viernes, 22 de enero de 2016

LIBROS-PADRE LEONARDO CASTELLANI-"EL EVANGELIO DE JESUCRISTO 2ºY3ºP.(4)

EL EVANGELIO DE JESUCRISTO



DOMINGO SÉPTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Mt 7, 15-21] Lc 6, 39-45

            El evangelio de hoy (Mt VII, 15) está tomado del final del Sermón de la Montaña, y es un aviso sobre los falsas profetas seguido de la parábola de la Uva y del Abrojo, o sea de los frutos del buen y el mal Árbol; los cuales se dan como señal para conocer el Seudoprofeta.            Cristo previno muchas veces contra los Seudoprofetas que son simplemente los herejes; y los doctores, poetas, moralistas –que estas tres cosas eran los profetas hebreos– de la impiedad; y predijo que en los últimos tiempos los habría a bandadas.

             

Siempre ha habido en la historia de la Iglesia quienes “viniendo a vosotros con vestidura de oveja, por dentro son lobos rapaces”, como los describió Cristo; es decir, vienen con vestidura de pastores, los cuales suelen usar zamarras o pellizas de piel de oveja. Todos los herejes han tomado una parte de la doctrina de Cristo; y exagerándola la han convertido en una deformidad y en un veneno; muchos de ellos han tenido apariencias de hombres píos, benéficos y altruistas; y han sido hábiles en manejar las grandes palabras que –diferentes en cada época– conmueven el corazón del pueblo, como Libertad, Igualdad, Fraternidad, Democracia, Justicia, Compañerismo, Paz, Prosperidad, y toda la letanía. Contra ellos no es muy fácil precaverse. “Por sus frutos los conoceréis”, repite Cristo. Las obras no mienten.

            Los amargos frutos de la bandada de seudoprofetas que se levantó desde fines del siglo XV”. a manera de manga de langostas, arbolando las palabras de “Ilustración, Tolerancia, Progreso, el Siglo de las Luces y la Mayor Edad del Género Humano”, de sobra los conocemos porque los estamos sufriendo: las consecuencias del aclamado “Siglo de las Luces” fueron dos atroces guerras mundiales y una descompostura general del mundo, que anuncia una guerra peor. La “tolerancia” de Voltaire ha acabado en toda clase de persecuciones; la “libertad omnímoda para todos” ha producido despotismos, tiranías y lo que llaman el “Estado totalitario”, teorizado por Hegel; el “concierto de todas las naciones” de Condorcet ha servido para romper la barrera defensiva de Europa (el “Río Eúfrates”, que dice la Escritura) y abrir la puerta al Asia, que se yergue ahora amenazante sobre ella; y la “Paz Perpetua” de Kant ha producido la “Guerra Fría”. Las malas doctrinas, aceptadas y gritadas sin tasa por los pueblos borrachos, han descoyuntado los huesos del mundo; y el mundo se agita hoy enfermo y angustiado; y más borracho que nunca. '¿Por ventura se recogen uvas del abrojo o higos del cardal?”. Muy malo era todo eso, pues ha producido tales frutos. Produjo lo contrario de lo prometido.

            Los Seudoprofetas siempre prometen cosas fáciles y halagüeñas: de eso viven; y medran. Esa es la nota que Isaías y Jeremías enrostran a sus falsificadores y perseguidores: que son aduladores, simplemente; de la estirpe de los sycofantes que tan bien caracterizó Platón en el Fedro y en El Sofista. Es fácil prometer mil años de paz, un viaje al planeta Marte –donde el clima es mejor y hay grandes yacimientos de uranio– y la prolongación de la vida hasta los 150 años por medio de la penicilina. Leo en una revista alemana: “Dentro de dos millones de años, el Hombre habrá evolucionado en tal forma que nosotros a su lado pareceremos gusanos.” ¡Qué felicidad... para el que lo vea! ¡Que Dios te conserve la vista, m'hijo!

            La “idolatría de la Ciencia” que domina a la época actual es una evolución de la “Superstición del Progreso” que fue el dogma eufórico del siglo pasado. Efectivamente, el famoso “Progreso”, prometido a gritos por Condorcet y Víctor Hugo, no se ha dado en ningún dominio, excepto en el dominio de la técnica, que es lo que hoy día llaman “Ciencia”. Pero la técnica no puede ser adorada ni siquiera venerada: puede servir al bien o al desastre, sirve para hacer las bombas de fósforo líquido y las atómicas, lo mismo que la vacuna contra la poliomielitis; y puestos en una balanza los estragos espantables junto a los bienes que ha dado la “técnica” en nuestro siglo, yo no veo que ganen los bienes. Preservar a un niño de la parálisis infantil para que después sea quemado vivo por una bomba de fósforo, como los niños de Hamburgo; o de uranio, como los de Hiroshima, no me parece gran negocio.

            La veneración de la “Ciencia” es lo que ha sustituido a la religiosidad en las masas contemporáneas; y por tanto podemos decir que es lo que la ha destruido; porque, como dicen los franceses, “sólo se destruye lo que se sustituye”: por eso la hemos llamado “idolatría”. “No adorarás la obra de tus manos”, dice el segundo mandamiento. La ciencia actual es muy diversa de la ciencia de los griegos, o la ciencia de los grandes siglos cristianos. La ciencia antigua era una actividad religiosa o casi religiosa, movida por un amor y encaminada al bien. Hoy día la “Ciencia” es impersonal, inhumana, exactamente como un ídolo. Desde la segunda etapa del Renacimiento (siglos XVI y XVII) la concepción de ciencia es la de un estudio cuyo objeto está colocado fuera del bien y del mal; y, sobre todo, del bien; sin relación alguna con el bien. La ciencia estudia los hechos como tales: los hechos, la fuerza, la materia, la energía, aislados, deshumanizados, sin relación con el hombre y menos con Dios: no hay en su objeto nada que el corazón del hombre pueda amar. Los móviles del “científico” actual no son móviles de amor a Dios o al prójimo; ni siquiera a su ciencia. Es reveladora la amarga confesión de Einstein que en sus últimos días decía que: “de poder volver a vivir sería plomero o vendedor ambulante, pero no físico”. Y sin embargo la física le dio todo lo que a ella el científico le pide: gloria, fama, honores, consideración, dinero. Más que eso no puede dar un ídolo.

            Un sacerdote no puede admirar la “técnica” moderna de un modo incondicional, ni adularla para quedar bien con las muchedumbres, o aparecer como hombre adelantado y “de su tiempo”. Al contrario, debe mirarla con cierta sospecha, puesto que en el Apokalypsis están prenunciados los falsos milagros del Anticristo, los cuales se parecen singularmente a los “milagros” de la Ciencia actual. “La Segunda Bestia, la Bestia de la Tierra, pondrá todo su poder al servicio de la Primera, la Bestia del Mar; y la facultará a hacer prodigios estupendos, de tal modo que podrá hacer bajar fuego del cielo sobre sus enemigos...” (Ap x”, 1213). Eso ya lo conocemos, eso ya está inventado. No sabemos quién será esa llamada “Bestia de la Tierra” pero sabemos que el Profeta la describe como teniendo poder para hacer prodigios falaces por un lado; y por otro, con un carácter religioso también falaz, puesto que dice que “se parecía al Cordero, pero hablaba como el Dragón”. Esa potestad o persona particular que será aliada del Anticristo y lo hará triunfar será el último Seudoprofeta, por lo tanto. Y por sus frutos habrá que conocerlo; porque sus apariencias serán de Cordero.

            Pero se podría decir: “Si hemos de conocer al árbol por sus frutos dañinos ¿no será ya demasiado tarde, porque el daño ya está hecho? ¿Acaso sirve de algo conocer los hongos venenosos después que uno los ha comido, por sus efectos? ¿No es mejor conocerlo por sí mismo, por sus hojas y su forma? Y de hecho ¿no conoce así la Iglesia a las herejías, por medio de sus teólogos y doctores, confrontándolas con la doctrina tradicional, y rechazándolas en cuanto se apartan de ella?”.

            Eso es verdad; pero se aplica a las herejías antiguas, no a las nuevas. La elaboración de la ortodoxia se ha hecho poco a poco; y justamente en la lucha multiforme con nuevas y nuevas herejías. Ahora es fácil conocer a un arriano, un macedoniano, o un protestante; no así cuando aparecieron. Cuando una herejía es nueva, el “catecismo” no basta: de aquí la necesidad que los sacerdotes estudien; y que los doctores de La fe lean los libros heterodoxos; lo cual no es ninguna diversión, sino una ímproba labor, y hasta un “martirio”, como dijo Santo Tomás. La herejía actual que se está constituyendo ante nuestros ojos, consistente en definitiva en la adoración del hombre y “las obras de sus manos”, no es fácilmente discernible a todos; porque pulula de falsos profetas.

            –¿Simona Weil fue herética o no?

            –Unos dicen que sí y otros que no.

            –¿Y usted qué dice?

            –Por sus frutos la conoceréis.

            –¿Y cuáles son sus frutos?

            –No tengo lugar para decirlos aquí.



                        Oh Señor, quédate conmigo, porque la noche se acerca, y no me abandones.

                        ¡No me pierdas con los Voltaire, y los Renán, y los Michelet y los Hugo y todos los otros infames!

                        Son muertos, y su nombre mismo después de su muerte es un veneno y una podredumbre.

                        Su alma está con los perros muertos, sus libros están juntos en el chiquero.

