EL EVANGELIO DE JESUCRISTO
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DOMINGO DE PENTECOSTÉS
[Jn 14, 23-31] Jn
14, 23-29
Hemos visto el Domingo pasado que Judas Tadeo, el Otro Judas,
interrumpió el Sermón-Despedida de Cristo diciendo: “Y bueno, vamos a ver, ¿por
qué demonches te mostrarás a nosotros y al mundo no?”.
Habla
con la idea mesiánica vulgar del triunfo externo y terreno del Rey Mesías; idea
que a los fariseos los llevó al error y al furor, y que no estaba ausente de
los Apóstoles: era uno de esos prejuicios comunes. Es exactamente lo que
dijeron cuando comenzó a hacer los primeros milagros: “¡Muéstrate al mundo!”, “
¡Publicidad, publicidad! ¡Propaganda!”. Ellos esperaban la Epifaneia, la Manifestación espectacular
y gloriosa, que en las mentes groseras o apasionadas significaba el
“nacionalismo”; o sea, la sublevación general, la expulsión de los Romanos, la
independencia, la instauración de la Nueva Israel de los Profetas y de la Nueva
Jerusalén, “Visión de Paz”.
Pero
los Apóstoles consternados estaban escuchando entonces una cosa diferente:
Cristo hablaba de otra clase de paz, no de la paz después de la victoria, sino
de una misteriosa derrota. Hablaba de caridad fraterna, no de guerra; del
Espíritu Santo, no de Judas Macabeo; de que el mundo iba a triunfar y ellos
habían de entristecerse, de que se iba y no lo verían más; del Príncipe de este
mundo, el que no tiene parte alguna en Él, pero al cual no dice que Él va a
arrollar; al contrario. Cristo habla de cosas desconocidas, lejanas y
espirituales. ¿Y el Reino de Israel?
Cristo
no responde directamente a Judos Tadeo, no discute: hubieran podido argüirle
con el Rey de sus parábolas, con el Sultán que hace el convite de bodas y
excluye furiosamente a los remisos, el Sultán que hace pasar a cuchillo a los
que se le sublevan... ¿Jesús mismo no se había proclamado heredero directo de
David y mayor que Salomón?
Cristo
responde indirectamente: repite los cuatro o cinco temas de este
Coloquio-Testamento, como un gran sinfonista: su vuelta al Padre, la venida del
Espíritu de Dios, el momentáneo triunfo del mundo... añadiendo tres cosas
raras, que son tres grandes puntos teológicos: la inhabitación de Dios en el
hombre (“Si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos
en él y haremos en él mansión”), la función del Espíritu Santo (“El Parácleto,
que mandará el Padre en mi nombre, él os ensenará todo, y os sub-recordará
todas cuantas cosas yo os dije”) y por fin una palabra inesperada: “El Padre es
mayor que yo.”
La
venida en nosotros del Padre y el
Hijo no es otra cosa que el Espíritu Santo: que es el lazo inseparable del
Padre y su Verbo, el amor de Dios en Dios. No fue desconocida a los filósofos y
místicos paganos una habitación de Dios en el hombre: “Est Deus in nobis, agitante calescimus illo”, dijo Ovidio,
repitiendo un tema poético común, que está ya en Lucrecio[1] P. S. – “Efectivamente, el verso citado es de Ovidio, Fastorum, 1. VI, v. 5 El dístico
completo reza así: “Est Deus in nobis
agitante calescimus illo Impetus hic sacrae semina mentís habet” (Pbro. Dr.
Lucas Tapia, profesor de Humanidades).
[En
las ediciones anteriores, esta nota, y la que ahora lleva el número 98, estaban
incluidas en un anexo titulado “Erratas”. Al final del mismo se leía la
siguiente declaración del autor: “Se agradecerá al lector que avise cualquier error,
errata, o lapsus de este libro al
Autor, calle Caseros 796, Buenos Aires. Agradecimiento al Pbro. Enrique A.
Villamil de Gualeguay, y también al Pbro. Abel Suquilvide, de Guanaco, al Dr.
Rodolfo J. Charchaflié, a Bachicha Beccar Varela y otros que me han indicado
varias erratas de la 1. edición (1 de mayo de 1958). N. del E. ].; y Séneca
Estoico en su Epístola LXIII: “¿Te
asombras de que un hombre vaya a los dioses? Pues un dios viene a los hombres,
más aún “en” los hombres: ninguna sin un dios hay mente buena.” Mas el judío
Filón habla continuamente del Dios que habita nuestra mente. Pero hablan de una
cosa muy distinta de la de Cristo, de esta presencia invisible, personal y
amorosa.
Lucrecio
habla de la naturaleza, y concretamente en este punto de la acción de Venus, la
diosa del instinto amoroso; Ovidio habla de la inspiración poética, atribuida a
la Musa Polimnia; Séneca de acuerdo a la teoría estoica entiende una especie de
moción general y providencia vaga; y Filón llama “dios” a la razón del hombre bien informada y orientada hacia el
bien. Cristo en cambio habla de la “gracia',
una realidad que nos injerta en Dios como un sarmiento en una cepa; de una
vida humana vuelta divina de un modo humilde e imperceptible, como en la
Encarnación. Y esta presencia no es una nueva revelación, ni una visión, ni un
éxtasis metafísico pasajero, como en Plotino y los neoplatónicos; es algo que
está humildemente, cuotidianamente, prosaicamente en todos los que están en
gracia, por sencillos que sean: “Si alguien me ama”...
Eso
es el Espíritu Santo en nosotros; no nos hace grandes filósofos. No hace nada
nuevo: nos sub-giere, nos “recuerda
desde abajo” –como dice el texto griego– simplemente todo lo que Cristo dijo.
¿Y para qué, entonces? ¿No basta decirlo Cristo? Y sin embargo nos enseña ¿oda, todo de nuevo. Porque
una cosa es la voz exterior, otra la voz interior: otra y la misma. Hemos visto
que la fe se compone como de dos elementos: primero los hechos históricos y la
doctrina que nos viene de afuera; después –y al mismo tiempo– la iluminación y
el consentimiento que nosotros hacemos colaborando con Dios: el consentimiento
a la gracia. “¿Cómo creerán si no oyen? –dice San Pablo– ¿Y cómo oirán sin
predicante? La fe viene del oído”... De hecho vemos que la predicación en
algunos no hace ningún efecto; porque un hombre puede llevar un caballo al río,
pero ni diez hombres pueden hacerlo beber si no quiere. O mejor dicho, no es
que no haga ningún efecto, es que hace efectos contrarios a la fe, efectos de
resistencia en muchos, Bajo la actual indiferencia religiosa, un furor sordo o
una nostalgia sorda encueva. Ella será invisible en las masas, pero se abre
lugar y sale a luz en la literatura contemporánea, por ejemplo, sobre todo en
el sector que hemos llamado literatura de
pesadilla[2], La desesperación
actual no es la desesperación pagana del
viejo Catulo o del viejo Lucrecio: es más aguda y está orientada. Una sorda
nostalgia de la fe palpita en Kafka o en Simona Weil; un furor contra la fe en
Joyce o en Andreief; y toda clase de ídolos muertos o supersticiones incluso
pueriles en las masas descristianadas. Lo que va a salir de esto, yo no lo sé.
“El que no me ama, no guarda mis palabras.” No tendrá paz, tendrá una paz
falsa, “como la da el mundo. Yo os dejo la paz, os doy mi paz, no como la da el
mundo”.
“El
Padre es mayor que yo”. Ésta es la palabra de que se prevalieron los arrianos
para negar la divinidad de Cristo: herejía de los primeros siglos, que duró
cinco siglos, cundió en el Ejército Romano y entre los reyes bárbaros
(Leovigildo, Recaredo) y amenazó ahogar la Iglesia; pero hay arrianos sutiles o
burdos aún hoy: muchos de los protestantes y modernistas –si no todos– son
arrianos, o nestorianos o socinianos hoy día. “Si me amarais, os alegraríais de
que vaya al Padre; porque el Padre es mayor que yo.” ¡Vaya una razón!
Cristo
no se va a contradecir cada diez minutos: estaba repitiéndoles con insistencia
que Él y el Padre eran uno, que lo que Él les decía lo decía el Padre, que el
que lo veía a Él veía también al Padre, y que el Espíritu Santo era el Espíritu
de Él y del Padre. Esta palabra divergente: “Mi Padre es mayor que yo” tendrá
pues explicación... Tiene tres explicaciones.
Dicen
algunos Santos Padres (Atanasio, Gregorio Nacianzeno) y Tertuliano que Cristo se
dice menor que el Padre porque procede del Padre en la eterna generación
divina. Eso era llamarse menor en un sentido enteramente impropio y aun
equívoco; que por lo demás nada tiene que ver con el discurso actual y disuena
de él. ¡Valiente consuelo para los Apóstoles! ¡Ininteligible! Por lo demás,
tampoco sabían ellos todavía la Trinidad claramente.
Segunda,
decir que Cristo entonces “habló como hombre y no como Dios”, evasiva con que
se descartan algunos comentaristas baratos, es justamente lo que diría un
arriano; y es absurdo en este caso. Jamás habló Jesús como puro hombre; ni
podía tampoco, sin fingir o mentir.
La
exégesis de San Cirilo de Jerusalén es la buena: Cristo habla como Dioshombre,
y como hombre que está en esa situación particular: frente a su Pasión y
Muerte, presto a ser hecho no sólo varón de dolores sino “gusano y no hombre”:
cosas que al Padre no podían alcanzar; mas cuando volviera al Padre, sería
igual al Padre aun en ese aspecto de la gloria ya inconmutable. Volvería a
reasumir su divinidad que nunca dejó, oculta ahora a los ojos de la carne, y
como vaciada según la palabra de San
Pablo: “exinanivit semetipsum”, se
aniquiló a sí mismo, tomando figura de siervo. Mas lo que tenían los Apóstoles
delante de los ojos era esa figura de siervo; y de acuerdo a eso había que
hablarles.
Entonces
sí la frase es un consuelo y encaja perfectamente en el contexto. Los Apóstoles
podían alegrarse por amor a Cristo de saber que iba a superar su dura tortura y
derrota, asimilándose después al Padre incluso con su misma naturaleza humana:
“Porque mi Padre está ahora mejor que yo, aunque seamos iguales...” quiso decir
Cristo.
¿Así
que Dios mora en nosotros? No me parece los días de viento Zonda. No se ve
mucho Dios en Sisebuta. No se ve la gracia los días de elecciones. “Creo en la
gracia porque no la veo”, dijo César Pico; lo cual es exacto; se cree lo que no
se ve; pero si de ninguna manera la viéramos, no podríamos creer en ella. La
vemos a veces en sus efectos, por lo menos en sus efectos totales. Los
Apóstoles vieron venir al Espíritu en forma de viento impetuoso y lenguas de
fuego. Después del día de Pentecostés los Apóstoles cambian, parecen otros
hombres: “Iban gozosos delante del Sinedrio a padecer por el nombre de Cristo
contumelia” los que no querían creer ni a la Magdalena ni a la Santas Mujeres
ni a Pedro, los que no acababan de creer ni el día de la Ascensión, los que
huyeron despavoridos del Sinedrio cuarenta días antes. Pedro negó a Cristo y
después fue mártir. Pablo persiguió a los cristianos y después convirtió a la
gentilidad. Una fuerza sobrehumana propaga y sostiene la Iglesia.
