domingo, 17 de enero de 2016

LIBROS-PADRE LEONARDO CASTELLANI-"EL EVANGELIO DE JESUCRISTO 2ºY3ºP.(3)

EL EVANGELIO DE JESUCRISTO
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DOMINGO DE PENTECOSTÉS
[Jn 14, 23-31] Jn 14, 23-29

            Hemos visto el Domingo pasado que Judas Tadeo, el Otro Judas, interrumpió el Sermón-Despedida de Cristo diciendo: “Y bueno, vamos a ver, ¿por qué demonches te mostrarás a nosotros y al mundo no?”.
            Habla con la idea mesiánica vulgar del triunfo externo y terreno del Rey Mesías; idea que a los fariseos los llevó al error y al furor, y que no estaba ausente de los Apóstoles: era uno de esos prejuicios comunes. Es exactamente lo que dijeron cuando comenzó a hacer los primeros milagros: “¡Muéstrate al mundo!”, “ ¡Publicidad, publicidad! ¡Propaganda!”. Ellos esperaban la Epifaneia, la Manifestación espectacular y gloriosa, que en las mentes groseras o apasionadas significaba el “nacionalismo”; o sea, la sublevación general, la expulsión de los Romanos, la independencia, la instauración de la Nueva Israel de los Profetas y de la Nueva Jerusalén, “Visión de Paz”.
          

  Pero los Apóstoles consternados estaban escuchando entonces una cosa diferente: Cristo hablaba de otra clase de paz, no de la paz después de la victoria, sino de una misteriosa derrota. Hablaba de caridad fraterna, no de guerra; del Espíritu Santo, no de Judas Macabeo; de que el mundo iba a triunfar y ellos habían de entristecerse, de que se iba y no lo verían más; del Príncipe de este mundo, el que no tiene parte alguna en Él, pero al cual no dice que Él va a arrollar; al contrario. Cristo habla de cosas desconocidas, lejanas y espirituales. ¿Y el Reino de Israel?
            Cristo no responde directamente a Judos Tadeo, no discute: hubieran podido argüirle con el Rey de sus parábolas, con el Sultán que hace el convite de bodas y excluye furiosamente a los remisos, el Sultán que hace pasar a cuchillo a los que se le sublevan... ¿Jesús mismo no se había proclamado heredero directo de David y mayor que Salomón?
            Cristo responde indirectamente: repite los cuatro o cinco temas de este Coloquio-Testamento, como un gran sinfonista: su vuelta al Padre, la venida del Espíritu de Dios, el momentáneo triunfo del mundo... añadiendo tres cosas raras, que son tres grandes puntos teológicos: la inhabitación de Dios en el hombre (“Si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos en él y haremos en él mansión”), la función del Espíritu Santo (“El Parácleto, que mandará el Padre en mi nombre, él os ensenará todo, y os sub-recordará todas cuantas cosas yo os dije”) y por fin una palabra inesperada: “El Padre es mayor que yo.”
            La venida en nosotros del Padre y el Hijo no es otra cosa que el Espíritu Santo: que es el lazo inseparable del Padre y su Verbo, el amor de Dios en Dios. No fue desconocida a los filósofos y místicos paganos una habitación de Dios en el hombre: “Est Deus in nobis, agitante calescimus illo”, dijo Ovidio, repitiendo un tema poético común, que está ya en Lucrecio[1]    P. S. – “Efectivamente, el verso citado es de Ovidio, Fastorum, 1. VI, v. 5 El dístico completo reza así: “Est Deus in nobis agitante calescimus illo Impetus hic sacrae semina mentís habet” (Pbro. Dr. Lucas Tapia, profesor de Humanidades).
            [En las ediciones anteriores, esta nota, y la que ahora lleva el número 98, estaban incluidas en un anexo titulado “Erratas”. Al final del mismo se leía la siguiente declaración del autor: “Se agradecerá al lector que avise cualquier error, errata, o lapsus de este libro al Autor, calle Caseros 796, Buenos Aires. Agradecimiento al Pbro. Enrique A. Villamil de Gualeguay, y también al Pbro. Abel Suquilvide, de Guanaco, al Dr. Rodolfo J. Charchaflié, a Bachicha Beccar Varela y otros que me han indicado varias erratas de la 1. edición (1 de mayo de 1958). N. del E. ].; y Séneca Estoico en su Epístola LXIII: “¿Te asombras de que un hombre vaya a los dioses? Pues un dios viene a los hombres, más aún “en” los hombres: ninguna sin un dios hay mente buena.” Mas el judío Filón habla continuamente del Dios que habita nuestra mente. Pero hablan de una cosa muy distinta de la de Cristo, de esta presencia invisible, personal y amorosa.
            Lucrecio habla de la naturaleza, y concretamente en este punto de la acción de Venus, la diosa del instinto amoroso; Ovidio habla de la inspiración poética, atribuida a la Musa Polimnia; Séneca de acuerdo a la teoría estoica entiende una especie de moción general y providencia vaga; y Filón llama “dios” a la razón del hombre bien informada y orientada hacia el bien. Cristo en cambio habla de la “gracia', una realidad que nos injerta en Dios como un sarmiento en una cepa; de una vida humana vuelta divina de un modo humilde e imperceptible, como en la Encarnación. Y esta presencia no es una nueva revelación, ni una visión, ni un éxtasis metafísico pasajero, como en Plotino y los neoplatónicos; es algo que está humildemente, cuotidianamente, prosaicamente en todos los que están en gracia, por sencillos que sean: “Si alguien me ama”...
            Eso es el Espíritu Santo en nosotros; no nos hace grandes filósofos. No hace nada nuevo: nos sub-giere, nos “recuerda desde abajo” –como dice el texto griego– simplemente todo lo que Cristo dijo. ¿Y para qué, entonces? ¿No basta decirlo Cristo? Y sin embargo nos enseña ¿oda, todo de nuevo. Porque una cosa es la voz exterior, otra la voz interior: otra y la misma. Hemos visto que la fe se compone como de dos elementos: primero los hechos históricos y la doctrina que nos viene de afuera; después –y al mismo tiempo– la iluminación y el consentimiento que nosotros hacemos colaborando con Dios: el consentimiento a la gracia. “¿Cómo creerán si no oyen? –dice San Pablo– ¿Y cómo oirán sin predicante? La fe viene del oído”... De hecho vemos que la predicación en algunos no hace ningún efecto; porque un hombre puede llevar un caballo al río, pero ni diez hombres pueden hacerlo beber si no quiere. O mejor dicho, no es que no haga ningún efecto, es que hace efectos contrarios a la fe, efectos de resistencia en muchos, Bajo la actual indiferencia religiosa, un furor sordo o una nostalgia sorda encueva. Ella será invisible en las masas, pero se abre lugar y sale a luz en la literatura contemporánea, por ejemplo, sobre todo en el sector que hemos llamado literatura de pesadilla[2], La desesperación actual no es la desesperación pagana del viejo Catulo o del viejo Lucrecio: es más aguda y está orientada. Una sorda nostalgia de la fe palpita en Kafka o en Simona Weil; un furor contra la fe en Joyce o en Andreief; y toda clase de ídolos muertos o supersticiones incluso pueriles en las masas descristianadas. Lo que va a salir de esto, yo no lo sé. “El que no me ama, no guarda mis palabras.” No tendrá paz, tendrá una paz falsa, “como la da el mundo. Yo os dejo la paz, os doy mi paz, no como la da el mundo”.
            “El Padre es mayor que yo”. Ésta es la palabra de que se prevalieron los arrianos para negar la divinidad de Cristo: herejía de los primeros siglos, que duró cinco siglos, cundió en el Ejército Romano y entre los reyes bárbaros (Leovigildo, Recaredo) y amenazó ahogar la Iglesia; pero hay arrianos sutiles o burdos aún hoy: muchos de los protestantes y modernistas –si no todos– son arrianos, o nestorianos o socinianos hoy día. “Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre; porque el Padre es mayor que yo.” ¡Vaya una razón!
            Cristo no se va a contradecir cada diez minutos: estaba repitiéndoles con insistencia que Él y el Padre eran uno, que lo que Él les decía lo decía el Padre, que el que lo veía a Él veía también al Padre, y que el Espíritu Santo era el Espíritu de Él y del Padre. Esta palabra divergente: “Mi Padre es mayor que yo” tendrá pues explicación... Tiene tres explicaciones.
            Dicen algunos Santos Padres (Atanasio, Gregorio Nacianzeno) y Tertuliano que Cristo se dice menor que el Padre porque procede del Padre en la eterna generación divina. Eso era llamarse menor en un sentido enteramente impropio y aun equívoco; que por lo demás nada tiene que ver con el discurso actual y disuena de él. ¡Valiente consuelo para los Apóstoles! ¡Ininteligible! Por lo demás, tampoco sabían ellos todavía la Trinidad claramente.
            Segunda, decir que Cristo entonces “habló como hombre y no como Dios”, evasiva con que se descartan algunos comentaristas baratos, es justamente lo que diría un arriano; y es absurdo en este caso. Jamás habló Jesús como puro hombre; ni podía tampoco, sin fingir o mentir.
            La exégesis de San Cirilo de Jerusalén es la buena: Cristo habla como Dioshombre, y como hombre que está en esa situación particular: frente a su Pasión y Muerte, presto a ser hecho no sólo varón de dolores sino “gusano y no hombre”: cosas que al Padre no podían alcanzar; mas cuando volviera al Padre, sería igual al Padre aun en ese aspecto de la gloria ya inconmutable. Volvería a reasumir su divinidad que nunca dejó, oculta ahora a los ojos de la carne, y como vaciada según la palabra de San Pablo: “exinanivit semetipsum”, se aniquiló a sí mismo, tomando figura de siervo. Mas lo que tenían los Apóstoles delante de los ojos era esa figura de siervo; y de acuerdo a eso había que hablarles.
            Entonces sí la frase es un consuelo y encaja perfectamente en el contexto. Los Apóstoles podían alegrarse por amor a Cristo de saber que iba a superar su dura tortura y derrota, asimilándose después al Padre incluso con su misma naturaleza humana: “Porque mi Padre está ahora mejor que yo, aunque seamos iguales...” quiso decir Cristo.
            ¿Así que Dios mora en nosotros? No me parece los días de viento Zonda. No se ve mucho Dios en Sisebuta. No se ve la gracia los días de elecciones. “Creo en la gracia porque no la veo”, dijo César Pico; lo cual es exacto; se cree lo que no se ve; pero si de ninguna manera la viéramos, no podríamos creer en ella. La vemos a veces en sus efectos, por lo menos en sus efectos totales. Los Apóstoles vieron venir al Espíritu en forma de viento impetuoso y lenguas de fuego. Después del día de Pentecostés los Apóstoles cambian, parecen otros hombres: “Iban gozosos delante del Sinedrio a padecer por el nombre de Cristo contumelia” los que no querían creer ni a la Magdalena ni a la Santas Mujeres ni a Pedro, los que no acababan de creer ni el día de la Ascensión, los que huyeron despavoridos del Sinedrio cuarenta días antes. Pedro negó a Cristo y después fue mártir. Pablo persiguió a los cristianos y después convirtió a la gentilidad. Una fuerza sobrehumana propaga y sostiene la Iglesia.
            En la vida de cualquier cristiano no hay milagros; pero puede ser que mirada en su conjunto no deje de ser algo milagrosa. Vivió cristianamente, tropezó, cayó, se levantó, creyó, esperó, acabó y se fue; no dejó nada en la Historia; pero... hizo lo que otros declaran imposible, perseveró en lo que otros tienen por locura, duró derecho a través de las vicisitudes de la vida, no perdió la línea y temblaba el suelo, fue una cosa igual a sí misma cuando en cada hombre hay tantos hombres diversos, y en el mundo tantos contrastes e incoherencias. Parecía que había una voz escondida en su fragilidad infinita, un silbo, un compás, un Apoyo y un Co-estante; que eso significa en griego Parácleto: el que está junto: el Apoyo, el Co-estante.
            Cosa curiosa: cuando creó a la mujer, Dios dijo que hacía una “ayuda” para el hombre; y la palabra con que se designa aquí al Espíritu de Dios es “ayuda”; “Parácleto” puntal, soporte, refuerzo.