                        Porque Tú has dispersado a los orgullosos y no pueden estar en uno,

                        ni comprender, mas solamente destruir y disipar –ni poner las cosas en uno...

                        Sabios, epicúreos, maestros del noviciado del Infierno, prácticos de la Introducción a la Nada,

                        bramanes, bonzos, filósofas ¡tus consejos Egipto! vuestros consejos,

                        vuestros métodos, y vuestras demostraciones y vuestra disciplina.

                        ¡Nada me reconcilia, yo estoy vivo en vuestra noche abominable, levanto mis manos en el desespero, levanto mis manos en el trance y el transporte dela esperanza salvaje y sorda...!

                        Quien no cree más en Dios, no cree en el Ser; y quien odia al Ser, odia su propia existencia...[1].





DOMINGO OCTAVO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Lc 16, 1-19] Lc 16, 1-13



            Esta es la parábola del “Mayordomo Infiel” como dice nuestros Evangelios castellanos: no fue infiel. Mucho menos fue “inicuo”, como dice la Vulgata latina: “villicum iniquitatis”, (“granjero de iniquidad”). Ni fue granjero ni fue de iniquidad. El texto griego dice “ecónomo” o sea, “administrador o gerente”; y en cuanto al genitivo “íes adikías”, Cristo lo usa irónicamente, como se ve por todo el contexto.

            La traducción exacta y argentina sería: el Capataz Camandulero; o el Apoderado Pícaro.

            Cuanto más leo las parábolas de Cristo, más veo que son un género literario único, que no tuvo precedentes ni continuadores. Son más sencillas que el más sencillo de los géneros literarios, las fábulas de Esopo; y al mismo tiempo más atrevidas y extrañas que el género moderno que los españoles llaman esperpento. Son naturalísimas porque se trata de una simple comparación; son brevísimas, porque no hay un solo rasgo que sobre; y sin embargo tienen un contenido tal que nos deja bizcos: hay que ver el lío que se han hecho con esta parábola los más doctos intérpretes, incluso el doctísimo cardenal Cayetano, el famoso comentador de Santo Tomás: el cual declara netamente que a esta parábola él no la entiende ni la puede explicar. Menos mal que tuvo esa humildad, que otros menores que él no la tuvieron.

            Cristo fue mucho más que un genio literario; pero fue también un genio literario. Lo lírico está contenido en el material de las parábolas –que son en conjunto 120 contando grandes y chicas– material tomado de la naturaleza, del campo, de las plantas y animales y de las costumbres del animal más sorprendente que existe. Lo patético está suministrado por la profundidad enorme del sentimiento, conectado con las cosas más graves de la vida humana. Lo dramático, en la viveza y originalidad de los cortos diálogos. Lo humorístico en la mirada aguda y maliciosa con que el autor capta las costumbres de los hombres. Lo filosófico en la súbita trasposición de planos, y una especie de descoyuntamiento, que apunta a un sentido escondido. Lo teológico, en los emblemas y figuras de Dios: en este caso, Dios es el Patrón, el dueño de todo el Universo, de quien se dijo: “Si tuviese hambre, no te lo voy a decir a ti, porque mía es la redondez de la tierra y cuanto en ella hay” (Ps XLIX, 12), y también: “Mía es la plata y el oro, dice el Señor” (Ageo II, 8).

            Cristo contó aquí simplemente, para incitarnos a la limosna, ¡una historia de ladrones! Las historias de ladrones siempre han gustado al pueblo, y han corrido entre él: hoy día las nóvelas policiales:



            “–Abuelita, cuéntanos un cuento...

            –¿Un cuento de hadas?

            –No, un cuento de ladrones.

            –Bueno: había una vez un administrador.”



            Y así comienza también esta parábola:



            “Había una vez un hombre rico que tenía un administrador, el cual fue acusado unté él de que robaba...”.

            El Hombre Rico es Dios; el Administrador son los ricos de este mundo; los deudores son los pobres. Es simple. ¿Cómo te enredas en esto, oh doctísimo Cayetano? Probablemente porque eras un ricote de este mundo. O porque tu mucha ciencia te había idiotizado. Cristo siempre habló de los que tienen muchos bienes de este mundo como de administradores: administradores de Dios, no del Estado. Hoy día sí: al paso que vamos, los que tienen bienes se convertirán en meros administradores del Estado. Es que cuando Dios ya no es más el Patrón, entonces el Patrón ineludible es el Estado, notó hace muchos siglos ya Tomás de Aquino.

            El Patrón mandó un aviso al Administrador: “que ya no podrás más administrar”... El aviso es la Muerte. “Ven a darme cuenta de tu administración.” Los bienes que tenemos, no podemos llevarlos al sepulcro; y más allá del sepulcro, está la rendición de cuentas.



            “–¿Que haré? –dijo el Administrador–. Estoy viejo ya para hacer de peón; mendigar me da vergüenza... Ya sé lo que haré.” Llamó a los deudores todos, y al primero le dijo:

            “–¿Cuánto debés?

            –Cien barricas de aceite.

            –Aquí está tu recibo; tomá, rápido: escribí cincuenta. Listo.” Y al segundo:

            “–¿Qué debés?

            –Cien arrobas de trigo.

            –Tomá tu recibo y escribí ochenta.”



            Y así siguió con los demás deudores, que eran más de dos sin duda, por las palabras que usa el narrador: “llamó a todos los deudores, uno a uno”. Los deudores no sabían lo que les pasaba. “Vea amigo: esto que ha hecho usted hoy, no lo vamos a olvidar nunca.” Y así dijo el Administrador: “El día que no tenga nada, tendré amigos.” Y el Patrón cuando lo supo, se rió como un caballero, se dio una palmada en el muslo, y dijo: “Este hombre es vivísimo. ¿Por qué me voy a privar de un tipo inteligente? El imbécil soy yo, que me dejo llevar de habladurías...”. Y Cristo dijo: “Así también vosotros, haceos amigos en la otra vida por medio del Inicuo Idolillo”; esos papelitos roñosos que sirven para tantas cosas malas y también buenas, si se quiere: esos billetes maculados, que antes eran como idolillos o curundúes de oro y plata, pero que ahora son un verdadero símbolo de las riquezas, por lo sucios que andan, y lo ajados y maculados que son. Y sin embargo... son un ídolo: “mammonae iniquitatis”, el Idolillo Inicuo. “Mammón” era el capitalismo, el dios de las riquezas, para los sirios; quizá, porque es: “capaz, de puro mamón, de mamar hasta con freno”.

            Los intérpretes tropiezan aquí: ¡Cristo aprobó un robo, alabó a un ladrón, fomentó la infidelidad de los empleados y... la “lucha de clases”! “¿También vosotros estáis sin inteligencia?”, les habría respondido el Señor. ¡Como si todo el que cuenta un caso, aprobase el caso! Uno cuenta lo que pasa. Pero lo que más hay que notar, es que en ningún lado del relato consta que el Gerente haya sido un ladrón: “que fue acusado de ladrón”, lo cual es cosa distinta. Y las quitas que hizo a las deudas, podía tener atribuciones para hacerlas; y leyendo atentamente se ve que las tenía, como ustedes lo verán si leen atentamente. Si los deudores aceptaron y el amo aprobó, es que las tenía.

            Cristo concluyó con una observación irónica: “los hijos de este mundo son más videntes en sus negocios que los hijos de la luz”. Esta frase de Cristo también ha sido tuertamente entendida por los católicos mistongos, los cuales están íntimamente persuadidos que cualquier cosa que emprendan los católicos les tiene que salir mal, en virtud de esta palabra de Cristo; consecuencia de lo cual sería que debemos dejar el campo libre a la canallería porque “los católicos tenemos que fracasar siempre”, como me decía ayer no más Doña Herminia Bas de Cuadrero. Los católicos como ella, sí.

            Cristo no afirmó que todo les tiene que salir mal a “los hijos de la luz”; entonces apaga y vámonos ¿para qué viniste al mundo?, ¡oh Luz del Mundo! Cristo exhortó irónicamente a los que se llaman “buenos” a tener por lo menos tanta prudencia en sus negocios como los llamados por ellos “malos”; y si la tienen, no hay ninguna razón porque no les sucedan a ellos también sus negocios, tanto los del cielo como los de la tierra. Lo que pasa es que había en los tiempos de Cristo –y no faltan en los nuestros– unos tipos que eran unos incapaces y creían que podían ocultar, justificar y reparar su incapacidad con la capa de ser religiosos. Si ven por ahí una “Tienda de objetos de goma Sagrado Corazón de Jesús”, o “Cervecería Santa Teresita” o “Cabaré Católico”, les aconsejo no se hagan socios, ni les compren acciones. Esos son, son ésos. Fracaso... seguro.

            Es una vergüenza y una cosa que hace dudar hasta de San Martín que no haya en la Argentina una gran editorial católica, un gran diario católico, una gran revista intelectual católica, una filmadora católica, por no hablar de la Universidad Católica. Es una vergüenza nacional que los judíos dominen el cine, el periodismo, la radio, la enseñanza oficial y la edición de libros en un país “católico”. Jesucristo dijo a los Apóstoles: “Id y enseñad a todas las gentes.” Los judíos son los que realmente enseñan en la Argentina; y no van a enseñar cristianismo, ni es justo pedirles eso. ¿Dónde están los apóstoles?

            La Argentina, por ejemplo, está inundada de libros estúpidos, malos y perversos; y un escritor argentino religioso, que sea de veras escritor, no puede publicar sus libros... sobre todo si son libros religiosos... bien escritos. Es un hecho[2].