En
la vida de cualquier cristiano no hay milagros; pero puede ser que mirada en su
conjunto no deje de ser algo milagrosa. Vivió cristianamente, tropezó, cayó, se
levantó, creyó, esperó, acabó y se fue; no dejó nada en la Historia; pero...
hizo lo que otros declaran imposible, perseveró en lo que otros tienen por
locura, duró derecho a través de las vicisitudes de la vida, no perdió la línea
y temblaba el suelo, fue una cosa igual a sí misma cuando en cada hombre hay
tantos hombres diversos, y en el mundo tantos contrastes e incoherencias.
Parecía que había una voz escondida en su fragilidad infinita, un silbo, un
compás, un Apoyo y un Co-estante; que eso significa en griego Parácleto: el que está junto: el Apoyo, el Co-estante.
Cosa
curiosa: cuando creó a la mujer, Dios dijo que hacía una “ayuda” para el hombre; y la palabra con que se designa aquí al
Espíritu de Dios es “ayuda”; “Parácleto” puntal,
soporte, refuerzo.
[Mt
28, 18-20] Mt 28, 16-20
En
este Domingo, fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia lee las últimas
líneas del Evangelio de San Mateo XXVIII 18), que contienen la misión dada
solemnemente a los Apóstoles de “enseñar
a todos los pueblos”, y el sello de la revelación del misterio de la Trinidad
divina; y la promesa de Cristo de estar con los suyos hasta el Fin del Mundo.
Esta aparición de Cristo a los Once tuvo lugar en una montaña de Galilea, no
sabemos cuál; y fue la última de las nueve apariciones antes de la Ascensión
que conocemos; que suman por tanto diez. Algunos dicen que fueron trece las
apariciones de Cristo, contando otras dos que menciona San Pablo (“A Santiago y
a quinientos hermanos juntos”) y la del mismo San Pablo. Pero la aparición a
los quinientos discípulos es probablemente la misma Ascensión; y la aparición a
San Pablo fue una visión intelectual y no corporal, puesto que los que estaban
con él “nada vieron”. Trece o doce o diez, lo mismo da. Ya bastan para
despertar nuestra fe.
El
misterio de la Trinidad divina es una revelación cristiana: en el Antiguo
Testamento no está, a no ser adumbrada en fugaces alusiones, como cuando en el
Génesis Dios dice: “Hagamos al hombre a imagen nuestra”; en los tres Angeles
que aparecieron a Abraham hablando como uno solo; y en la mención del “Espíritu
de Dios” hecha ocasionalmente. Pero en su predicación, Cristo reveló poco a
poco, como era prudente, la existencia de tres principios personales en el Dios
único del monoteísmo israelita; y en esta sesión solemne, en la cual mostró sus
patentes –por decirlo así– y delegó su misión de Salvador a su Iglesia, Cristo
puso el sello a la revelación cristiana, diciendo: “Id, y enseñad a todos los
pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo.” Solamente en el nombre de Dios se bautiza;
es decir, se limpia del pecado; y Él puso el nombre de Dios en tres
nombres; y no dijo “bautizad en los nombres” sino “en el nombre”, en singular. Tres hipóstasis o principios
personales con vida propia, en un solo Dios. Durante su predicación, Él se
había contradistinguido netamente del Padre; y después había proclamado cada
vez más neta y categóricamente que el Padre era una cosa con El, un mismo ser. listo produjo escándalo en los
fariseos, vieron allí una blasfemia, y quisieron matarlo por ella, ya en la
Sinagoga de Nazareth, en su segunda predicación galilea, segundo año de vida
pública, al comienzo:
“–¿Por
cuál beneficio que os he hecho me queréis dar la muerte?
–Por
ningún beneficio, sino porque ¡siendo Hombre, te haces a ti mismo Dios!
Sin
embargo Cristo no retira su palabra, antes la prosigue más ardidamente, adagio rinforzando como dicen los
músicos, aun ante la amenaza de muerte. “¡Bienaventurado aquel que de mí no se
escandalizare!”. Ante Cristo, la reacción necesaria es, o el escándalo, o el
salto osado de la fe. Los fariseos se escandalizaron: allí delante estaba un
hombre de la provincia, vestido con la túnica blanca, el cinturón y el manto de
los rabbíes, sandalias en los pies, y
el turbante blanco ceñido por una vincha roja sobre la cabellera nazarena; el
cual afirmaba que era una misma cosa con el Jehová único e invisible... “¡Hay
un solo Dios!”. No lo negaba Cristo, sino que intentaba revelar un misterio más
alto, la vida interna del Dios único. Si Dios no es trino, Cristo no puede
haber sido Dios.
En
cuanto a la Tercera Persona, que había aparecido en forma de paloma en su
bautismo, al mismo tiempo que sonaba arriba la voz del Padre, Cristo la
manifestó claramente en su Sermón-Despedida: el Espíritu de Dios es distinto
del Padre y del Hijo, pertenece al Padre y al Hijo, y es Dios: Cristo le
atribuye todas las operaciones propias de Dios; y toda operación racional se
atribuye a la persona, al Yo. Nos guste o no nos guste, según el Evangelio en
Dios hay tres personas en una sola natura: inclinase aquí la presunción del
intelecto humano. ¿Y por qué no nos habría de gustar? El alma del hombre, que
es imagen de Dios, es a la vez un Yo, sujeto verbal de todos sus actos; es un
Intelecto o Verbo; y es un Amor o Voluntad; y estos tres son Uno; puesto que mi
Intelecto no es una parte de mi Ser Espiritual, es todo mi Ser Espiritual; y mi
Voluntad no es una parte de mi Yo, es mi Yo. A esta comparación, defectuosa y
todo, acude continuamente San Agustín para ilustrar –no para probar– el dogma
misterioso de la Trinidad. Probar no se puede con ningún argumento, fuera de la
autoridad divina revelante. Se puede mostrar
que no es un absurdo; es decir, deshacer los argumentos de los que
contienden que es un Absurdo. Nada más.
El
espíritu moderno resiste a este dogma presuntuosamente; y ha creado para
sustituirlo varias trinidades fútiles o monstruosas; como la Trinidad de Hegel,
basada en el mismo análisis del espíritu humano, y en los recuerdos de la
teología cristiana que estudió en el Seminario de Leipzig. La Idea en sí, la Idea para sí, y la Idea en‑si‑para‑sí,
que se distinguen entre si, constituyen el solo Espíritu Absoluto, y no hay
otro Dios ni otra realidad fuera de él; y él al final se manifiesta en –y no
sale fuera de– ¡la Conciencia del hombre! Así pues el dogma de la Trinidad,
envuelto en niebla germánica y en una complicada terminología, se convierte en
un panteísmo sutil que va a desembocar en la adoración del Hombre; la gran
herejía de nuestros tiempos, la última herejía, que será, según la predicción
de San Pablo, el sacrilegio del Anticristo: “el cual se exaltará y levantará
sobre todo lo que es Dios, sentándose en el Templo de Dios, y haciéndose adorar
como Dios” (II Tes II, 4).
El
mundo de hoy –dice el poeta Kipling– no cree en más Tres‑en-Uno que en El, Ella
y Ello; es decir, la pareja humana y su ratono... único.... Kipling fue un buen
poeta inglés, que como tantos contemporáneos, idolatró: puso su talento a los
pies de un ídolo. Su ídolo fue el Imperialismo Inglés; o, si quieren,
simplemente el Imperio Inglés, divinizado en su ánimo. El ídolo le pagó su
devoción como pagan los ídolos, incensando su nombre de escritor, multiplicando
sus ediciones, imponiéndolas oficialmente: en suma, dándole los bienes terrenos
de que es dueño. Kipling, el bravío poeta de la jungla vuelto el poeta de Su
Graciosa Majestad, llegó a cobrar como royalties
una libra esterlina por línea. Sus últimos anos fueron tristes. Su poesía y sus
cuentos, que ostentan el brillo más alto del arte, muestran hoy de más en más
sus pies de barro. El imperio que él adoró estaba ya en su ocaso. Obra mortal
de las manos del hombre, no era imperecedero ni divino.
En
una poesía bastante buena, The Married
Man (El Hombre Casado), donde compara la manera de pelear del soltero y del
casado en la guerra del 14, dice Kipling:
Porque Él y Ella y Ello[3]
nuestro solo uno en tres
Por él todos nosotros
ansiamos concluir nuestra tarea
Y
volver a casa a nuestro té[4].
Es
otra imagen de la Trinidad, pero asumida heréticamente; pues en efecto, también
la familia humana, Padre, Madre e Hijo, es otra figura de las relaciones
íntimas que hay en el seno de la Divinidad. La familia de Nazareth, San José,
Nuestra Señora y el Niño, también reflejaron la Trinidad divina, lo mismo que
el alma de cada ser humano: allí sin relación sexual alguna existió la
paternidad y el vínculo conyugal realmente. Y por virtud de la Divinidad que
las llenaba, tres almas fueron como una sola.
Esta
imagen no es muy usada por la Iglesia, porque unos herejes antiguos dijeron que
el Espíritu Santo era mujer, y pusieron sexo en Dios, haciéndolo por ende
corporal y material; y fueron condenados. Pero si la división en sexos de los
vivientes tiene una razón ontológica, es decir, es una esencia y no una casualidad, entonces el principio de lo femenino
en lo creado debe existir también eminenter
en el Creador de todo lo que es, si no me equivoco; y esto no lo ha condenado
la Iglesia. De hecho, la palabra con que Cristo nombró al Espíritu Santo es
femenina en arameo; aunque sea masculina en nuestras lenguas grecolatinas. ¿Y
cómo entonces el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo? ¿Por ventura la
madre procede del padre y del hijo? Aun eso es susceptible de explicación; pero
no nos metamos en andróminas, no sea que salgan sospechándonos de kerinthianos,
que es lo único que nos faltaba. ¿Por qué mencionar entonces esa imagen
peligrosa? Kipling la ha mencionado antes, no yo; y muchos otros, incluso
algunos doctores católicos contemporáneos, como el abate Joseph Grumel.
Así
que Cristo en esta aparición nona terminó su revelación rotundamente y envió a
sus Apóstoles con toda su autoridad a ensenarla. “Toda potestad me ha sido dada
en el cielo y en la tierra; así pues, id y ensenad a todos los pueblos...”. La
misión esencial de la Iglesia jerárquica es enseñar.
¿Enseñar Matemáticas y Filosofía? Ensenar “a guardar todo aquello que yo os he
mostrado”, la doctrina de la Fe y de la Caridad. Lo demás no está mal, pero
para lo demás no tienen los curas autoridad directa de Cristo: si enseñan
Matemáticas deben saberlas; y si no las saben, aprenderlas.
