viernes, 22 de enero de 2016

LIBROS-PADRE LEONARDO CASTELLANI-"EL EVANGELIO DE JESUCRISTO 2ºY3ºP.(5)

EL EVANGELIO DE JESUCRISTO
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DOMINGO DECIMOCUARTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Mt 6, 24-33] Mt 6 24-34



            En el evangelio que se lee hoy (Mateo VI y Lucas XII) Cristo nos propone como ejemplos a los Pajaritos y a los Lirios: los Pajaritos no siembran ni ensilan y siempre tienen que comer; los Lirios no hilan ni cosen y están muy bien vestidos. Parece demasiado poético, y hasta ha parecido a algunos una exhortación a la gandulería general.

            Mas en esta parábola nos prohíbe Cristo la Solicitud Terrena, que trae consigo la angurria de riquezas, la cual arrastra tras de sí males innumerables. Después de haber dicho:



                        Ningún siervo puede servir

                        A la vez a dos señores

                        Vosotros no podéis servir

                        A Dios y a las Riquezas...


           
 Cristo prevé la réplica obvia: “¡es que el dinero es necesario para vivir!”; y persigue a la angurria de dinero en su último escondrijo, diciendo no solamente: “No os esclavicéis al dinero” sino “Despreciad el dinero”.

            León Bloy, Péguy y Kirkegor han glosado esta parábola; el Pobrecito de Asís y otros innumerables la han vivido. Ella inspiró a Kirkegor tres sermones sólidos como Bossuet y tan refinados y poéticos como Vieyra, si no nos engaña nuestra devoción al jorobadillo danés. Pero no sirven para la Argentina. Dios quiera que éste sirva.

            ¡Pero esta parábola no se puede cumplir hoy día!

            Cuenta André Suarès que una congregación católica norteamericana ha pedido al obispo de Nueva Orleans o de Michigan que la declare “un aditamento poético de la predicación de Cristo”.

            No me fío mucho de lo que dice André Suarès de los “Knights of Columbus” no los quiere nada a los yanquis. Pero es verdad que el Papa León XIII condenó el 22 de enero de 1899 en carta al cardenal Gibbons –y en un latín bastante dudoso– un error que él llama “americanismo”; que entre otras cosas opinaba en contra de la pobreza voluntaria de las órdenes y la pobreza en general; y el sufrimiento, y las virtudes pasivas y la actitud contemplativa en el hombre: “antiguallas de la Edad Media”. Y por ese mismo tiempo, un prócer argentino, en un momento de ligereza, opinó lo mismo. Dijo que si una nación aceptara la moral evangélica en lo que atañe al dinero, se iba por un tubo a la bancarrota: que en eso Jesús no era buen Maestro ni buen ejemplo. Jesús fue un lírico y un gran moralista teórico; se le puede llamar con Renán “el sublime poeta de lo Ético”; pero estaba flojito en Economía Política. En eso, Benjamín Franklin le daba ciento y raya. Si un hombre quisiera vivir hoy como “las Aves del Cielo”, se exponía a los peores peligros, iba derecho al naufragio, y sobre todo ¿qué dicen de la Productividad”? Eso de despreciar al Ahorro, la virtud primera de un hombre realmente moderno, eso puede estar bien para los españoles, los napolitanos y otros pueblos cantores y atrasados; pero los argentinos no han nacido para lazzarones Leed el Evangelio si queréis; en Norteamérica lo leen mucho; pero leedlo con grandísima precaución. Hasta aquí el prócer.

            Muy bien; no pedimos otra cosa: mal leído el Evangelio hace mal. De un versillo del Evangelio mal entendido, se puede sacar una herejía. De hecho, sobre este texto de los Pajaritos y los Lirios se hizo la herejía medioeval de los Fraticelli. Y de otros textos han salido docenas de herejías; de las cuales ninguna peor que la de Renán, de la cual nuestro prócer estaba un poco tocado; aunque se libraba de ella cuando empleaba su robusto sentido común sanjuanino.

            Estoy seguro que este “americanismo” lo dijo un prócer; aunque ahora no les puedo decir seguro la página dónde. Cuando éramos chicos nos lo ensenaba de memoria el gallego Mendizábal, que en realidad no era gallego sino boliviano naturalizado paraguayo y maestro argentino; y el otro día no más, lo echó por Radio un escritor judeoargentino, amigo mío. No hay duda de eso. Además, que despreciar el dinero es ser sobremanera imprudente, eso lo saben todos los argentinos, sin necesidad que lo diga ningún prócer.

            Cristo vivió como las Aves del Cielo y los Lirios del Valle; y no fue un imprudente. Tampoco fue “un mendigo”, como dice en algún lado Kirkegor; aunque es verdad que “no tenía dónde reclinar su cabeza” durante los tres años de su predicación, que fue su trabajo fuerte. Tenía un oficio y lo sabía bien: de joven fue artesano, de hombre fue rabbí o Recitador-Instructor ambulante; que no era entonces oficio de negros, sino muy necesario, reconocido y honrado en Israel, tan importante como seria por ejemplo nuestros tiempos el de predicador-profesor-periodista todo en uno. Yo soy eso; y tengo donde reclinar la cabeza aunque sea un poco duro; Cristo no tuvo. Le daba por no cobrar sus Recitales; y a veces hasta regalaba pan, peces y curaciones instantáneas y gratuitas encima de sus Improvisaciones; pero lo importante para El eran las Improvisaciones, que irradiaba por una especie de megáfono o micrófono viviente rústico. Sabía que tenía fuerzas físicas para trabajar hasta que muriese; y sabía que había de morir joven, y no necesitaba acogerse a “los beneficios de la jubilación”. Yo, lo confieso, me he acogido a los “beneficios de la jubilación”; solamente que me he acogido hace dos años, y los “beneficios” todavía no han venido.

            Cristo no predicó la haraganería ni la supresión de la prudencia. La prudencia la conocieron Aristóteles, Cristo, Santo Tomás, San Francisco de Asís, y hasta César Tiempo: es la más importante de las virtudes morales, sin la cual todas las otras se convierten en vicio. Cristo no predicó que no había que trabajar, que no había que pensar en los hijos ni en la vejez, que no habla que guardar el dinero, como los “fraticelli”; aunque nunca tocó con sus manos una moneda según parece: pues cuando lo interrogaron acerca del tributo al César, dijo: Mostradme una moneda.” Judas llevaba las monedas de todos y San Pedro tenía unas monedas de 0,50 para hacer ruido como un chiquilín y jugar a cara y cruz. Pero el caso es que Jesús tenía bolsa, y sabía tan poca economía política que se dejó robar lo mismo que el vivísimo pueblo argentino. Mas Tomás de Aquino, que era fiel discípulo de Jesús y además religioso mendicante sabía economía política, y más sólida que la de hoy. En su Tratado para el Príncipe enseña que las naciones han de tratar de ser ricas; es decir, que el Rey debe tener riquezas, no para él sino para el pueblo todo A un obispo argentino que decía que “un obispo debe ser pobre”, le contesto, rectamente a mi entender, un religioso: “Sí, monseñor, debe ser pobre pero no como un religioso: un obispo debe tener bienes de fortuna, no para él, sino para los sacerdotes pobres primero; para el pueblo pobre segundo; y después para el culto divino”; y si hubiese añadido: “y para editar los libros religiosos de los escritores católicos, como el Padre Baransky, que no encuentra un solo editor en esta nación católica .” no hubiese estado mal tampoco. Coincidía con Santo Tomás, dominico, y con Mamerto Esquiú, franciscano.

            Todas las órdenes religiosas al nacer se propusieron no tener riquezas; y algunas, vivir de meras limosnas: las mendicantes. Pero después piensan que guardar dinero solamente para un año más o menos, no está mal; en lo cual aprueba Santo Tomás y San Jerónimo; pero quien dice un año dice dos o diez o cincuenta; y así poco a poco se adentra a veces la Solicitud Terrena; y llegan a pensar a veces que si no tienen dinero para un siglo –pícara natura humana– no pueden hacer ningún bien a las almas. El Padre Nodier escribía en 1770 –más o menos– a su Superior el General de los jesuitas: “Pienso que los cofres de oro que hay en nuestros Colegios y los negocios del P. Villeneuve nos pueden hacer muchísimo daño...”. El P. Villeneuve quebró; y 6 años después los jesuitas fueron despojados de todos sus bienes, echados de Francia, echados de España, de sus Colonias –donde trabajaban estrenuamente– y de todas las naciones borbónicas; y después suprimidos por Clemente XIV. ¡Culpa de los franceses! Y un poquito culpa de nosotros, digamos la verdad; excepto del P. Nodier y muchos otros, que sufrieron inocentes por culpa de unos pocos miopes.

            Cristo no nos manda ser imprevisores, nos manda vencer en nosotros la Solicitud Terrena: “No andéis solícitos y ansiosos por lo que habéis de vestir o de comer, o por el día de mañana: el día de mañana se trae su propia ansiedad, no la asumáis hoy... Mirad las Aves del Cielo... ¿Hay alguno de vosotros que pueda añadir un trecho al tiempo de su vida?”[1].

            La Solicitud Terrena ha de ser vencida por el cristiano con todos los medios, aun los más atrevidos, como “vender todo lo que tienes y darlo a los pobres”, en algunos casos; porque ella es la raíz de la avaricia y de muchos otros desórdenes. La avaricia es un pecado jefe, que manda a otros muchos. ¡Si lo sabremos los argentinos! sometidos al capitalismo inglés, que es una concreción sociológica de la avaricia en los ricos; o el socialismo ruso, que es una concreción sociológica del resentimiento en los pobres; porque Solicitud Terrena pueden tener tanto los ricos como los pobres, sin Cristo.

            Dicen los filósofos de hoy que todos los hombres nacemos con Angustia; o mejor traducido el Angst germano, con temor, inquietud, ansiedad, Desasosiego. Los pobres poetas lo habían dicho antes:



                        Inútil la fiebre que aviva tu paso

                        no hay nada que pueda matar tu Ansiedad

                        por mucho que tragues. El alma es un vaso

                        que sólo se llena con eternidad...

                        ¡Qué misero eres! Basta un soplo leve

                        para helarte. Cabes en un ataúd...

                        ¡Y el espacio inmenso del cielo te es breve

                        y la tierra es corta para tu Inquietud!



            El Desasosiego no se puede suprimir. Se puede convertir en tres cosas: o en Inquietud Religiosa, la cual es buena y espuela de salvación eterna; en Solicitud Terrena, la cual es mala y prohibida por Cristo; y en Angustia Demoníaca, la cual es pésima. Pero la Solicitud Terrena es lo más común; es, en cierto modo, natural; y el mundo moderno privado de lo Sobrenatural está como sumergido en ella. Dicen que es el motor del Progreso, sí, pero el Progreso moderno está embestido por una “fiebre que aviva su paso” demasiadamente. Corre lo más que puede, con peligro de dar el gran Encontronazo. ¡Y cuántos tropiezos no ha dado ya!