            Esto es lo que temió y predijo el santo obispo Mamerto Esquiú. Esquiú dejó encargado al morir que se luchara contra los malos libros. ¿Qué es lo que impide que se obedezca al testamento de Esquiú? De suyo, nada; solamente que los sucesores de Esquiú perdieron el testamento de Esquiú. Hacer una gran editorial decente no es más difícil a los judíos que a los cristianos; a no ser que sean cristianos mistongos. Se puede editar libros buenos y ganar plata encima. Sólo que hay que ser por lo menos tan prudentes como los hijos de este siglo. Esto enseñó Jesucristo. Jesucristo no amó a los imbéciles ni a los pazguatos.

            Fíjese: Dios podía haber dispuesto los sucesos de este mundo de tres maneras: 1) Que a los buenos les fuese siempre bien y a los malos siempre mal; 2) al revés: siempre mal a los buenos, siempre bien a los malos; 3) mezclando bienes y males a buenos y malos; con una preferencia de males a los santos y a los idiotas. Dios prefirió el plan 3; y si ustedes lo piensan un momento, verán que está muy bien.

            Si a los buenos siempre les fuese bien y mal a los malos (plan 1) simplemente no habría buenos, porque todos serían buenos a la fuerza: se suprimirían el mérito, la bondad, la virtud, la santidad y hasta el mismo libre albedrío. Sería imposible ser malo. Ese es el estado de los animales: no pueden ser malos... ni buenos tampoco. Son animales. Si al revés, a los buenos siempre les fuese mal (plan 2) la bondad se volvería imposible, porque no habría ser humano capaz de soportarla; habría que ser ángel.

            Dios escogió el tercer plan: hacer salir el sol sobre los buenos y los malos y llover sobre los justos y los injustos; y que cada cual procure tomar el solcito y aprovechar el agua lo mejor que pueda. Y si a un católico, por idiota o descuidado, se le rompen las acequias, que no le eche la culpa a Dios y que no ande diciendo que “bien dijo Cristo que los hijos de este siglo son necesariamente más felices en sus negocios que los hijos de la luz”. Cristo no dijo eso.





DOMINGO NOVENO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Lc 19, 41-47] Jn 2, 13-25



            El evangelio que se lee hoy (Lc XIX, 41) contiene juntamente la profecía de la Ruina de Jerusalén y la segunda “limpieza” del Templo.

            Se puede decir pues que contiene la relación de Cristo con su Patria y con su Religión. Acerca de su patria lloró sobre ella. Acerca de su religión, la llamó espectacularmente “Caverna de ladrones”. Eso se lee hoy día de San Ignacio[3]. Vaya un sermón. Parece comunismo.

            Lucas pone este episodio como una especie de bisagra o gozne de la última estadía de Cristo en Jerusalén en la misma semana de su muerte, el Domingo de Ramos. Antes de él, está el ingreso triunfal en Jerusalén; después de él, la violenta controversia con los judíos acerca de su autoridad; su repetida afirmación de que Él es el Mesías; la trampa para hacerlo aparecer como rebelde al César o bien como mal patriota; la condenación clara y definitiva de la Sinagoga con la parábola de los Vinateros Homicidas y la Higuera Estéril; la decisión definitiva de darle la muerte y el pacto de la Sinagoga con Judas; y finalmente la profecía parusíaca acerca de la Ruina y Cautiverio de Salen: apokalypsis sinóptico, que está In-extenso en Mateo XXIV. Toda estas perícopas están ahiladas por una clara lógica interna: Cristo terminaba su misión con una decisión terminante y una energía rayana en la violencia; del otro lado ya no hay más preocupación que la del modo de darle muerte. San Jerónimo dice que este arreo de los mercantes del Templo (volteo de cátedras y sillas, arreo de bueyes y ovejas, desparramo de monedas, retiro de tórtolas y palomas, y el airado debate que siguió), esta segunda “limpieza” del Templo, como la llaman los Santos Padres, fue el milagro más grande que hizo Cristo... Opinión andaluza de mi patrono personal y patrono de Santa Fe, que me gusta bastante: ciertamente fue el milagro que más le costó y pagó más caro. Y este último gesto activo de Jesús –después viene la Pasión– resume toda su misión y su empresa como profeta, que fue luchar contra el fariseísmo; por eso justamente este gesto se repite casi igual al principio y al fin de su vida pública: apenas llegó a Jerusalén después del bautismo de Juan y el Milagro de Caná; y tres años después, al cerrar su vida pública con la última Pascua, se fue derechito al Templo, se hizo un látigo de cuerdas, e hizo desalojar el atrio a todos los mercachifles, sacerdotes o no sacerdotes. Dice el judío Flavio Josefo que los sacerdotes no tenían la culpa, ellos se limitaban a “alquilar” el atrio a los usureros. No está mal la excusa; Flavio Josefo es de gran actualidad.

            El párroco hace un sermón el 25 de mayo donde dice que el patriotismo es una virtud; yo no voy a contradecir al párroco.

            El párroco funda su dicho en que Cristo lloró sobre Jerusalén, lo cual prueba que amaba a su patria. ¿La amaba todavía? ¿O la compadecía solamente? Difícil amar esa gran porquería en que se había convertido el Estado Israelita bajo la dirección del hipócrita Caifás, el payaso Herodes y el poder efectivo de una potencia extranjera. No se puede amar sino lo hermoso; y eso no era hermoso. Era una porquería que provocaba en Cristo una indignación parecida al vómito; y un horror como el que se tiene al verdugo. Todo eso era hermoso, frondoso y pomposo solamente por afuera, como la higuera estéril. Todo eso había acabado su función en el mundo y debía secarse irremisiblemente, maldecido por Dios.

            El párroco no dice que “todo patriotismo es una virtud”... Por suerte, porque si lo dijera, habría que contradecirlo. El patriotismo puede ser una virtud y puede también no serlo. El chovinismo o patrioterismo es un vicio. Y hay casos en que el patriotismo se vuelve imposible, y se reduce a la “compasión”. Un hijo no puede amar a su madre degradada, si no es compadeciéndola.

            Se puede calcular que hoy día más de la mitad de la población total del globo no ama a su patria o la ama en falso; abriendo bien los ojos se ve claramente eso; o pelándose los ojos, como dice el inglés. Por ejemplo, en Italia, el país que tiene más clero en el mundo y es tenido por el más católico, hay 7. millones de adultos inscriptos al Partido Comunista; el cual profesa que el patriotismo es un “prejuicio burgués”; 7 millones de “inscriptos” que hay que multiplicar por 4 para colegir el número aproximado de los que no tienen tal “prejuicio burgués”, inscriptos y no inscriptos.

            El patriotismo tal como hoy lo entendemos (adhesión apasionada a un Estado nacional llevada a un límite casi religioso) es una vivencia relativamente reciente; se puede decir que Juana de Arco en el siglo XIII lo formuló, en el siglo XVI se hizo común; y después de la Revolución Francesa, universal y oficialmente “obligatorio”. Pero ese afecto no es unívoco, y puede darse en cinco estados muy diferentes; a saber:



            1. Patriotismo instintivo.

            2. Patriotismo vicioso.

            3. Patriotismo anulado.

            4. Patriotismo virtuoso primero.

            5. Patriotismo virtuoso segundo.



            El patriotismo instintivo, que es el núcleo o raíz de todos los otros, es el apego a las imágenes que nos son familiares y que han tejido desde la infancia nuestra vida afectiva; el cual en los animales se llama querencia, engendra la añoranza y es natural en el hombre, si algotro no lo impide: es natural, no es ni bueno ni malo en sí mismo. Lo instintivo en el hombre es indeterminado y puede volverse moralmente bueno o malo, según se ordene o no se ordene por la razón. Los instintos son premorales.

            No ordenado por la razón, este apego natural se vuelve vicioso; deviene esa infatuación un poco ridícula por la cual el patriotero exalta a su país en forma vana por encima de todo, para despreciar a los demás países, y tenerse él mismo por una gran cosa por el mérito de haber nacido casualmente en tal lugar de la tierra y no en otro; y otras macanas por el estilo que pueden degenerar en la idolatría del ultra-nacionalismo. Hoy día hay varios filósofos morales que se desatan contra el nacionalismo pintándolo como un crimen; el principal de todos, Aldous Huxley, se refieren en realidad a este patriotismo vicioso de que hablo, que los franceses llaman chauvinismo, los ingleses jingoísmo y los alemanes chauvinisieren, uebertriebene Patriotismus y Vaterlandprablerei, o sea patriotismo exagerado; el cual en su forma extrema, no tiene nombre todavía, aunque ya existe. “Nacionalismo” lo llama Huxley, con mal nombre; y con gran alegría de los liberales argentinos, que nos anatematizan así a los pobres nacionalistas católicos argentinos.

            Así como puede ser exagerado, el patriotismo instintivo puede ser cohibido o inhibido por una pasión contraria; que es lo que pasa con estos comunistas y socialistas. “soy ciudadano del mundo”, dice Álvaro Yunque, y otros muchos. Si los embarcaran a todos en un carguero y los descargaran en la isla de Sumatra –la cual pertenece al mundo– al poco tiempo la mayoría tendría una añoranza o morriña mortal de los cafés de la calle Corrientes, el castellano les parecería la lengua más hermosa del mundo, y se pondrían a llorar si vieran un “trapo” azul y blanco.