Para
esta enseñanza salvífica, Cristo les prometió especial asistencia: “Y he aquí
que yo estoy con vosotros todos los tiempos hasta el fin del mundo”; o como
dice el texto griego “hasta la consumación del siglo”. ¿Incluye esta promesa la
consumación del siglo, el período del Anticristo, o la excluye? Yo no lo sé. Lo
que sé es que Cristo no abandonará jamás a los suyos. Y sé también que de este
texto no puede deducirse ni la infalibilidad del Papa ‑aunque no la excluye‑ ni
que la Iglesia ha de triunfar siempre en sus empresas temporales –como algunos
presumen– ni que en ella no habrá nunca errores accidentales o focos de
corrupción; ni mucho menos una especie de temeraria infalibilidad personal y poder de prepotencia en favor de sus
ministros más allá los límites claros y precisos en que su autoridad
legítimamente se ejerce. Porque ha habido siempre y hay por desgracia quienes
con decir “¡Jerarquía, Jerarquía!” quieren que uno se trague todo lo que ellos
piensan, creen, dicen o hacen; lo cual es una increíble y muy dañosa falta de
jerarquía, cuando el que no ve quiere guiar al que ve, y el que no sabe,
enseñar al que sabe; como di)o mi tocayo, paisano y patrono San Jerónimo
Dálmata en su Epístola XL VIII, 4.
En
el nombre de la Santísima Trinidad, el Misterio Sumo y la Paradoja de las
Paradojas, se hizo esta nación; o por lo menos se hizo su Capital, que
francamente parece querer volverse toda la nación. Nuestro antepasados hicieron
sus testamentos, encabezaron sus leyes y fundaron las ciudades principales de
este país “en nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
tres personas distintas en un solo Dios verdadero, e de la gloriosísima Virgen
su bendita Madre, e del Apóstol Santiago, luz e espejo de las Españas, e de su
Majestad el Señor Rey Felipe el Segundo, como su Capitán e leal criado e
vasallo suyo, yo Joan de Juffré...”.
[Lc
14, 16-24] Mt 22, 1-14
Esta es la Parábola
de los Convidados (Lc XIV, 16) o sea la “Parábola de los Excusados”, como
decíamos cuándo éramos muchachos y nos leían el Evangelio traducido por Torres
Amat –”el Evangelio con viruelas”, que dice un amigo mío–. Allí se dice tres
veces: “Te ruego que me tangas por excusado”; en vez de traducir simplemente:
–Disculpe,
amigo, hoy no puedo ir a ese banquete...
–¿Por
qué no?
–Yo
–dijo el primer Convidado– he comprado una viña y tango que ir a verla.
–Yo
–dijo el segundo– compré siete yuntas de bueyes y por fuerza tango que
probarlos.
–Yo
–dijo el tercero– estoy ahora en mi luna de miel, me he casado y no puedo.
No
parecen malas disculpas ésas para dejar un banquete; mas sin embargo el Señor
del Banquete “se enojó” desmesuradamente: “Palabra de honor os digo que ninguno
de los primeros convidados probará mi banquete...”. Tampoco parece gran castigo
ése, puesto que no les interesaba el banquete, y tenían más interés en sus
negocios, oficios y placeres. “¡No nos interesa probar tu Gran Banquete!”, ya
estaba dicho.
Y
más rara todavía es la decisión que tomó el airado Convidador: hizo llenar su
casa de haraposos, mendigos, inválidos y pulguientos, que hizo buscar primero en
la plaza y el atrio de la Iglesia; y en una segunda tanda en cualquier parte,
hasta en las tabernas: “a fin de que mi casa se llene”. Ésta es la parábola tal
como está en Lucas.
En
Mateo está en otra forma diversa; por lo cual algunos dicen que son dos
parábolas diferentes; y algunos dicen que son tres en realidad. Verdaderamente
es un solo tema, el tema del llamado y la elección divinos, tratado
diferentemente, de acuerdo al género simbólica oriental: más dulce y general en
Lucas, más duro y actual en Mateo. El tema es: Dios convida a todos los hombres a participar del convite de la vida
eterna; atención, es una cosa muy, pero muy seria, pasar por alto o despreciar
esa invitación. Este tema abstracto está en la predicación de Jesucristo
construido en forma de símbolo; no propiamente de comparación, alegoría o
metáfora, géneros de la retórica grecolatina, no usados por los orientales.
En
Mateo, el Señor que convida es un Rey; los convidados se excusan también con
sus negocios; pero algunos de ellos agarran a los siervos reates y los
maltratan y aun los matan. El Rey manda sus ejércitos, los cuales “pasan a
cuchillo a los homicidas y queman su ciudad”. No se puede imaginar más trágica
terminación de una invitación de bodas. Pero hay más todavía: la sala real se
llena de desechos humanos, buscados “en las encrucijadas de los caminos”: entra
el Rey y se encuentra con que uno de los invitados no tiene la “vestidura
nupcial”: era la boda de su hijo, y había que ir, como si dijéramos, de frac y
corbata blanca. El Rey, después de increparlo, lo hace sujetar por los
guardias, atarlo de pies y manos y arrojarlo a la “oscuridad de afuera”. Esta
expresión “las tinieblas de allá afuera” designa en Jesucristo simplemente el
Infierno, la Noche Eterna. ¡Zambomba con el Rey!
Después
de lo cual la parábola termina bastante inopinadamente con la frase ya
conocida: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos” cuando parece debería
decir lógicamente: “Machos son los escogidos; y uno solo el arrojado fuera.”
Hemos
notado otra vez que las parábolas de Cristo ostentan una especie de desmesuras
o bruscas salidas del carril, que se podrían llamar humorismo si se quiere; pero que es un humorismo trascendental,
exigido por su objeto: no humorismo jocoso, por cierto; aunque en algunos casos
sí hay un tono chusco, como en la parábola del Mayordomo Camandulero. El objeto
de ellas, el Misterio, es una cosa desmesurada, infinita. Cristo toma el
material de ellas de la realidad cotidiana, de lo que veía en torno suyo, de
las costumbres populares, de lo que contaba la gente, de las noticias que
corrían... de la boca misma de sus oyentes. Fue carpintero, según parece, pero
nunca tomó como materia sus recuerdos de joven, los instrumentos, la modera,
los muebles; y la razón es que era un contemplativo y hablaba de lo que veía hic et nunc; puesto que continuamente
veía lo Eterno insertándose en el Tiempo. Pero lo Eterno embutido en lo
Cotidiano, le hace saltar las costuras. Cristo toma un cuentito de Reyes y de
Convites como los que corrían por allí; y de repente, en el medio del cuentito,
estalla el trueno; o por lo menos, se abre una interrogación; y una especie de
perspectiva mística inmensa, a veces temerosa, se abre de repente detrás de las
cosas triviales de la vida: como el abismo que veía a su lado Pascal cuando
caminaba por la calle. Como todos los grandes artistas, no necesitaba Cristo
materiales ricos para hacer su obra.
Como todos los artistas populares, tomaba sus temas de la boca misma de sus
oyentes. Como los payadores criollos, no cantaba a María Estuardo o a Guillermo
Tell, sino a Lucía Miranda, a los indios pampas, o al “contingente”[5].
La
parábola en Lucas simboliza más bien el llamamiento general de todos los hombres al Reino de Dios y la vida eterna,
comparada a un Convite Regio: aunque con una alusión a los judíos y a la actual
predicación de Cristo, en el hecho de que los principales de la ciudad declinan
la invitación y ella diverge en consecuencia hacia los inferiores, incluso lo
más inferior, como los mendigos y los inútiles; el hampa, “esa maldita plebe que no conoce la Ley”, como decían los
Fariseos. Vosotros, que os llamáis los hombres religiosos y sabios de Israel
deberíais ser los primeros en entender mi mensaje religioso; pero ¡mirad! “he
aquí que los publicanos y las prostitutas os preceden en el [camino del] Reino
de Dios”. En Mateo, la parábola alude claramente primero a la vocación nacional
de Israel a la fe; y después a la vocación personal de todos los que ya han
recibido la fe –y han entrado a la
sala regia– a la caridad y la gracia santificante, que ésa es la “vestidura
nupcial”. La matanza de los siervos (de los Profetas) un hecho histórico pasado
y presente; y el incendio de la ciudad (la Destrucción de Jerusalén) un hecho
porvenir, están unidos en el relato por un vínculo profético, y aluden
claramente a la vacación primera de Israel, sustituida por la llamada a los
Gentiles “los pobres y los lisiados”, aunque
Mateo en realidad no dice pobres y
lisiados, como Lucas, sino “buenos y malos”. Es lo mismo: para los Judíos,
los Gentiles eran los malos. Estos
dos hechos los vinculó explícitamente el mismo Cristo en otras dos ocasiones:
cuando predijo la ruina de Jerusalén a causa de que “ha matado a los Profetas y
perseguido a los Enviados”; y estaba ahora al borde de dar muerte al Profeta
Máximo y al Enviado por antonomasia.
¿Quiere
decir esta parábola con su terminación: “Machos llamados, pocos escogidos” que
es mayor el número de los que se condenan
eternamente que los que se salvan como han concluido algunos ligeramente?
Esa
cuestión teológico, o mejor dicho, ociosa –y quizá temeraria– no fue resuelta
por Cristo ni entraba en su mensaje. De esto no nos harán apear ni Tertuliano,
ni San Cipriano, ni San Agustín, ni el P. Massillón con toda su autoridad.
La
prueba de que no hay que tomar literalmente ese refrán –que es verdadero en
otro sentido– de “machos son los llamados, pocos los escogidos es que
literalmente es falso; pues todos y no
solamente machos son los llamados a
la vida bienaventurada. Así pues, nada nos fuerza –y todo nos disuade– a tomar elegidos por salvados. En la elección divina hay machos planos: de hecho, los
que llegan a la perfección del Amor en esta vida (los elegidos por antonomasia, los santos) son poquitísimos; los que
llegan a una virtud cristiana completa, son pocos; los que llegan a la
profesión explícita de la fe sobrenatural y al bautismo de hecho y no sólo de
deseo, no son todos ni la mayoría siquiera; y así se cumple estrictamente el
dicho de Cristo. Acerca de los que se salvan al final, no conocemos los abismos
de la misericordia y la potencia divinas; pero podemos suponer que Dios no va a
resultar un fracaso tan colosal que la mayor parte de la Creación se la llevó
el diablo para empedrar el infierno. Eso seria un fracaso notorio: Dios Padre
no ha de ser tan mal alfarero y Cristo tan mal curandero que después de romperse todo para hacer “vasos de
elección” y para sanar después lo que quebró el Primer Pecado, con su sangre
nada menos, la mayoría resulten vasos de
condenación y muertos para en eterno. En los médicos y artistas humanos eso
puede suceder; en Dios parece seria indecente.
La
frase temerosa pues está basada en un hecho visible: que la perfección en lo
humano, en cualquier orden, es una cosa rara, pues “malum ut in plurimum in natura humana”; mujeres que sean
perfectamente hermosas, por ejemplo, hay pocas, pero más pocas hay que no
tengan algo de hermosura, por lo menos de la
beauté du diable, como llaman los franceses a la juventud. La frase común
es pues una exhortación a la diligencia, a la fidelidad y al temor de Dios, lo
mismo que la frase: “Mirad que son machos los que van por el camino ancho”...