            Cristo no mandó a los Lirios del Valle que desenterrasen sus raíces, ni a las Aves del Cielo (a los “cuervos”, como dice San Lucas) que volasen cabeza abajo. El estaba vestido como un lirio en su conducta –y hasta en su atuendo, limpio siempre y blanco como luz de luna– y cantaba como las aves en su predicación. Los que pueden imitarlo en todo y vivir como Él, que lo hagan y se metan de ermitaños urbanos o Padres de Don Orione –¡ojo con las órdenes ricas!– y se arrojen en los brazos de la Providencia y naveguen esta vida sobre una lancha rota sobre 10.000 metros de agua. No es para todos, sino para quienes Dios llama. Pero todos deben arrojar de sí la angurria del dinero –¿para qué diablos quieres tener 1.600 millones de pesos, oh ingenuo Creso argentino, que no los puedes gastar con todos tus hijos naturales en toda su vida? –, vicio netamente argentino, si los hay. Este vicio ha hecho muchísimos males en este pobre país, “en este país ubérrimo, tierra de promisión para todos los vivos del mundo que quieran habitarla”; y el primer mal, hacerlo pobre como país. ¡Cómo! Sí, señor, como usted lo oye. ¡Éste es un país muy rico! ¿Dónde están los ricos en la Argentina? digo yo. Yo no los veo. Estarán escondidos. Muchos más ricos y más riquezas verdaderas veo yo en un país “pobre” de Europa, como Italia o Alemania Oeste, que en esta “tierra de promisión”. Será que yo no entiendo de economía política, lo mismo que Jesucristo, ¡helás!

            A mí se me hace que estamos más atrasados que los lazzarones napolitanos. La Argentina es un país pobre en acto y rico solamente en potencia; rico para los demás (para los vivos). La Argentina es un país un poco sonso, empezando por mí. Aquí se ha descabezado a la “inteligencia”, no se ha permitido nacer a un Tomás de Aquino ni de lejos; y un país sin cabeza necesariamente es un poco sonso, cosa que vio no sólo Tomás de Aquino, sino hasta Enrique VIII de Inglaterra y hasta Eisenhower, si me apuran.

            Lean el librito Hacia la liberación, de Ramón Doll, o Defensa y pérdida de nuestra independencia económica, de José María Rosa. Éstos saben economía política. Verán que este país ha sido poco inteligente; y por tanto, ahora es pobre.

            Cuanto a mí yo prefiero la economía de Jesucristo: es la más sencilla. Las naciones católicas, si desaprenden su propia economía, no aprenden tampoco la de los protestantes o la de los judíos. “El que desaprende a su padre, no aprende nada del vecino”, dicen los proverbios”[2]     Aquí está la solución de la decantada “cuestión social”. El problema social de la lucha de clases por el dinero desaparecería cuando la Sociedad pudiese decir a sus miembros las palabras de Jesús: “No andéis ansiosos por vuestra vida, qué habréis de comer, o por vuestro cuerpo, qué habréis de vestir: la comunidad tiene cuidado de eso, Servid a la patria libremente como caballeros y la Patria cuidará de vosotros como madre...”. Es degradante para el alma humana tener atados sus pensamientos, que le son necesarios para ir más arriba, por la molienda del sustento cotidiano y el temor del porvenir, la vejez, los eventos desdichados y la miseria. Lo que conturba al proletario actual es más la inseguridad tal vez que la impecuneidad en sí misma. La pobreza es una bendición, porque es un Purgatorio, pero la miseria es un Infierno.

            El espíritu del cristianismo es este: Haced por amor vuestra obra; y dejad que vuestros prójimos os alimenten y vistan también por amor. Éste es de hecho el espíritu del estado religioso.

            Parece que hay aquí un círculo vicioso; pues ni la Sociedad ni el Individuo pueden dar con seguridad el primer paso. Si el Individuo tiene que esperar para despreocuparse que la Sociedad sea perfecta... y la Sociedad no puede serlo si antes no lo son sus miembros, parece que estamos en plena utopía idílica. Pero Cristo rompió ese círculo, invitó a los mas fervientes, espirituales y corajudos a dar el salto; a renunciar a todo osadamente por puro amor de Dios –por imitar lo a Él– sin seguridad previa sino la de la Providencia, a sus riesgos y peligros: “a embarcarse en canoas escoradas”, como dice Kirkegor. Lanzó a la brecha una pequeña falange de “desesperados”, como si dijéramos; los cuales con su vida de pobres voluntarios: 1) Prueban que es posible la cosa, vivir “como las Aves del Cielo y las Flores del Campo”; 2) incitan con su ejemplo a los demás al despego y la confianza; 3) viviendo con lo mínimo, regalan el resto a los demás, dejan mayor margen de bienes temporales a la humanidad en general; pues paradojalmente nadie da más que el que poco tiene; y el que todo lo deja mucho regala.

            A estos dos puntos, el mandato de huir la solicitud (madre del temor, la avaricia y la explotación del trabajo ajeno) y el consejo de la pobreza voluntaria, se añade el “Vae vo bis divitibus”, es decir: los tremendos anatemas de Cristo a las riquezas y a los ricos, bastante olvidados quizás en la actual predicación del Evangelio. Haciendo sospechosas y peligrosas a las riquezas superfluas, Cristo opone a su tremenda y omniactuante atracción natural el contrapeso religioso; facilitando de ese modo su distribución justa, en la medida posible a la dañada natura humana.

            Estas tres formidables palancas crearon lentamente en la Cristiandad lo que hoy llaman justicia social”, primero en la práctica que en la teoría; y suscitaron fuertes estamentos o instituciones que iban poco a poco acercándose al ideal de la Sociedad-que-cuida de sus-miembros. Si hoy día en que el Estado se va convirtiendo en uno de los primeros explotadores, esto parece puro lirismo, la culpa no la tiene Cristo, y las catástrofes que hemos visto y las que nos amenazan, han dejado buenas todas sus palabras, como confiesa el mismo Marx y otros socialistas, como Bernard Shaw. Es curioso que cuando los Estados se volvieron virtualmente ateos y dijeron: “La religión es asunto primado”, la irreligión se convirtió en asunto público; y cuando los Reyes dijeron a los súbditos que no tenían por qué pensar en la salvación de las almas, tuvieron que empezar a pensar en la salvación de sus cabezas coronadas. “–Todas las religiones son buenas” –dijo el siglo XIX; y nuestro siglo ha tenido que añadir apresuradamente: “–¡Menos el comunismo!”

            La pálida sonrisa con que Cristo subió a los cielos –visible en aquellas palabras “¿Aún vosotros no creéis todavía?”– se ha ido desvaneciendo al correr de los siglos, al ver que el mundo fracasaba cada vez más a medida que seguía sus enseñanzas cada vez menos. Y si nos dejó con una sonrisa triste, no volverá sino con un trueno..



DOMINGO DECIMOQUINTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Lc 7 11-16] Lc 7, 11-I 7



            “El primer encuentro de Jesús con la Muerte”, llaman a este evangelio de la Resurrección en Naím. Pero en realidad, Jesús había topado con la muerte un poco tiempo antes, en Nazareth, cuando los Capitostes, los Magnates y los Sinagogos lo habían llevado al filo del barranco que bordea su ciudad natal para arrojarlo al vacío; de los cuales escapó sin hacer ningún milagro –nunca hizo en favor suyo milagro alguno– sino escabulléndose, como narra Lucas IV. Y el furor de sus paisanos fue porque “allí no había hecho ningún milagro”: furor sacrílego como se ve, porque así reconocían que él podía hacer milagros, y por tanto venía de Dios. Bárbaros estos judíos.

            La lección del profeta Isaías que prenuncia los milagros del Mesías, fue la que Cristo leyó en la sinagoga nazaretana, añadiendo simplemente: “Esta profecía se ha cumplido ya entre nosotros.” Isaías enumera allí “pobres, cautivos, ciegos y heridos”; no incluye resurrección de muertos. Poco después del Sermón Montano, en el Segundo Ministerio Galileo, vino la resurrección del innominado que llamamos con el largo nombre de “Hijo Único de la Viuda de la Ciudad de Naím”. Nadie le rogó o exigió que lo hiciera, se conmovió por las lágrimas de la madre: detuvo con la mano el portaféretro llevado por cuatro hombres, dio un mandato imperioso, y el joven se incorporó y comenzó a hablar. Era en las afueras de la ciudad, en el lugar donde se cavaban los` sepulcros. “Y se lo entregó a su madre.” El evangelio registra la conmoción de la turba: “se asustaron, alabaron a Dios y dijeron: un gran profeta ha aparecido: Dios ha acogido de nuevo a su pueblo”. Y añade que corrió la voz por toda Judea y sus aledaños. “¿Qué es esto? ¿Cuándo se ha oído nunca que un hombre pueda resucitar muertos?”. Cristo no oró largamente, ni se echó sobre el cuerpo del difunto, como el profeta Elías sobre el otro hijo de la otra viuda de Sarepta: simplemente gritó: “Yo te lo mando”; y fue obedecido. ¿Mandó a quién? ¿Al joven? ¡Mandó a la Muerte!

            Resucitar un muerto no es una broma. Los incrédulos cuando van a Lourdes dicen que “no conocemos bien las leyes naturales”. La serie de escuelas sucesivas y contrarias de “alta crítica exegética” racionalista lo arreglan todo, hasta que llegan a la Resurrección. “¿Un paralítico? Hay parálisis nerviosa. ¿Un epiléptico? Sugestión. ¿Un leproso? El diagnóstico de la lepra es difícil y en aquellos tiempos... No sabemos bien hasta donde llega la fuerza de la sugestión.” Pero cuando llegamos a un muerto, sabemos bien hasta donde NO llega. Por tanto: “suprimir la resurrección, suprimir la resurrección o estamos fritos...” es la voz de orden de estos seudosabios, desde H. S. Reimarus en 1768 hasta Santayana en nuestros días: la misma voz de los fariseos, que quisieron suprimir la resurrección suprimiendo al resucitado, pues “pensaron dar la muerte [de nuevo] a Lázaro”. Insensatos.

            Un resucitador es una cosa muy seria: podría resucitar el Paraíso Terrenal. ¿Se imaginan ustedes lo que podría en el mundo un tipo con poder de resucitar muertos? Podría cambiar la faz del mundo. Pues bien, eso tiene que venir puesto que Cristo tiene que Volver. Si uno suprime la promesa parusíaca del Retorno de Cristo, no queda absolutamente nada del Evangelio en pie: es la arquitrabe de todo el edificio. Cristo Resucitado volverá para resucitarnos.

            Un solo resucitado que no pudiera ya ni morir ni sufrir, podría reírse en la cara del Emperador Calígula y toda su corte; y muchísimas otras cosas. El dramaturgo Eugenio O'Neil desarrolló esa idea en su drama Lázaro ríe, por más que, desgraciadamente, desde el segundo acto, el ateísmo de O'Neil le enturbia la idea, y el drama termina en forma que no responde al grandioso comienzo. En realidad Lázaro resucitado e invulnerable puede conquistar el mundo entero, si quiere.