DOMINGO PRIMERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Mt 28, 18-20] Mt 28, 16-20

            En este Domingo, fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia lee las últimas líneas del Evangelio de San Mateo XXVIII 18), que contienen la misión dada solemnemente a los Apóstoles de “enseñar a todos los pueblos”, y el sello de la revelación del misterio de la Trinidad divina; y la promesa de Cristo de estar con los suyos hasta el Fin del Mundo. Esta aparición de Cristo a los Once tuvo lugar en una montaña de Galilea, no sabemos cuál; y fue la última de las nueve apariciones antes de la Ascensión que conocemos; que suman por tanto diez. Algunos dicen que fueron trece las apariciones de Cristo, contando otras dos que menciona San Pablo (“A Santiago y a quinientos hermanos juntos”) y la del mismo San Pablo. Pero la aparición a los quinientos discípulos es probablemente la misma Ascensión; y la aparición a San Pablo fue una visión intelectual y no corporal, puesto que los que estaban con él “nada vieron”. Trece o doce o diez, lo mismo da. Ya bastan para despertar nuestra fe.
            El misterio de la Trinidad divina es una revelación cristiana: en el Antiguo Testamento no está, a no ser adumbrada en fugaces alusiones, como cuando en el Génesis Dios dice: “Hagamos al hombre a imagen nuestra”; en los tres Angeles que aparecieron a Abraham hablando como uno solo; y en la mención del “Espíritu de Dios” hecha ocasionalmente. Pero en su predicación, Cristo reveló poco a poco, como era prudente, la existencia de tres principios personales en el Dios único del monoteísmo israelita; y en esta sesión solemne, en la cual mostró sus patentes –por decirlo así– y delegó su misión de Salvador a su Iglesia, Cristo puso el sello a la revelación cristiana, diciendo: “Id, y enseñad a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.” Solamente en el nombre de Dios se bautiza; es decir, se limpia del pecado; y Él puso el nombre de Dios en tres nombres; y no dijo “bautizad en los nombres” sino “en el nombre”, en singular. Tres hipóstasis o principios personales con vida propia, en un solo Dios. Durante su predicación, Él se había contradistinguido netamente del Padre; y después había proclamado cada vez más neta y categóricamente que el Padre era una cosa con El, un mismo ser. listo produjo escándalo en los fariseos, vieron allí una blasfemia, y quisieron matarlo por ella, ya en la Sinagoga de Nazareth, en su segunda predicación galilea, segundo año de vida pública, al comienzo:

            “–¿Por cuál beneficio que os he hecho me queréis dar la muerte?
            –Por ningún beneficio, sino porque ¡siendo Hombre, te haces a ti mismo Dios!

            Sin embargo Cristo no retira su palabra, antes la prosigue más ardidamente, adagio rinforzando como dicen los músicos, aun ante la amenaza de muerte. “¡Bienaventurado aquel que de mí no se escandalizare!”. Ante Cristo, la reacción necesaria es, o el escándalo, o el salto osado de la fe. Los fariseos se escandalizaron: allí delante estaba un hombre de la provincia, vestido con la túnica blanca, el cinturón y el manto de los rabbíes, sandalias en los pies, y el turbante blanco ceñido por una vincha roja sobre la cabellera nazarena; el cual afirmaba que era una misma cosa con el Jehová único e invisible... “¡Hay un solo Dios!”. No lo negaba Cristo, sino que intentaba revelar un misterio más alto, la vida interna del Dios único. Si Dios no es trino, Cristo no puede haber sido Dios.
            En cuanto a la Tercera Persona, que había aparecido en forma de paloma en su bautismo, al mismo tiempo que sonaba arriba la voz del Padre, Cristo la manifestó claramente en su Sermón-Despedida: el Espíritu de Dios es distinto del Padre y del Hijo, pertenece al Padre y al Hijo, y es Dios: Cristo le atribuye todas las operaciones propias de Dios; y toda operación racional se atribuye a la persona, al Yo. Nos guste o no nos guste, según el Evangelio en Dios hay tres personas en una sola natura: inclinase aquí la presunción del intelecto humano. ¿Y por qué no nos habría de gustar? El alma del hombre, que es imagen de Dios, es a la vez un Yo, sujeto verbal de todos sus actos; es un Intelecto o Verbo; y es un Amor o Voluntad; y estos tres son Uno; puesto que mi Intelecto no es una parte de mi Ser Espiritual, es todo mi Ser Espiritual; y mi Voluntad no es una parte de mi Yo, es mi Yo. A esta comparación, defectuosa y todo, acude continuamente San Agustín para ilustrar –no para probar– el dogma misterioso de la Trinidad. Probar no se puede con ningún argumento, fuera de la autoridad divina revelante. Se puede mostrar que no es un absurdo; es decir, deshacer los argumentos de los que contienden que es un Absurdo. Nada más.
            El espíritu moderno resiste a este dogma presuntuosamente; y ha creado para sustituirlo varias trinidades fútiles o monstruosas; como la Trinidad de Hegel, basada en el mismo análisis del espíritu humano, y en los recuerdos de la teología cristiana que estudió en el Seminario de Leipzig. La Idea en sí, la Idea para sí, y la Idea en‑si‑para‑sí, que se distinguen entre si, constituyen el solo Espíritu Absoluto, y no hay otro Dios ni otra realidad fuera de él; y él al final se manifiesta en –y no sale fuera de– ¡la Conciencia del hombre! Así pues el dogma de la Trinidad, envuelto en niebla germánica y en una complicada terminología, se convierte en un panteísmo sutil que va a desembocar en la adoración del Hombre; la gran herejía de nuestros tiempos, la última herejía, que será, según la predicción de San Pablo, el sacrilegio del Anticristo: “el cual se exaltará y levantará sobre todo lo que es Dios, sentándose en el Templo de Dios, y haciéndose adorar como Dios” (II Tes II, 4).
            El mundo de hoy –dice el poeta Kipling– no cree en más Tres‑en-Uno que en El, Ella y Ello; es decir, la pareja humana y su ratono... único.... Kipling fue un buen poeta inglés, que como tantos contemporáneos, idolatró: puso su talento a los pies de un ídolo. Su ídolo fue el Imperialismo Inglés; o, si quieren, simplemente el Imperio Inglés, divinizado en su ánimo. El ídolo le pagó su devoción como pagan los ídolos, incensando su nombre de escritor, multiplicando sus ediciones, imponiéndolas oficialmente: en suma, dándole los bienes terrenos de que es dueño. Kipling, el bravío poeta de la jungla vuelto el poeta de Su Graciosa Majestad, llegó a cobrar como royalties una libra esterlina por línea. Sus últimos anos fueron tristes. Su poesía y sus cuentos, que ostentan el brillo más alto del arte, muestran hoy de más en más sus pies de barro. El imperio que él adoró estaba ya en su ocaso. Obra mortal de las manos del hombre, no era imperecedero ni divino.
            En una poesía bastante buena, The Married Man (El Hombre Casado), donde compara la manera de pelear del soltero y del casado en la guerra del 14, dice Kipling:

                        Porque Él y Ella y Ello[3]
                        nuestro solo uno en tres
                        Por él todos nosotros ansiamos concluir nuestra tarea
                        Y volver a casa a nuestro té[4].

            Es otra imagen de la Trinidad, pero asumida heréticamente; pues en efecto, también la familia humana, Padre, Madre e Hijo, es otra figura de las relaciones íntimas que hay en el seno de la Divinidad. La familia de Nazareth, San José, Nuestra Señora y el Niño, también reflejaron la Trinidad divina, lo mismo que el alma de cada ser humano: allí sin relación sexual alguna existió la paternidad y el vínculo conyugal realmente. Y por virtud de la Divinidad que las llenaba, tres almas fueron como una sola.
            Esta imagen no es muy usada por la Iglesia, porque unos herejes antiguos dijeron que el Espíritu Santo era mujer, y pusieron sexo en Dios, haciéndolo por ende corporal y material; y fueron condenados. Pero si la división en sexos de los vivientes tiene una razón ontológica, es decir, es una esencia y no una casualidad, entonces el principio de lo femenino en lo creado debe existir también eminenter en el Creador de todo lo que es, si no me equivoco; y esto no lo ha condenado la Iglesia. De hecho, la palabra con que Cristo nombró al Espíritu Santo es femenina en arameo; aunque sea masculina en nuestras lenguas grecolatinas. ¿Y cómo entonces el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo? ¿Por ventura la madre procede del padre y del hijo? Aun eso es susceptible de explicación; pero no nos metamos en andróminas, no sea que salgan sospechándonos de kerinthianos, que es lo único que nos faltaba. ¿Por qué mencionar entonces esa imagen peligrosa? Kipling la ha mencionado antes, no yo; y muchos otros, incluso algunos doctores católicos contemporáneos, como el abate Joseph Grumel.
            Así que Cristo en esta aparición nona terminó su revelación rotundamente y envió a sus Apóstoles con toda su autoridad a ensenarla. “Toda potestad me ha sido dada en el cielo y en la tierra; así pues, id y ensenad a todos los pueblos...”. La misión esencial de la Iglesia jerárquica es enseñar. ¿Enseñar Matemáticas y Filosofía? Ensenar “a guardar todo aquello que yo os he mostrado”, la doctrina de la Fe y de la Caridad. Lo demás no está mal, pero para lo demás no tienen los curas autoridad directa de Cristo: si enseñan Matemáticas deben saberlas; y si no las saben, aprenderlas.
            Para esta enseñanza salvífica, Cristo les prometió especial asistencia: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los tiempos hasta el fin del mundo”; o como dice el texto griego “hasta la consumación del siglo”. ¿Incluye esta promesa la consumación del siglo, el período del Anticristo, o la excluye? Yo no lo sé. Lo que sé es que Cristo no abandonará jamás a los suyos. Y sé también que de este texto no puede deducirse ni la infalibilidad del Papa ‑aunque no la excluye‑ ni que la Iglesia ha de triunfar siempre en sus empresas temporales –como algunos presumen– ni que en ella no habrá nunca errores accidentales o focos de corrupción; ni mucho menos una especie de temeraria infalibilidad personal y poder de prepotencia en favor de sus ministros más allá los límites claros y precisos en que su autoridad legítimamente se ejerce. Porque ha habido siempre y hay por desgracia quienes con decir “¡Jerarquía, Jerarquía!” quieren que uno se trague todo lo que ellos piensan, creen, dicen o hacen; lo cual es una increíble y muy dañosa falta de jerarquía, cuando el que no ve quiere guiar al que ve, y el que no sabe, enseñar al que sabe; como di)o mi tocayo, paisano y patrono San Jerónimo Dálmata en su Epístola XL VIII, 4.
            En el nombre de la Santísima Trinidad, el Misterio Sumo y la Paradoja de las Paradojas, se hizo esta nación; o por lo menos se hizo su Capital, que francamente parece querer volverse toda la nación. Nuestro antepasados hicieron sus testamentos, encabezaron sus leyes y fundaron las ciudades principales de este país “en nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas en un solo Dios verdadero, e de la gloriosísima Virgen su bendita Madre, e del Apóstol Santiago, luz e espejo de las Españas, e de su Majestad el Señor Rey Felipe el Segundo, como su Capitán e leal criado e vasallo suyo, yo Joan de Juffré...”.