            El patriotismo es virtud cuando ese apego natural a lo propio entra en los ámbitos de la razón; y es una virtud moral perteneciente al cuarto mandamiento, cuando se ama a la patria por ser patria o paterna; y es una virtud teológica que ingresa en el primer mandamiento cuando ademas se ama a la patria por ser una cosa de Dios; y así tenemos el patriotismo común y el patriotismo heroico, que poquísimos poseen hoy día. Así siempre se puede amar a la patria, por fea, sucia y enferma que ande; y así amó Cristo a su nación, que era “una cosa de Dios a literalmente, y por propia culpa estaba por dejar de serlo; de modo que su amor era compasión; y así la obra de ese amor fue conminación y consejo, antes que fuera demasiado tarde: no le dijo requiebros sino amenazas, desde el bordo abrupto que domina por el Norte la ciudad de Jerusalén. Y lloró sobre ella.

            Hoy día el régimen capitalista y el Estado totalitario (la tiranía, digamos su antiguo nombre) han vuelto muy difícil si no imposible el amor a la patria. Hemos dicho que solamente se pueden amar las cosas lindas; y si yo soy proletario –como de hecho lo soy– sé perfectamente que todas las cosas lindas que tiene este país o cualquier otro no son para mí de ninguna manera, ni siquiera remota. Entonces, por más cosas lindas que vea, no producirán admiración o atracción en mí sino más y más resentimiento, a no ser que un gran amor a Dios me sobreponga a estos afectos naturales. Si religiosidad no hay, entonces es natural que se produzca el Himno del Proletario, que dice así, si mal no recuerdo:



                        Vosotros lo tenéis todo

                        Nosotros no tenemos nada

                        Por causa de vuestra ruindad.

                        ¡Afuera el falso buen modo

                        Y la caricia interesada!

                        ¡No busquéis nuestra amistad!



            “La injusticia multiplicada destruirá la convivencia”, dijo Jesucristo; y la convivencia es el grado más bajo y el fundamento de la amistad social; el grado que constituye esencialmente las patrias. Si los sujetos que viven en un mismo campo de concentración geográfica se odian cordialmente unos a otros, no se puede decir que allí exista patria; porque “si no amas a tu prójimo, al que ves ¿cómo amarás a la patria a la cual no ves?”. En amor al prójimo se resuelve prácticamente el amor a la patria; y si no es amor al prójimo, nada es.

            Esto más o menos dijo el párroco el 25 de Mayo; y yo, viendo que no había absolutamente nada más que decir, no dije nada; y por otra razón además no dije nada, porque me pasé todo el tiempo del sermón durmiendo, que Dios me perdone.

            “¡Jerusalén, Jerusalén, que persigues a los profetas y trucidas a los que te son enviados! Yo he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a los pollitos bajo sus alas, y tú lo has impedido. ¡Si conocieses por lo menos ahora, en este día tuyo, el último para ti, dónde está la paz tuya! Porque vendrán otros días contra ti, y te cercarán tus enemigos con cerco, y te acorralarán, y te apretarán por todas partes; y postrarán por tierra a ti y a tus hijos y a todos cuantos están en ti; y no dejarán en ti piedra sobre piedra; a causa de que no supiste conocer el día de tu visitación.”





DOMINGO DÉCIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Lc 18, 9-14] Lc 18, 9-14



            Este Domingo décimo después de Pentecostés se lee la conocida parábola del Fariseo y el Publicano, conocida incluso por los poetas, que la han glosado en diversas formas –recuerdo ahora una novela amarga y heterodoxo de John Galsworthy llamada El primero y el último, de la que sacaron un film los yanquis–.



                        Lejos del tabernáculo, que ceñían de un velo

                        de humo espeso, diez lámparas de cobre desde el suelo

                        lejos del tabernáculo que ceñían de un velo;

                        estaba el paralítico y estaba el Publicano

                        y el hidrópico estaba y el buen samaritano

                        estaba el paralítico y estaba el Publicano...

                        Más allá, sobre un lecho de mullidas alfombras

                        y entre un brillo de sedas y lejos de las sombras

                        más allá, sobre un lecho de mullidas alfombras,

                        estaba el Fariseo que ante el Señor se exalta

                        rezando los versículos de David en voz alta

                        estaba el Fariseo, que ante el Señor se exalta...



etcétera. Esto es de un poeta argentino, Horacio Caillet-Bois.

            Como está colocada después de la parábola de la Viuda Molesta, San Agustín y otros muchos dicen que versa sobre la oración, y que recomienda la humildad al orar.

            Es eso; hay eso desde luego; pero hay otra cosa: hay un retrato de la soberbia religiosa, que había de ser, y ya era, el principal enemigo de Cristo; retrato breve pero enérgicamente incisivo, como un medallón o un aguafuerte. Jesucristo no vaciló en contraponer entre sí a la clase social más respetada con la más repelida, ni en nombrar por su nombre a esa clase social eminente, al denunciarla como infatuado religiosamente: Fariseo y Publicano. Si nos preguntaran cómo habría que traducir hoy día esas palabras para que sonaran parecido a aquellos tiempos, habría que decir la parábola del Sacerdote y el Ciruja, o algo por el estilo: o, hablando con perdón, la parábola del Sacristán y la Prostituta.

            La palabra fariseo no significaba entonces lo que significó después de Cristo, así como la palabra sofista no significaba en el siglo de Platón lo mismo que significó después –y por obra– de Platón. Los fariseos eran los separados –eso significa la palabra en arameo–, los puros, los distinguidos. No existe hoy un grupo social enteramente idéntico a los fariseos –aunque existe mucho fariseísmo desde luego–, por lo cual no se pueden definir con una sola palabra. Si digo que los fariseos eran el alto clero, los clericales, los jesuitas, los nazis, los oligarcas, los devotos, los puritanos, los ultramontanos, miento: aunque tenían algo de todo eso. Algunos los han comparado con los Sinn-feiners de Irlanda; otros con los Puritanos de Oliver Cromwell. Eran a la vez una especie de cofradía religiosa, de grupo social y de poder político; es todo lo que se puede decir brevemente; pero lo formal y esencial en ellos era lo religioso: el culto, el estudio y el celo de la Torah, de la Ley de Moisés, que había proliferado entre sus manos, como un pedazo de gorgonzola. Preguntado un ham-haréss (hombre del pueblo) israelita, hubiera dicho: “Son unos hombres muy religiosos, muy sabios y muy poderosos”, más o menos lo que cree el pueblo hoy día de los frailes. El Evangelista al principio de la parábola los define: “Unos hombres que se tenían a sí mismos por santos y despreciaban a los demás”; es decir, soberbia religiosa. Queda entendido que no siempre fueron así los fariseos: fue un ceto social que se corrompió. En tiempo de Jesucristo eran así. Antes de Jesucristo habían sido la fracción política que mantuvo la tradición nacionalista y antihelenística de los Macabeos. Después de Cristo, fueron el espíritu que inspiró el Talmud y organizó la religión judaica actual: puesto que la destrucción y la Diáspora, que acabó con los Saduceos, no acabó con los fariseos. Éstos son indestructibles.

            Los Publicanos eran receptores de rentas o cobradores de impuestos, pero no como los nuestros. Los romanos ponían a subasta pública los impuestos de una Provincia; y el “financiero” que ganaba el remate quedaba facultado para cobrar a la gente como pudiera –y, bajo mano, lo más que pudiera–; lo cual hacía por medio de cobradores terribles, los publicanos, cordialmente odiados, como todo cobrador: y mucho más por servir en definitiva a los romanos, los odiosos extranjeros. En suma, decir publicano era peor que decir ladrón; prácticamente era decir traidor o vendepatria...

            “Palabra de honor os digo –dijo Cristo– que el Publicano volvió a su casa justificado, y el otro no”...[4]. El que se llamó a sí mismo pecador, volvió a su casa justo; el que se llamó santo volvió con un pecado más. El fariseo se tenía a sí por santo y al otro por miserable; y Dios no fue de la misma opinión.

            La oración del fariseo, proferida en voz alta, de pie, cerca del santuario es una obra maestra. Cristo no exagera ni se queda corto: la oración parece no contener nada malo; pero está penetrada del peor mal que existe, que es el orgullo religioso: “Gracias te doy, oh Dios, de que no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros –ni como este publicano...–; ayuno dos veces cada Sábado, pago los diezmos de todo lo que poseo...”. ¿Acaso es un pecado conocer que uno no hace crímenes y dar gracias a Dios por ello?, dice el reverendo George Herbert Box M A., profesor de Estudios Bíblicos y Rector del Templo de Southton Bede, en el artículo “Pharisee” de la Enciclopedia Británica, donde se halla una curiosa defensa de los fariseos que prueba que su raza no ha desaparecido del mundo. ¡Dichoso el que tiene un hijo que lo defienda después de muerto!

            Toda la biografía de Jesús de Nazareth como hombre se puede resumir en esta fórmula: fue el Mesías y luchó contra el fariseísmo; o quizás más brevemente todavía: luchó con los fariseos. Ése fue el trabajo que personalmente se asignó Cristo como hombre: su Empresa.

            Todas las biografías de Cristo que recuerdo (Luis Veuillot, Grandmaison, Ricciotti, Lebreton, Papini) construyen su vida sobre otra fórmula: Fue el Hijo de Dios, predicó el Reino de Dios, y confirmó su prédica con milagros y profecías. Sí, pero ¿y su muerte? Esta fórmula amputa su muerte, que fue el acto más importante de su vida.