            Hace unos tres años dirigí a un comunista militante y dirigente, pero de buena voluntad, una carta de la que voy a transcribir una página:



               ... Los fariseos han tenido cría. Y la cría de los fariseos –esa palabra justamente usó Cristo, “esta cría mala y adúltera”– naturalmente debe temblar de que “Cristo vuelva”: no han tenido nunca mayor enemigo. Y así naturalmente niegan que haya resucitado, y con mayor razón, niegan que vuelve”...

               Supongamos que Cristo “vuelve” ¿podría arreglar todo este desarreglo de hoy? ¡Pero seguramente! ¡Un “hombre” resucitado, contra todos estos pobres piojos resucitados! El dramaturgo yanqui O'Neil hizo un drama que usted conoce, Lázaro ríe, en que desarrolla las consecuencias posibles de la hipótesis de “un hombre resucitado”. ¡Ese hombre es más poderoso que los Césares, es el poder andando! O'Neil lo hunde al fin en la confusión, porque justamente él vivía en confusión –y el artista trabaja con el material de su autoexperiencia– pues sin la fe ese caso para él no era más que una “suposición”: una fantasía, un mito. Pero ¡si eso llega a ser real! Un hombre que solamente pueda curar los enfermos y multiplicar los panes y los peces se vuelve ipsofacto el economista más grande del mundo: Jesucristo resucitado se vuelve un economista más grande que Franklin y Domingo Faustino Sarmiento. ¡Adiós bancos, adiós fronteras, adiós ejércitos, adiós guerras! Adiós, Pecado. Adiós Muerte.

               Yo no soy milenarista, y por eso no quiero hacer aquí el cuadro de “lo que sería” este mundo gobernado durante mil años por los resucitados; por un Resucitado; sin embargo el gran novelista suizo Ramuz lo ha hecho en un librito, Joie daos la Terre, que confieso me gusta grandiosamente, aunque no acepto la teología de este hijo de Calvino. Muchas personas se confortan y sustentan –la imaginación es el sustentáculo de la esperanza– con esa imaginación, que está en el capítulo XX del Apokalypsis. Yo no la enseño, pero la respeto, como respeto los cuentos de hadas; y muchísimo más por cierto. Pero yo no la necesito: me basta para mi Esperanza imaginar lo que sería el Mesías retornado, no ya “en gloria y majestad” y como Monarca del Mundo, sino simplemente más o menos como era cuando andaba en la tierra predicando, o como después de su resurrección, traveseando amablemente pero en serio con sus Apóstoles –con los Once Palurdos–. “ Jesús en Buenos Aires!”, como soñaba nuestro común desdichado amigo Enrique Méndez Calzada. Eso basta. Así como una chispa sola puede originar el mayor incendio, así como una sola bomba atómica puede desencadenar el incendio del Universo –según dicen los sabios, aunque yo no les creo– así un solo Resucitado, el “Primogénito de entre los Muertos”, que dice San Pablo, puede tranquilamente y sin prisas incendiar de gozo todo el Universo, ese vencedor de la Muerte y Principio de la Resurrección. Poder, puede: no lo dude usted.

               He aquí que he llegado yo después de mucho camino, con usted o sin usted –porque no sé si me ha dejado durante– al plano religioso desde el plano ético, que es el suyo; y el pasadizo es “el humor” enseña Kirkegor; y por cierto, a lo más crudo y duro de todo el plano religioso y a lo fundamental en él, a la inmortalidad y a la resurrección.

               Los comunistas quieren ustedes nada menos que la resurrección del mundo; yo también; y lo que es más, “la espero”. Pero discrepamos en que ustedes quieren la resurrección sin muerte; y yo me he resignado a la muerte. Hace mucho tiempo, creo que cuando era muy chico, la muerte llamó y yo abrí, y se ha aposentado en mí. No sé cuando.

               La muerte la fe.

               La fe es como una muerte. No se puede negar que es una especie de muerte, como usted la llama en su carta un reniego de “esta” vida; no de la Vida en general de esta hija de perra de vida.

               San Pablo llama a la Fe “morir en Cristo y resucitar espiritualmente en Cristo por el bautismo”. El rudo tarsense se imagina el bautismo como un ahogarse en una piscina llena de la sangre de Cristo –y de Adán– para resucitar otro hombre, “el hombre nuevo”, metáfora poco moderna que horroriza a Aldous Huxley... y a Eduardo Mallea. Naturalmente, todo lo que horroriza a Aldous Huxley, y viceversa, horroriza, y viceversa, a Eduardo Mallea...



            Sigue la carta con un análisis de cómo nació la Fe en mi; pero creo que con esto basta.

            En resumen, pasó un Resucitador por el mundo y nació en el mundo una esperanza más grande que todos los siglos; la cual no morirá. Uno que ya no tenía esperanza ha escrito: “Jesús es simplemente la esperanza más grande que ha pasado por la Humanidad”...

            Oh, Renán, escucha: No ha pasado.





DOMINGO DECIMOSEXTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Lc 14, 1-11] Lc 14, 1. 7-14



            El evangelio de esta Domínica (Lc XIV, 1) tiene dos perícopas: la Curación del Hidrópico y la parábola del Ultimo Lugar. Pero puede unificarse con el nombre del Almuerzo en Casa del Príncipe.

            No hay que pensar en Herodes Idumeo o en el Príncipe Valerio Flavio, que estaba de viaje en Siria. Era un príncipe de los fariseos, un capitoste de ellos. Ya dije en otra ocasión que de éstos no todos eran malos; tanto que de algunos de ellos, los mejores, salió el núcleo primero de la primitiva Iglesia: Nicodemus, José de Arimatea, San Pablo... Pero la “secta” era mala. Era como el clero de hoy: un cuerpo; aunque no todos eran sacerdotes. Digamos que eran como el clerus medioeval, que comprendía hasta los sacristanes y los músicos, no menos que los letrados (o escribas y doctores): toda la gente de Iglesia. Clericales, vamos. Entre los clericales de hoy hay buenos y malos, pero el cuerpo de ellos es bueno. Entre los fariseos de entonces había buenos y malos, pero el cuerpo era malo; y uno no podía salvarse sin salir de él.

            Estaba lleno de estos doctores allí, “y todos le miraban a las manos”, dice el Evangelio. Jesucristo se descalzó las sandalias, dio el beso de paz al dueño de casa, hizo el gesto de lavarse los pies como era de ritual, introdujo a San Pedro el cual hizo igual, y se dirigió modestamente al último lugar, donde se reclinó. El príncipe lo fue a buscar y lo colocó en el segundo lugar, después de él. Y San Pedro que se había colocado tranquilamente en el segundo lugar, tuvo que bajar un tramo. “Y he aquí que un hombre hidrópico estaba delante de El”; no de San Pedro. Era uno de los doctorones que era hidrópico, qué le va a hacer; y no por eso sabía menos; lo que no sabía era la lotería que le iba a tocar ese día. Se ve que le dijo o pidió algo a Jesucristo, porque el Evangelio dice: “Y respondiendo Jesús”... Pero no le respondió a él sino a los “legisperitos y fariseos que lo observaban con curiosidad”. “–¿Se puede curar en día Sábado?” –les preguntó. “Conticuere omnes intentique ora tenebant”, que dice Virgilio. Callaron como muertos. ¿Qué podían decir? Sí' ¿No? No podían decir nada. Jesús “agarró al hidrópico”, dice el Evangelio, es decir, lo sujeto; y lo curó. Habrá sido de ver el espectáculo del enorme vientre y el enorme cuerpo desinflándose a toda prisa. “Y lo mandó a su casa; para que la comida pudiera continuar, probablemente. “Y respondiendo a ellos”, otra vez a sus ocultos pensamientos, porque ellos callaban–, dijo Jesús:

            “–¿Quién de ustedes, si un hijo, o aunque sea un buey, se cae en un hoyo, no lo va a sacar enseguida aunque sea en Sábado?”[3]. Y continuaron callando. ¿Qué iban a responder? “No podían a esto responderle nada.” Con demasiada cortesía los trató Cristo. Yo les hubiese dicho: “Con sus ceremonias, con sus escrúpulos y con su ley del Sábado, todos ustedes son unos perfectos chanchos.” Eso es lo que estuvo por decir San Pedro; pero se contuvo al pensar que estaba en casa ajena.

            Y encima los obsequió con una linda parábola, que San Pedro retuvo de memoria, dirigida in aeternum a los buscadores de Buenos Puestos: Cuando seas convidado a un convite, no te pongas en el primer lugar; no sea que haya alguno más copetudo, y el dueño de la casa te diga “Amigo, por favor, déjale ese lugar al señor diputado”, y comiences con sonrojo a bajar hasta el último lugar... (“Zas –dijo San Pedro– esto va por mí”). Mas cuando fueres convidado, siéntate en el último lugar, y puede que cuando llegue el dueño, te vaya a buscar y te diga: “Pero amigo, siéntese aquí a mi lado”, con lo cual quedarás bien ante todos los comensales: porque el que se ensalza serás humillado y el que se humilla será ensalzado.” (“Tiene razón”, dijo San Pedro.)

            Esta ley del Ultimo Lugar parece un chiste pero tiene mucha miga: la cual entendió la Iglesia Primitiva y la Iglesia Medioeval, y es menester que la entienda también la Iglesia de los Tiempos Modernos; que como son modernos, creen que son los primeros de todos; y en realidad son los últimos. De esta ley, han salido muchas cosas buenas.

            ¿Qué debe hacer un hombre cuando no lo ponen en su lugar;, se pregunta Aristóteles en su Ética a Nicómaco. O mejor dicho: ¿qué debe hacer cuando no lo ponen en el primer lugar al Hombre Magnánimo?, que Aristóteles creía que era él mismo. Ese es un caso que pasa muchísimo, y más cuando las sociedades están desordenadas, o como se dice exactamente, subvertidas. Justamente ésa es la gran señal de una sociedad subvertida; y por tanto en camino de decadencia: la gente fuera de su lugar; el que debe mandar obedece, el que debe obedecer manda; el que puede ensenar no enseña, el charlatán y el simulador ensenan; el que debe aconsejar no es oído; el botarate y el sofisticado charlan, gritan, enredan, atruenan y no dejan escuchar nada ni hablar a ninguno; el necio campa por sus respetos y el sabio es acorralado y silenciado; los mediocres engreídos hacen grandes planes y voltean casas que después no pueden reconstruir, la prudencia se va al diablo y la petulancia crece como sorgo de Alepo; “mucha música y poca lógica hay en este país”, decía mi tío el cura. En suma, ustedes conocerán alguna familia donde pase esto; por ahí se pueden imaginar lo que pasará en un Estado. Siempre la confusión dalle persona - Principio fu del mal dalle Citade”, dijo el Dante. Éste era el problema que preocupaba a Aristóteles.