DOMINGO SEGUNDO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Lc 14, 16-24] Mt 22, 1-14
            Esta es la Parábola de los Convidados (Lc XIV, 16) o sea la “Parábola de los Excusados”, como decíamos cuándo éramos muchachos y nos leían el Evangelio traducido por Torres Amat –”el Evangelio con viruelas”, que dice un amigo mío–. Allí se dice tres veces: “Te ruego que me tangas por excusado”; en vez de traducir simplemente:

            –Disculpe, amigo, hoy no puedo ir a ese banquete...
            –¿Por qué no?
            –Yo –dijo el primer Convidado– he comprado una viña y tango que ir a verla.
            –Yo –dijo el segundo– compré siete yuntas de bueyes y por fuerza tango que probarlos.
            –Yo –dijo el tercero– estoy ahora en mi luna de miel, me he casado y no puedo.

            No parecen malas disculpas ésas para dejar un banquete; mas sin embargo el Señor del Banquete “se enojó” desmesuradamente: “Palabra de honor os digo que ninguno de los primeros convidados probará mi banquete...”. Tampoco parece gran castigo ése, puesto que no les interesaba el banquete, y tenían más interés en sus negocios, oficios y placeres. “¡No nos interesa probar tu Gran Banquete!”, ya estaba dicho.
            Y más rara todavía es la decisión que tomó el airado Convidador: hizo llenar su casa de haraposos, mendigos, inválidos y pulguientos, que hizo buscar primero en la plaza y el atrio de la Iglesia; y en una segunda tanda en cualquier parte, hasta en las tabernas: “a fin de que mi casa se llene”. Ésta es la parábola tal como está en Lucas.
            En Mateo está en otra forma diversa; por lo cual algunos dicen que son dos parábolas diferentes; y algunos dicen que son tres en realidad. Verdaderamente es un solo tema, el tema del llamado y la elección divinos, tratado diferentemente, de acuerdo al género simbólica oriental: más dulce y general en Lucas, más duro y actual en Mateo. El tema es: Dios convida a todos los hombres a participar del convite de la vida eterna; atención, es una cosa muy, pero muy seria, pasar por alto o despreciar esa invitación. Este tema abstracto está en la predicación de Jesucristo construido en forma de símbolo; no propiamente de comparación, alegoría o metáfora, géneros de la retórica grecolatina, no usados por los orientales.
            En Mateo, el Señor que convida es un Rey; los convidados se excusan también con sus negocios; pero algunos de ellos agarran a los siervos reates y los maltratan y aun los matan. El Rey manda sus ejércitos, los cuales “pasan a cuchillo a los homicidas y queman su ciudad”. No se puede imaginar más trágica terminación de una invitación de bodas. Pero hay más todavía: la sala real se llena de desechos humanos, buscados “en las encrucijadas de los caminos”: entra el Rey y se encuentra con que uno de los invitados no tiene la “vestidura nupcial”: era la boda de su hijo, y había que ir, como si dijéramos, de frac y corbata blanca. El Rey, después de increparlo, lo hace sujetar por los guardias, atarlo de pies y manos y arrojarlo a la “oscuridad de afuera”. Esta expresión “las tinieblas de allá afuera” designa en Jesucristo simplemente el Infierno, la Noche Eterna. ¡Zambomba con el Rey!
            Después de lo cual la parábola termina bastante inopinadamente con la frase ya conocida: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos” cuando parece debería decir lógicamente: “Machos son los escogidos; y uno solo el arrojado fuera.”
            Hemos notado otra vez que las parábolas de Cristo ostentan una especie de desmesuras o bruscas salidas del carril, que se podrían llamar humorismo si se quiere; pero que es un humorismo trascendental, exigido por su objeto: no humorismo jocoso, por cierto; aunque en algunos casos sí hay un tono chusco, como en la parábola del Mayordomo Camandulero. El objeto de ellas, el Misterio, es una cosa desmesurada, infinita. Cristo toma el material de ellas de la realidad cotidiana, de lo que veía en torno suyo, de las costumbres populares, de lo que contaba la gente, de las noticias que corrían... de la boca misma de sus oyentes. Fue carpintero, según parece, pero nunca tomó como materia sus recuerdos de joven, los instrumentos, la modera, los muebles; y la razón es que era un contemplativo y hablaba de lo que veía hic et nunc; puesto que continuamente veía lo Eterno insertándose en el Tiempo. Pero lo Eterno embutido en lo Cotidiano, le hace saltar las costuras. Cristo toma un cuentito de Reyes y de Convites como los que corrían por allí; y de repente, en el medio del cuentito, estalla el trueno; o por lo menos, se abre una interrogación; y una especie de perspectiva mística inmensa, a veces temerosa, se abre de repente detrás de las cosas triviales de la vida: como el abismo que veía a su lado Pascal cuando caminaba por la calle. Como todos los grandes artistas, no necesitaba Cristo materiales ricos para hacer su obra. Como todos los artistas populares, tomaba sus temas de la boca misma de sus oyentes. Como los payadores criollos, no cantaba a María Estuardo o a Guillermo Tell, sino a Lucía Miranda, a los indios pampas, o al “contingente”[5].
            La parábola en Lucas simboliza más bien el llamamiento general de todos los hombres al Reino de Dios y la vida eterna, comparada a un Convite Regio: aunque con una alusión a los judíos y a la actual predicación de Cristo, en el hecho de que los principales de la ciudad declinan la invitación y ella diverge en consecuencia hacia los inferiores, incluso lo más inferior, como los mendigos y los inútiles; el hampa, “esa maldita plebe que no conoce la Ley”, como decían los Fariseos. Vosotros, que os llamáis los hombres religiosos y sabios de Israel deberíais ser los primeros en entender mi mensaje religioso; pero ¡mirad! “he aquí que los publicanos y las prostitutas os preceden en el [camino del] Reino de Dios”. En Mateo, la parábola alude claramente primero a la vocación nacional de Israel a la fe; y después a la vocación personal de todos los que ya han recibido la fe –y han entrado a la sala regia– a la caridad y la gracia santificante, que ésa es la “vestidura nupcial”. La matanza de los siervos (de los Profetas) un hecho histórico pasado y presente; y el incendio de la ciudad (la Destrucción de Jerusalén) un hecho porvenir, están unidos en el relato por un vínculo profético, y aluden claramente a la vacación primera de Israel, sustituida por la llamada a los Gentiles “los pobres y los lisiados”, aunque Mateo en realidad no dice pobres y lisiados, como Lucas, sino “buenos y malos”. Es lo mismo: para los Judíos, los Gentiles eran los malos. Estos dos hechos los vinculó explícitamente el mismo Cristo en otras dos ocasiones: cuando predijo la ruina de Jerusalén a causa de que “ha matado a los Profetas y perseguido a los Enviados”; y estaba ahora al borde de dar muerte al Profeta Máximo y al Enviado por antonomasia.
            ¿Quiere decir esta parábola con su terminación: “Machos llamados, pocos escogidos” que es mayor el número de los que se condenan eternamente que los que se salvan como han concluido algunos ligeramente?
            Esa cuestión teológico, o mejor dicho, ociosa –y quizá temeraria– no fue resuelta por Cristo ni entraba en su mensaje. De esto no nos harán apear ni Tertuliano, ni San Cipriano, ni San Agustín, ni el P. Massillón con toda su autoridad.
            La prueba de que no hay que tomar literalmente ese refrán –que es verdadero en otro sentido– de “machos son los llamados, pocos los escogidos es que literalmente es falso; pues todos y no solamente machos son los llamados a la vida bienaventurada. Así pues, nada nos fuerza –y todo nos disuade– a tomar elegidos por salvados. En la elección divina hay machos planos: de hecho, los que llegan a la perfección del Amor en esta vida (los elegidos por antonomasia, los santos) son poquitísimos; los que llegan a una virtud cristiana completa, son pocos; los que llegan a la profesión explícita de la fe sobrenatural y al bautismo de hecho y no sólo de deseo, no son todos ni la mayoría siquiera; y así se cumple estrictamente el dicho de Cristo. Acerca de los que se salvan al final, no conocemos los abismos de la misericordia y la potencia divinas; pero podemos suponer que Dios no va a resultar un fracaso tan colosal que la mayor parte de la Creación se la llevó el diablo para empedrar el infierno. Eso seria un fracaso notorio: Dios Padre no ha de ser tan mal alfarero y Cristo tan mal curandero que después de romperse todo para hacer “vasos de elección” y para sanar después lo que quebró el Primer Pecado, con su sangre nada menos, la mayoría resulten vasos de condenación y muertos para en eterno. En los médicos y artistas humanos eso puede suceder; en Dios parece seria indecente.
            La frase temerosa pues está basada en un hecho visible: que la perfección en lo humano, en cualquier orden, es una cosa rara, pues “malum ut in plurimum in natura humana”; mujeres que sean perfectamente hermosas, por ejemplo, hay pocas, pero más pocas hay que no tengan algo de hermosura, por lo menos de la beauté du diable, como llaman los franceses a la juventud. La frase común es pues una exhortación a la diligencia, a la fidelidad y al temor de Dios, lo mismo que la frase: “Mirad que son machos los que van por el camino ancho”... Del final del camino ancho o estrecho, Cristo no reveló nada.
            Esa es una pregunta indiscreta.
            Tres ejemplos por lo menos de preguntas indiscretas tenemos en el Evangelio:

            “–Señor: ¿Cuándo será el fin del mundo?
            –El día y la hora no la saben ni los Ángeles, ni siquiera el Hijo del Hombre”
            “–¿Ahora es el momento en que restaurarás el Reino de Israel, conforme predijeron los Profetas?
            –No es de vosotros saber los tiempos y momentos que el Padre ha reservado a su Potestad.”