Del final del camino ancho o estrecho, Cristo no reveló nada.
Esa
es una pregunta indiscreta.
Tres
ejemplos por lo menos de preguntas indiscretas tenemos en el Evangelio:
“–Señor:
¿Cuándo será el fin del mundo?
–El
día y la hora no la saben ni los Ángeles, ni siquiera el Hijo del Hombre”
“–¿Ahora
es el momento en que restaurarás el Reino de Israel, conforme predijeron los
Profetas?
–No
es de vosotros saber los tiempos y momentos que el Padre ha reservado a su
Potestad.”
“–Señor
¿y éste cómo morirá?” –le dijo San Pedro señalando a su amigo San Juan, cuando
Cristo le profetizó su propia muerte en cruz.
“–¿Qué
te importa?” –le respondió Cristo–. “Tú sígueme a mí.”
Ahora
bien, esa pregunta indiscreta se la puso a Cristo “alguien”, dice San Lucas:
“–Señor
¿son pocos los que se salvan?”.
Cristo
respondió:
“–Esforzaos
en entrar por la puerta estrecha”; y después añadió una severísima amenaza a
los que tenían en aquel tiempo lo que llamamos cristianismo mistongo; a los que hablaban de “la fe
de nuestros podres”, pero no hacían obras dignas de la fe. “Los hijos de
Abraham y de Isaac y de Jacob serán echados fuera: allí será el llanto y el
rechinar de dientes: y en cambio vendrán muchísimos gentiles y se sentarán en
el Reino de Dios.” Esta fue la respuesta de Cristo. ¿Respondió con esto que
eran pocos los que se salvan? No. Dice San Agustín, que sí. Lo siento mucho,
pero no respondió. No reveló nada acerca de ese punto. Como cosa de fe, no lo sabemos.
Otro
día hablaremos de las macanas que han dicho los intérpretes, incluso algunos
muy grandes, por no conocer el género en
que están escritos los Evangelios, el género símbolo. Queda por ahora que de
este símbolo de los Convidados sólo se podría deducir en esta materia que de
los que pertenecen a la Iglesia –de los que han
entrado en la Sala Regia– del montón se condena uno; y de los de la ciudad deicida, los que maltrataron y mataron a
los profetas, sufrieron un castigo temporal,
pues su ciudad fue incendiado y ellos dispersados; y solamente los
“ingratos homicidas” fueron pesados a cuchillo: es decir, los culpables de un
horrible pecado personal, no colectivo.
[Lc
15,1-10] Lc 15.1-3.11-32
El
evangelio de hoy da las dos primeras de las tres parábolas de la Misericordia,
que llenan el capítulo XV de San Lucas. San Lucas es llamado por San Jerónimo “scriba mansuetudinis Christi”, el
escribano de la dulzura de Cristo. La tercera parábola es la del Hijo Pródigo,
el trozo literario más estupendo del mundo, mirado solamente desde el ángulo
artístico: nadie ha hecho una pequeña narración más concisa, enérgica, viva y
plena que ésa. Mirando desde el ángulo religioso, es mas estupendo todavía. Las
otras dos son la parábola de la Oveja y de la Dracma perdidos.
En
estas parábolas Cristo atribuye a Dios para con el hombre los sentimientos de
un Padre: de un padrazo: y ésta es
según Adolfo Harnack la médula y la esencia de la revelación cristiana. En el
Viejo Testamento Dios no aparece como un padre de cada uno de los hombres;
aparece a lo mas como un amante, el Esposo del Pueblo de Israel, celoso,
exigente e irritable –o irritado por lo menos– continuamente, contra la
Adúltera. Cristo no solamente llamó a Dios “el Padre, mi Padre, vuestro Padre”,
sino que lo describió como un corazón enormemente paterno. Eso sí, no nos
hagamos ilusiones, solamente hacia el
hijo que vuelve, hacia el pecador arrepentido. Todos somos pecadores con
respecto a Dios, ése es nuestro primer nombre; y todos necesitamos volver a Él primero de todo; Somos
nosotros los que tenemos que movemos. Él es inmutable inmóvil; aunque Cristo lo
pinte buscando la oveja perdida; pero el padre del Hijo Pródigo se queda en su
casa. El sentimentalismo moderno se finge otra cosa: “Dios no me puede condenar
al infierno porque es padre”, dicen. Cuentos. Su ira es tan inmensa como su
Misericordia. No es El quién te condenará al infierno si no vuelves: eres tú
mismo. Él te ira a buscar en todo caso, como el Pastor a la Oveja Perdida, y te
traerá sobre los hombros si no resistes; pero no forzará tu voluntad. No puede
forzar tu voluntad; como ningún padre la de sus hijos; pues no seria en ese
caso padre, sino tirano.
Cristo
era seguido por pecadores, y por los pobretes y desastrados, que los fariseos
tenían a priori por pecadores, “esa
plebe maldita que no conoce la Ley”. Cristo aceptaba invitaciones a comer,
conforme a la costumbre de su pueblo –y a su pobreza de maestro ambulante– en
donde fuese, incluso de los Publicanos, como Zaqueo, de los Fariseos, como
Simón el Leproso, no menos que de sus amigos fieles, como Lázaro y Marta. Uno
de los reproches que tenían contra él los fariseos era éste: “Anda comiendo y
bebiendo por todos lados, incluso con los pecadores, y los publicanos.” Cuando
uno no puede invitar a su vez no debe aceptar invitaciones de nadie; es
deprimente. Pero El sí podía invitar a su vez, al convite de la Palabra Divina.
Y en los convites, El prometía el Gran Convite del Reino de los Cielos; no
incondicionalmente, por cierto.
Se
lo echaron en cara paladinamente; estos judíos eran más descarados que el negro
Raúl. “Perro de marchas bodas, come mal en todas...”. “–¿Por qué tu comes con
los pecadores y los publicanos?”. Jesús sonrió.
“–Vosotros
parecéis esos chicos que juegan en la calle y cantan:
“Hemos
tocado la flauta, la flauta
Y
no habéis bailado.
Hemos
tocado la quena, la quena
y
no habéis llorado”,
porque vino Juan el Bautista que no comía ni
bebía, y habéis dicho:
“Ese
es un rústico y un salvaje”; y vino el Hijo del Hombre que come y bebe y decís:
“Ese es un endemoniado”. ¿Qué haré? ¿Y quién me librará de esta generación
ignorante y adúltera?”.
Pero
esta vez tomó ocasión del reproche para exaltar la misericordia de Dios hacia
los pecadores: hacia todos. “No tienen necesidad de médico los sanos sino los
enfermos; no tienen necesidad de Dios los justos sino los pecadores”, dijo, con
divina ironía: porque esos “sanos” y esos que se “tenían por justos y
despreciaban a los demás”, ésos eran los más enfermos de todos, y todos tenemos
necesidad de Dios y del Salvador. Y entonces les dijo: “Palabra de honor, yo os
digo que hay más gozo en el cielo por un pecador que se convierte a penitencia,
que por cien justos que [creen] no tienen necesidad de penitencia.” El “cielo”
era El; ése era su gozo: recibir de nuevo en su casa con grandes fiestas al
hijo que vuelve. Y aunque nunca salió de su casa, como el Padre del Pródigo,
allí anda sin embargo por los caminos polvorientos de Galilea, en busca de
ovejas y dracmas perdidos. Dios no se mueve; y sin embargo Cristo ¡cuánto se
movió!
“¿Qué
pastor hay que teniendo cien ovejas y hallando que una se le ha descarriado, no
deja las otras 99 en el redil, y se va al monte a buscar la Perdida; y
habiéndola hallado, como si fuera un corderito reciennacido la pone sobre sus
hombros [la cruz] y vuelve al redil? Y lleno de alegría le dice a los otros:
“Espléndido. Me fue bien. La encontré. Ahí está. Se me había perdido y la
encontré. Estaba a tiro del lobo y la salvé. Vamos a brindar todos”. Así hay
gozo entre los ángeles del cielo por un pecador que se convierte, más que por
machos justos.” ¿Qué les importa a los ángeles? Le importa a los ángeles,
porque le importa al Rey de los Angeles. La Reina de los Angeles, que estaba
allí presente, se cubrió con el embozo, y lloró unos lagrimitas.
La
parábola de la Dracma repita el mismo concepto en forma tierna y humorosa; los
recuerdos de Nazareth están allí: su madre, una mujer pobre y hacendosa. Una
dracma (monada griega) es un peco menos que un denario (monada romana) digamos
unos veinte pesos de ahora”[6]. ¿Que mujeruca hay
que habiendo ahorrado diez dracmas, si nota que le falta uno, no se sobrecoge y
aflige; y armándose de escoba y Interna, se pone a barrar la casa por todos los
rincones, escudriña las rendijas del suelo y aparta los muebles, hasta que la
encuentra? Y encontrada, la pone en su lugar, y les dice a las comadres:
“¿Saben? La dracma que había perdido la he encontrado, qué suerte. ¿Saben
ustedes dónde se había ido a meter?...”. Así hacen los ángeles de Dios. ¡Los
Ángeles de Dios! Sí señor, los ángeles de Dios–: no por amor de ellos, sino por
amor de Dios, cuando un hombre perdido es encontrado por Dios. He aquí a Dios
convertido en una viaja nazaretana. ¿Qué importa? Dios es peor que una viaja
nazaretana.
La
Conversión es el fenómeno fundamental
de la vida religiosa; es más importante que el nacimiento y el casamiento y
hasta que el “nombramiento”: el famoso acomodo
de los argentinos; porque es acomodarse con Dios. Todo hombre debe
convertirse, no hay más remedio: “nacer de nuevo”, como le dijo Cristo a
Nicodemus, de lo cual se espantó el fariseo. Convertirse, como el nombre lo dice significa “volverse” y con significa todo; darse vuelta del
todo, embocar en otra dirección, mudar camino; pero es un camino interior, una
evolución interior. De golpe me doy cuenta que voy mal, de golpe veo la nueva
ruta, de golpe veo la verdadera meta, de golpe veo que el mundo es perro y
malvado, de golpe el corazón no quiere más porquerías. De golpe... o despacio:
algunos tardan largos años, como Newman o el mismo Nicodemus, mientras otros se
convierten de golpe, como Paul Claudel o San Pablo: de hecho los teólogos dicen
que hay en la vida dos conversiones. La
primera conversión a Dios debería ser al recibir el sacramento de la
Confirmación; pero aquí les dan la confirmación a los chicos mamando, contra el
sentido de la Iglesia; con lo cual, prácticamente suprimen ese sacramento, que
debería darse en la pubertad. Bien, paciencia, ésta es una nación más atrasada
que la baticola, por lo menos en algunas cosas. En religión, cuando menos.
La
conversión es la reordenación interior con respecto al Ultimo Fin. Machos
psicólogos modernos dicen que se trata de una emoción, de un fenómeno sentimental: el mundo de hoy está podrido
en sentimentalismo. Machos psicólogos han escrito hoy sobre la conversión religiosa, de los cuales el
más seria que conozco es Sante De Sanctis, rector de la Universidad de Roma. Y
la conversión es realmente una emoción, o suele acompañarse de ordinario de
fuertes emociones –véase San Agustín –porque consiste en una nueva economía del amor, pero es una emoción nacida de un
conocimiento. De golpe me doy cuenta que voy mal, de golpe veo la nueva ruta,
de golpe veo la verdadera meta.