            Aristóteles respondió: “Cuando al Magnánimo le niegan el primer lugar, debe quedarse en el lugar donde está y luchar por el primer lugar. Debe indignarse, no por mor de sí mismo, sino por el desorden, la fealdad y los daños que resultan al bien común de no estar él en su lugar. Debe luchar con indignación y fortaleza.” Lo mismo hubiese dicho don Hipólito Yrigoyen.

            Jesucristo en vez dijo: “Cuando te niegan tu propio lugar, vete al último lugar. Mejor dicho, vete de entrada al último lugar, es más sencillo.” ¡Es una paradoja! ¡No es nada sencillo!

            El Cristianismo nació al mundo en el seno del Imperio Romano, una sociedad en decadencia, subvertida. Allí la virtud no estaba en el primer lugar sino el vicio: ni la modestia, ni el saber, ni la capacidad, ni la honradez, ni el heroísmo, ni la magnanimidad. Para subir había que ser canalla; y la virtud era un “senutón-timouroúmenos”, como dijo Terencio, una especie de castigo de si misma. ¿Qué hicieron los primeros cristianos? Se fueron al último lugar, al desierto; los que no fueron a parar primero a los leones del Coliseo. No se les ocurrió hacer un partido democristiano y hacerse elegir Emperadores.

            “En el Imperio no se puede vivir moralmente. En medio de la civilización no se puede vivir civilizadamente. El ambiente está tan apestado, la sociedad está tan descoyuntada, los valores están tan subvertidos, que ni dentro de tu casa te dejan vivir con honradez. Pero yo tengo que vivir con honradez para salvar mi alma: mi alma y la vida eterna, eso es lo que importa. ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y por qué cambio cambiará el hombre con ventaja su vida? Si tu ojo te es escándalo, sácalo y échalo de ti; mejor es entrar tuerto en el Reino de los cielos que con los dos ojos ser arrojado a la región del fuego sempiterno. Por lo tanto, vivan ustedes como quieran, yo voy a vivir con honradez. Ahí queda eso. Me voy. ¿Adónde? Al desierto. A la barbarie. Quédense ustedes con la civilización: se las dejo.” Allí nació la orden de los Ermitaños Urbanos y también la de los Inurbanos: todas las órdenes religiosas.

            Los desiertos de los confines del Imperio, el último lugar del Imperio, se empezaron a poblar de ermitaños, hartos de la civilización podrida, patricios, matronas nobles, sabios, altos jefes militares, doncellas delicadas; y nació el ideal monacal, que viene de: monachus = solitario. Con su ejemplo, y después con su palabra, y también con su acción, fueron la levadura única y biológica que transformó el Imperio putrefacto en la Cristiandad Europea. Si quieren saber cómo se verificó esa increíble transformación, lean la Vida de Santa Melania de Georges Goyau o simplemente cualquier vida de San Jerónimo o Europa y la Fe del gran ensayista Hilaire Belloc.

            La Iglesia Medioeval creó la Caballería (la Iglesia Medioeval y las damas) y dio otra aplicación nueva al principio del “último lugar”. Los caballeros andantes andaban por allí protegiendo a los débiles, y deshaciendo tuertos, para merecer un favor de su dama[4] ¿Qué hacía un caballero cuando le hacían a él mismo un tuerto? Se hacía a sí mismo un tuerto mayor. ¿Eso no es idiotez? No, Chesterton dice que la ley del caballero es castigar la injusticia que le hacen a él, haciéndose otra mayor. Eso es literalmente “irse al último lugar”, y “poner la otra mejilla”, como aconsejó Cristo. Al Cid Campeador el Rey Alfonso lo desterró por un año; él se desterró por cuatro años; arrojó a los moros de Valencia, se creó un reino cristiano para él; y después volvió a Burgos y se lo echó a los pies del rey injusto.



                        Por necesidad batallo

                        y una vez puesto en mi silla

                        ¡Se va ensanchando Castilla

                        Delante de mi caballo!...

                        Vete de mis tierra, Cid,

                        mal caballero probado

                        y no vuelvas a mis tierras

                        dende esta hora en un año.

                        Pláceme, dijo el buen Cid,

                        pláceme, dijo, de grado

                        por ser la primera cosa

                        que mandas en tu reinado;

                        por un año me destierras,

                        yo me destierro por cuatro.



El Cid Campeador, no hay que olvidarlo, fue el padre de Martín Fierro.

            Esto la gente de hoy no lo entiende. Un joven de la Acción Católica un poco petulante me decía días pasados:



            –Ahora hay persecución, podemos morir mártir.

            –No te encarames, le dije, no es tan fácil.

            –¿No dijo Cristo que hay que poner la otra mejilla?

            –No hay otra mejilla.

            –¿Acaso usted tendrá miedo? Lo que pasa es que usted tiene miedo de poner la otra mejilla.

            –Mirá, revisá el Evangelio de arriba a abajo y decime cuándo Cristo puso la otra mejilla.

            No supo qué decirme; porque efectivamente Cristo nunca puso la otra mejilla.

            Cristo es un poeta que no quiere que entiendan sus metáforas literalmente: ningún poeta lo quiere. El gesto de generosidad, mansedumbre y fortaleza de ofrecer la otra mejilla al que nos dé una bofetada, puede hacerse o no hacerse, según pinte el caso; lo que importa es la actitud espiritual que ese gesto significa. Si a mí Hebetes me diera un bofetón –pobre Hebetes, es incapaz– y yo le pusiera la otra mejilla, él lo tendría por cobardía, vileza y servilismo, cosas que no quiere Cristo; y me daría otro. Yo lo engañaría, simplemente. Si me llegara a dar un bofetón, que no lo hará, yo le hago saltar cuatro dientes. Eso sería lo indicado. Cuando a Cristo le dio un bofetón el siervo de Caifás, era el momento indicado para mostrar el cumplimiento de su consejo. Él tenía mansedumbre bastante para hacerlo, puesto que “puso sus espaldas a los azotes y sus mejillas a los que las herían y escupían”, dijo el Profeta; pero no lo hizo allí. Hizo lo mismo en otra forma: hizo un acto de caridad con el animal, a ver si entendía razones: “Si he hablado mal, da testimonio: estamos delante del juez y él está aquí para eso. Si he hablado bien, ¿por qué me pegas? ¿Por qué hieres a un hombre inerme y atado?”.

            Esto es poner la otra mejilla, y ponerse en el último lugar, realmente; no literalmente.

            Si el siervo de Caifás un gaucho argentino hubiese sido, habría dicho de inmediato: “Tienes razón, me he ventajeado feo. Estuve muy mal. Me ofusqué. Perdón. Te pido humildemente perdón”, con lo cual el Sumo Sacerdote lo hubiese echado inmediatamente de su conchabo y él hubiese salvado su alma; o por lo menos se hubiese salvado de servir a Caifás; lo cual no es poco. Pero el siervo del Sumo Sacerdote se hizo el sueco. Mas Cristo hizo por él lo que pudo.

            Esto es también lo que dice San Pablo con estas misteriosas palabras: “No te vengues de tu enemigo, échale más bien carbones encendidos sobre la cabeza.” Quiere decir: Hazle un beneficio más bien, de modo que él se sonroje como un fuego de ver que es tu enemigo, que tú no eres enemigo de él, y que eres más noble que él.

            Así que corramos todos al último lugar, y verán que fácil es determinar entonces, sin gastar millanares de pesos en elecciones, quién es el que debe ser Presidente de la República, Sumo Sacerdote, Poeta Laureado o Primer Corneta del Regimiento. Es justamente aquel que encontrarán ustedes sentadito muy tranquilo desde el comienzo en el último lugar; muy escondidito y quieto, muy silencioso y tranquilo, leyendo con toda atención la Ética a Nicómaco y el Evangelio de San Lucas en griego; o haciendo cualquier otra cosa, excepto política.





DOMINGO DECIMOSÉPTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Mt 22, 34-46] Mt 22, 34-40



            Los sabihondos europeos que hoy día no quieren aceptar a Cristo y desean cortar a la Europa las propias raíces, han inventado como pretextos diversas historias; una de lo más risueña es que “en el Evangelio al fin final no hay nada nuevo”. Todo lo que Cristo predicó se hallaba ya en el Oriente; lo que hizo el “genial Nazareno” fue constituir una especie de mezcla (sincretismo la llaman) de los resultados últimos de la “evolución religiosa” de la Humanidad. Curiosamente, esa mezcla cuajó en un cemento más fuerte y más pulido que el mármol. Hay incluso un santón hindú llamado Ramakhrishna –fundador de una secta teosófica muy activa hoy día que esa sí es una mezcla de hinduismo y cristianismo averiado– el cual se abrevió a afirmar que Cristo estuvo en la India de los 19 a los 29 años y allí aprendió Su doctrina: sin ninguna prueba y a retropelo de las pruebas históricas en contrario. Netamente imposible.

            El evangelio de hoy (Mt XXII, 34) versa sobre el Mandamiento Máximo y Mejor, promulgado categóricamente por Cristo y seguido de una afirmación implícita y polémica de que El era más-que-hombre. El Mandamiento Máximo y Mejor es el Precepto del Amor Cristiano, que es un “estreno absoluto” –como dicen ahora– en la humanidad. Examinando con serenidad la historia de las religiones, se ve que siempre fueron los Hebreos los que en lo religioso llegaron más lejos; y que ellos, como se ve en este evangelio, habían llegado, en tiempos de Cristo, a una aproximación del Amor Cristiano, vaga, pálida y dudosa. Los demás “mandatos o consejos de amor”, incluso los de Budha Sidyarta Gautama y su escuela, no son más que una asonancia y como lejana semejanza de palabras. El sentido es del todo diverso.

            La discusión acerca del Mandato Máximo y Mejor estaba candente en Israel; porque era entonces necesaria. La Ley Mosaica, por obra de los Talmudistas y los Intérpretes y los Casuistas, se había complicado y ramificado de una manera imposible: en definitiva no se sabía lo que había que hacer, porque la polvareda de preceptos pequeños y opiniones divergentes lo oscurecía todo. Había que encontrar un resumen de la Ley; había que encontrar el espíritu, el centro y el hilo conductor. Un hebreo que hiciera caso a los casuistas no podía ni moverse en día Sábado, por ejemplo: si se me cae el escritorio con todo lo que hay encima en día Sábado ¿puedo levantarlo sin incurrir en las iras de Jehová?

            En la parábola del Buen Samaritano, que hemos visto y también en este evangelio, vemos adónde había llegado la discusión teológica. Los mejores entre los fariseos habían llegado a la conclusión de dos mandatos fundamentales: amar a Dios y amar al prójimo: sólo había que ver todavía qué cosa se entendía por amor y qué cosa por prójimo; por lo demás, esa conclusión era contestada acremente por los literalistas de la Ley y con mucho fundamento: estaba fuera del “espíritu general” de la ley mosaica, y se apoyaba en textos sueltos... Jesucristo definió los dos términos dudosos y fundió los dos mandatos en uno; y así lo sublimó, todo, a una altura moral antes inconcebible. Ésa es la esencia del cristianismo. Adolph Harnack escribió un libro célebre La Esencia del Cristianismo; y después Karl Adam otro y Loisy otro... La esencia del cristianismo es el Padre Celestial, la esencia es la interioridad, la esencia es la Parusía.... etcétera. Cuentos. La esencia del cristianismo está en este evangelio. Cristo se proclama Dios y da a la Humanidad un mandato que sólo Dios podría inventar... Es sobrenatural; está más allá de las facultades del hombre tal como las conocemos; para poder cumplirlo hay que recurrir a Dios.