            El drama de Cristo queda así escamoteado. La vida de Cristo no fue un idilio ni un cuento de hadas ni una elegía, sino un drama. No hay drama sin antagonista. El antagonista de Cristo fue el fariseísmo, vencedor en apariencia, derrotado en realidad.

            Sin el fariseísmo, toda la historia de Cristo fuera cambiada; y también la del mundo entero. Su Iglesia no hubiera sido como es ahora; y el mundo todo hubiese seguido otro derrotero, con Israel a la cabeza: triunfante y no deicida y errante; derrotero enteramente inimaginable para nosotros.

            Sin el fariseísmo, Cristo no hubiera muerto en la cruz; y la Humanidad no sería esta Humanidad; ni la Religión, esta Religión. El fariseísmo es el gusano de la religión; y parece ser un gusano ineludible, pues no hay en este mundo fruta que no tenga gusano, ni institución sin su corrupción específica. Todo lo que es mortal muere; y antes de morir, decae. El fariseísmo es el decay de la religión, míster George Box... perdone usted, profesor de religión.

            Es la soberbia religiosa, es la corrupción más grande de la verdad más grande: la verdad de que los valores religiosos son los más grandes. Eso es verdad; pero en el momento en que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo. El gesto religioso, cuando toma conciencia de sí mismo, se vuelve mueca. No quiere decir que uno debe ignorar que es un gesto religioso; quiere decir que su objeto debe ser Dios y no yo mismo. El publicano decía: “Oh Dios, apiádate de mí, pecador.” El fariseo pensaba: “Estoy rezando: conviene que rece bien porque yo soy yo; y hay que dar buen ejemplo a toda esta canalla.” “No oréis a gritos, como los fariseos, ni digáis a Dios muchas cosas, como los paganos; vosotros cerrad la puerta y orad en lo escondido; y vuestro Padre, que está en lo escondido, os escuchará.”

            Decía don Benjamín Benavides que el fariseísmo, tal como está escrito en los Evangelios, tiene como siete grados: 13 La religión se vuelve exterior y ostentatorio; 2) la religión se vuelve rutina y oficio; 3) la religión se vuelve negocio o “granjería”; 4) la religión se vuelve poder o influencia, medio de dominar al prójimo; 5) aversión a los que son auténticamente religiosos; 6) persecución a los que son religiosos de veras; 7) sacrilegio y homicidio. Esto me fue dicho, ahora recuerdo, en San Juan, la noche de Navidad de 1940, tres o cuatro años antes del Terremoto, cuando yo sabía teóricamente que existía el fariseísmo, pero todavía no me había topado con él en cuerpo y alma. De modo que en suma, el fariseísmo abarca desde la simple exterioridad (añadir a los 613 preceptos de la Ley de Moisés como 6.000 preceptos más y olvidarse de lo interior, de la misericordia y la justicia) hasta la crueldad (es necesario que Éste muera, porque está haciendo muchos prodigios y la gente lo sigue; y que muera del modo más ignominioso y atroz, condenado por la justicia romana), pasando por todos los escalones del fanatismo y la hipocresía. Éste es el pecado contra el Espíritu Santo, el cual de suyo no tiene remedio. Aquel que no vea la extrema maldad del fariseísmo –que realmente es fácil de ver–, que considere solamente esto: la religión suprimiendo la misericordia y la justicia. ¿Puede darse algo más monstruo?

            Yo le envidio a Jesucristo el coraje que tuvo para luchar contra los fariseos. Yo, excepto en un solo caso, cada vez que me topé con un fariseo grande, me he quedado alelado y yerto, como un estúpido; es decir, estupefacto.

            Sin embargo, siento simpatía por el fariseo Simón, Simón el Leproso, aquel a quien Cristo le reprochó: “No me besaste”, el que invitó a comer a Cristo y al final de la comida se le colaron sin billete ¡la Magdalena y Judas! No todos los fariseos eran malos: algunos eran santulones, pero no hipócritas. De entre ellos salieron algunos buenos cristianos: San Pablo, por ejemplo.

            La parábola termina con esta frase: “Todo el que se exalta será humillado y todo el que se humilla será exaltado”, cuyo sentido es obvio.

            Pero ella comienza con otra frase, que es misteriosa: “Cuando vuelva el Hijo del Hombre ¿creéis que encontrará fe sobre la tierra?”. Cristo conecta proféticamente su Primera y Segunda Venida, indicando que el estado de la religión será parecido en ambos momentos, el Primero y el Ultimo.

            Aquí hay que corregir otra vez con todo respeto a San Agustín; el cual, viendo en el siglo IV “las iglesias llenas” (sermón 115) y la fe creciendo día a día, no se podía imaginar una crisis de la fe como, por ejemplo, la nuestra; y en consecuencia dice: “¿De qué fe habla el Salvador? Habla de la fe plena, de la fe que hace milagros, de la fe que mueve las montañas, de la fe perfecta, de la fe que es siempre muy rara y de muy pocos”... No. Cristo habla de la fe en seco. Viendo el estado de la religión en su tiempo en que por causa del fariseísmo, en los campos la gente andaba “como ovejas que no tienen pastor”; y en las ciudades “con pastores que eran lobos con piel de oveja” –los cuales iban a derramar la sangre del buen Pastor–, se acordó repentinamente del otro período agónico de la religión, en que la situación religiosa habría de ser parecida o peor; y exhaló ese tremendo gemido.

            Con razón anota monseñor Juan Straubinger comentando este versículo: “Obliga a una detenida meditación este impresionante anuncio que hace Cristo, no obstante haber prometido su asistencia a la Iglesia hasta la consumación del siglo. Es el gran “Misterio de Iniquidad” y la “gran apostasía” que dice San Pablo en II Tesalonicenses 2, y que el mismo Señor describe varias veces, sobre todo en su discurso escatológico.”

            Hay pues dos profecías en el Evangelio que parecen inconciliables: una es que “las Puertas del Infierno no prevalecerán contra ella”; otra es que cuando vuelva Cristo “apenas encontrará fe sobre la tierra”. Y la conciliación debe de estar en el principio o norma que dio Cristo a los suyos respecto a la Sinagoga ya desolada y contaminada: “En la cátedra de Moisés se sentaron y enseñaron los Escribas y Fariseos: vosotros haced todo lo que os dijeren, pero no hagáis conforme a sus obra.” La Iglesia no fallará nunca porque nunca enseñará mentira; pero la Iglesia será un día desolada, porque los que enseñan en ella hablarán y no harán, mandarán y no servirán; y mezclando enseñanzas santas y sacras con ejemplos malos o nulos, harán a la Iglesia repugnante al mundo entero, excepto a los poquísimos heroicamente constantes.

            Los cuales tendrán, sí, oh Agustín, una fe más grande que las montañas.





DOMINGO UNDÉCIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Mc 7, 31-37] Mc 7, 31-37



            La curación de otro Sordomudo, muy diferente en su “técnica” de la que ya hemos visto el Domingo tercero de Cuaresma; pero aquella de un endemoniado-ciego-sordo-mudo tuvo lugar después que ésta, en el período que llaman de las Ultimas Excursiones, en el tercer año; y ésta, de un sordo de nacimiento –que le dio mucho más trabajo– fue en Galilea, al fin del primer año, o principios del segundo.

            Al otro, Cristo lo curó con un simple grito que le lanzó al demonio; a éste le hizo una cantidad de curanderismos raros: 1) Lo llevó aparte de la gente; 2) le metió los dos dedos índices en las dos orejas; 3) tomó saliva con el dedo y se la puso en la lengua; 4) levantó los ojos al cielo; 5) dio un gemido; 6) le dijo la palabra “éffetta”, que significa ábrete y que San Marcos pone en arameo y luego traduce al griego; después de lo cual el lisiado “habló y daba gracias a Dios”. La Iglesia ha incorporado todos estos gestos de Cristo a la liturgia del bautismo.

            ¿Para qué hizo Cristo toda esta pantomima? ¿Para impresionar a la gente? No, porque “apartó al enfermo” de la gente. ¿Porque era necesario sugestionarlo? No, porque cuando resucitó muertos, no los sugestionó primero. ¿Para producir una buena disposición en él? No parece necesario. ¿Para crear un símbolo o una lección espiritual? Por ahí vamos mejor.

            ¿Qué fueron los milagros de Cristo? Fueron lecciones; porque “etiam gesta Vertí, verba sant”, dice San Ambrosio: los hechos del Verbo son también verbos, o palabras. Por eso los milagros de Cristo son todos diferentes, y no tienen una “técnica” pareja. El doctor germano H. E. C. Paulas, padre del racionalismo bíblico, dice que Cristo fue simplemente un curandero genial, quizás un hipnotizador; pero todo curandero tiene su “procedimiento”. Cristo curó a este sordomudo con este “procedimiento”; y al otro, un año después, sin procedimiento, con una palabra.