A
veces, no de golpe. El poeta inglés Francis Thompson describió la conversión
como una cacería y comparó a Dios, no con un pastor o una viaja, sino como “el
Lebrel del Cielo” (“the Hound of
Heaven”). Es una parábola, más excéntrica que las de Cristo, pero con el
mismo sentido: uno de los poemas más grandes de la lengua inglesa. El pecador
huye de Dios; y Dios lo sigue, con la perseverancia de un lebrel. La liebre se
cree segura; pero oye de nuevo los ladridos lejanos, y corre de nuevo. Los
pasos se aproximan implacables, haga lo que haga: el Lebrel no abandona la
presa, su olfato infalible lo dirige. La presa no es presa: ella huye
inconscientemente de su propio bien, de su propia felicidad, del Lebrel que
ladra y ríe...
I fled Him, down the nights
and down the days.
I
fled Him, down the arches of the years
I
fled Him, down the labyrinthine ways
of
my own mind; and in the mist of tears
I
hid from Him, and under running laugther...[7] Huí de Él debajo los arcos
de los años
y
me escondí en las laberínticas galerías
de
mi mente y la niebla llorosa de mis párpados”, etcétera.
Por
suerte para Francis Thompson, cuya vida fue bondadosa y desastrada, Dios fue
con él realmente como un rudo Lebrel, que lo alcanzó al fin.
Damos aquí, para los
amantes de la buena poesía, una hermosa versión castellana del poema de
Thompson, hecha por el doctor Carlos A. Sáenz, que nos ha proporcionado otro
poeta amigo, Miguel Ángel Etcheverrigaray.
EL LEBREL DEL
CIELO
(The Hound of Heaven)
Le huía noche y día
a través de los arcos
de los años
y le huía a porfía
por entre los
tortuosos aledaños
de mi alma, y me
cubría
con la niebla del
llanto
o con la carcajada,
como un manto.
He escalado
esperanzas
me he hundido en el
abismo deleznable
para huir de los
Pasos que me alcanzan:
persecución sin
prisa, imperturbable,
inminencia prevista y
sin contraste.
Los oigo resonar... y
aún más fuerte
una Voz que me
advierte:
“–Todo te deja,
porque me dejaste”.
Golpeaba las ventanas
que ofrecen al
proscrito sus encantos
y temblando de
espanto
pensaba que el Amor
que me persigue,
si al final me
consigue
no dejará brillar mas
que su llama;
y si alguna ventana
se entreabría,
el soplo de su acceso
la cerraba.
El miado no alcanzaba
a huir cuanto el Amor
me perseguía.
Me evadí de este
mundo;
violé la puerta de
oro de los ciclos
pidiendo amparo a sus
sonoros velos
y arranque notas
dulces y un profundo
rumor de plata al
astro plateado.
Al alba dije:
“¡Ven!”, “¡ven!”, a la tarde,
“escondedme de
aqueste Enamorado
de miado que me
aguarde”.
Tente a sus
servidores
y sólo hallé traición
en su constancia.
Para Él la fe; de mí
perseguidores
con falsa rectitud y
leal falacia.
Pedí volar a todo lo
ligero,
asiéndome a las
crines del pampero.
Y aunque se deslizaba
por la azul lejanía,
y el trueno hacía
resonar su carro,
y zapateaba el rayo
el miedo no alcanzaba
a huir cuanto el Amor
me perseguía.
Persecución sin
prisa, imperturbable
majestuosa
inminencia. En las veredas
dejan los Pasos que
la Voz me hable:
“Nada te hospedará sí
no me hospedas”.
Ya no busco mi sueño
interrogando
un rostro de hombre o
de mujer, mas quedan
los ojos de los niños
esperando:
hay algo en ellos
para mí de veras.
Y cuando mi ansiedad
se prometía
el dulce despertar de
una respuesta,
los ángeles venían
y los llevaban por la
senda opuesta.
“Venid –clamaba–,
dadme la frescura
de la Naturaleza que
guardan vuestros
labios de pureza;
dejadme juguetear en
las alturas;
habitar el palacio
azul de vuestra
Madre, cuyas trenzas
vagan por el espacio,
y beber como un
llanto de ambrosía
el rocío del día”.
Y al feo lo conseguí:
fui recibido
en su dulce amistad,
y abrí el sentido
de los matices de la
faz del cielo
de la nube naciente
entre los velos
de la espuma del mar.
Nací con ella
para morir con todo
lo escondido.
Me conforme a sus
huellas.
Supe caer cuando la
tarde cae
al encender sus
lámparas de duelo,
y reír con la aurora
de ojos suaves,
y llorar con la
lluvia de los ciclos
y hacer mi corazón
del sol gemelo.
Pero ¡qué inútilmente!
Imposible entender lo
que otro siente.
Las cosas hablan un
lenguaje arcano,
incomprensible, es un
silencio vano
para mi inteligencia.
Aunque pudiera
prenderme de sus
pechos como un niño,
seguiría mi sed de
otro cariño.
Y noche a noche
afuera
oigo los Pasos que me
dan alcance
con medida carrera,
deliberado avance,
majestad inminente,
que deja oír la Voz
de la otra parte:
“–Nado podrá llegar a
contentarte
mientras no me
contentes”.
Espero el golpe de tu
amor, inerme,
Pieza a pieza
rompiste mi armadura.
De rodillas estoy, y
dardo al verme
despierto y
despojado.
La fuerza juvenil de
mi locura
sacudió las columnas
de las horas
y mi vida es un
templo desplomado;
montón de años,
multitud de escombros
el ayer y el ahora.
Los sueños mismos se
han evaporado,
y mis días son polvo.
Las fantasías con que
ataba el mundo
me abandonan: son
cuerdas muy delgadas
para alzar unos
tierras recargadas
por el dolor
profundo.
¡Ay! que tu amor es
hierba de dolores
que solo deja
florecer sus flores.
¡Oh imaginero eterno,
es suficiente!
Tú quemas el carbón
con que dibujas.
Mi juventud es fuga
de burbujas;
mi corazón la fuente
quebrada
donde no queda nada
del llanto de mi
mente.
¡Sea! mas ¿qué
amargura
si la pulpa es
amarga, me deparan
las heces? Lo
vislumbro en la fisura
del telón de las
nubes que rasgara
el sonar de las
trompas celestiales.
Aún sin poder
reconocer sus reales,
su purpura, su cetro,
su guarida,
le conozco y le
entiendo. Se apresura;
¡quiere mi corazón,
quiere mi vida,
quiere mi
podredumbre,
quiere mi oscuridad
para su lumbre!
Ya la persecución
está lograda.
Y la Voz como un mar
en torno fluye:
“–¿Crees que la
tierra gime destrozada?
Todo te huye, porque
tú me huyes”.
¡Extraña, fútil cosa,
miserable!
dime, ¿cómo podrías
ser amada?
¿no he hecho ya
demasiado de tu nada
para hacerte sin
mérito aceptable?
Pizca de barro,
¿acaso tú no sabes
cuán poco amor te
cabe?
¿Quien hallarás que
te ame? Solamente
yo, que cuanto te
pido te he quitado,
para que me lo pidas
de prestado
y lo dé
misericordiosamente.
Lo que tú crees
perdido está en mi casa:
Levántate, toma mi
mano y pesa.
Los Pasos se han
quedado junto al vano
Acaso ¡oh tú,
tiniebla que me ofusca
seas sólo la sombra
de Su mano!
“–Oh loco, ciego,
enfermo que te abrasas,
pues buscas el amor,
a mí me buscas,
y lo rechazas cuando
me rechazas”.
[Lc 5,
1-11] Lc 5, 1-11
La
Pesca Milagrosa es un milagro repetido, lo
mismo que la Multiplicación de los Panes y la Echada de los Mercaderes del
Templo. Cuando Cristo repita el mismo gesto, eso tiene misterio; y la segunda
vez no significa lo mismo que la primera; porque de no, bastaba la primera.
Este milagro significa el poder de Dios sobre los animales irracionales... y
los racionales.
La
Primera Pesca Milagrosa está junto con la Segunda Llamada de los Apóstoles (la
llamada a ser Apóstoles y no ya meros creyentes) y la segunda “ricapesca” –como
traduce Lutero– está después de la Resurrección en la penúltima –y no en la
última, como dice Lagrange– aparición de Jesús: la última, antes de la
Ascensión; junto con la confirmación de Pedro, pecador contrito, como jefe de
la Iglesia: “Apacienta mis ovejas”.
Los
milagros de Cristo tuvieron por fin mostrar Su poder, que es el poder de Dios:
son la confirmación divina de lo que Él enseñó. Cristo mostró su poder sobre
las cosas inanimadas caminó sobre las aguas), sobre los productos del hombre
(multiplicó el pan y el vino), sobre las plantas (secó la higuera maldita),
sobre los animales (en este caso) y también sobre el cuerpo humano (curó
enfermos), sobre los demonios (los exorcizó y dominó) y sobre la Muerte, el
gran conquistador del género humano, como la llamó el poeta Schiller, “der Erobner”, resucitando tres muertos
y resucitando El mismo. Pero ninguno de estos poderes podían hacer impresión
tan inmediata sobre los Apóstoles, pescadores de profesión, como su poder sobre
los peces: bicho que no tiene rey. Así, por ejemplo, usted puede ser el
matemático, literato o filósofo más grande del mundo y su mujer de usted no se
asombrará; pero si un día llega a mostrarle que sabe más que ella de cocina, se
quedará impresionadísima. Y así Simón Pedro hijo de Juan se impresionó como
nunca en su vida y sintió el pavor de la divinidad delante de Él: que eso
significa claramente su extraño grito: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un
hombre pecador!”. Bueno, si era pecador, tenía que decir lo contrario:
“¡Acércate a mí, Señor, salud de los pecadores!”, comenta Maldonado con
bastante simpleza. No se trataba allí de devoterías, y San Pedro no era una
beata. “No temas: desde hoy yo te haré ser pescador de hombres.”
Hay
un sentimiento profundo y primordial en el ser humano, consistente en que,
delante de lo infinito –es decir, de lo divino– el hombre se queda chuto. Los
que han estado en una tempestad en el mar o en la cumbre de una alta montaña lo
conocen; y machos otros, además. Es el sentimiento que los ingleses llaman awe y que no tiene nombre en castellano:
la palabra reverencia, que en latín equivale a awe y significa temer el
doble (revereor) se ha gastado y no significa más temor al doble. Eso lo llaman hoy sentimiento de inferioridad, de indigencia o de anonadamiento; y constituye
el fondo del sentimiento religioso, oh Maldonado ¿Es posible que nunca lo hayas
sentido, oh ratón de biblioteca? Es lo que sintió San Pedro; sintió una
sublimidad, una infinitud delante de Él; y se espantó. Y era para espantarse,
porque en seguida Cristo le dijo que lo iba a hacer “pescador de hombres”. “Y
enseguida, llevadas las canoas a la ribera, y abandonando allí todo, lo
siguieron.” Algún tiempo después tras una noche de oración, bajó Cristo del
Monte, se sentó entre ellos, y señalándolos y nombrándolos uno por uno, designó
a los Doce. Hoy día todos somos “Apóstoles”, de labios afuera. Ser apóstol es
difícil, es tremendo: pide marchas etapas y son pocos los verdaderos.