            Hay una diferencia entre los dos Doctores de la Ley que van a pedir a Cristo la solución de esta Cuestión Suprema. El uno parece menos bien dispuesto: Cristo lo interroga a su vez, le narra una parábola y al final le dice: “Ya que lo sabes, ahora vete y haz misericordia.” A estotro Cristo le responde lisa y llanamente, y él se dispara en una glosa –esto está en San Marcos, XII– que lo pinta como entusiasmado por la respuesta: “Efectivamente. Verdad. Así es. Éstos dos son. No hay otros. Esto vale más que los holocaustos y los sacrificios...”, etcétera. Cristo lo aprueba amorosamente: “No estás lejos tú del Reino de Dios.” Había venido porque había oído decir que “”Éste” responde a todo y nadie lo da vuelta.” Al final del episodio anota Marcos que “Nadie se abrevió a preguntarle mas. Empezó Jesús a preguntar a su vez, terminado ya exitosamente su propio “examen”.

            Los pueblos orientales –todos los pueblos de estilo oral– aman esta especie de contrapuntos: lo mismo que nuestros pasados paisanos a los payadores, que son reliquias del estilo oral. Recordemos el contrapunto de Martín Fierro y el Moreno. Pero ésta nuestra payada doble, ya literaria, versa sobre preguntas abstractas y lejanas; y los contrapuntos que nos reporta el Evangelio –y que se hacían con solemnidad religiosa y en una especie de cantinela, escuchando y fallando la corona de oyentes ­se refieren a cuestiones concretas y candentes, incluso cuestiones personales como el problema de Cristo. Aquí Cristo les arroja el versículo del profeta David que dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra - Mientras pongo a tus enemigos como escaño de tus pies.” La pregunta: “¿Quién eres tú pues?” tantas veces hecha, surgía naturalmente después de oír a Cristo haciendo ley y abriendo nada menos que a un Doctor, nada menos que la puerta del Reino.



            “–¿De quién habla aquí el Profeta?

            –Del Rey Mesías, evidente.

            –Yo soy el Mesías. Ahora decidme, ¿puede un hijo ser señor de su padre?

            –No.

            –¿No es el Mesías hijo de David?

            –Sí

            –Sí.

            –¿Cómo es pues que David lo llama “Señor”?

            –No sabemos. No sabemos nada. No sabemos ni una palabra.”



            “Y desde aquel día, nadie osaba cuestionarlo”, es decir desafiarlo a contrapuntos. La confesión de ignorancia dolía. Y era ignorancia fingida. La conclusión aquí era clara: el Mesías será más-que-hombre, puesto que será Señor del Rey David su padre. No sólo David lo llama “Señor”, sino que Dios “lo sienta a su derecha”. Eso significa en Oriente participación pareja en la Reyecía: la Reina se sentaba en un trono a la derecha del Rey. Aquí estaba indicada, pues, una participación en la Divinidad. Cristo la afirma y se la adjudica audazmente. Los Doctores callan.

            Ésta es la promulgación solemne del Cristianismo, la esencia de su Dogmática y de su Moral: dos misterios inmensos. A los que dicen “no hay nada nuevo en el Evangelio” podría preguntárseles si espigar lo más excelso de la moral universal, cifrarlo en un solo punto, hacerlo practicable y practicarlo, y morir crucificado en su defensa, si eso les parece nada. Pero hay más, infinitamente más que eso. El Amor Cristiano es una novedad absoluta.

            Hoy día lo encontramos sólo en islotes aislados; la generalidad del mundo ha rechazado de hecho el Mensaje; y aun en el seno de la Iglesia flaquea. Parecería que no es así, se habla de “amor” por todas partes, se pondera el amor del prójimo, se multiplican las obras oficiales de beneficencia, se defiende –con las armas y en guerras terribles– la “Civilización Cristiana”. Pero son palabras y no obras, sentimentalismos, “el dulce Nazareno”, “el amable Rabbí Galilea”, el “mensaje del amor a todos” que propala inclusive el obsceno Ramakrishna: una inundación de jarabe y moralina.

            Hay caridad en la Iglesia y la habrá siempre, gracias a Dios; pero ¡cuan oprimida y rala está! La convivencia está atacada, la amistad está adulterada, la misericordia está falseada, y el odio y la aversión paganos se han desatado en el mundo. No soy pesimista: “experto crede Ruperto”, lo conozco en carne propia. El amor cristiano se ha aguado y se parece al amor al prójimo que había antes de Cristo, y que nos echan en cara estos “orientalistas”, como un “precedente oriental”.

            Distinguir estos dos amores al prójimo es posible y fácil. El gran escritor C. S. Lewis, en tres conferencias hechas en la Universidad de Durham sobre el tao (o sea la ley moral universal, como la designan en China) y sobre la Abolition of Man (o sea la gran apostasía actual) recogió una antología de los preceptos morales de todos los libros sagrados del mundo, para probar que la moral hebrea continuada por la cristiana está enraizada en la misma natura moral del hombre, y en su tradición milenaria. Leyéndola salta a los ojos la diferencia entre el amor al prójimo de las religiones antiguas y la caridad enseñada con obras y con palabras por Cristo y sus discípulos.

            Brevemente: los estoicos proclamaron sí que no había extranjeros y que la patria del hombre era todo el mundo, como Mario Bravo; pero era una manera de rechazar o despreocuparse de la propia patria más bien que amor al foráneo, al extraño, al enemigo: a lo socialista actual. Lao-Tsé y Confucio predican el perdón y la gentileza; pero no es el amor, es una benevolencia general y más bien una táctica de defensa y prudencia: es un amor-timidez, sin arrojo y sin fortaleza. El Bhuda Gautama, su antecesor, es el que más claramente predica el amor a todos los hombres, aun a los más bajos y despreciados. Pero hay que saber lo que es el amor budista el se extiende a los animales y a las plantas, está fundado en el desprecio de todo lo visible. El Budismo quiere suprimir el dolor por la supresión del deseo, por el ahogamiento de todo lo terrenal en el Nirvana; su amor al prójimo es una especie de gimnasia para la supresión del amor a sí mismo. ¿Qué me importa que me ames como a ti mismo, si no te amas nada a ti mismo? Budha me ama a mí como a su gato; y ama a su gato como a un fantasma: lo sensible para el budista no tiene realidad, es una apariencia, la Maia o Gran Ilusión. Un budista japonés convertido decía a Paul Claudel: “Lo que me asombró en el cristianismo es que no sólo ama al hombre, sino que “lo respeta”.” Profunda palabra. El amor universal del Budha es gélido, interesado, egoísta; como en los estoicos, es una indiferencia cansada y despreciativa. No respeta al hombre. ¿Y qué es un amor sin respeto?

            Pero ¿y los hebreos? Los hebreos como hemos visto no se atrevían a extender el concepto de prójimo hasta a los enemigos; ni la amistad hasta dar la vida por el amigo. Los salmos de David están llenos de tremendas imprecaciones vengadoras contra el enemigo. “ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión”..., así habla el Éxodo. “Tú has de devorar todos los pueblos que el Señor tuyo te dará en tu poder. No se enternezca sobre ellos el ojo tuyo”, así habla el Deuteronomio... “Amarás a “tu amigo” como a ti mismo”, era lo más a que llegaron los Deutero-Profetas. Eso era todo. Todo alrededor se extendía –Asiria, Egipto, Roma– la inconmensurable crueldad pagana.

            El amor que ensenó Cristo “es paciente y es benigno, no es celoso, no es sacudido, no se hincha, no es codicioso, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa torcido, no se alegra del daño y se conalegra en el gozo: todo lo soporta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta... El nos reúne todos en un cuerpo, con la vida común de los miembros de un cuerpo, en la Cabeza, que es Cristo”, dice San Pablo (I Cor XIII, 4-7; 12).





DOMINGO DECIMOCTAVO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Mt 9, 1-8] Mc 2, 1-12



            En la curación del paralítico de Cafarnaúm verificada en Galilea, en el fin del primer año, hace Cristo la primera afirmación implicim de su Divinidad; no es extraño que este suceso lo relaten los tres Sinópticos, resumido Mateo (IX, 1) y con más pormenores Marcos y Lucas. Es muy importante.

            ¿Por qué hizo una afirmación solamente implícita? Es obvio que así había de ser. Cristo no podía subirse a una cátedra y proclamar. “Miradme: yo soy Dios.” Lo hubiesen tenido por loco y nadie lo hubiese creído; y lo que es peor, algunos lo hubiesen creído... mal. La mitología pagana estaba llena de dioses que bajaban disfrazados a la tierra para sus hazanas no muy pulcras: para seducir mujeres o vengarse de sus enemigos, que eran los milagros que hacían Júpiter, Juno o Apolo. Los gentiles narraban eso; y los hebreos luchaban contra eso. Por eso quizá se asustó un poco el idólatra Pilato –no lo bastante– cuando los acusadores de Cristo le gritaron: “Éste dice que es Hijo de Dios.” En los Actos de los Apóstoles leemos que a Pablo y a Bernabé los quisieron adorar como dioses los habitantes de Listra en Licaonia después del milagro del hombre cojo. Salió el sacerdote de Júpiter con un toro para hacerles un sacrificio, de lo cual se indignaron grandemente los dos judíos; a los cuales los habitantes de esa pequeña ciudad griega tomaron por Júpiter y Mercurio: por Júpiter a Bernabé, que era grandota; y por Mercurio a San Pablo, que llevaba la palabra. Así pues, si Cristo hubiera dicho rotundamente desde el principio que era Dios, lo hubiesen tenido por idólatra y pagano. Tenía que revelar un misterio absoluto, algo increíble e incomprensible; y por eso su revelación tenía que ser progresiva y cauta; como dice muy bien Grandmaison, “pedagógica”.

            Después de la primera Pascua que celebró en Jerusalén en marzo del ano 30 –de nuestra cronología: 36 ó 37 en realidad de verdad– y de unos ocho meses que pasó en Judea, se trasladó Jesús a Galilea después de la muerte del Bautista (a esto llaman la “Primera Misión Galilea”) por Caná, Nazareth, Cafarnaúm, y después por toda la comarca que rodea el Lago de Genesareth. En Cafarnaúm sobre el Lago tuvo lugar este milagro, así como otros muchos; era para Cristo la hermosa ciudad ribereña una especie de centro de operaciones. Allí se habían trasladado su madre y sus parientes, vendido el pequeño taller de San José.