            Un momento antes de curar a éste, curó a la hija de la Sirofenisa sin nada, de lejos, sin verla. A algunos les exigía la fe; a otros, no. Con algunos hacía maniobras complicadas, a otros les decía simplemente: “Quiero: sé limpio”; y a otros se negaba a sanarlos. En algunos lugares se negaba acérrimamente a hacer curaciones, otras veces las hacía sin que se lo pidiesen, alguna vez provocó a los Apóstoles a que le rogaran un milagro. A un cadáver resucitó porque se lo rogó su padre; a otro porque vio llorar a sus hermanas; a otro sin que nadie le dijera una palabra. Se ponía furioso cuando los fariseos le pedían “un signo en el cielo”. Al de su predicación hacía milagros en serie: “lo rodeó una gran muchedumbre y curó a todos sus enfermos”; al fin de su lucha, unos pocos milagros resonantes cuidadosamente preparados y elaborados, como pequeñas piezas dramáticas, como las piezas del teatro griego, como Antígona: un hecho central despampanante y en torno de él el diálogo, los coros y las largas consideraciones lírico-dramáticas bordadas sobre el suceso. En suma, los milagros forman parte inconsútil de la enseñanza de Cristo; y enseñar para Cristo no era hacer conferencias o aprender de memoria la tabla de multiplicar, sino iluminar y limpiar las almas, las dos cosas juntas y obrando recíprocamente una sobre otra. “Perdonados te son tus pecados”. ¿Quién es éste para osar decir eso? “¿Qué os parece que es más difícil decir, “te perdono tus pecados” o “levántate y anda”? Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad de perdonar pecados, levántate –dijo al paralítico– ­alza tu camilla, y vete.”

            ¿Qué significa pues el milagro de este Sordo? Algunos han dicho que significa la Confesión, y que el soplar Cristo en el rostro de los Apóstoles al instituirla es recuerdo del “éffetta” y del gemido; pero esto no coincide y es forzado. La interpretación más natural del símbolo que dan la mayoría de los Santos Padres, es que significa la conversión a la fe, el nacimiento de la fe en el hombre. “La fe es por el oído.” Este leso no era mudo de boca sino sordo de nacimiento; y es sabido que los sordonatos no pueden hablar bien porque no pueden aprender a hablar; pero por medio de la vista o el tacto –tocando los labios de otros hablantes– pueden llegar a aprender algo y hablar rudamente; y eso es lo que dice el texto griego, que lo llama “moguilálon” (tartamudo, balbuciente, tartaja; literalmente “el que habla penoso”) y no kofoón, como diría si fuera mudo del todo. Así pues Cristo indicó la preparación para la fe al llevarlo aparte de la multitud y al abrirle los oídos; la necesidad de la gracia, con la mirada al cielo; la palabra de Dios significada por su saliva; lo que le iba a costar a Él darnos la fe, con el gemido; después de lo cual el Sordo “habló alabando a Dios”: “credidi, propter quod locutus sunt”, he creído, y por eso hablo. La gente se admiró; y Cristo les pidió que no lo propalasen; porque la fe es amiga de la reserva y la modestia; y ellos hicieron todo lo contrario; porque el entusiasmo es amigo del ruido. Este Mudo no lo era del todo, pues podía hablar un poco; y este hablar un poco significa la razón humana, que es anterior a la fe.

            Si quieren más alegorías, pueden leer los Santos Padres antiguos. Orígenes, Teofilacto, Agustino, Crisóstomo: El dedo significa el Espíritu Santo, la saliva significa la Sabiduría porque viene de la cabeza, levantar los ojos significa la Oración, el gemido significa la Pasión de Cristo, el Sordo significa la Gentilidad”, etcétera.

            Los antiguos querían encontrar un significado a cada uno de los pormenores de las parábolas o milagros, lo cual es fácil con un poco de imaginación; pero es arbitrario, y al final cae en el ridículo: alegorismo que los modernos no podemos tragar, y con razón. Pero Maldonado, uno de los precursores de la exégesis moderna, cae en otro error peor: reaccionando al excesivo alegorismo antiguo –al comentar la parábola del Convite, que ya hemos visto– afirma que no todo se ha de alegorizar, porque hay en los Evangelios rasgos de adorno, rasgos superfluos, dice; es decir, cosas inútiles en puridad; lo cual equivale a decir la inocente blasfemia de que él las hubiese hecho mejor a las parábolas, si lo dejan, pues es capaz de distinguir lo que es “superfluo”.

            Así como Torres Amat publicó una traducción del Evangelio –que según dicen robó al jesuita Petisco– añadiéndole una cantidad de palabras que Cristo no dijo (Evangelio con viruelas) así Maldonado podría haber hecho una traducción con recortes suprimiendo una cantidad de palabras de Cristo “¡superfluas!”. De hecho existe en Norteamérica una Biblia podada, llamada Pocket-Bible, el ideal de Maldonado.

            Y el error de ambos, tanto de los superalegoristas como de los podadores o superfluistas, es que no conocían la índole de la literatura oral oriental; y confundían el símbolo, que es propio de ella, con la alegoría, que es propio de las literaturas más desarrolladas; y que en el fondo es un género inferior y un poco pueril. Ver las alegorías de Lope, por ejemplo:



                        Pobre barquilla mía.

                        Entre peñascos rota.

                        Sin velas desvelada.

                        Y entre las olas sola...



            La barquilla es su vida; y todos los pormenores que pone allí el poeta corresponden a sucesos más o menos exagerados de su vida. Pero la parábola no es así: es un género más primitivo, natural y apretado; y en realidad, más profundo.

            De modo que, en resumen, los milagros de Cristo son a la vez tres cosas que comienzan con L: Legación, Limosna y Lección. Son el sello de la Legación divina, las credenciales con que el Padre acreditaba a su Enviado y a todo cuanto Él dijera; son una Limosna con que la Compasión de Cristo se inclinaba sobre la miseria humana (“plata ni oro yo no tengo, pero de lo que tengo te doy”); y son al mismo tiempo Lecciones, porque el Señor se arreglaba, a la facción de gran dramaturgo, para dar a esos gestos portentosos el significado recóndito de un misterio de la fe; para volver en suma en alguna forma lo Invisible visible: porque “lo Invisible de El, por las cosas por El creadas, entendidas, se manifiesta”, dice un texto apretado de San Pablo; el cual se puede glosar así: Dios es invisible; pero sus atributos y cualidades se pueden columbrar un poco por la Creación; mas para eso hay que entender lo creado; lo cual se llama el don de entendimiento; del cual el Maestro por excelencia fue Cristo; y así la Deidad que no sólo es invisible sino hiperinvisible, trascendente... se manifiesta al hombre como en espejos y en enigmas durante esta vida al que es solicito en verla y en buscarla. Los puros de corazón, ésos verán a Dios.

            El sordo de nacimiento vio a la Deidad Invisible encarnada en un hombre a través del milagro con que lo favoreció el Cristo, y “alabó a Dios”; pero antes creía en Dios, porque lo había visto a través de los milagros naturales de esta gran arquitectura de cielos y tierra, en la cual “vivimos, nos movemos, y somos”. Primero usó de su razón (“moguilálon”) y después recibió la fe.





DOMINGO DUODÉCIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Lc 10, 23-37] Lc 10, 25-37



            La parábola del Buen Samaritano, que trae Lucas en X, 23, y se lee hoy, está henchida de conclusiones cristianas. Todas las parábolas lo están, naturalmente; pero en ésta las enseñanzas son no sólo diversas sino como opuestas al Talmud; al judaísmo específicamente judaico, no al mosaísmo. De ellas retendremos solamente tres, la caridad con el prójimo como una “obligación” capital y necesaria; la extensión del concepto de prójimo a todos los hombres; y una alusión poco sabrosa a los Sacerdotes y Levitas, que se le ha de haber escapado a Cristo... ¿Por qué diablos no habrá puesto como ejemplos de inmisericordes a un Banquero y a una Actriz, y no a un Sacerdote y un Levita? ¿Y por qué tengo que explicar yo delante de toda mi feligresía esta parábola que les puede dar malos pensamientos, sin poder cambiarle una sola palabra?

            No sé si peco de irreverencia transcribiendo aquí el “arreglo” moderno de esta parábola hecho en 1945 por un poeta de estos reinos; de esta nación ubérrima y feliz, tierra de promisión para todos los vivos que quieran habitar en ella, como dice el Locutor. Dice así: “Un hombre bajaba una vez de Jerusalén a Jericó, el cual cayó en manos de bandoleros que a tiros lo dejaron por muerto. Y sucedió que pasó por el mismo camino un Político, y no lo vio; pasó después un Militar, y le encajó un balazo más. Pero pasó un pobre Turco y se llenó de compasión; y dijo “Aunque éste no es mi prójimo, sin embargo me voy a bajar, y lo voy a curar...”. Pero en ese momento recapacitó y dijo: “–¿Y si me encuentra aquí la policía, qué pasa?”. Y metiendo todo el acelerador disparó a todo lo que daba... Moraleja: guárdate de los ladrones; pero guárdate más de la policía...

            Esto es humorismo, y por cierto muy barato; la parábola es seria, aunque hay unos toques de humorismo en la manera un poco oblicua y socarrona con que Cristo responde a las tres preguntas que el Doctor de la Ley le pone, que eran batallonas preguntas entre aquellos doctores; y fueron puestas, dice el Evangelio, “con intención de embromar”:

            “¿Qué hay que hacer en suma para salvarse?”. “¿Cuál es el mandato en que se suman todos los mandatos?” y “¿Quién es mi prójimo?”. Esta última pregunta, Cristo la responde reiterándola, es decir, mandándola de rebote, después de haber contado su intencionado cuentito. “¿Decid ahora vos mismo quién es el prójimo aquí? Es claro que es el que hizo misericordia...”. Y entonces Cristo en vez de contestarle: “¡Muy bien habéis respondido!” como le había dicho en la segunda pregunta, le dijo: “Andad y haced vos lo mismo.” Porque: está bien saber la Ley, predicarla está mejor; mas cumplirla sí que es ser... entre doctores, Doctor.