            “–Señor ¿y éste cómo morirá?” –le dijo San Pedro señalando a su amigo San Juan, cuando Cristo le profetizó su propia muerte en cruz.
            “–¿Qué te importa?” –le respondió Cristo–. “Tú sígueme a mí.”

            Ahora bien, esa pregunta indiscreta se la puso a Cristo “alguien”, dice San Lucas:
            “–Señor ¿son pocos los que se salvan?”.
            Cristo respondió:
            “–Esforzaos en entrar por la puerta estrecha”; y después añadió una severísima amenaza a los que tenían en aquel tiempo lo que llamamos cristianismo mistongo; a los que hablaban de “la fe de nuestros podres”, pero no hacían obras dignas de la fe. “Los hijos de Abraham y de Isaac y de Jacob serán echados fuera: allí será el llanto y el rechinar de dientes: y en cambio vendrán muchísimos gentiles y se sentarán en el Reino de Dios.” Esta fue la respuesta de Cristo. ¿Respondió con esto que eran pocos los que se salvan? No. Dice San Agustín, que sí. Lo siento mucho, pero no respondió. No reveló nada acerca de ese punto. Como cosa de fe, no lo sabemos.
            Otro día hablaremos de las macanas que han dicho los intérpretes, incluso algunos muy grandes, por no conocer el género en que están escritos los Evangelios, el género símbolo. Queda por ahora que de este símbolo de los Convidados sólo se podría deducir en esta materia que de los que pertenecen a la Iglesia –de los que han entrado en la Sala Regia– ­del montón se condena uno; y de los de la ciudad deicida, los que maltrataron y mataron a los profetas, sufrieron un castigo temporal, pues su ciudad fue incendiado y ellos dispersados; y solamente los “ingratos homicidas” fueron pesados a cuchillo: es decir, los culpables de un horrible pecado personal, no colectivo.


DOMINGO TERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Lc 15,1-10] Lc 15.1-3.11-32

            El evangelio de hoy da las dos primeras de las tres parábolas de la Misericordia, que llenan el capítulo XV de San Lucas. San Lucas es llamado por San Jerónimo “scriba mansuetudinis Christi”, el escribano de la dulzura de Cristo. La tercera parábola es la del Hijo Pródigo, el trozo literario más estupendo del mundo, mirado solamente desde el ángulo artístico: nadie ha hecho una pequeña narración más concisa, enérgica, viva y plena que ésa. Mirando desde el ángulo religioso, es mas estupendo todavía. Las otras dos son la parábola de la Oveja y de la Dracma perdidos.

            En estas parábolas Cristo atribuye a Dios para con el hombre los sentimientos de un Padre: de un padrazo: y ésta es según Adolfo Harnack la médula y la esencia de la revelación cristiana. En el Viejo Testamento Dios no aparece como un padre de cada uno de los hombres; aparece a lo mas como un amante, el Esposo del Pueblo de Israel, celoso, exigente e irritable –o irritado por lo menos– ­continuamente, contra la Adúltera. Cristo no solamente llamó a Dios “el Padre, mi Padre, vuestro Padre”, sino que lo describió como un corazón enormemente paterno. Eso sí, no nos hagamos ilusiones, solamente hacia el hijo que vuelve, hacia el pecador arrepentido. Todos somos pecadores con respecto a Dios, ése es nuestro primer nombre; y todos necesitamos volver a Él primero de todo; Somos nosotros los que tenemos que movemos. Él es inmutable inmóvil; aunque Cristo lo pinte buscando la oveja perdida; pero el padre del Hijo Pródigo se queda en su casa. El sentimentalismo moderno se finge otra cosa: “Dios no me puede condenar al infierno porque es padre”, dicen. Cuentos. Su ira es tan inmensa como su Misericordia. No es El quién te condenará al infierno si no vuelves: eres tú mismo. Él te ira a buscar en todo caso, como el Pastor a la Oveja Perdida, y te traerá sobre los hombros si no resistes; pero no forzará tu voluntad. No puede forzar tu voluntad; como ningún padre la de sus hijos; pues no seria en ese caso padre, sino tirano.

            Cristo era seguido por pecadores, y por los pobretes y desastrados, que los fariseos tenían a priori por pecadores, “esa plebe maldita que no conoce la Ley”. Cristo aceptaba invitaciones a comer, conforme a la costumbre de su pueblo –y a su pobreza de maestro ambulante– en donde fuese, incluso de los Publicanos, como Zaqueo, de los Fariseos, como Simón el Leproso, no menos que de sus amigos fieles, como Lázaro y Marta. Uno de los reproches que tenían contra él los fariseos era éste: “Anda comiendo y bebiendo por todos lados, incluso con los pecadores, y los publicanos.” Cuando uno no puede invitar a su vez no debe aceptar invitaciones de nadie; es deprimente. Pero El sí podía invitar a su vez, al convite de la Palabra Divina. Y en los convites, El prometía el Gran Convite del Reino de los Cielos; no incondicionalmente, por cierto.

            Se lo echaron en cara paladinamente; estos judíos eran más descarados que el negro Raúl. “Perro de marchas bodas, come mal en todas...”. “–¿Por qué tu comes con los pecadores y los publicanos?”. Jesús sonrió.

            “–Vosotros parecéis esos chicos que juegan en la calle y cantan:
                        “Hemos tocado la flauta, la flauta
                        Y no habéis bailado.
                        Hemos tocado la quena, la quena
                        y no habéis llorado”,
porque vino Juan el Bautista que no comía ni bebía, y habéis dicho:
            “Ese es un rústico y un salvaje”; y vino el Hijo del Hombre que come y bebe y decís: “Ese es un endemoniado”. ¿Qué haré? ¿Y quién me librará de esta generación ignorante y adúltera?”.

            Pero esta vez tomó ocasión del reproche para exaltar la misericordia de Dios hacia los pecadores: hacia todos. “No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos; no tienen necesidad de Dios los justos sino los pecadores”, dijo, con divina ironía: porque esos “sanos” y esos que se “tenían por justos y despreciaban a los demás”, ésos eran los más enfermos de todos, y todos tenemos necesidad de Dios y del Salvador. Y entonces les dijo: “Palabra de honor, yo os digo que hay más gozo en el cielo por un pecador que se convierte a penitencia, que por cien justos que [creen] no tienen necesidad de penitencia.” El “cielo” era El; ése era su gozo: recibir de nuevo en su casa con grandes fiestas al hijo que vuelve. Y aunque nunca salió de su casa, como el Padre del Pródigo, allí anda sin embargo por los caminos polvorientos de Galilea, en busca de ovejas y dracmas perdidos. Dios no se mueve; y sin embargo Cristo ¡cuánto se movió!
            “¿Qué pastor hay que teniendo cien ovejas y hallando que una se le ha descarriado, no deja las otras 99 en el redil, y se va al monte a buscar la Perdida; y habiéndola hallado, como si fuera un corderito reciennacido la pone sobre sus hombros [la cruz] y vuelve al redil? Y lleno de alegría le dice a los otros: “Espléndido. Me fue bien. La encontré. Ahí está. Se me había perdido y la encontré. Estaba a tiro del lobo y la salvé. Vamos a brindar todos”. Así hay gozo entre los ángeles del cielo por un pecador que se convierte, más que por machos justos.” ¿Qué les importa a los ángeles? Le importa a los ángeles, porque le importa al Rey de los Angeles. La Reina de los Angeles, que estaba allí presente, se cubrió con el embozo, y lloró unos lagrimitas.
            La parábola de la Dracma repita el mismo concepto en forma tierna y humorosa; los recuerdos de Nazareth están allí: su madre, una mujer pobre y hacendosa. Una dracma (monada griega) es un peco menos que un denario (monada romana) digamos unos veinte pesos de ahora”[6]. ¿Que mujeruca hay que habiendo ahorrado diez dracmas, si nota que le falta uno, no se sobrecoge y aflige; y armándose de escoba y Interna, se pone a barrar la casa por todos los rincones, escudriña las rendijas del suelo y aparta los muebles, hasta que la encuentra? Y encontrada, la pone en su lugar, y les dice a las comadres: “¿Saben? La dracma que había perdido la he encontrado, qué suerte. ¿Saben ustedes dónde se había ido a meter?...”. Así hacen los ángeles de Dios. ¡Los Ángeles de Dios! Sí señor, los ángeles de Dios–: no por amor de ellos, sino por amor de Dios, cuando un hombre perdido es encontrado por Dios. He aquí a Dios convertido en una viaja nazaretana. ¿Qué importa? Dios es peor que una viaja nazaretana.
            La Conversión es el fenómeno fundamental de la vida religiosa; es más importante que el nacimiento y el casamiento y hasta que el “nombramiento”: el famoso acomodo de los argentinos; porque es acomodarse con Dios. Todo hombre debe convertirse, no hay más remedio: “nacer de nuevo”, como le dijo Cristo a Nicodemus, de lo cual se espantó el fariseo. Convertirse, como el nombre lo dice significa “volverse” y con significa todo; darse vuelta del todo, embocar en otra dirección, mudar camino; pero es un camino interior, una evolución interior. De golpe me doy cuenta que voy mal, de golpe veo la nueva ruta, de golpe veo la verdadera meta, de golpe veo que el mundo es perro y malvado, de golpe el corazón no quiere más porquerías. De golpe... o despacio: algunos tardan largos años, como Newman o el mismo Nicodemus, mientras otros se convierten de golpe, como Paul Claudel o San Pablo: de hecho los teólogos dicen que hay en la vida dos conversiones. La primera conversión a Dios debería ser al recibir el sacramento de la Confirmación; pero aquí les dan la confirmación a los chicos mamando, contra el sentido de la Iglesia; con lo cual, prácticamente suprimen ese sacramento, que debería darse en la pubertad. Bien, paciencia, ésta es una nación más atrasada que la baticola, por lo menos en algunas cosas. En religión, cuando menos.
            La conversión es la reordenación interior con respecto al Ultimo Fin. Machos psicólogos modernos dicen que se trata de una emoción, de un fenómeno sentimental: el mundo de hoy está podrido en sentimentalismo. Machos psicólogos han escrito hoy sobre la conversión religiosa, de los cuales el más seria que conozco es Sante De Sanctis, rector de la Universidad de Roma. Y la conversión es realmente una emoción, o suele acompañarse de ordinario de fuertes emociones –véase San Agustín –porque consiste en una nueva economía del amor, pero es una emoción nacida de un conocimiento. De golpe me doy cuenta que voy mal, de golpe veo la nueva ruta, de golpe veo la verdadera meta.
            A veces, no de golpe. El poeta inglés Francis Thompson describió la conversión como una cacería y comparó a Dios, no con un pastor o una viaja, sino como “el Lebrel del Cielo” (“the Hound of Heaven”). Es una parábola, más excéntrica que las de Cristo, pero con el mismo sentido: uno de los poemas más grandes de la lengua inglesa. El pecador huye de Dios; y Dios lo sigue, con la perseverancia de un lebrel. La liebre se cree segura; pero oye de nuevo los ladridos lejanos, y corre de nuevo. Los pasos se aproximan implacables, haga lo que haga: el Lebrel no abandona la presa, su olfato infalible lo dirige. La presa no es presa: ella huye inconscientemente de su propio bien, de su propia felicidad, del Lebrel que ladra y ríe...