            Multitud de gente de todas partes le seguían; entre ellos muchos fariseos, cuya hostilidad ya se había despertado; y probablemente estaba en la casa de uno de ellos, invitado a comer; pues dice Lucas que estaba aquello lleno de “doctores de la ley”. Algunos fariseos invitaban a comer a Cristo, lo cual está muy bien. Pero no siempre con buena intención: era rutina, curiosidad o malicia, más bien que amistad. La muchedumbre se apiñaba de tal manera delante de la casa, que tapaba la puerta; y los buenos vecinos que querían hacer curar a un paralítico, traído en una camilla, no podían entrar. En vez de decir: “no hay nada que hacer” y marcharse con su carga viva, dieron vuelta a la casa, subieron por el gallinero a la terraza, levantaron el techo –es posible que haya habido allí una abertura o trampa– y descolgaron al muerto con camilla y todo por medio de cuerdas –digo, al muerto de miedo– plantándolo delante del Taumaturgo; con lo cual se frotaron las manos y dijeron. “Hemos cumplido.” No le debe haber hecho mucha gracia al dueño de la casa. Confianzudos se pueden llamar éstos realmente. Muestra la excitación que rodeaba por entonces la persona de Cristo. La comarca pastoril y campesina estaba como fuera de sí.

            “Ánimo, hijo, te perdono tus pecados.” No esperaban oír eso. Un sobresalto corrió por la corona, quizás gestos de asombro o murmullos. “¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones?”, dijo Cristo volviéndose a los circunstantes. En efecto, pensaban: “Este blasfema. Nadie puede perdonar pecados sino Dios.” No pensaban mal en eso último, porque es verdad; pero hacían mal en juzgar ligeramente blasfemo a un hombre santo.

            “¿Qué es más fácil decir: Te perdono tus pecados, o decir: Levántate y anda?”. Decirlo es igualmente fácil; la cuestión es hacerlo. “Pues bien, para que veáis que el Hijo del Hombre tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados [se volvió al inválido y dijo], tú levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.” Así lo hizo el favorecido, el cual pacatamente, en vez de salir corriendo, se llevó su sofácama a cuestas, como le mandaron: porque hoy día los muebles están caros. Los que casi salieron corriendo fueron los de afuera al verlo: “Llenos de temor decían: hemos visto lo increíble.”

            Esa afirmación nunca se había dado sobre la tierra: “yo puedo perdonar los pecados”. Jamás los hebreos habían sonado –ni ningún otro pueblo del mundo a osadas– que un hombre pudiese condonar las deudas del hombre con Dios; porque en realidad nadie puede, sino el Hijo del Hombre, y a quien El quisiere delegarlo. Este milagro es el preludio de la institución del sacramento de la Confesión.

            Los hebreos celebraban cada ano la fiesta de la Expiación “el día diez del séptimo mes”, que ellos llaman Etaním o Tishri. Mataban un novillo por el Pecado y un carnero en Holocausto, o sea en adoración de Dios; y tomando un macho cabrío, Aarón (el sacerdote) le gritaba en voz alta sus pecados y los pecados del pueblo, cargándoselos al pobre “cabrón emisario”. Después un hombre lo llevaba al desierto y lo abandonaba con una patada; y a la vuelta tenía que cambiarse los vestidos, quemarlos y lavarse el cuerpo. El rito tal como está en el Levítico, XVI, es terrible, lleno de sangre y fuego: el sacerdote debía hundir sus manos en la sangre del novillo y untar con ella por todo los dos cuernos del altar; y los restos quemarlos todos, hasta los excrementos. El pueblo empeoró el rito, no llevando el chivo emisario al desierto, sino a un precipicio; y precipitándolo con grandes insultos y alaridos. Todo esto para significar el apesgamiento del pecado, su asquerosidad, y una especie de rudo arrepentimiento. Pero si los pecados así acusados “quedaban perdonados” o no eso nadie lo podía decir, fuera de Dios.

            Entre los romanos se llamaba culpa al pecado grave y peccatum a cualquier tropiezo que fuese, por ejemplo pecar contra la gramática: peccare significa en latín “tropezar”: pede cadera. Sólo los hebreos y los cristianos vieron el pecado en relación con Dios. Entre los paganos se pecaba contra el hombre, contra la sociedad, en último caso contra el Destino o Fatum, no contra Dios... ¿contra qué Dios, señor mío, si los dioses de ellos era más inicuos y corrompidos que los hombres? Pero el pecado es tan temible porque es una relación con Dios; va contra el autor del orden universal; y lo que es peor, del orden sobrenatural o adopción divina, que ya hemos explicado. Herimos a Dios: “contristamos al Espíritu Santo en nosotros”.

            El pecado es el objeto de la religión, porque es la primera relación y la más universal, del hombre con Dios. El primer nombre nuestro con respecto a Dios es pecador. El decir “yo no tengo ningún conflicto con Dios” es declararse hombre irreligioso. La peor herejía de nuestros tiempos es la supresión –supuesta– del pecado. Ahí tienen una obra célebre en nuestros tiempos, la novela de ochocientas páginas De aquí a la Eternidad de James Jones, que escandalizó a Norteamérica y de la cual hicieron una cinta. Es un gran fresco muy verídico y minucioso del ejército norteamericano en tiempo de paz, en Hawai, antes del desastre de Pearl-Harbour: “our brave boys”. Un montón de hombres sometidos a una disciplina rígida: bravos, sufridos, altivos, estoicos: una sociedad pagana. Allí se ha suprimido el pecado contra Dios: se peca contra el Reglamento o contra el Camarada o contra el Superior, o contra la Patria. Se ha echado fuera el pecado cristiano; y por tanto todo el Cristianismo. El Pecado retorna en forma de verdadero horror, que sobrecarga el alma: hizo bien el intendente de Buenos Aires al prohibir hace poco su traducción. No se puede dar una idea sin leer el enorme libro de lo que es eso.

            El indiferentismo religioso dice: Uno se pueda salvar fuera de la Iglesia, primero. Luego dice: Todas las religiones son buenas. Después dice: Todas las religiones son mulas: que es justamente la conclusión de James Jones hacia el final de su encuesta. Finalmente dice: No hay pecada; y en este grado el indiferentismo es la cumbre de la irreligiosidad. Suprimid el pecado, la religión queda eliminada por la base.

            El hombre que está en pecado es un paralítico. Jesucristo escogió bien su ejemplo. Ni siquiera puede ir por sus propios pies a los pies del Salvador para ser salvado. Hay que agarrarlo entre cuatro, llevarlo en andas, alzarlo y romper un techo; y descargarlo con una cabria. “Y viendo la fe de ellos” –dice el Evangelio– se enterneció Jesús. Es necesario para eso una enorme fe, principio del perdón de los pecados[5]     Ni por la sangre de cabrones y burros - Y la aspersión de cenizas de la vaca - Realizada la Redención Eterna - Entró de una vez en el Santuario.

            Porque si la sangre de cabrones y novillos - Y la aspersión de las cenizas de la vaca Purifica a los inmundos - Con la pureza de la carne.

            Cuánto más la sangre de Cristo - Ofrecido él mismo a sí mismo por el Espíritu Eterno -Inmaculado a Dios - Purificará nuestras conciencias de las obras muertas - ¡para servir al Dios vivo!

            Por esto es Mediador de la Nueva Alianza - Por su muerte - Para redención de las culpas hechas bajo la Otra Alianza - Que reciban los que han sido llamados - Las Promesas de la Alianza Eterna” (San Pablo, Epístola a los Hebreos, IX, 11)..





DOMINGO DECIMONOVENO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Mt 22, 1-14] Mt 22, 1-14



            El evangelio de hoy repite la parábola del Convite que hemos visto el Domingo segundo después de Pentecostés; en otra forma, tal como está en Mateo. Hemos visto ya someramente las diferencias: el tema es el mismo. El Reino de los Cielos es parecido a un convite de bodas; todos son convidados, pero muchos pierden el convite por su culpa. Es un convite peligroso; porque la otra alternativa, la del que no entra, no es quedarse sin una comilona más o menos. La otra alternativa es la muerte.

            El objeto de los dos libritos de Mateo y de Lucas es diferente: Mateo escribió para los judíos, Lucas para los paganos. La parábola del Banquete en Mateo es más dura y casi feroz; y su amenaza se extiende no solamente a los que declinan las fiestas nupciales del Rey por amor de sus propias fiestas, sino al que entró sin la vestidura nupcial. El incendio de una ciudad y una masacre, castigo de los sacrílegos homicidas, ilumina el banquete como una antorcha siniestra. Cuando Mateo trasladó al papel esta parábola del Maestro, había oído ya la paladina profecía del incendio y la ruina de Jerusalén; y en cierto modo la veía desarrollarse ante sus ojos, habiendo sido testigo no solamente de la crucifixión del Maestro, sino también de las insensatas tentativas de los Fariseos, los Sicarios y los Zelotes de levantar al inerme pueblo palestino contra el enorme poder del Imperio: tentativas fatídicas que comenzaron poco después de la muerte de Cristo. Esa situación está reflejada en la parábola. Si la parábola parece feroz, es porque refleja fielmente una situación feroz.

            Los oyentes de Lucas estaban en situación distinta: los gentiles habían entrado en cantidad a la primitiva Iglesia; Pablo de quien Lucas era el meturgemán, o recitador, se había volcado hacia ellos dejando a un lado a los judíos y esto era motivo de asombro y aun de escándalo para los fieles circuncisos; o sea, provenientes de la Sinagoga. El acento en la parábola de Lucas está puesto sobre este hecho: “los primeros Invitados no fueron dignos; entonces el Señor del Banquete llamó a otros... cualesquiera que fuesen”. El señor del Banquete no es ya un Rey –porque los reyezuelos orientales les resultaban un poco ridículos a los romanos–sino un Gran señor un patricio como los Julios o los Flavios, una especie de Lord Inglés. El castigo no aparece tan atroz: “en verdad os digo que ninguno de los primeros Invitados gustará mi banquete”; pero en el fondo es el mismo: puesto que el Banquete es la vida eterna.

            ¿Modificó Lucas la parábola de Cristo al gusto romano? Algunos críticos lo sostienen: creemos que no se ha de admitir. Cristo debe de haber tratado sus temas de diferentes maneras según los auditorios, conforme es uso de los recitadores de estilo oral. Esos científicos (como Tillmann y Perk), suponen falsamente que Lucas usó para la composición de su libro de fuentes escritas, como notas o fragmentos de evangelios preexistentes, que se habrían perdido. Pero no es ésa la costumbre de los medios de estilo oral: la trasmisión de la materia se efectúa por la prodigiosa memoria de los recitadores y de su arte deliberado y metódico de retener y repetir. La actual investigación científica (De Foucauld, Jousse, Dhorme) tiende a robustecer de más en más esta tesis, que es hoy una certeza científica.