En
la segunda pesca, Pedro no se espantó, Cristo resucitado apareció en un fiordo
del Lago, haciéndose el forastero; y les gritó: “Muchachos ¿habéis pescado?”.
Era demasiado evidente que no habían pescado nada en toda la noche, y así lo
reconocieron bruscamente. Sucedió la otra pesca milagrosa, después de la
instrucción del forastero: “Echad a estribor.” San Juan reconoció a Cristo y
advirtió a San Pedro: “Es el Señor.” San Pedro, “que estaba desnudo, se puso la
túnica y se tiró a nado”, dice la Vulgata latina; por donde se ve que el
traductor de la Vulgata, a pesar de ser dálmata, no sabia nadar: no se puede
nadar con una túnica. San Pedro estaba en traje de gimnasta –que es la palabra del texto griego: “éen gar gimnós”– es decir, en
zaragüelles o shorts, como dicen
ahora; y lo que hizo fue ceñírselos fuertemente (“se ciñó”, dice el griego)
porque el agua es una gran quitadora de zaragüelles, si uno se descuida. San
Pedro, pues, se pasó un cinturón sobre la vestidura sumaria que tenía para el
trabajo. En esta ocasión después que comieron juntos, y después de preguntarle
solemnemente tres veces si lo ameba más que los otros Cristo le dijo también
por tres veces delante de todos: “Pastorea mis ovejas”, y le predijo su
martirio.
Este
doble milagro significa pues con toda claridad el milagro moral de la Iglesia. Mas la primera pesca representa la
Iglesia en este mundo; y la segunda, la Iglesia de la Resurrección, la Iglesia
Triunfante. Y así todas las diferencias entre los dos milagros apuntan a ese
sentido: en la primera, Cristo no les dice: “Echad a la derecha”, como en la
segunda: la derecha siendo la señal de los elegidos en la parábola del Juicio
Final; en la primera se rompen las redes y en la segunda no; en la primera
llenan los botes con la pesca y en la segunda la arrastran a tierra firme; en
la primera Pedro se espanta y en la segunda salta al agua apresuradamente para
ir a Cristo; en la primera no se cuentan los peces y en la segunda Cristo les
manda contarlos muy cuidadosamente, rechazando los chicos; y el resultado son
153 peces grandes. Finalmente, la primera tiene lugar al comienzo del
ministerio eclesiástico de Cristo; y
la segunda a la vista de Cristo resucitado. Y Cristo no está más en la
barquilla: está en la ribera.
En
ningún otro Evangelio los símbolos son tan claros como en éste: la derecha es
el lugar de los elegidos, ya lo hemos dicho; el romperse las redes significa
las herejías y cismas que acompañan a la Iglesia en este mundo; la tierra firme
en contraposición al mar significa siempre en los profetas lo divino con
respecto a lo terrenal, la religión contrapuesta al mundo; el contar los peces
significa el juicio y la elección; e incluso el número 153 significa algo. De
modo que los pescadores de hombres pescarán
dos veces: una durante la duración de este mundo y otra al final de él; la
primera pesca llenará la barquilla de Pedro, la segunda el convite de la
bienaventuranza y eso por virtud de lo Alto y no por virtud humana, porque “sin
Mí nada podéis”; las dos pescas son milagrosas.
Cristo figuró siempre en sus parábolas la alegría de la vida bienaventurada
como un convite; y en afecto, allí al llegar a las márgenes del fiordo (la
desembocadura del arroyo Hammán, según se cree) les tenía preparado un almuerzo
no por modesto menos alegre; había un pez asado al fuego, pan y miel; y había
sobre todo la presencia gloriosa del Maestro amado. Los ciento cincuenta y tres
peces grandes resultaron pues un lujo. No dice el Evangelio que los tiraron de
nuevo al mar; pero bien puede ser que hayan seguido a Cristo olvidados de todo
y “abandonándolo todo”, como la primera vez –yo, conque Dios me dé en el cielo
“olvidarlo todo”, me doy por satisfecho. ¡Qué convite de bodas! Dormir es lo
que necesito–.
¿Es
esto que hemos hecho con estos dos evangelios paralelos una alegoría? No es una alegoría, no es el sentido alegórico que llaman. Es el
segundo sentido literal: o sea el
sentido religioso, místico o anagógico, como
dicen los pedantes. En la Encíclica Divino
Afflante Spiritu, S. S. Pío XII recomienda mucho a los exégetas que busquen
el sentido literal; y que sobre él, como es obvio, funden todos los demás; y
los previene y desanima contra la “alegoría” o “sentido traslaticio”, como allí
se llama; de la cual abusaron bastante, conforme al gasto de su época, que no
es el nuestro, los exégetas antiguos. Para dar un ejemplo de estos diversos
sentidos de la Escritura, legítimos en sí mismos pero subordinados entre sí,
sirva este evangelio: en afecto, San Agustín interpretó alegóricamente el
número 153; y San Jerónimo en el sentido literal segundo.
¿Quiere
decir algo ese número? Ciertamente; porque no de balde Cristo hizo numerar los
peces, y el Evangelista lo escribió. ¿Qué quiere decir? San Agustín nota que
153 es igual a la suma de todos los números enteros de uno hasta diecisiete; y
el número diecisiete se descompone en diez más siete: diez significa los Preceptos del Decálogo y siete los donas del Espíritu Santo: he aquí juntas la Ley Antigua y
la Nueva. Esta alegoría matemática es muy ingeniosa, pero si Cristo hubiera
querido dar a entender eso, los Apóstoles se hubiesen quedado en ayunas; y
todos los cristianos hasta el sigla IV; y los demás, también.
San
Jerónimo, que estaba en Palestina en el mismo tiempo en que San Agustín
profería su sermón N° 251 –el más hermoso de sus sermones– descubrió el
acertijo quizá por un casual: averiguó que los pescadores palestinenses creían
que 153 especies diversas de peces existían y nada más; y parece que esta
creencia era general, puesto que Jerónimo cita como autoridad sobre ella a
Oppiano de Cilicia, poeta que vivió 180 años después de Cristo. De ese modo, el
símbolo era transparente, aun para los Apóstoles; significaba que en el Reino
de los Cielos habría hombres de todas las especies –y hay una repetición del
mismo símbolo en la visión que tuvo San Pedro en Joppe en el mismo sentido–,
judíos y gentiles, orientales y occidentales, chinos y franceses, blancos y
mulatos, inocentes y pecadores, empleados públicos y vendedores ambulantes de
ojos artificiales; e incluso algún ex ladrón y alguna ex prostituta: excepto
solamente los usureros y los politiqueros, gracias a Dios. Ésos, aunque solemos
llamarlos pejes, son sapos y culebras
en realidad –esto último es sentido alegórico; y no lo inventó San Agustín,
sino yo–.
“Los
hechos del Verbo también son verbos”, dice San Ambrosio: los milagros de
Cristo, además de ser un beneficio a sus receptores son también y muy
principalmente un símbolo, una parábola en acción: “uno eodemque sermone, dum narrat gestum, prodit mysterium”, dice
Gregorio el Magno. De modo que este doble milagro, al mismo tiempo que
significa el poder de Cristo sobre los animales, es también signo de la Iglesia
en sus dos estados: Militante y Triunfante; y de la bienaventuranza. ¡Dichoso
pues el que sea pescado de esa suerte y sea sacado de las tinieblas a la luz; y
de animal salvaje se convierta en manjar sabroso, asado por el fuego de la
tribulación, aderezado con la miel de la gracia divina, digno de la mesa de
Dios!
[Mt 5,
20-24] Mt 5, 17-37
Lady Julia de Strindberg, Servicios prestados de Sommerset
Maugham, La muerte de un viajante de
Miller, Llega un Inspector de
Priestley, Seis personajes en busca de
autor de Pirandello...: éstas son piezas que se han dado el año pasado en
Buenos Aires, y nadie puede negar que son de lo más alto que ha producido el
arte contemporáneo. ¿Qué representan esas piezas? Representan la perdición del
alma: la condenación eterna... en esta vida.
Francamente,
no valía la pena haber negado el infierno en la otra vida para instalarlo en
ésta...
Cualquiera
que conozca la gran literatura contemporánea sabe que está infiernada: que el ateísmo ha traído consigo la desesperación.
Fuera de los autores que han conservado la fe cristiana y han puesto al
servicio de ella su talento (un Claudel, un Belloc, una Selma Lagerlöf) la
desesperación, la miseria total sin remedio, en un millar de formas diferentes
es el verdadero “tema de nuestro tiempo”.
Pero
eso no es todo... No, eso no es todo. El resto es tango, zarzuela y sainete,
saltimbanquería, y sofística para “divertir” a la gente a fin de que pueda
pasar la vida a un nivel inferior al de las bestias y no darse cuenta... hasta
que llega el momento inevitable de darse cuenta. Hacer olvidar a la gente de la
Muerte, y de la misma Vida. El título de las revistas “humorísticas”
porteñas... el mismo título indica quién es la aristocracia porteña, supuesto
que el “humor” es señal de aristocracia: Avivato,
Rico Tipo y Pobre Diablo, la cual es pornográfica o poco menos. Pero todos
estos aristocráticos “avivatos” porteños llega un día que van a la quiebra: y
entonces se ve que no eran más que “pobres diablos”; o ni siquiera eso: pobres
gatos.
Esto
es lo que podemos llamar “el Mundo”. La otra alternativa es el Sermón de la
Montaña.
Estos
grandes literatos de la desesperación han leído también el Sermón de la
Montaña. Dicen que es sublime, hechicero y encantador. Dicen después que hoy ya
no se cumple, que nunca se ha cumplido, que no se puede cumplir. ¡Qué lástima!
La humanidad sería tan hermosa si se pudiera cumplir...
El
Sermón de la Montaña no es sublime, hechicero ni encantador en el sentido de
los estetas. Es una composición áspera y descarnada –por lo menos tal como la
dan los tres capítulos de Mateo–, que comprende tres grandes temas generales y
una cantidad de avisos particulares al final. Puede llamarse con el título
general de “Relación de la Antigua Ley a la Nueva”; o simplemente “La
Transmutación de la Ley”. Es evidente que Mateo ha resumido y quizás ha unido
varios sermones o recitados: los
recitados de estilo oral no son tan
largos. Es probable que se profirió lentamente en varios días consecutivos. Se
puede llamar el núcleo vital de la moral cristiana.