            Lo que hizo el Turco de la Parábola –que no era un pobre Turco, porque tenía por lo menos una mula propia (“jumentum suum”) que pudo ser también caballo, y dos denarios de sobra, que le dio al posadero– es muy diverso de lo dicho arriba: se bajó y cuidó tan solícitamente al herido como si fuese su hermano –Cristo detalla allí la cura–, lo puso en su cabalgadura y volvió atrás desde el desierto de Judá a la Parada que hoy llaman del Buen Samarita y en aquel tiempo llamaban Casteldesangre; y confiándolo al posadero con sus dos monedas de plata, le prometió pagar todos los gastos si acaso pasaban de dos dólares –es decir “yo corro con todo”. Gesto noble. “¡Yo turquita buenita; turquito buena yo, butrón, turquita ortodoxa griega muy buenito, butrón!”.

            Los moralistas cristianos han deducido de esta parábola que yo tengo obligación grave de ayudar al que está en necesidad grave, pudiendo hacerlo, sin más averiguaciones que haber topado con él, aunque sea por azar; y aunque el lazrado no sea ni siquiera primo tercero de mi cuñado, sino un judío cualquiera, que ni se pueden ver con los turcos. “Hace ya miles de años –escribe Simona Weil–, ya los egipcios pensaban que nadie puede ser justificado después de morir, si su alma no puede decir a Dios: “no he dejado sufrir hambre a ninguno””[5], Todos los pueblos del mundo han creído lo mismo. Todos los cristianos nos sabemos expuestos a que Cristo mismo nos diga: “Tuve hambre y no me diste de comer.” Nadie osará afirmar que sea inocente un hombre cualquiera que, teniendo medios, consintiera que otro se muera de hambre... si se le plantea la cuestión en términos generales; aunque en términos concretos, quizás él mismo esté dejando morir de hambre a su madre, si a mano viene; porque así es la flaqueza humana; y el mismo Doctor de la Ley, a juzgar por la manera como Cristo le responde, sabía muy bien la Ley, pero no sabemos si la sabía para los demás solamente o para él mismo también; porque una cosa es predicar, y otra cosa es dar trigo, aymé; y yo que predico tan lindo, trigo no tengo por suerte; que si lo tuviera, quién sabe lo que haría.

            De manera que mi prójimo es el que raye, sea turco, judío, protestante o colectivero; aunque con esto no se niega que a mi madre le debo yo más que al Padre Trabi; y en caso de naufragio y no tener más que un bote, primero debo salvar a mi madre que al Padre Trabi; porque la caridad es universal, pero es también ordenada; y más quiero a mis dientes que a mis parientes; y mas a mis parientes que a las otras gentes, como dicen los gallegos. Los talmudistas en tiempo de Cristo, a fuerza de disputar, habían llegado –Hillel y algunos otros– a una conclusión que no está en el Deuteronomio, y que Cristo aprobó grandemente; que el Mandato Máximo, en el cual se resumía toda la Ley de Moisés, es éste: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas; y [por ese mismo amor] al prójimo como a ti mismo.” Esto no está escrito así en Moisés, pero ellos habían llegado a eso a través de la meditación de los Profetas. Sólo que era un poco demasiado grande tanta belleza, y la echaban a perder enseguida poniendo en cuestión “¿quien es mi prójimo?”, a la cual Shamái y su escuela respondían que solamente los parientes próximos y quizás algunos amigos; Hillel y su escuela, que eran todos los judíos y quizá también algunos gohím de los mejores, de los que estaban a punto de convertirse al judaísmo, como el Centurión Romano de Cafarnaúm; pero ninguno que se sepa en aquel tiempo se abrevió a extender el precepto de la caridad a los extranjeros, los herejes, los enemigos. Eran enemigos los judíos y los samaritanos; y el Buen Samaritano no se fijó en que el herido era judío. Eran despreciados y abominados como herejes los samaritanos por los judíos. El Escriba sin embargo, guiado por Jesucristo, confesó la verdad cristiana, que había que querer incluso a los herejes y a los enemigos, cuanto más a los extraños y extranjeros. Cuando se dijeron esas palabras, nació en el mundo la Cristiandad; ahora que se han retirado y nos estamos volviendo extranjeros unos a otros, la Cristiandad periclita y muere. La convivencia se vuelve en el mundo de más en más difícil; y en un legajo de correspondencia diplomática secreta que tengo yo en este cajón llamada Cartas de un Demonio a Otro, la principal instrucción que les da Satanás a los dos demonios que manda de nuncios al Río de la Plata, llamados Juan Conrropa y Añang-Mandinga, es la de que “destruyan la convivencia”.

            La tercera observación es que Cristo escogió irónica o humorísticamente como ejemplos de inmisericordes a dos miembros del “Clero”; lo cual prueba que eso ocurría de hecho en aquel tiempo, porque Cristo era demasiado buen artista para poner en sus cuentos cosas inverosímiles; y por tanto, si pasara también en nuestros tiempos, no habría que desesperarse en demasía. Tengo un amigo que anda enloquecido con este “problema”, como lo llama él: “en el clero argentino no hay nobleza: carece de nobleza el clero argentino. ¿Cómo puede ser eso? ¿Las virtudes sobrenaturales destruyen las virtudes naturales? De suyo el oficio de sacerdote no es vil. ¿Cómo es que el clero argentino es vil, hablando en general; o por lo menos es servil?”. Con esta cuestión el hombre, que también es clérigo, se enloquece literalmente; porque, según él, esta cuestión está de tal modo conectada con su fe, que resolverla es para él “cuestión de vida o muerte”, dice con énfasis.

            Yo le respondo: “–¿De dónde sacás que no hay nobleza en el clero? ¿De que ningún sacerdote hizo hacia vos un gesto noble, cuando te hallaste según relatas en peligro de perder la vida y aun el alma, lo cual tengo por exagerado? Ese argumento no prueba. Porque había que ver “si podían” hacer ese gesto noble... El argumento probaría, si constara que no lo hicieron “pudiendo” hacerlo.”

            Él dice: “–Monseñor Mandinga no lo hizo pudiendo y aun debiendo hacerlo.”

            Yo digo: “–Monseñor, Mandinga no es “todo” el clero argentino.”

            Pero supongamos que por un imposible todo el clero argentino perteneciera a la raza de los que Jesús llamó Dicen-y-no-Hacen; eso no invalidaría para nada lo que dicen. Porque Cristo en su parábola no concluyó: “los de nuestro clero han dejado a un lado por sus ceremonias la misericordia y la justicia; por tanto, la Sinagoga ha caducado”. Al contrario, dijo: “Haced todo lo que predican; no hagáis lo que practican.” La Sinagoga caducó, ciertamente; pero no entonces: la Sinagoga caducó en el momento en que Caifás, con su autoridad de Sumo Pontífice, conjuró a Cristo que contestara si era o no el Mesías. A lo cual Cristo obedeció y contestó, sabiendo que le costaba la vida, que sí lo era. Y Caifás, en nombre de la Sinagoga lo rechazó como Mesías, gritándole “¡Blasfemo!” y “¡Reo de Muerte!”; rechazo que reiteró el pueblo al escoger un rato después a Barrabás, y al decir a Pilato: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos. No tenemos más Rey que el César.”

            Aunque todo el clero junto no hiciera lo que dice, yo lo había de hacer. Pero por suerte, aquello no es verdad. Hay turquitos buenos. Hay gente que aún da testimonio, a veces donde menos se pensaría salta gente así. Algo hay. Unos se limitarán a curar a un herido, otros prestarán la mula, y los terceros darán los dos o los veinte denarios: un tercio del gesto total, nobleza terciada, como vino rebajado; pero siempre es algo en un país bastardeado. Y debe existir el noble entero en alguna parte ¿Cómo se puede admitir lo contrario? ¡Oh Dios! ¿cuándo saldrá y lo veremos?

            Sea como fuere, de lo que no hay duda es de que existe en Cristo el Buen Samaritano entero y no terciado. Él recogió a la humanidad herida, que había caído en manos de ladrones; echó en sus llagas aceite, que significa paciencia, y vino, que significa amor; la vendó lo mejor posible, la confió a un estabularlo que hiciese sus veces, y se fue a sus asuntos, prometiendo volver y ajustar la cuenta. Cuando hizo la parábola y puso como héroe de ella al Turquito, quizás recordó que varias veces los fariseos le habían gritado a él mismo en son de escarnio la palabra “¡Samaritano!”; es imposible que no lo haya recordado (samaritano, para los judíos era como si dijéramos turco; y mucho peor todavía).





DOMINGO DECIMOTERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Lc17, 11-19] Lc 17,11-19



            El evangelio de este Domingo relata la curación de diez leprosos, y se podría llamar “el Evangelio de la Ingratitud”, tomando ese título de un gran sermón de San Bernardo, el XLm. Aparentemente no hay nada que comentar en él: el Salvador o Salud-Dador-que esto significa Salvador­curó a los leprosos, uno de ellos dio la vuelta a darle las gracias y el Salvador reprendió la ingratitud de los otros nueve. El gran exégeta Maldonado dice: “el que quiera interpretaciones alegóricas, que lea San Agustín, Teofilacto o San Bernardo”; la interpretación literal no tiene dificultad ninguna, es un relato simple, uno de tantos entre los milagros que hizo Nuestro Señor... La gratitud y la ingratitud todos saben lo que son: al Samaritano curado que volvió a agradecer, Jesucristo le dijo: “Tu fe te ha sanado”, como lo hubiera dicho a los otros nueve judíos si hubieran venido; porque fe aquí (pastís en griego) significa simplemente confianza, fiarse de alguno, que es el significado primitivo de esa palabra, dice Maldonado. Y ellos tuvieron confianza en Cristo que les dijo: “Vayan a mostrarse a los sacerdotes”, que era lo que el Levítico, capítulo XIV, mandaba a los leprosos ya curados; ellos se pusieron en camino confiadamente: y en la mitad del camino se sintieron sanos...