            Los Evangelios no se tomaron libertades con los relatos retenidas y repetidos que trasladaron al papel: no son libros compuestos al uso actual; son transcripciones, como sería hoy día un procés verbal. Es incluso probable que las actuales palabras de nuestros Evangelios en griego sean las “ipsissima verba” de Cristo, traducidas por él mismo: es decir, es probable que Cristo haya predicado o en arameo o bien en griego, según los auditorios. La Palestina era entonces un país bilingüe, como Irlanda actual; y hasta los campesinos sabían –un poco al menos–­ la koiné o griego vulgar, que era desde los Antíocos la lengua oficial del reino griego fundado por Alejandro, al cual perteneció la Judea. Jesucristo con Pilato habló, evidentemente, en griego. Lucas quizás no conoció personalmente a Cristo aunque algunos sostienen que sí, que fue uno de los dos “discípulos de Emmaús”; pero en cualquier caso él “investigó con diligencia” –dice él– de quienes lo habían conocido y oído, muchos de los cuales eran recitadores natos. Lo mismo había hecho su maestro San Pablo antes de él, cuya catequesis Lucas se dio por misión transcribir fielmente al papel, a pedido de los fieles de la gentilidad. No es de creer que San Pablo se haya permitido transformar literalmente las palabras del Maestro, que creía inspiradas: cosa prohibidísima entre los recitadores de estilo oral.

            De cualquier modo, la parábola en la forma mateica es la más segura es un relato más largo y literariamente más rico, mucho más oriental y hebreo que el sucinto perfil de Lucas, el médico griego educado en Roma. La parábola de Mateo es fuertemente coloreada, amenazante y trágica. Esta puesta antes de la última ida a Jerusalén, en la misión de Perea, cuando ya el furor de los fariseos se mostraba en guerra abierta, y Jesús sabía que era rechazado por su pueblo; antes de las tres “parábolas de la misericordia”; porque Dios amenaza siempre con la intención de perdonar.

            Es un rey que celebra las bodas de su hijo: símbolo de la unión de la Segunda Persona con la naturaleza humana, o sea la Encarnación. El rey envía sus farautes (los Profetas) a llamar a los invitados; y ellos rehúsan venir. Envía otros mensajeros, con un mensaje más apremiante y cariñoso; pero ellos los desprecian y se van “a sus negocios”; y algunos “agarran a los heraldos regios, los maltratan y aun los matan”: increíble atrevimiento y verdadero sacrilegio. Entonces el Rey envía sus ejércitos que se apoderan de la ciudad y le prenden fuego; y a los homicidas pasan a cuchillo. Después el Rey da orden de traer a “cualquiera que sea”; y se llena la sala del convite con la gente de la calle y de los caminos, “buenos y malos . Jesús estaba en la Perea, comarca gentil; y la alusión al rechazo de su pueblo, y a su predicación a los gentiles malos, es patente.

            No basta entrar, hay que tener la vestidura nupcial: la túnica blanca, la corona de palma o de olivo, y las sandalias y los pies limpios. Había allí uno que no los tenía; lo cual no parece extraño, si los habían buscado, por las encrucijadas de los caminos”, y algunos los habían traído medio por la fuerza, como dice Lucas: “Compelle intrare” (“oblíguenlos a entrar”). El castigo de esta falta, insignificante en apariencia, es peor: el Rey se da por ofendido personalmente, pues él está allí ahora y no solamente sus heraldos y farautes: atado de pies y manos lo hace echar a la helada de la noche “y allí serán los alaridos y el rechinar de dientes” Este final horroroso nos descubre que la “vestidura nupcial” significa la gracia santificante. Jesucristo indica muchas veces el infierno con las palabras la oscuridad de allá afuera”; y eso es el infierno efectivamente: estar fuera de Dios y por tanto en helada oscuridad.

            El pecado a los ojos de Dios es diferente que a los ojos de los hombres; para los hombres el pecado no parece cosa muy importante, e incluso a veces los pecados son “los negocios”, como en el caso de los prestamistas, cuyo negocio es la usura; los politiqueros, cuyo negocio es la mentira; y los periodistas adulones, cuyo negocio es la prostitución de la palabra humana; pero es una ofensa directa para Dios, creador y vengador del orden, comendador y legislador de lo Justo, Limpieza Infinita. Por eso en la parábola hay esa desproporción y desmesura entre los castigos y sus motivos. Es como si Cristo dijera: “Ojo, que los hombres ven de una manera y Dios de otra.” Los santos dicen que si viéramos con los ojos del cuerpo un alma en pecado, no podríamos vivir; no la vemos, pero para eso tenemos los ojos de la fe. “Yo sé de una persona –escribe Santa Teresa– a quien quiso Nuestro Señor mostrar cómo quedaba un alma cuando pecaba mortalmente. Dice aquella persona [ella misma] que le parece si lo entendiesen no sería posible ninguno pecar... Y así le dio mucha gana que todos lo entendieran; y así os lo dé a vosotras, hijas, de rogar mucho a Dios por los que están en ese estado, todos hechos una oscuridad; y así son sus obras... Oí una vez a un hombre espiritual que él no se espantaba de cosas que hiciese uno que está en pecado, sino “de lo que no hacía”. Porque así como de una fuente muy clara lo son todos los arroyitos que salen de ella, como es un alma que está en gracia, que de aquí le viene ser sus obras tan agradables a los ojos de Dios y de los hombres... así el alma que por su culpa se aleja de esta fuente, y se planta en otra de muy negrísima agua y de muy mal olor, todo lo que corre por ella es la misma desventura y suciedad.”[6]

            Jesucristo aludió siempre al Reino de los Cielos como un Convite de Bodas; no usó la terminología erótica del Cantar de los Cantares de Salomón, ni la descripción de palacios hechos de oro y gemas preciosas de San Juan en el Apokalypsis. Para la gente campesina que lo escuchaba, el banquete nupcial era el gran acontecimiento de la vida, en que se echaba la casa por la ventana. El Rey en su segunda invitación les hace decir a los invitados: “mirad que todo está presto, los pollos están adobados, los becerros cebados están muertos”, sin olvidar los cántaros de vino, que eso va de suyo. Me hace acordar esos banquetes de casamiento de los labriegos italianos que duran siete días –boda y tornaboda– donde en cada comida se sirven siete vinos diferentes. “Meter la olla grande adentro de la chica” le llaman, no sé por qué. Naturalmente que es más que eso, porque “ni ojo vio –dice San Pedro– ­ni oído oyó, ni en fantasía de hombre puede caber lo que tiene Dios preparado a los que le sirven”.

            Los impíos modernos dicen que Cristo vino a matar la alegría de la humanidad, “espectro exangüe que aguas las fiestas de la vida”[7]. Dicen que Cristo vino a debilitar a los hombres, y Cristo robustece flacos con la esperanza; dicen que Cristo vino a quitar la nobleza pagana[8], y Cristo ennoblece con su invitación incluso a los mendigos; dicen que Cristo vino a disminuir la Vida, y Cristo curó enfermos y resucitó muertos... Dicen que es el enemigo de Dionysos y el adversario mortal de la alegría; y Cristo invita a todos a la alegría indeficiente de un convite regio, que se anticipa en esta vida en esperanza; la cual en esta vida es la madre de la alegría. Porque el malvado cuando goza de sus efímeros placeres, no puede olvidar que son pasajeros; y el justo cuando goza de sus sanas alegrías, sabe que ellas no acabarán jamás. Hay una diferencia.... Hay una gran diferencia; porque un placer pequeño se engrandece cuando esta conectado con la seguridad y la esperanza; y un placer muy grande se aniquila cuando está conectado con el remordimiento, o el temor, o la desesperación.





DOMINGO VIGÉSIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

[Jn 4, 46-53] Jn 4, 43-54



            “La vida del justo es como un banquete” –dice la Escritura–, también es como una larga enfermedad. Ésa es la gran paradoja. Dichoso el que la conoce por experiencia.

            “Éste es el segundo milagro que hizo Jesús”, escribe San Juan después de narrar la curación del hijo del Régulo en Cafarnaúm. El primero fue la trasmutación del agua en vino en Caná. Jesús de vuelta de su primera excursión a Jerusalén –donde limpió el Templo y conversó con el fariseo Nicodemus, y después, en el camino, con la mujer Samaritana– pasó por Caná y también por Nazareth, pero no se detuvo. Trajo a su madre y a sus parientes a Cafarnaúm, donde se hospedó probablemente en la casa de Simón Bar-Ionah, que después se llamó Kephai o Pedro[9]. El tercer milagro de Jesús es la curación de la suegra de San Pedro. Después, en ese mismo día, antes de anochecer, curó innumerables enfermos de la ciudad, que se amontonaron ante la casa al saber la noticia; porque la suegra de San Pedro, según la historia, era muy “relacionada” y bastante charlatana. Por tanto, el primer milagro que hizo Cristo fue en favor de una familia de Caná “de la clase media”, como diríamos ahora; el segundo en favor de un funcionario regio, sin duda un ministro o edecán de Herodes Antipas; el tercero en favor –o en contra­– de San Pedro; y después innumerables en favor de los vecinos de Cafarnaúm. Y conversó y anunció que él era Profeta –y a la Samaritana le dijo paladinamente que era el Mesías– a gentes de todas clases y condiciones, sin excluir los samaritanos, que eran tenidas por herejes vitandos.

            Jesús no fue “a buscar a los obreros”, como dicen ahora; ni tampoco a los patrones. El judío Schalom Asch, en su El Nazareno, que ha obtenido un suceso que no merece en Nueva York y Buenos Aires (las dos capitales judías del mundo), lo pinta como una suerte de demagogo romántico parecido al “Misionero” de Almafuerte, que anda entre los desheredados como un propagador comunista, consolándolos con palabras dulces y con curaciones de curandero; porque este escritor suprime cuidadosamente del Evangelio los milagros grandes, las resurrecciones, la multiplicación de los panes, los leprosos –y todo lo que se le antojo, por lo demás– y deja solamente los “explicables”. Cristo para este novelista burdo y charlatán, que pergeñó con la vida de Jesús, de la Virgen María y de San Pablo, tres malas novelas, es una especie de intelectual pálido y lánguido, amigo de los fariseos, y la quintaesencia del judaísmo. Decimos esto porque se ha impreso entre nosotros la falsa noticia de que Schalom Asch es un gran escritor (“uno de los mayores prosistas modernos... autor de tantas páginas inmortales”...), y un judío convertido... Convertido sí, pero a un judaísmo peor; más le valiera quizás haber quedado judío ortodoxo; y haberse quedado en Polonia, sin ir a Nueva York.