                        I fled Him, down the nights and down the days.
                        I fled Him, down the arches of the years
                        I fled Him, down the labyrinthine ways
                        of my own mind; and in the mist of tears
                        I hid from Him, and under running laugther...[7]         Huí de Él debajo los arcos de los años
            y me escondí en las laberínticas galerías
            de mi mente y la niebla llorosa de mis párpados”, etcétera.

            Por suerte para Francis Thompson, cuya vida fue bondadosa y desastrada, Dios fue con él realmente como un rudo Lebrel, que lo alcanzó al fin.

            Damos aquí, para los amantes de la buena poesía, una hermosa versión castellana del poema de Thompson, hecha por el doctor Carlos A. Sáenz, que nos ha proporcionado otro poeta amigo, Miguel Ángel Etcheverrigaray.

EL LEBREL DEL CIELO
(The Hound of Heaven)



Le huía noche y día
a través de los arcos de los años
y le huía a porfía
por entre los tortuosos aledaños
de mi alma, y me cubría
con la niebla del llanto
o con la carcajada, como un manto.
He escalado esperanzas
me he hundido en el abismo deleznable
para huir de los Pasos que me alcanzan:
persecución sin prisa, imperturbable,
inminencia prevista y sin contraste.
Los oigo resonar... y aún más fuerte
una Voz que me advierte:
“–Todo te deja, porque me dejaste”.
Golpeaba las ventanas
que ofrecen al proscrito sus encantos
y temblando de espanto
pensaba que el Amor que me persigue,
si al final me consigue
no dejará brillar mas que su llama;
y si alguna ventana se entreabría,
el soplo de su acceso la cerraba.
El miado no alcanzaba
a huir cuanto el Amor me perseguía.
Me evadí de este mundo;
violé la puerta de oro de los ciclos
pidiendo amparo a sus sonoros velos
y arranque notas dulces y un profundo
rumor de plata al astro plateado.
Al alba dije: “¡Ven!”, “¡ven!”, a la tarde,
“escondedme de aqueste Enamorado
de miado que me aguarde”.
Tente a sus servidores
y sólo hallé traición en su constancia.
Para Él la fe; de mí perseguidores
con falsa rectitud y leal falacia.
Pedí volar a todo lo ligero,
asiéndome a las crines del pampero.
Y aunque se deslizaba
por la azul lejanía,
y el trueno hacía resonar su carro,
y zapateaba el rayo
el miedo no alcanzaba





a huir cuanto el Amor me perseguía.
Persecución sin prisa, imperturbable
majestuosa inminencia. En las veredas
dejan los Pasos que la Voz me hable:
“Nada te hospedará sí no me hospedas”.
Ya no busco mi sueño interrogando
un rostro de hombre o de mujer, mas quedan
los ojos de los niños esperando:
hay algo en ellos para mí de veras.
Y cuando mi ansiedad se prometía
el dulce despertar de una respuesta,
los ángeles venían
y los llevaban por la senda opuesta.
“Venid –clamaba–, dadme la frescura
de la Naturaleza que guardan vuestros
labios de pureza;
dejadme juguetear en las alturas;
habitar el palacio
azul de vuestra Madre, cuyas trenzas
vagan por el espacio,
y beber como un llanto de ambrosía
el rocío del día”.
Y al feo lo conseguí: fui recibido
en su dulce amistad, y abrí el sentido
de los matices de la faz del cielo
de la nube naciente entre los velos
de la espuma del mar. Nací con ella
para morir con todo lo escondido.
Me conforme a sus huellas.
Supe caer cuando la tarde cae
al encender sus lámparas de duelo,
y reír con la aurora de ojos suaves,
y llorar con la lluvia de los ciclos
y hacer mi corazón del sol gemelo.
Pero ¡qué inútilmente!
Imposible entender lo que otro siente.
Las cosas hablan un lenguaje arcano,
incomprensible, es un silencio vano
para mi inteligencia. Aunque pudiera
prenderme de sus pechos como un niño,
seguiría mi sed de otro cariño.
Y noche a noche afuera
oigo los Pasos que me dan alcance
con medida carrera,
deliberado avance,
majestad inminente,
que deja oír la Voz de la otra parte:
“–Nado podrá llegar a contentarte
mientras no me contentes”.
Espero el golpe de tu amor, inerme,
Pieza a pieza rompiste mi armadura.
De rodillas estoy, y dardo al verme
despierto y despojado.
La fuerza juvenil de mi locura
sacudió las columnas de las horas
y mi vida es un templo desplomado;
montón de años, multitud de escombros
el ayer y el ahora.
Los sueños mismos se han evaporado,
y mis días son polvo.
Las fantasías con que ataba el mundo
me abandonan: son cuerdas muy delgadas
para alzar unos tierras recargadas
por el dolor profundo.
¡Ay! que tu amor es hierba de dolores
que solo deja florecer sus flores.
¡Oh imaginero eterno, es suficiente!
Tú quemas el carbón con que dibujas.
Mi juventud es fuga de burbujas;
mi corazón la fuente quebrada
donde no queda nada
del llanto de mi mente.
¡Sea! mas ¿qué amargura
si la pulpa es amarga, me deparan
las heces? Lo vislumbro en la fisura
del telón de las nubes que rasgara
el sonar de las trompas celestiales.
Aún sin poder reconocer sus reales,
su purpura, su cetro, su guarida,
le conozco y le entiendo. Se apresura;
¡quiere mi corazón, quiere mi vida,
quiere mi podredumbre,
quiere mi oscuridad para su lumbre!
Ya la persecución está lograda.
Y la Voz como un mar en torno fluye:
“–¿Crees que la tierra gime destrozada?
Todo te huye, porque tú me huyes”.
¡Extraña, fútil cosa, miserable!
dime, ¿cómo podrías ser amada?
¿no he hecho ya demasiado de tu nada
para hacerte sin mérito aceptable?
Pizca de barro, ¿acaso tú no sabes
cuán poco amor te cabe?
¿Quien hallarás que te ame? Solamente
yo, que cuanto te pido te he quitado,
para que me lo pidas de prestado
y lo dé misericordiosamente.
Lo que tú crees perdido está en mi casa:
Levántate, toma mi mano y pesa.
Los Pasos se han quedado junto al vano
Acaso ¡oh tú, tiniebla que me ofusca
seas sólo la sombra de Su mano!
“–Oh loco, ciego, enfermo que te abrasas,
pues buscas el amor, a mí me buscas,
y lo rechazas cuando me rechazas”.





DOMINGO CUARTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Lc 5, 1-11] Lc 5, 1-11