            No hay nada que comentar. No hay enseñanzas profundas... Listo.

            En cualquier trozo del Evangelio hay una enseñanza profunda: sucede sin embargo que no la vemos: no somos capaces de desentrañarla a veces.

            Lástima que Maldonado murió hace casi cuatro siglos: me gustaría hablar con el.

            –¡Che, andaluz! –le diría–. ¿No te parece que Cristo hizo aquí una andaluzada? ¿Te parece tan sencillo lo que dijo Cristo? Dime un poco, gachó: los leprosos curados ¿fueron todos al sacerdote, recibieron su certificado que los restituía a la vida social, y entonces el Samaritano volvió a dar gracias a Cristo, y los demás se fueron a sus casas? ¿No es así?

            –¡No! De ninguna manera. El Evangelio no dice eso...

            –¡Qué lástima! Porque si lo dijera tendrías razón tú: no habría nada que comentar: menos trabajo para mí.

            –El Evangelio dice expresamente que apenas se sintió curado, el Samaritano volvió grupas y vino a “magnificar a Dios con grandes voces”; de los demás no dice dónde fueron; pero es más que probable que fueron a presentarse a los Sacerdotes, como la Ley se los mandaba, y como a ellos les convenía tremendamente; porque has de saber que –diría Maldonado con su gran erudición– por la ley de Moisés –y muy prudente ley higiénicamente hablando– los leprosos eran separados (que es como todavía se dice “leproso” en lengua alemana Aussaetzige), eran denominados impuros y debían gritar esa palabra y agitar unas campanillas o castañetas cuando alguien se les acercaba; no podían vivir en los pueblos, y solían juntarse en grupitos para ayudarse unos a otros los pobres –cosas todas que se ven en este evangelio– y para ser liberados de estas imposiciones legales en caso de curarse –pues la lepra es curable en sus primeros pasos, y además existe la falsa lepra– debían ser reconocidos y testificados por los sacerdotes... De modo que es claro lo que pasó: uno volvió a Cristo y los demás siguieron su camino adonde debían y adonde además los había mandado el mismo Cristo..., me diría Maldonado.

            –Por lo tanto –habría de decirle yo– si es así, aquí Cristo estuvo un poco mal, pues reprendió a los nueve judíos que no hacían sino lo que él les había dicho; y los reprendió antes de saberse si iban a volver o no después, a darle las gracias. Su conducta es bastante inexplicable. Parecería que pecó de apresurado en condenar de ingratos a los nueve judíos; y de presuntuoso en pretender le diesen las gracias a Él antes de cumplir con la Ley. Los que estaban allí debieron de haberse asombrado; y uno de ellos podía haberle dicho: “No te apresures, Maestro, en reprender a los otros; al contrario, éste es el que parece merecer reproche, porque ha obrado impulsivamente, irrefrenablemente...”.

            –Yo soy un teólogo de gran fama, conocido en toda Europa, por lo menos en los dominios de la Sacra Cesárea Real Majestad de nuestro Amo y Señor Carlos V de Alemania y Primero de España; he enseñado en la Universidad de París, donde desbordaban mis aulas de alumnos, y de donde tuve que salir por la malquerencia y envidia de los profesores franceses, y retirarme a Bourges a componer mi Comentario a los Evangelios, que es lo mejor que ha producido la ciencia de la Contrarreforma; y a mi se me ha aparecido dos veces en sueños el Apóstol San Juan, como cuenta el Menologio de Varones Ilustres de la Compañía de Jesús. Tú eres un pobre cura, que no se sabe bien si pertenece al clero regular o irregular, de una nación ignorante y chabacana, sin educación, sin tradición y sin solera. De modo que es mejor que ni hablemos más –me figuro me diría Maldonado si estuviera vivo: que era bastante vivo de genio.

            Por suerte está muerto. Si él ha visto en sueños al Apóstol San Juan, yo he visto al demonio innumerables veces; y si él tiene el derecho de no asombrarse del Evangelio, yo tengo el derecho de asombrarme todo cuanto puedo. No es exacto que Jesucristo es profundo, como dije arriba, me equivoqué. Platón es profundo, San Agustín es profundo; Jesucristo no dice nada más que lo que dice el seminarista Sánchez o el peor profesor de Teología; pero lo que dice es infinito, y hasta el fin del mundo encontrarán los hombres allí cosas nuevas. Platón tiene una teoría profunda sobre la inmortalidad del alma; Jesucristo no hace más que afirmar la inmortalidad del alma. Pero ...

            La conducta con el Leproso Samaritano significa simplemente que, según Cristo, las cosas de Dios están primero y por encima de todos los mandatos de los hombres; una nota que resuena en todo el Evangelio continuamente; y que en realidad define al Cristianismo.

            Dios está inmensamente por encima de todas las cosas. Delante de Él todo lo demás desaparece; la relación con Él invalida todas las otras relaciones. El leproso samaritano que en el momento de sentirse curado sintió el paso augusto de Dios y se olvidó de todo lo demás, hizo bien; los demás hicieron mal. Y la palabra con que Cristo cerró este episodio: “Levántate, tu fe te ha hecho salvo”, no se refiere solamente a la confianza común que tuvo al principio en Él –la cual no fue la que lo sanó, a no ser a modo de condicionamiento– sino también a otra divina confianza que nació en su alma al ser limpiado; y que limpió su alma con ocasión de ser limpiado su cuerpo; y que importa mucho más que la salud del cuerpo. Porque lo que hizo este forastero al volver a Cristo, no fue gritarle como antes desde lejos “¡Maestro!”, sino tirarse en el suelo con el rostro ante sus pies, postrarse panza a tierra, que es el gesto que en Oriente significa la adoración de la Divinidad. Por lo tanto: “levanta y vete tranquilo, tu Fe te ha salvado”, cuerpo y alma.

            Dios está inmensamente por encima de todas las cosas. ¿Eso lo ensenó Cristo? Eso lo dijo mucho antes el Bhuda, Sidyarta Gautama. Sí, pero en Cristo hay una palabrita diferente, una palabrita terrible. “Por Dios debes dejarlo todo”, dijo el Bhuda. Cristo dijo lo mismo: “Por “Mí” debes dejarlo todo”.

            Esa palabrita diferente resuena en todo el Evangelio:

            “El que ama a su padre y a su madre más que a Mi, no es digno de mí”.

            “El que deja por Mi, padre, madre, esposa, hijos y todos sus bienes”...

            “Os perseguirán por Mi nombre”...

            “Os darán la muerte por causa Mía”...

            “Deja todo lo que tienes y sígueme”...

            “Deja a los muertos que entierren a los muertos”...

            “La vida eterna es conocerme a Mi”... Y así sucesivamente.

            De manera que en este evangelio hay también una paradoja, que no vio Maldonado –lo cual no le quita nada al buen Maldonado– que es la eterna paradoja de la fe; y en la manera de obrar de Cristo con el leproso Samaritano está afirmada –como en cada una de las páginas de cada uno de estos cuatro folletos– lo que constituye la originalidad y por decirlo así la monstruosidad del cristianismo; que es una cosa sumamente simple por otro lado: “Dieu premier serví”, como decía Juana de Arco: Dios es el Absolutamente Primero; Dios es el Excluyente, el Celoso; y... Cristo es Dios.

            Mas si pide de nosotros gratitud –o si quieren llamarla correspondencia–, no es porque El la necesite sino porque nosotros la necesitamos. La ingratitud seca la fuente de las mercedes, y hace imposible a veces los beneficios; como podemos constatar a veces en nuestra pequeña experiencia que a pesar de desearlo no podemos hacer bien a alguna persona; porque por su falta de disposición, no recibirá bien el bien; de modo que lo convertirá en mal.

            –¿Por qué no viene usted más a visitarme?

            –Porque no le puedo hacer ningún bien.

            –¿Y por qué no me puede hacer ningún bien?

            –Porque una vez le hice un bien... y usted me tomó por sonso.

            Dios a veces no nos hace nuevos beneficios, porque no le hemos agradecido bastante los beneficios pasados. No los hemos tomado como beneficios de Dios, sino como cosas que nos son debidas; lo cual es tomarlo a Dios por sonso.




[1]Paul Claudel.

[2]No hablo de este libro, que de hecho se ha publicado, porque no cumple que yo diga que está bien escrito. Pero si ustedes prefieren la opinión del P. Furlong a la mía, digamos que “no hay regla sin excepción”.

[3]El año 1955 la Domínica Nona cayó el 31 de julio.

[4]Hay un error de traducción en la Vulgata y en muchos evangelios castellanos que dan la siguiente frase absurda: “Volvió a su casa más justificado que el otro”, o bien: “justificado en parangón con el otro”; frases con las cuales luchan inútilmente San Agustín y Maldonado, por no poseer entonces un texto griego críticamente depurado.

[5]Libro de los Muertos, ERE, V, 478.