            Existe hoy día entre los judíos una curiosa posición religiosa que se puede ver en este mal escritor... de éxito (“el prófugo del ghetto polaco posee ahora una villa en Miami-Beach y otra en Niza, cuentas corrientes en todos los bancos de Europa, secretarios, estenógrafas”): estos judíos aceptan a Cristo como Mesías y rechazan la Iglesia, como una corrupción de la doctrina de Cristo. Se hacen cristinos, pero no cristianos; no se bautizan ni toman el culto cristiano; dicen que los judíos de aquel tiempo se equivocaron –y Schalom Asch le echa toda la culpa ¡a los romanos!–; que Jesús ha sido el más grande héroe de su raza; que en torno de él hay que reunirse de nuevo; que Jesús predicó la libertad, la igualdad y la fraternidad... y por poco no lo hacen el precursor de la Revolución Francesa. Algunos, de veras grandes escritores judíos han tomado esa posición, Franz Werfel, André Suarès, Simona Weil y el filósofo Bergson, aunque creemos que éste se bautizó antes de morir. Es un curioso signo de nuestros tiempos. No es la conversión de los judíos que profetizó San Pablo; si es una aproximación o es lo contrario, no lo sabemos.

            Para volver al milagro del Régulo (régulo significa “reyezuelo”); pero el texto griego trae basilikós = funcionario en contacto con el Rey, Cortesano o Palatinas) se parece al milagro del Centurión Romano –que hemos visto el Domingo cuarto después de Epifanía– pero evidentemente es otro. Es también un milagro a distancia. El padre afligido vino a Cafarnaúm y pidió a Cristo le curara el hijo. Jesús parece rechazarlo: “Si no viereis signos y portentos, vosotros no creéis.” Para Cristo, los israelitas debían creer viéndolo y oyéndolo a él simplemente: no eran paganos, tenían las profecías entre las manos. “¡Está por morir! ¡Ven pronto!” insistía el padre. “Vete ya, tu hijo vive.” Dos veces dice el Evangelista que el muchacho estaba a la muerte. El padre creyó y se volvió. En el camino se encontró con sus siervos que venían alborozados a anunciarle que su hijo vivía. “–¿A qué hora se sanó?”. “–A la hora séptima [o sea las trece nuestras] cayó la fiebre.” Era la hora en que había hablado Cristo. “Creyó en Jesús él y toda su familia”, concluye el Evangelista.

            Era una familia rica. Hoy día dicen que “la Iglesia debe ir a los obreros”. La otra semana recibí una carta que dice eso; y añade: “separarse de la oligarquía”. Es un buen cálculo político, aprendido de los que saben política: los obreros son muchos y son votos. Pero Cristo no veo que haya hecho eso. ¿A quién fue Cristo? A todos. Al que quisiera oírlo. Al que no se escandalizaba de él. “Y dichoso aquel que de mí no se escandalizare.” Cristo no hizo agitación social. Que la mayoría de los que lo seguían eran pobres, ése es otro asunto: eso pertenece a la primera bienaventuranza.

            La Iglesia Argentina es oligárquica, dicen. Si oligarca significa tener plata de sobra, no se ve claramente que sea muy oligarca. Un esquema probable de la dirección sociológica de la Iglesia Argentina es éste:

            Durante la Colonia, la Iglesia cultivó a los nobles. Hizo bien, porque los nobles estaban unidos realmente con el pueblo, como es propio de una verdadera nobleza. En una sociedad jerarquizada, la enseñanza del cristianismo descendía por sus eslabones naturales de arriba a abajo, y la tarea era relativamente simple: cuidar la cabeza. No hubo aquí una gran nobleza, en el sentido heráldico, porque los grandes hidalgones de la corte de Madrid se iban hacia las “tierras ricas” de Méjico y Lima: no hay más que ver la galería de los 39 Virreyes del Perú desde Pizarro hasta el marqués de la Pezuela, el antagonista de San Martín.



                        Nació David para rey

                        Para sabio Salomón

                        Para soldado Laserna

                        Pezuela para ladrón



como dice la copla: la cual fue una calumnia de los “patriotas”: una calumnia patriótica... si es que las hay. En la Argentina, una bala perdida de la casa Mendoza; un hidalgüelo vasco de nobleza reciente, Garay; un hijodealgo nacido en Indias y menospreciado en Madrid, Hernando Arias; muchos segundones, muchos infanzones tronados, muchos nobles de segunda fila, no duques, ni marqueses ni “condesas” como en Lima; pero fue una gran nobleza en la realidad, mirando a sus virtudes y no a sus títulos. Ésta era una tierra difícil y sacrificada; el más lejano bastión de España. Al noble lo hace la virtud, no el título.

            La clase dirigente argentina cambió rápidamente: comerciantes catalanes, judíos portugueses, contrabandistas enriquecidos y militares de fortuna ingresaron presto en los primeros rangos, cuando ya el valor oro comenzaba aquí, lo mismo que en todas partes, a convertirse en el resorte único del ascenso social. Y la Iglesia continuó cultivando a la “clase dirigente”, convertida de aristocracia en timocracia. Pero el pueblo comenzó a separarse de la oligarquía portuaria de Buenos Aires: Martín Fierro, figura del pueblo dese tiempo, es un cristiano que ya no tiene contacto con los curas, y más bien les desconfía. Los caudillos del interior, con su poder indiscutible y su influencia capital en la vida de la nación durante muchos años, nos demuestran indubitablemente este movimiento. Vienen directamente de la antigua clase dirigente, si no siempre en la sangre, por lo menos en las ideas, las costumbres y la idiosincrasia moral; y están en contra de la “nueva” clase dirigente, de la oligarquía portuaria. No hay que hacerse ilusiones: todas las luchas políticas modernas son luchas sociales; y todas las luchas sociales son luchas entre dos equipos dirigentes.

            Después de Caseros, la clase dirigente se convirtió claramente en una plutocracia: el capitalismo internacional se había formado y dominaba ya en Europa –con resistencias fuertes en los dominios católicos– y esta pequeña nación informe no podía oponerse a la oleada internacional del “progreso”: del tecnicismo, la “democracia” y el imperialismo. Sarmiento tuvo razón, en cierto modo; más razón tuvo José Hernández, que se puede decir sintetizó la vista progresista de Sarmiento y la visión tradicional. La plutocracia argentina se puso paulatinamente al servicio de una gran nación extranjera, cosa no prevista ni querida por Sarmiento; el país progresó rápidamente en el sentido material; pero las capas sociales inferiores se cortaron de las superiores y nació la agitación demagógica, y la “lucha de clases”. El Radicalismo, movimiento centrista de origen tradicional y con gran aporte católico en su nacimiento, se tiñó rápidamente de liberalismo y demagogia. Y la Iglesia siguió cultivando la “clase dirigente” –lo cual significa: siendo aprovechada por ella– cuando ya la “clase dirigente” y el pueblo no estaban consubstanciados. Por costumbre, por rutina, por somnolencia, la Iglesia oficial perdió el contacto con las masas; sin que esto quiera decir que no hubiese algunos sacerdotes excepcionales, como el cura Brochero, que mantuvieron, medio por su cuenta, el contacto. Pero curas Brocheros hubo pocos, por desgracia. Y no pasaron de curas.

            En suma, la Iglesia durmió en la Argentina una larga siesta; no se modificó al ritmo de las modificaciones sociales, no se adaptó a la marcha del país. Las órdenes religiosas extranjeras hicieron rutinariamente su trabajo específico de colegios y hospitales. Un hecho revelador de esto que digo es que en cien años de catolicismo argentino no se ha producido aquí un solo libro religioso que se pueda leer[10]. Si no hay escritores religiosos –sacando al inefable Constancio Vigil y al destornillado Almafuerte– es porque a la gente no le interesan los temas religiosos; y eso quiere decir, lisa y llanamente, que la gente no es religiosa. La religión comienza por la cabeza y no por las vísceras; ni tan siquiera por la víscera cardíaca. El catolicismo argentino, salvo excepciones, no ha superado el sentimentalismo... y la beneficencia; entendiendo por beneficencia las obras de misericordia corporales. A la cultura argentina ha contribuido poco; a la alta cultura, por lo menos.

            Este esquema somero, que tengo de un distinguido estudioso cordobés, debe ser constatado por una buena historia eclesiástica; que no existe. Ésa es otra señal de la pobreza de nuestro catolicismo. Las “historias eclesiásticas” que existen, son listas de nombres y fechas y sucesos externos, que no reflejan en modo alguno a la Iglesia. Actualmente se plantean en el país una serie de preguntas y problemas que solamente una buena historia eclesiástica podría responder. La Iglesia está casi ausente de la Historia de la Argentina de Ernesto Palacio; y es por eso.

            Pero dejándonos de “sociologías”, lo que queríamos decir es que Cristo fue simplemente a todos; y a Él hemos de imitar. Su primer discípulo jadeo fue un doctor de la Ley, Nicodemus; y no rechazó al Centurión Romano, como no rechazó a Pilato, al cual se dignó enseñarle dos verdades capitales, que el otro badulaque ni siquiera escuchó. Unos son más aptos para hablar a los grandes y otros son más aptos para hablar a los chicos, hay muchas vocaciones; pero Cristo nos dejó ejemplo de que hay que hablar a todos los que quieran abrir los oídos: y “el que tenga oídos para oír, que oiga”.

            “Cuando entréis en una ciudad, id a una casa honrada y aposentaos allí. Decid: paz sea en esta casa, y curad los enfermos. Comed lo que os dieren, y anunciad la palabra de Dios. Si en una ciudad no os recibieren, salid de ella, y sacudid el polvo de vuestros zapatos en testimonio contra ellos: en verdad os digo que, en el juicio, ni Sodoma y Gomorra serán juzgados como esa ciudad. En verdad os digo que no se acabarán las ciudades de Israel antes que retorne el Hijo del Hombre.”

            ¡Ay de nuestra patria, si los pocos hombres espirituales que hay en ella ahora sacuden sobre ella el polvo de sus zapatos!









[1]“Añadir un codo a su estatua”, dice la Vulgata; lo cual también es verdad desde luego, pero no es el texto.

[2]Se ha dicho que “Cristo no dio soluciones de la cuestión social (Ernesto Renán, Vie de Jésus) porque su interés rodo fue salvar las almas individuales y no reformar la sociedad ni hacer Política alguna: pues su idílica moral individual de campesino galileo no percibía los condicionamientos sociales ni los problemas colectivos... Esta opinión ha sido también de algunos católicos como Auguste Nicolas, el P. Ventura Ráulica, Donoso Cortés... Es un error.


[3]La Vulgata latina dice: “un asno o un buey”, pero el texto original dice. “un hijo y aunque más no fuera un buey”.

[4]“EL cristianismo triunfó en su empresa de convertir al bandido en un héroe” –al aventurero en un caballero– escribió Leopoldo Lugones.

[5]“Pero Cristo, ungido Pontífice de los futuros Bienes - Para siempre entró en un tabernáculo mejor y perfecto - No hecho de manos de hombres, no de la creación ésta.


[6]Las Moradas, capítulo II, in initio.

[7]Anatole France.

[8]Nietzsche.

[9]Al primer Pontífice le puso Cristo, pues, el mismo nombre del Sumo Sacerdote que lo condenó: Caifás o Kefas, que significa piedra; y los dos fueron dos buenas piedras.


[10]Exceptuamos un solo libro, que por no parecer adulones de los sanjuaninos no nombramos.