            La Pesca Milagrosa es un milagro repetido, lo mismo que la Multiplicación de los Panes y la Echada de los Mercaderes del Templo. Cuando Cristo repita el mismo gesto, eso tiene misterio; y la segunda vez no significa lo mismo que la primera; porque de no, bastaba la primera. Este milagro significa el poder de Dios sobre los animales irracionales... y los racionales.
            La Primera Pesca Milagrosa está junto con la Segunda Llamada de los Apóstoles (la llamada a ser Apóstoles y no ya meros creyentes) y la segunda “ricapesca” –como traduce Lutero– está después de la Resurrección en la penúltima –y no en la última, como dice Lagrange– ­aparición de Jesús: la última, antes de la Ascensión; junto con la confirmación de Pedro, pecador contrito, como jefe de la Iglesia: “Apacienta mis ovejas”.
            Los milagros de Cristo tuvieron por fin mostrar Su poder, que es el poder de Dios: son la confirmación divina de lo que Él enseñó. Cristo mostró su poder sobre las cosas inanimadas caminó sobre las aguas), sobre los productos del hombre (multiplicó el pan y el vino), sobre las plantas (secó la higuera maldita), sobre los animales (en este caso) y también sobre el cuerpo humano (curó enfermos), sobre los demonios (los exorcizó y dominó) y sobre la Muerte, el gran conquistador del género humano, como la llamó el poeta Schiller, “der Erobner”, resucitando tres muertos y resucitando El mismo. Pero ninguno de estos poderes podían hacer impresión tan inmediata sobre los Apóstoles, pescadores de profesión, como su poder sobre los peces: bicho que no tiene rey. Así, por ejemplo, usted puede ser el matemático, literato o filósofo más grande del mundo y su mujer de usted no se asombrará; pero si un día llega a mostrarle que sabe más que ella de cocina, se quedará impresionadísima. Y así Simón Pedro hijo de Juan se impresionó como nunca en su vida y sintió el pavor de la divinidad delante de Él: que eso significa claramente su extraño grito: “¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!”. Bueno, si era pecador, tenía que decir lo contrario: “¡Acércate a mí, Señor, salud de los pecadores!”, comenta Maldonado con bastante simpleza. No se trataba allí de devoterías, y San Pedro no era una beata. “No temas: desde hoy yo te haré ser pescador de hombres.”
            Hay un sentimiento profundo y primordial en el ser humano, consistente en que, delante de lo infinito –es decir, de lo divino– el hombre se queda chuto. Los que han estado en una tempestad en el mar o en la cumbre de una alta montaña lo conocen; y machos otros, además. Es el sentimiento que los ingleses llaman awe y que no tiene nombre en castellano: la palabra reverencia, que en latín equivale a awe y significa temer el doble (revereor) se ha gastado y no significa más temor al doble. Eso lo llaman hoy sentimiento de inferioridad, de indigencia o de anonadamiento; y constituye el fondo del sentimiento religioso, oh Maldonado ¿Es posible que nunca lo hayas sentido, oh ratón de biblioteca? Es lo que sintió San Pedro; sintió una sublimidad, una infinitud delante de Él; y se espantó. Y era para espantarse, porque en seguida Cristo le dijo que lo iba a hacer “pescador de hombres”. “Y enseguida, llevadas las canoas a la ribera, y abandonando allí todo, lo siguieron.” Algún tiempo después tras una noche de oración, bajó Cristo del Monte, se sentó entre ellos, y señalándolos y nombrándolos uno por uno, designó a los Doce. Hoy día todos somos “Apóstoles”, de labios afuera. Ser apóstol es difícil, es tremendo: pide marchas etapas y son pocos los verdaderos.
            En la segunda pesca, Pedro no se espantó, Cristo resucitado apareció en un fiordo del Lago, haciéndose el forastero; y les gritó: “Muchachos ¿habéis pescado?”. Era demasiado evidente que no habían pescado nada en toda la noche, y así lo reconocieron bruscamente. Sucedió la otra pesca milagrosa, después de la instrucción del forastero: “Echad a estribor.” San Juan reconoció a Cristo y advirtió a San Pedro: “Es el Señor.” San Pedro, “que estaba desnudo, se puso la túnica y se tiró a nado”, dice la Vulgata latina; por donde se ve que el traductor de la Vulgata, a pesar de ser dálmata, no sabia nadar: no se puede nadar con una túnica. San Pedro estaba en traje de gimnasta –que es la palabra del texto griego: “éen gar gimnós”– es decir, en zaragüelles o shorts, como dicen ahora; y lo que hizo fue ceñírselos fuertemente (“se ciñó”, dice el griego) porque el agua es una gran quitadora de zaragüelles, si uno se descuida. San Pedro, pues, se pasó un cinturón sobre la vestidura sumaria que tenía para el trabajo. En esta ocasión después que comieron juntos, y después de preguntarle solemnemente tres veces si lo ameba más que los otros Cristo le dijo también por tres veces delante de todos: “Pastorea mis ovejas”, y le predijo su martirio.
            Este doble milagro significa pues con toda claridad el milagro moral de la Iglesia. Mas la primera pesca representa la Iglesia en este mundo; y la segunda, la Iglesia de la Resurrección, la Iglesia Triunfante. Y así todas las diferencias entre los dos milagros apuntan a ese sentido: en la primera, Cristo no les dice: “Echad a la derecha”, como en la segunda: la derecha siendo la señal de los elegidos en la parábola del Juicio Final; en la primera se rompen las redes y en la segunda no; en la primera llenan los botes con la pesca y en la segunda la arrastran a tierra firme; en la primera Pedro se espanta y en la segunda salta al agua apresuradamente para ir a Cristo; en la primera no se cuentan los peces y en la segunda Cristo les manda contarlos muy cuidadosamente, rechazando los chicos; y el resultado son 153 peces grandes. Finalmente, la primera tiene lugar al comienzo del ministerio eclesiástico de Cristo; y la segunda a la vista de Cristo resucitado. Y Cristo no está más en la barquilla: está en la ribera.
            En ningún otro Evangelio los símbolos son tan claros como en éste: la derecha es el lugar de los elegidos, ya lo hemos dicho; el romperse las redes significa las herejías y cismas que acompañan a la Iglesia en este mundo; la tierra firme en contraposición al mar significa siempre en los profetas lo divino con respecto a lo terrenal, la religión contrapuesta al mundo; el contar los peces significa el juicio y la elección; e incluso el número 153 significa algo. De modo que los pescadores de hombres pescarán dos veces: una durante la duración de este mundo y otra al final de él; la primera pesca llenará la barquilla de Pedro, la segunda el convite de la bienaventuranza y eso por virtud de lo Alto y no por virtud humana, porque “sin Mí nada podéis”; las dos pescas son milagrosas. Cristo figuró siempre en sus parábolas la alegría de la vida bienaventurada como un convite; y en afecto, allí al llegar a las márgenes del fiordo (la desembocadura del arroyo Hammán, según se cree) les tenía preparado un almuerzo no por modesto menos alegre; había un pez asado al fuego, pan y miel; y había sobre todo la presencia gloriosa del Maestro amado. Los ciento cincuenta y tres peces grandes resultaron pues un lujo. No dice el Evangelio que los tiraron de nuevo al mar; pero bien puede ser que hayan seguido a Cristo olvidados de todo y “abandonándolo todo”, como la primera vez –yo, conque Dios me dé en el cielo “olvidarlo todo”, me doy por satisfecho. ¡Qué convite de bodas! Dormir es lo que necesito–.
            ¿Es esto que hemos hecho con estos dos evangelios paralelos una alegoría? No es una alegoría, no es el sentido alegórico que llaman. Es el segundo sentido literal: o sea el sentido religioso, místico o anagógico, como dicen los pedantes. En la Encíclica Divino Afflante Spiritu, S. S. Pío XII recomienda mucho a los exégetas que busquen el sentido literal; y que sobre él, como es obvio, funden todos los demás; y los previene y desanima contra la “alegoría” o “sentido traslaticio”, como allí se llama; de la cual abusaron bastante, conforme al gasto de su época, que no es el nuestro, los exégetas antiguos. Para dar un ejemplo de estos diversos sentidos de la Escritura, legítimos en sí mismos pero subordinados entre sí, sirva este evangelio: en afecto, San Agustín interpretó alegóricamente el número 153; y San Jerónimo en el sentido literal segundo.
            ¿Quiere decir algo ese número? Ciertamente; porque no de balde Cristo hizo numerar los peces, y el Evangelista lo escribió. ¿Qué quiere decir? San Agustín nota que 153 es igual a la suma de todos los números enteros de uno hasta diecisiete; y el número diecisiete se descompone en diez más siete: diez significa los Preceptos del Decálogo y siete los donas del Espíritu Santo: he aquí juntas la Ley Antigua y la Nueva. Esta alegoría matemática es muy ingeniosa, pero si Cristo hubiera querido dar a entender eso, los Apóstoles se hubiesen quedado en ayunas; y todos los cristianos hasta el sigla IV; y los demás, también.
            San Jerónimo, que estaba en Palestina en el mismo tiempo en que San Agustín profería su sermón N° 251 –el más hermoso de sus sermones– descubrió el acertijo quizá por un casual: averiguó que los pescadores palestinenses creían que 153 especies diversas de peces existían y nada más; y parece que esta creencia era general, puesto que Jerónimo cita como autoridad sobre ella a Oppiano de Cilicia, poeta que vivió 180 años después de Cristo. De ese modo, el símbolo era transparente, aun para los Apóstoles; significaba que en el Reino de los Cielos habría hombres de todas las especies –y hay una repetición del mismo símbolo en la visión que tuvo San Pedro en Joppe en el mismo sentido–, judíos y gentiles, orientales y occidentales, chinos y franceses, blancos y mulatos, inocentes y pecadores, empleados públicos y vendedores ambulantes de ojos artificiales; e incluso algún ex ladrón y alguna ex prostituta: excepto solamente los usureros y los politiqueros, gracias a Dios. Ésos, aunque solemos llamarlos pejes, son sapos y culebras en realidad –esto último es sentido alegórico; y no lo inventó San Agustín, sino yo–.
            “Los hechos del Verbo también son verbos”, dice San Ambrosio: los milagros de Cristo, además de ser un beneficio a sus receptores son también y muy principalmente un símbolo, una parábola en acción: “uno eodemque sermone, dum narrat gestum, prodit mysterium”, dice Gregorio el Magno. De modo que este doble milagro, al mismo tiempo que significa el poder de Cristo sobre los animales, es también signo de la Iglesia en sus dos estados: Militante y Triunfante; y de la bienaventuranza. ¡Dichoso pues el que sea pescado de esa suerte y sea sacado de las tinieblas a la luz; y de animal salvaje se convierta en manjar sabroso, asado por el fuego de la tribulación, aderezado con la miel de la gracia divina, digno de la mesa de Dios!


DOMINGO QUINTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Mt 5, 20-24] Mt 5, 17-37