El
Sermón tuvo lugar en la Primera Misión de Galilea sobre “un monte” que la
tradición retiene fue la colina llamada “Cuernos de Háttim” en las
estribaciones del gigantesco y siempre nevado Hermón[8]: donde dos
salientes rocallosas forman una especie de púlpito natural para los que se sitúen
al pie, en el “Valle de la Paloma”, a la vista del mar de Galilea, y de Magdala
y de Bethsaida Julia. Cristo había iniciado ya su trabajo en Jerusalén, con la
irrupción violenta en el Templo, la conversión de Nicodemus, y la llamada de
los discípulos: había curado al hijo moribundo del Régulo y a la suegra de San
Pedro, y a “innumerables enfermos”; la primera pesca milagrosa y otros
milagros; había condenado el fariseísmo y sido expulsado de la sinagoga de
Cafarnaúm e intentado ser muerto en la de Nazareth, su ciudad natal; en
consecuencia su nombre había corrido por toda Siria, y era seguido por una
inmensa muchedumbre (turba multa) de
Galilea, de Judea, de Jerusalén, de la Decápolis y la Transjordania. “Ha
surgido un gran profeta en Nazareth.” Hacía siglos que en Israel no se
levantaba ningún profeta. Era eso para el pueblo una de las señales de que el
Mesías estaba cerca.
En
el evangelio del Domingo quinto después de Pentecostés (Mt V, 17) se lee un
pequeño trozo muy característico de este Sermón, que comienza en las
sorprendentes y paradojales “Bienaventuranzas”: bienaventurados los pobres, los
que lloran, los que tienen hambre y sed, bienaventurados los perseguidos...
Después de esta especie de contradicción seca al sentido y a la felicidad del mundo,
Jesús anuncia que va a dar su Ley: “no para destruir la Ley Antigua sino para
completarla”; porque ni una sola i de la ley, ni un punto sobre la i, ha de
pasar, sino que toda ella durará más allá de los siglos. Y después condena la
“santidad” de los escribas y fariseos, que no sólo habían abrumado la ley de
Moisés con sus mandatos supererogatorios, sino que de hecho la habían cambiado;
fenómeno general en todas las morales: el núcleo primitivo y vivo de la moral
se concreta primero en mandatos positivos de la autoridad, los cuales terminan
–si no se tiene ojo– por hacer desaparecer el núcleo; y así la moral viva puede
ser sustituida por la moral formalista y rutinaria, el convencionalismo muerto;
cuyo extremo es el fariseísmo. La
moral se va en follaje y palabrería, primero, vaciándose por dentro, y después
se llena de hipocresía: ése es en suma el proceso, que puede ser muy largo y
tiene varios grados.
“Habéis
oído que se dijo a los antiguos: No matarás: y el que mate será reo de juicio
capital... Pero Yo os digo: todo el que se aire con su hermano, será reo de
Juicio: y el que lo llame “Idiota” será reo de Sinedrio; y el que lo llame
“Loco” será reo de la gehenna del fuego”, es decir, del infierno. Con esta
impetuosa declaración comienza Cristo la corrección de la Ley farisaica. ¿Pena
de muerte al que trate a otro de “loco”? ¿No es exagerar un poco? ¿Demasiada
delicadeza?
Se
puede matar con la lengua: con una calumnia, con una difamación, con una
contumelia; y el que lo hace con la lengua no es menos homicida que el que lo
hace con las manos; ni menos digno del castigo de los homicidas. Se. puede
llamar loco a uno ligeramente y aún
tal vez amistosamente; pero la contumelia, el insulto grave lanzado a la cara,
no menos que la calumnia, puede ser pecado mortal porque puede tener efectos
mortales; y por de pronto, rompe la convivencia, lo cual es grave. Los
moralistas estoicos decían: “No hagas caso de las lenguas de los hombres,
déjalos que digan lo que quieran; con la lengua no se puede romper ningún hueso...”.
Son cuentos: con la lengua se pueden ocasionar daños enormes y permanentes,
irreparables a veces; y se puede romper un corazón. Ojo con las “palabras
irreparables”.
Cristo
añade un precepto gravísimo, y muy olvidado hoy día. “Si estás ante el altar
para ofrecer tu sacrificio y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra
ti, deja allí mismo tu sacrificio, y vete a reconciliar con tu hermano; y
después retorna a ofrecer tu sacrificio.” Esto lo han olvidado hoy día incluso
algunos que ofrecen cada día sacrificio. Pero el que no repara en esta vida los
daños, ofensas o iniquidades que ha hecho, tendrá que pagar mucho más caro en
la otra; porque la injusticia no reparada es una cosa inmortal; y tiene una
cosa curiosa, que el que ha hecho una injusticia y no la repara, se ve llevado
a hacer muchas otras: es como una úlcera que crece; cosa que se puede ver todos
los días, y notó nuestro Martín Fierro. Por lo tanto:
“Arréglate
con tu adversario cuanto antes, mientras estés en el camino con él, antes de llegar
al juzgado; no sea que –si se te acaba el camino– el adversario te entregue al
juez y el juez te entregue al alcaide, y el alcaide te meta en el calabozo:
palabra de honor, te digo que no saldrás del calabozo hasta después de pagar el
último centavo.”
Este
es uno de los textos –el principal– en que leen los Doctores la existencia del
Purgatorio; porque evidentemente dice que se
pueda pagar también en la otra vida; y ese calabozo que está al fin del camino, y en donde se puede acabar de pagar y después salir, no
puede ser el Infierno: no es la “Desesperación”, no es el “lasciate ogni speranza voi ch'entrate”. Es el Purgatorio.
Y
así continuó Jesucristo interiorizando la
ley exterior de Moisés y la ley falsificada de los fariseos; prohibiendo
los pecados no solamente de obra, sino de pensamiento y deseo; no solamente los
daños visibles, sino también el odio invisible; no sólo los errores de las
manos, sino principalmente los del corazón: los deseos deshonestos, el
divorcio, el juramento vano y ligero y no sólo el perjurio; y añadiendo a lo
que es de pura justicia –que era el
núcleo de la moral hebrea– lo que está más allá de la justicia, y es de pura
caridad y grandeza de alma. “Oísteis que ha sido dicho: amarás a tu hermano y
odiarás a tu enemigo; yo os digo: amad a vuestros enemigos. Oísteis que ha sido
dicho: pagarás tus deudas. Yo os digo: dad a quien os pida, prestad sin
interés, si es posible. No resistáis al mal: si alguien te golpea una mejilla,
dale la otra...”. Y siguen los consejos positivos de la limosna, del ayuno, de
la confianza total en Dios, “como los lirios del campo”; y sobre todo, de la
oración.
La
notable fórmula con que encabeza Cristo todos estos Preceptos y Consejos
morales: “Oísteis que fue dicho a los antiguos, Yo empero os digo” dejó
asombrados a los oyentes; efectivamente, muchos de los preceptos ampliados o
corregidos eran del mismo Moisés; y la fórmula significaba pues por lo menos que Cristo tenía más
autoridad que Moisés: que Él era nominalmente el “Gran Profeta” que Moisés había
predicho vendría después de él, “a enseñarnos todo lo demás”. Pero bien mirado,
significaba mucho más todavía: sólo Dios puede imponer preceptos de este tipo
al hombre, pues solamente en nombre de Dios los impuso Moisés; y Cristo los
imponía en nombre suyo. No decía como Moisés: “En el nombre del Señor os mando:
esto me ha dicho el Señor...”, mas decía tranquilamente: “Yo os digo.” Y la
gente no dejó de entender esto, pues exclamaron: “Un gran profeta se ha alzado
en Israel: y ¿quién es Este, que habla con tal autoridad?”
Hoy
dicen que no tenía tal autoridad, que fue un gran poeta gnómico y lírico...
–El
Sermón Montano no se puede cumplir.
–Usted
no sabe si se puede cumplir o no, porque no lo ha probado. Muchos lo han
probado y saben más que usted en la materia.
–El
Sermón Montano nunca se ha cumplido en el mundo.
–El
Sermón Montano se ha cumplido por una minoría desde que Cristo habló hasta hoy:
y esa minoría actuando a manera de levadura, levantó la Moral de Occidente, y
en consecuencia su prosperidad y su felicidad, a un nivel que hubiese asombrado
a los moralistas paganos.
–Por
lo menos, ahora no se cumple más el Sermón Montano: eche usted una mirada a la
Humanidad de hoy; el que quisiera seguir a la letra a Cristo sería hecho trizas
o tenido por loco... la lucha por la vida... no hay más remedio.
–Confieso
que hoy los que siguen perfectamente a Cristo son pocos; y “la multitud” ha
apostatado, con los halagüeños resultados que usted dice; pero hasta que se
acabe el mundo, habrá algunos o al menos uno que obedezca a Cristo, el cual
dará “testimonio de la Ley contra ellos”. Y la Ley durará siempre, y será
restaurada, sancionada y vindicada un día, aunque sea con la mayor violencia; y
¡ay de aquel que en ese día sea hallado fuera de ella! –cuando sean sacudidos
los basamentos de la tierra, se derrumbe todo lo edificado sobre la mentira y
vuelva en gloria y majestad el Legislador a hacer “nuevos cielos y nueva
tierra”... Porque “los cielos y la tierra pasarán; pero mis palabras no
pasarán”.
[Mc 8,
1-9] Mc 8, 1-10
Hemos
dicho en el evangelio anterior que cuando Cristo repite un milagro (un gesto,
una parábola en acción) eso tiene una significación. Cristo no hacía cosas
superfluas. Tenía poco tiempo para cumplir su obra, y no podía gastarlo en
fiorituras.
Poco
tiempo después de la multiplicación de los panes en la colina de Batiha cerca
de Cafarnaúm y de Bethsaida de Julia, que ya hemos considerado, Cristo repitió
ese milagro a poca distancia de allí, en las orillas del Lago, no lejos de la
hoy indeterminada región que Mateo llama “Magadán”; y Marcos, “Dalmanutha”. La
opinión de los racionalistas alemanes de que se trata de un solo hecho –mítico
por lo demás– que los cuatro Evangelistas han desdoblado, es tan descabellada
que no merece detenernos. Los dos milagros están narrados talmente que hay que
creer o reventar: es decir, o bien aceptar el relato evangélico ut jacet, o bien descartar totalmente
esos cuatro documentos como ahistóricos y sostener que de Cristo no sabemos
absolutamente nada, ni su existencia siquiera: posición absurda, pero no tan
ilógica como la de recortar el Evangelio en trocitos, y, éste-quiero éste-no-quiero, componer un nuevo libro con los
retazos, sin más autoridad para ello que la más presuntuosa impiedad.
Mateo
y Marcos narran el milagro casi con las mismas palabras; Mateo más escueto,
como suele. El milagro segundo parece coincidir en todo con el primero, excepto
en las cifras: la misma muchedumbre heterogénea y ferviente, la curación de
innumerables enfermos y estropeados, el hambre por oír la palabra, la compasión
de Cristo: “Tengo lástima del pueblo, porque hace tres días que me siguen y no
han comido”; la objeción de los Apóstoles, el mandato de que “les den ellos de
comer”, la colecta de vituallas (7 panes y algunos pececillos), el ordenamiento
del pueblo en grupos regulares (anápéssein)
de cincuenta y cien (4.000 varones), la solemne bendición del pan, la
recolección de los fragmentos (7 espuertas o canastos grandes), la inmediata retirada
de Cristo a bordo de la lancha de Pedro a través del Lago; y en una
conversación posterior –después de un choque doloroso con los fariseos en
Dalmanutha, que hizo “gemir” a Cristo, dice Marcos– la misma reprensión a los
Apóstoles de “no entender la Palabra de los Panes”. “Sois siempre los mismos,
cabezudos, pocofidentes, ¿todavía estáis sin inteligencia? ¿Hasta cuándo, Dios
mío?”. Porque “no habían entendido la palabra de los panes”, dirá más tarde el
cronista sacro. Hay pues aquí una palabra que entender.
