo, no fue gritarle como antes desde lejos “¡Maestro!”,
sino tirarse en el suelo con el rostro ante sus pies, postrarse panza a tierra,
que es el gesto que en Oriente significa la adoración de la Divinidad. Por lo
tanto: “levanta y vete tranquilo, tu Fe te ha salvado”, cuerpo y alma.
Dios
está inmensamente por encima de todas las cosas. ¿Eso lo ensenó Cristo? Eso lo
dijo mucho antes el Bhuda, Sidyarta Gautama. Sí, pero en Cristo hay una
palabrita diferente, una palabrita terrible. “Por Dios debes dejarlo todo”,
dijo el Bhuda. Cristo dijo lo mismo: “Por “Mí” debes dejarlo todo”.
Esa
palabrita diferente resuena en todo el Evangelio:
“El
que ama a su padre y a su madre más que a Mi,
no es digno de mí”.
“El
que deja por Mi, padre, madre,
esposa, hijos y todos sus bienes”...
“Os
perseguirán por Mi nombre”...
“Os
darán la muerte por causa Mía”...
“Deja
todo lo que tienes y sígueme”...
“Deja
a los muertos que entierren a los muertos”...
“La
vida eterna es conocerme a Mi”... Y así
sucesivamente.
De
manera que en este evangelio hay también una paradoja, que no vio Maldonado –lo
cual no le quita nada al buen Maldonado– que es la eterna paradoja de la fe; y
en la manera de obrar de Cristo con el leproso Samaritano está afirmada –como
en cada una de las páginas de cada uno de estos cuatro folletos– lo que
constituye la originalidad y por decirlo así la monstruosidad del cristianismo; que es una cosa sumamente simple
por otro lado: “Dieu premier serví”, como
decía Juana de Arco: Dios es el Absolutamente Primero; Dios es el Excluyente,
el Celoso; y... Cristo es Dios.
Mas
si pide de nosotros gratitud –o si quieren llamarla correspondencia–, no es porque El la necesite sino porque nosotros
la necesitamos. La ingratitud seca la fuente de las mercedes, y hace imposible
a veces los beneficios; como podemos constatar a veces en nuestra pequeña
experiencia que a pesar de desearlo no podemos hacer bien a alguna persona;
porque por su falta de disposición, no recibirá bien el bien; de modo que lo
convertirá en mal.
–¿Por
qué no viene usted más a visitarme?
–Porque
no le puedo hacer ningún bien.
–¿Y
por qué no me puede hacer ningún bien?
–Porque
una vez le hice un bien... y usted me tomó por sonso.
Dios
a veces no nos hace nuevos beneficios, porque no le hemos agradecido bastante
los beneficios pasados. No los hemos tomado como beneficios de Dios, sino como
cosas que nos son debidas; lo cual es
tomarlo a Dios por sonso.
[1]Paul Claudel.
[2]No hablo de este libro, que
de hecho se ha publicado, porque no cumple que yo diga que está bien escrito.
Pero si ustedes prefieren la opinión del P. Furlong a la mía, digamos que “no
hay regla sin excepción”.
[3]El año 1955 la Domínica Nona
cayó el 31 de julio.
[4]Hay un error de traducción
en la Vulgata y en muchos evangelios castellanos que dan la siguiente frase
absurda: “Volvió a su casa más justificado que el otro”, o bien: “justificado
en parangón con el otro”; frases con las cuales luchan inútilmente San Agustín
y Maldonado, por no poseer entonces un texto griego críticamente depurado.
[5]Libro
de los Muertos, ERE, V, 478.