            Lady Julia de Strindberg, Servicios prestados de Sommerset Maugham, La muerte de un viajante de Miller, Llega un Inspector de Priestley, Seis personajes en busca de autor de Pirandello...: éstas son piezas que se han dado el año pasado en Buenos Aires, y nadie puede negar que son de lo más alto que ha producido el arte contemporáneo. ¿Qué representan esas piezas? Representan la perdición del alma: la condenación eterna... en esta vida.
            Francamente, no valía la pena haber negado el infierno en la otra vida para instalarlo en ésta...
            Cualquiera que conozca la gran literatura contemporánea sabe que está infiernada: que el ateísmo ha traído consigo la desesperación. Fuera de los autores que han conservado la fe cristiana y han puesto al servicio de ella su talento (un Claudel, un Belloc, una Selma Lagerlöf) la desesperación, la miseria total sin remedio, en un millar de formas diferentes es el verdadero “tema de nuestro tiempo”.
            Pero eso no es todo... No, eso no es todo. El resto es tango, zarzuela y sainete, saltimbanquería, y sofística para “divertir” a la gente a fin de que pueda pasar la vida a un nivel inferior al de las bestias y no darse cuenta... hasta que llega el momento inevitable de darse cuenta. Hacer olvidar a la gente de la Muerte, y de la misma Vida. El título de las revistas “humorísticas” porteñas... el mismo título indica quién es la aristocracia porteña, supuesto que el “humor” es señal de aristocracia: Avivato, Rico Tipo y Pobre Diablo, la cual es pornográfica o poco menos. Pero todos estos aristocráticos “avivatos” porteños llega un día que van a la quiebra: y entonces se ve que no eran más que “pobres diablos”; o ni siquiera eso: pobres gatos.
            Esto es lo que podemos llamar “el Mundo”. La otra alternativa es el Sermón de la Montaña.
            Estos grandes literatos de la desesperación han leído también el Sermón de la Montaña. Dicen que es sublime, hechicero y encantador. Dicen después que hoy ya no se cumple, que nunca se ha cumplido, que no se puede cumplir. ¡Qué lástima! La humanidad sería tan hermosa si se pudiera cumplir...
            El Sermón de la Montaña no es sublime, hechicero ni encantador en el sentido de los estetas. Es una composición áspera y descarnada –por lo menos tal como la dan los tres capítulos de Mateo–, que comprende tres grandes temas generales y una cantidad de avisos particulares al final. Puede llamarse con el título general de “Relación de la Antigua Ley a la Nueva”; o simplemente “La Transmutación de la Ley”. Es evidente que Mateo ha resumido y quizás ha unido varios sermones o recitados: los recitados de estilo oral no son tan largos. Es probable que se profirió lentamente en varios días consecutivos. Se puede llamar el núcleo vital de la moral cristiana.
            El Sermón tuvo lugar en la Primera Misión de Galilea sobre “un monte” que la tradición retiene fue la colina llamada “Cuernos de Háttim” en las estribaciones del gigantesco y siempre nevado Hermón[8]: donde dos salientes rocallosas forman una especie de púlpito natural para los que se sitúen al pie, en el “Valle de la Paloma”, a la vista del mar de Galilea, y de Magdala y de Bethsaida Julia. Cristo había iniciado ya su trabajo en Jerusalén, con la irrupción violenta en el Templo, la conversión de Nicodemus, y la llamada de los discípulos: había curado al hijo moribundo del Régulo y a la suegra de San Pedro, y a “innumerables enfermos”; la primera pesca milagrosa y otros milagros; había condenado el fariseísmo y sido expulsado de la sinagoga de Cafarnaúm e intentado ser muerto en la de Nazareth, su ciudad natal; en consecuencia su nombre había corrido por toda Siria, y era seguido por una inmensa muchedumbre (turba multa) de Galilea, de Judea, de Jerusalén, de la Decápolis y la Transjordania. “Ha surgido un gran profeta en Nazareth.” Hacía siglos que en Israel no se levantaba ningún profeta. Era eso para el pueblo una de las señales de que el Mesías estaba cerca.
            En el evangelio del Domingo quinto después de Pentecostés (Mt V, 17) se lee un pequeño trozo muy característico de este Sermón, que comienza en las sorprendentes y paradojales “Bienaventuranzas”: bienaventurados los pobres, los que lloran, los que tienen hambre y sed, bienaventurados los perseguidos... Después de esta especie de contradicción seca al sentido y a la felicidad del mundo, Jesús anuncia que va a dar su Ley: “no para destruir la Ley Antigua sino para completarla”; porque ni una sola i de la ley, ni un punto sobre la i, ha de pasar, sino que toda ella durará más allá de los siglos. Y después condena la “santidad” de los escribas y fariseos, que no sólo habían abrumado la ley de Moisés con sus mandatos supererogatorios, sino que de hecho la habían cambiado; fenómeno general en todas las morales: el núcleo primitivo y vivo de la moral se concreta primero en mandatos positivos de la autoridad, los cuales terminan –si no se tiene ojo– por hacer desaparecer el núcleo; y así la moral viva puede ser sustituida por la moral formalista y rutinaria, el convencionalismo muerto; cuyo extremo es el fariseísmo. La moral se va en follaje y palabrería, primero, vaciándose por dentro, y después se llena de hipocresía: ése es en suma el proceso, que puede ser muy largo y tiene varios grados.
            “Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás: y el que mate será reo de juicio capital... Pero Yo os digo: todo el que se aire con su hermano, será reo de Juicio: y el que lo llame “Idiota” será reo de Sinedrio; y el que lo llame “Loco” será reo de la gehenna del fuego”, es decir, del infierno. Con esta impetuosa declaración comienza Cristo la corrección de la Ley farisaica. ¿Pena de muerte al que trate a otro de “loco”? ¿No es exagerar un poco? ¿Demasiada delicadeza?
            Se puede matar con la lengua: con una calumnia, con una difamación, con una contumelia; y el que lo hace con la lengua no es menos homicida que el que lo hace con las manos; ni menos digno del castigo de los homicidas. Se. puede llamar loco a uno ligeramente y aún tal vez amistosamente; pero la contumelia, el insulto grave lanzado a la cara, no menos que la calumnia, puede ser pecado mortal porque puede tener efectos mortales; y por de pronto, rompe la convivencia, lo cual es grave. Los moralistas estoicos decían: “No hagas caso de las lenguas de los hombres, déjalos que digan lo que quieran; con la lengua no se puede romper ningún hueso...”. Son cuentos: con la lengua se pueden ocasionar daños enormes y permanentes, irreparables a veces; y se puede romper un corazón. Ojo con las “palabras irreparables”.
            Cristo añade un precepto gravísimo, y muy olvidado hoy día. “Si estás ante el altar para ofrecer tu sacrificio y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu sacrificio, y vete a reconciliar con tu hermano; y después retorna a ofrecer tu sacrificio.” Esto lo han olvidado hoy día incluso algunos que ofrecen cada día sacrificio. Pero el que no repara en esta vida los daños, ofensas o iniquidades que ha hecho, tendrá que pagar mucho más caro en la otra; porque la injusticia no reparada es una cosa inmortal; y tiene una cosa curiosa, que el que ha hecho una injusticia y no la repara, se ve llevado a hacer muchas otras: es como una úlcera que crece; cosa que se puede ver todos los días, y notó nuestro Martín Fierro. Por lo tanto:
            “Arréglate con tu adversario cuanto antes, mientras estés en el camino con él, antes de llegar al juzgado; no sea que –si se te acaba el camino– el adversario te entregue al juez y el juez te entregue al alcaide, y el alcaide te meta en el calabozo: palabra de honor, te digo que no saldrás del calabozo hasta después de pagar el último centavo.”
            Este es uno de los textos –el principal– en que leen los Doctores la existencia del Purgatorio; porque evidentemente dice que se pueda pagar también en la otra vida; y ese calabozo que está al fin del camino, y en donde se puede acabar de pagar y después salir, no puede ser el Infierno: no es la “Desesperación”, no es el “lasciate ogni speranza voi ch'entrate”. Es el Purgatorio.
            Y así continuó Jesucristo interiorizando la ley exterior de Moisés y la ley falsificada de los fariseos; prohibiendo los pecados no solamente de obra, sino de pensamiento y deseo; no solamente los daños visibles, sino también el odio invisible; no sólo los errores de las manos, sino principalmente los del corazón: los deseos deshonestos, el divorcio, el juramento vano y ligero y no sólo el perjurio; y añadiendo a lo que es de pura justicia –que era el núcleo de la moral hebrea– lo que está más allá de la justicia, y es de pura caridad y grandeza de alma. “Oísteis que ha sido dicho: amarás a tu hermano y odiarás a tu enemigo; yo os digo: amad a vuestros enemigos. Oísteis que ha sido dicho: pagarás tus deudas. Yo os digo: dad a quien os pida, prestad sin interés, si es posible. No resistáis al mal: si alguien te golpea una mejilla, dale la otra...”. Y siguen los consejos positivos de la limosna, del ayuno, de la confianza total en Dios, “como los lirios del campo”; y sobre todo, de la oración.
            La notable fórmula con que encabeza Cristo todos estos Preceptos y Consejos morales: “Oísteis que fue dicho a los antiguos, Yo empero os digo” dejó asombrados a los oyentes; efectivamente, muchos de los preceptos ampliados o corregidos eran del mismo Moisés; y la fórmula significaba pues por lo menos que Cristo tenía más autoridad que Moisés: que Él era nominalmente el “Gran Profeta” que Moisés había predicho vendría después de él, “a enseñarnos todo lo demás”. Pero bien mirado, significaba mucho más todavía: sólo Dios puede imponer preceptos de este tipo al hombre, pues solamente en nombre de Dios los impuso Moisés; y Cristo los imponía en nombre suyo. No decía como Moisés: “En el nombre del Señor os mando: esto me ha dicho el Señor...”, mas decía tranquilamente: “Yo os digo.” Y la gente no dejó de entender esto, pues exclamaron: “Un gran profeta se ha alzado en Israel: y ¿quién es Este, que habla con tal autoridad?”
            Hoy dicen que no tenía tal autoridad, que fue un gran poeta gnómico y lírico...
            –El Sermón Montano no se puede cumplir.
            –Usted no sabe si se puede cumplir o no, porque no lo ha probado. Muchos lo han probado y saben más que usted en la materia.
            –El Sermón Montano nunca se ha cumplido en el mundo.
            –El Sermón Montano se ha cumplido por una minoría desde que Cristo habló hasta hoy: y esa minoría actuando a manera de levadura, levantó la Moral de Occidente, y en consecuencia su prosperidad y su felicidad, a un nivel que hubiese asombrado a los moralistas paganos.
            –Por lo menos, ahora no se cumple más el Sermón Montano: eche usted una mirada a la Humanidad de hoy; el que quisiera seguir a la letra a Cristo sería hecho trizas o tenido por loco... la lucha por la vida... no hay más remedio.
            –Confieso que hoy los que siguen perfectamente a Cristo son pocos; y “la multitud” ha apostatado, con los halagüeños resultados que usted dice; pero hasta que se acabe el mundo, habrá algunos o al menos uno que obedezca a Cristo, el cual dará “testimonio de la Ley contra ellos”. Y la Ley durará siempre, y será restaurada, sancionada y vindicada un día, aunque sea con la mayor violencia; y ¡ay de aquel que en ese día sea hallado fuera de ella! –cuando sean sacudidos los basamentos de la tierra, se derrumbe todo lo edificado sobre la mentira y vuelva en gloria y majestad el Legislador a hacer “nuevos cielos y nueva tierra”... Porque “los cielos y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán”.


DOMINGO SEXTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Mc 8, 1-9] Mc 8, 1-10

            Hemos dicho en el evangelio anterior que cuando Cristo repite un milagro (un gesto, una parábola en acción) eso tiene una significación. Cristo no hacía cosas superfluas. Tenía poco tiempo para cumplir su obra, y no podía gastarlo en fiorituras.
            Poco tiempo después de la multiplicación de los panes en la colina de Batiha cerca de Cafarnaúm y de Bethsaida de Julia, que ya hemos considerado, Cristo repitió ese milagro a poca distancia de allí, en las orillas del Lago, no lejos de la hoy indeterminada región que Mateo llama “Magadán”; y Marcos, “Dalmanutha”. La opinión de los racionalistas alemanes de que se trata de un solo hecho –mítico por lo demás– que los cuatro Evangelistas han desdoblado, es tan descabellada que no merece detenernos. Los dos milagros están narrados talmente que hay que creer o reventar: es decir, o bien aceptar el relato evangélico ut jacet, o bien descartar totalmente esos cuatro documentos como ahistóricos y sostener que de Cristo no sabemos absolutamente nada, ni su existencia siquiera: posición absurda, pero no tan ilógica como la de recortar el Evangelio en trocitos, y, éste-quiero éste-no-quiero, componer un nuevo libro con los retazos, sin más autoridad para ello que la más presuntuosa impiedad.
            Mateo y Marcos narran el milagro casi con las mismas palabras; Mateo más escueto, como suele. El milagro segundo parece coincidir en todo con el primero, excepto en las cifras: la misma muchedumbre heterogénea y ferviente, la curación de innumerables enfermos y estropeados, el hambre por oír la palabra, la compasión de Cristo: “Tengo lástima del pueblo, porque hace tres días que me siguen y no han comido”; la objeción de los Apóstoles, el mandato de que “les den ellos de comer”, la colecta de vituallas (7 panes y algunos pececillos), el ordenamiento del pueblo en grupos regulares (anápéssein) de cincuenta y cien (4.000 varones), la solemne bendición del pan, la recolección de los fragmentos (7 espuertas o canastos grandes), la inmediata retirada de Cristo a bordo de la lancha de Pedro a través del Lago; y en una conversación posterior –después de un choque doloroso con los fariseos en Dalmanutha, que hizo “gemir” a Cristo, dice Marcos– la misma reprensión a los Apóstoles de “no entender la Palabra de los Panes”. “Sois siempre los mismos, cabezudos, pocofidentes, ¿todavía estáis sin inteligencia? ¿Hasta cuándo, Dios mío?”. Porque “no habían entendido la palabra de los panes”, dirá más tarde el cronista sacro. Hay pues aquí una palabra que entender.
            Lo que difiere son únicamente las cifras: notadas exactamente por todos los Evangelistas y repetidas por Cristo más adelante.
            “Cuando repartí cinco panes entre cinco mil, ¿cuántas espuertas recogisteis?
            –Doce.
            –Cuando repartí siete panes entre cuatro mil, ¿cuantos canastos de sobrantes quedaron?
            –Siete.
            –¿Y todavía no entendéis?”.