Lo
que difiere son únicamente las cifras: notadas exactamente por todos los
Evangelistas y repetidas por Cristo más adelante.
“Cuando
repartí cinco panes entre cinco mil, ¿cuántas espuertas recogisteis?
–Doce.
–Cuando
repartí siete panes entre cuatro mil, ¿cuantos canastos de sobrantes quedaron?
–Siete.
–¿Y
todavía no entendéis?”.
He
aquí el rasgo misterioso: cuanto menos panes, más gentes alimentadas y más
excedente; cuando más panes hechos de mano de hombre, menos gentes (un millar
menos) y menos superabundancia; una inexplicable proporción inversa. Parecería
según esa proporción que si hubiese habido un solo pan, se hubiese podido
alimentar con él a un quíntuple ejército, a veinticinco mil hombres; y a lo
mejor con medio pan alimenta Cristo a todo el Universo. De hecho en la Ultima
Cena, al repetir el gesto ya dos veces advertido, levantó en sus manos un medio
pan. Para hacer su obra Cristo pide primero lo poco que tenemos –eso sí, todo
lo que tenemos–; pero cuanto más poco es, más parece exaltarse su poder. Porque
ese pan multiplicado representaba la Palabra de Dios; y también –y después de
eso– la Eucaristía.
Un
filósofo católico, Jácome Maritain, ha explicado bien la función de los medios ricos y los medios pobres en manos de la Iglesia: Dios ama los medios o instrumentos pobres, para que
el hombre no se alce con la gloria, que es de Dios. Cuando la Iglesia esta en
posesión de instrumentos ricos o quiere
trabajar con ellos, el poder, la influencia, el renombre, la astucia política,
la diplomacia, los ejércitos, los nombres ilustres, y en fin, ese útil de útiles que es el dinero, queda
herida de esterilidad o al menos de sequía; tanto que a veces permite Dios que
violentamente se los arrebaten o anulen. Esas son las armas del mundo, y la Iglesia,
tentada de mundanidad, se enreda con ellas o se lastima, como David con la
armadura de Saúl. Cuando Mendizábal en España, hace un siglo y medio ahora,
arrebató violencia los bienes materiales de la Iglesia –como Rivadavia su
imitador entre nosotros en 1825–, el filósofo Balmes en un luminoso opúsculo
condenó ese despojo inicuo y sacrílego, prediciendo iba a traer malas
consecuencias al país, como las trajo en efecto; pero sacó en limpio también
una lección para los eclesiásticos que no empleaban rectamente esos bienes,
puesto que los estudios eclesiásticos estaban por el suelo; y lo primero que necesita la Iglesia son sacerdotes bien formados. El medio pebre que
usa Dios para salvar a un país es la Palabra de Dios; que es un útil pobre; es
una espada de acero, no es un cofre de oro. Pero hay que prepararse para ser
digno de ella: todo es poco para prepararse a manejar la Palabra.
Se
quejan de que en la Argentina no hay sacerdotes... ¿Y cómo los va a haber? ¿De
dónde van a salir? En realidad en la Argentina faltan unos doscientos cincuenta
sacerdotes; pero sobran unos quinientos... como dijo el cardenal Dubois. En
Washington hace ya más de un siglo –exactamente 116 años– existe una
Universidad Católica; y aquí ni por sueños; y Washington es una capital protestante.
Aquí se ha gastado dinero en hacer grandes templos vacíos y feos y grandes
edificios de seminarios desteñidos. ¿De dónde van a salir los buenos sacerdotes
sino de jóvenes bien educados, universitariamente educados? ¿Por ventura de
grandes arriadas de pobrecitos muchachitos reos de los suburbios de Buenos
Aires, prácticamente ineducables en general, porque lo que se mama en la cuna
sólo se quita en la sepultura?
La
palabra es una cosa débil, es un soplo, un vientito, unas patas de moscas sobre
un papel; pero aun en el orden humano, es bien rudo aquel que no conoce el
tremendo poder de “las palabras concertadas en orden”, que dijo Belloc. Mas
cuando ese vientito se conecta con el viento de Pentecostés; cuando sale de la
boca de un hombre que se ha vaciado de sí mismo para ser un simple resonador de
la Verdad; de un hombre que cuando tiene que ir al encuentro de los enemigos de
su Dios, no piensa largamente ni concierta en orden sus dichos y respuestas,
porque se siente anonadado, pequeño y nulo; pero sabe que llegado el trance, el
Espíritu le pondrá en la boca la palabra que El quiere... entonces el medio pobre de la palabra es fuego y es
luz, es estoque y daga, es alimento y es arma. Y no tiene otra arma la Santa
Madre Iglesia; pues todas las otras son para servir a ésta. ¡Y ay de nosotros
cuando las otras pretenden suplantarla!
Después
de la primera Multipanificación, Jesús dijo en la Sinagoga de Cafarnaúm que les
iba a dar el Pan de Vida, el Maná, el Alimento Celeste; y declaró paladinamente
que ese alimento era la palabra de Dios, que se multiplica maravillosamente
tanto más cuanto más pequeñita y pura es; porque si yo reparto una verdad, yo
no me quedo sin ella ni ella disminuye, antes aumenta en mí; y aumenta en todos
aquellos que de mí la reciben y la enseñan, como los panecillos en manos de los
Discípulos. Ésta es la verdadera multiplicación del Pan de Vida. “No Moisés os
dio a vosotros el pan del cielo; mi Padre os da el Pan del cielo verdadero. El
Pan de Dios es el que descendió del Cielo y da la vida al mundo. –Señor, danos
siempre de ese pan–. Yo soy el Pan de Vida, el que viene a Mí no hambreará más;
y el que cree en Mí no se ensedientará jamás. Pero vosotros no creéis”...
Maldonado advierte que todo este largo sermón y diálogo de Cafarnaúm versa al
principio directamente sobre la Fe y la Palabra de Dios e indirectamente sobre el Sacramento de la Fe, que es la Eucaristía;
para divergir insensiblemente al final a hablar directamente de la Eucaristía,
que presupone la fe y sin la fe nada es. Pero ambas cosas van y deben ir
juntas. Y así San Agustín resume enérgicamente todo el Sermón diciendo: “Si no
comes primero a Cristo con la mente, de balde lo comes con la boca; si el Verbo
hecho carne no te entra primero al corazón por los oídos, poco ganarás con que
te entre en el estómago.” Ésta debe ser la explicación del poco fruto de
tantísimas “comuniones”.
“Tened
cuidado con el fermento”, añadió Cristo estando ya en la barca. Los fariseos le
habían pedido “un signo en el cielo”, es decir, un milagro como el de Josué por
ejemplo: que hiciese parar el sol. “¿Y tú qué milagro mayor haces?”. Cristo
había gemido en su corazón y había gritado con los labios: “Esta generación
bastarda pide un signo en el cielo; os juro que no se dará ese signo.” Los Apóstoles
cuchicheaban entre sí: “Porque nos hemos olvidado de traer pan, por eso nos
dice: cuidado con la levadura.” Cristo les dijo: “¿No veis que os hablo de la
levadura de los fariseos (“fermentum
pharisaeorum”)”.
La
“levadura de los fariseos” consiste en la palabrita que hace levantar toda la
masa, pero para volverla agria y venenosa; es también un vientito sutil. El
fariseo no miente del todo ordinariamente, se contenta con decir media verdad y
callar la otra. El fariseo cuando es Superior dice: “¡Debéis obedecer a
vuestros superiores!” lo cual es verdad; pero no dice: “Mas los Superiores
deben mandar según la palabra de Dios, y deben incluso poner su vida por sus
súbditos.”
Dijiste, media verdad.
La partiste por el eje.
Ahora ya es mejor que
calles.
Porque mentirás dos
veces.
Esas
medias verdades que son a veces peores que mentiras penetran y fermentan la
mente colectiva, contaminando imperceptiblemente incluso los ánimos buenos y
bienintencionados, que las repiten inocentemente; como las repetían en su
conversación los discípulos al mismo tiempo que remaban, mientras Cristo en la
popa del bote acunaba su tristeza. “Cierto, nunca ha hecho ningún signo en el
cielo; y ¿por qué será?”. Había hecho un signo en el cielo cuando nació; y
había de hacer otro al morir.
Así
pasó la segunda multiplicación de los panes; y largo trecho después, el
Evangelista interrumpe otro relato para decir rememoriosamente: “Porque ellos
no habían entendido aún La Palabra de los Panes.”
[1]El hexámetro,
atribuido en la primera edición de Lucrecio, que reza “Est Deus in nobis, agitante calescimus illo”, no está en el poema De Natura Rerum, única obra de Lucrecio
–por lo menos en el texto crítico establecido por Alfred Ernout para Les Belles Lettres de París, año 1935,
que acabamos de recorrer verso por verso–. La idea sí que está en Lucrecio, y
por cierto que como una de las ruedas maestras de su pensamiento,
principalmente en la invocación: “Aeneadum
genetrix hominum divonque voluptas Alma Venus... “ (1. I, v.1), y en la
mitad del Libro IV, v. 1058 seq.: “Haec
venus est nobis “ Nosotros copiarnos la cita equivocada (el verso
probablemente de Ovidio) de un exégeta llamado A. Durand, el cual probablemente
la copió, según la santa costumbre de los eruditos, de otro exegeta, el cual la
copió de otro, que era un vago que citaba de memoria no teniéndola buena. Así
se han creado cosas
pintorescas
y aun portentosas en el mundo de las letras, como observa Belloc: “Inaccuracy is a God... A t least, sume God guides
it... Inaccuracy is a very fruitfull and powerfull creator of things. It not
only creates legends, it creates words There are hosts and crowds of words...
through the inspiration of inaccuracy, which is blown into meo by this God of
whom I speak...”, “On Inaccuracy” en el libro On, p.100, Methuen Ldon. cuarta edición,
año 1927. Hemos
citado con todo cuidado; sin embargo, si alguno nos recita, le recomendamos
verifique sus referencias.
[2]Ver nota 55.
[3]“El Niño” es género neutro
en inglés.
[4]The Five Nations, poesías
durante la Gran Guerra, p.190.
[5]El autor se refiere al
cuerpo militar que en el sigla pasado se reclutaba en el Ejército argentino
para luchar contra los indios [N. del E.].
[6]¿De ahora? Ahora, año 1957,
un dólar y lo que gana un jornalero por día son
[7]“Huí de Él debajo
las noches y los días.
[8]Según Bover S. J. en su
comentario a la Vida de Cristo, en
láminas de W. Hole.