            He aquí el rasgo misterioso: cuanto menos panes, más gentes alimentadas y más excedente; cuando más panes hechos de mano de hombre, menos gentes (un millar menos) y menos superabundancia; una inexplicable proporción inversa. Parecería según esa proporción que si hubiese habido un solo pan, se hubiese podido alimentar con él a un quíntuple ejército, a veinticinco mil hombres; y a lo mejor con medio pan alimenta Cristo a todo el Universo. De hecho en la Ultima Cena, al repetir el gesto ya dos veces advertido, levantó en sus manos un medio pan. Para hacer su obra Cristo pide primero lo poco que tenemos –eso sí, todo lo que tenemos–; pero cuanto más poco es, más parece exaltarse su poder. Porque ese pan multiplicado representaba la Palabra de Dios; y también –y después de eso– la Eucaristía.
            Un filósofo católico, Jácome Maritain, ha explicado bien la función de los medios ricos y los medios pobres en manos de la Iglesia: Dios ama los medios o instrumentos pobres, para que el hombre no se alce con la gloria, que es de Dios. Cuando la Iglesia esta en posesión de instrumentos ricos o quiere trabajar con ellos, el poder, la influencia, el renombre, la astucia política, la diplomacia, los ejércitos, los nombres ilustres, y en fin, ese útil de útiles que es el dinero, queda herida de esterilidad o al menos de sequía; tanto que a veces permite Dios que violentamente se los arrebaten o anulen. Esas son las armas del mundo, y la Iglesia, tentada de mundanidad, se enreda con ellas o se lastima, como David con la armadura de Saúl. Cuando Mendizábal en España, hace un siglo y medio ahora, arrebató violencia los bienes materiales de la Iglesia –como Rivadavia su imitador entre nosotros en 1825–, el filósofo Balmes en un luminoso opúsculo condenó ese despojo inicuo y sacrílego, prediciendo iba a traer malas consecuencias al país, como las trajo en efecto; pero sacó en limpio también una lección para los eclesiásticos que no empleaban rectamente esos bienes, puesto que los estudios eclesiásticos estaban por el suelo; y lo primero que necesita la Iglesia son sacerdotes bien formados. El medio pebre que usa Dios para salvar a un país es la Palabra de Dios; que es un útil pobre; es una espada de acero, no es un cofre de oro. Pero hay que prepararse para ser digno de ella: todo es poco para prepararse a manejar la Palabra.
            Se quejan de que en la Argentina no hay sacerdotes... ¿Y cómo los va a haber? ¿De dónde van a salir? En realidad en la Argentina faltan unos doscientos cincuenta sacerdotes; pero sobran unos quinientos... como dijo el cardenal Dubois. En Washington hace ya más de un siglo –exactamente 116 años– existe una Universidad Católica; y aquí ni por sueños; y Washington es una capital protestante. Aquí se ha gastado dinero en hacer grandes templos vacíos y feos y grandes edificios de seminarios desteñidos. ¿De dónde van a salir los buenos sacerdotes sino de jóvenes bien educados, universitariamente educados? ¿Por ventura de grandes arriadas de pobrecitos muchachitos reos de los suburbios de Buenos Aires, prácticamente ineducables en general, porque lo que se mama en la cuna sólo se quita en la sepultura?
            La palabra es una cosa débil, es un soplo, un vientito, unas patas de moscas sobre un papel; pero aun en el orden humano, es bien rudo aquel que no conoce el tremendo poder de “las palabras concertadas en orden”, que dijo Belloc. Mas cuando ese vientito se conecta con el viento de Pentecostés; cuando sale de la boca de un hombre que se ha vaciado de sí mismo para ser un simple resonador de la Verdad; de un hombre que cuando tiene que ir al encuentro de los enemigos de su Dios, no piensa largamente ni concierta en orden sus dichos y respuestas, porque se siente anonadado, pequeño y nulo; pero sabe que llegado el trance, el Espíritu le pondrá en la boca la palabra que El quiere... entonces el medio pobre de la palabra es fuego y es luz, es estoque y daga, es alimento y es arma. Y no tiene otra arma la Santa Madre Iglesia; pues todas las otras son para servir a ésta. ¡Y ay de nosotros cuando las otras pretenden suplantarla!
            Después de la primera Multipanificación, Jesús dijo en la Sinagoga de Cafarnaúm que les iba a dar el Pan de Vida, el Maná, el Alimento Celeste; y declaró paladinamente que ese alimento era la palabra de Dios, que se multiplica maravillosamente tanto más cuanto más pequeñita y pura es; porque si yo reparto una verdad, yo no me quedo sin ella ni ella disminuye, antes aumenta en mí; y aumenta en todos aquellos que de mí la reciben y la enseñan, como los panecillos en manos de los Discípulos. Ésta es la verdadera multiplicación del Pan de Vida. “No Moisés os dio a vosotros el pan del cielo; mi Padre os da el Pan del cielo verdadero. El Pan de Dios es el que descendió del Cielo y da la vida al mundo. –Señor, danos siempre de ese pan–. Yo soy el Pan de Vida, el que viene a Mí no hambreará más; y el que cree en Mí no se ensedientará jamás. Pero vosotros no creéis”... Maldonado advierte que todo este largo sermón y diálogo de Cafarnaúm versa al principio directamente sobre la Fe y la Palabra de Dios e indirectamente sobre el Sacramento de la Fe, que es la Eucaristía; para divergir insensiblemente al final a hablar directamente de la Eucaristía, que presupone la fe y sin la fe nada es. Pero ambas cosas van y deben ir juntas. Y así San Agustín resume enérgicamente todo el Sermón diciendo: “Si no comes primero a Cristo con la mente, de balde lo comes con la boca; si el Verbo hecho carne no te entra primero al corazón por los oídos, poco ganarás con que te entre en el estómago.” Ésta debe ser la explicación del poco fruto de tantísimas “comuniones”.
            “Tened cuidado con el fermento”, añadió Cristo estando ya en la barca. Los fariseos le habían pedido “un signo en el cielo”, es decir, un milagro como el de Josué por ejemplo: que hiciese parar el sol. “¿Y tú qué milagro mayor haces?”. Cristo había gemido en su corazón y había gritado con los labios: “Esta generación bastarda pide un signo en el cielo; os juro que no se dará ese signo.” Los Apóstoles cuchicheaban entre sí: “Porque nos hemos olvidado de traer pan, por eso nos dice: cuidado con la levadura.” Cristo les dijo: “¿No veis que os hablo de la levadura de los fariseos (“fermentum pharisaeorum”)”.
            La “levadura de los fariseos” consiste en la palabrita que hace levantar toda la masa, pero para volverla agria y venenosa; es también un vientito sutil. El fariseo no miente del todo ordinariamente, se contenta con decir media verdad y callar la otra. El fariseo cuando es Superior dice: “¡Debéis obedecer a vuestros superiores!” lo cual es verdad; pero no dice: “Mas los Superiores deben mandar según la palabra de Dios, y deben incluso poner su vida por sus súbditos.”

                        Dijiste, media verdad.
                        La partiste por el eje.
                        Ahora ya es mejor que calles.
                        Porque mentirás dos veces.

            Esas medias verdades que son a veces peores que mentiras penetran y fermentan la mente colectiva, contaminando imperceptiblemente incluso los ánimos buenos y bienintencionados, que las repiten inocentemente; como las repetían en su conversación los discípulos al mismo tiempo que remaban, mientras Cristo en la popa del bote acunaba su tristeza. “Cierto, nunca ha hecho ningún signo en el cielo; y ¿por qué será?”. Había hecho un signo en el cielo cuando nació; y había de hacer otro al morir.
            Así pasó la segunda multiplicación de los panes; y largo trecho después, el Evangelista interrumpe otro relato para decir rememoriosamente: “Porque ellos no habían entendido aún La Palabra de los Panes.”



[1]El hexámetro, atribuido en la primera edición de Lucrecio, que reza “Est Deus in nobis, agitante calescimus illo”, no está en el poema De Natura Rerum, única obra de Lucrecio –por lo menos en el texto crítico establecido por Alfred Ernout para Les Belles Lettres de París, año 1935, que acabamos de recorrer verso por verso–. La idea sí que está en Lucrecio, y por cierto que como una de las ruedas maestras de su pensamiento, principalmente en la invocación: “Aeneadum genetrix hominum divonque voluptas Alma Venus... “ (1. I, v.1), y en la mitad del Libro IV, v. 1058 seq.: “Haec venus est nobis “ Nosotros copiarnos la cita equivocada (el verso probablemente de Ovidio) de un exégeta llamado A. Durand, el cual probablemente la copió, según la santa costumbre de los eruditos, de otro exegeta, el cual la copió de otro, que era un vago que citaba de memoria no teniéndola buena. Así se han creado cosas pintorescas y aun portentosas en el mundo de las letras, como observa Belloc: “Inaccuracy is a God... A t least, sume God guides it... Inaccuracy is a very fruitfull and powerfull creator of things. It not only creates legends, it creates words There are hosts and crowds of words... through the inspiration of inaccuracy, which is blown into meo by this God of whom I speak...”, “On Inaccuracy” en el libro On, p.100, Methuen Ldon. cuarta edición, año 1927. Hemos citado con todo cuidado; sin embargo, si alguno nos recita, le recomendamos verifique sus referencias.

[2]Ver nota 55.
[3]“El Niño” es género neutro en inglés.
[4]The Five Nations, poesías durante la Gran Guerra, p.190.
[5]El autor se refiere al cuerpo militar que en el sigla pasado se reclutaba en el Ejército argentino para luchar contra los indios [N. del E.].
[6]¿De ahora? Ahora, año 1957, un dólar y lo que gana un jornalero por día son
[7]“Huí de Él debajo las noches y los días.
[8]Según Bover S. J. en su comentario a la Vida de Cristo, en láminas de W. Hole.