viernes, 22 de enero de 2016

LIBROS-PADRE LEONARDO CASTELLANI-"EL EVANGELIO DE JESUCRISTO-2º/3ºP.(9ºHOJA)


EL EVANGELIO DE JESUCRISTO

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RESUMEN DE TODO LO DICHO



I. Los Milagros



            En estos comentarios se ha visto –y basta leer los Evan­gelios– que Cristo pone sus milagros en un segundo plano. Para El son solamente ilustraciones y confirma­ciones de su doctrina, manejadas con parsimonia y con gran precaución; dado que para las turbas, el milagro tiende a volverse todo. Dios hace milagros de mala gana.

            Cristo acepta por lo tanto el Destino: y cuando lo quie­bra introduciendo excepciones, lo hace con su cuenta y razón. Los paganos creían que Júpiter estaba por debajo del Destino; Cristo muestra que Dios está por encima del Destino; pero que el Destino existe.

            “Si Cristo tuvo realmente poder para salvar los enfer­mos y resucitar muertos –si fue Dios– y no sanó a todos los enfermos del mundo, es un criminal”.

           

 Estas palabras de un impío inglés, me recuerdan las del otro paisano: “Virgen de Itatí, si sanaste a mi chan­cho y si sanaste a mi burro ¿por qué no me sanás también a mí, que también soy correntino?”.

            El primer acto del sentido común es aceptar la reali­dad. Cristo acepta la realidad humana tal como existe, y sobre ello promete la “Salvación”, el reino de los Cielos. Los milagros son como vislumbres o relámpagos de ese Reino; pero no profesan ser la abolición del Destino; y la inmediata recuperación del Jardín del Edén al golpe de una varita mágica.

            El Destino existe; está construido por las leyes natu­rales, la herencia, el lugar donde nací, la educación que recibí, la nación donde actué, la época en que vivo, los pecados que he hecho; y todo lo que he hecho en reali­dad, que si al hacerlo pudo ser libre, después de hecho se volvió necesario. Si tengo una enfermedad que con­traje o heredé, ella forma parte de mi Destino, y con ella y por ella debo conseguir mi salvación. Si viene un taumaturgo y me la sana, buena suerte; si no, tengo que tirar adelante con ella. Ya sanará... si yo me salvo.

            Si Cristo aceptó el Destino de la Humanidad con sus males y miserias, es evidentemente porque no podía hacer otra cosa, aun siendo Dios; exactamente por ser Dios. Hay allí una realidad inquebrantable, una realidad que tiene sus propias leyes, que para los judíos y cristianos se llama el Pecado Original. Las religiones orientales, como el budismo, la reconocen sin intentar explicarla... Platón hace lo mismo, probablemente por influjo orien­tal, cosiendo encima de ella uno de sus mitos. La mito­logía de todos los pueblos contiene mitos que son vesti­gios de ese misterio.

            Es una realidad divina, que tiene relación con Dios; por eso es misterio y sobrepuja la razón humana; pero la realidad está allí.

            Cristo acepta el Destino de la Humanidad, y acepta su propio Destino como hombre. Ahí está el hecho capital. Si Cristo hubiese hecho sus milagros en favor de sí mismo –exceptuándose por tanto del Destino co­mún–la objeción de Buttler y Tomás Payne sería válida. Si “el médico se curó a sí mismo”, tendría obligación de haber curado a todos los demás, para llevar el nombre de Salvador. Pero Cristo no hizo en pro de sí mismo, sino el milagro que hizo en pro de todos los demás: la Resurrección. El enfermo Kirkegor dice con amargura: “las peores enfermedades son las que están situadas en la confluencia del cuerpo y el espíritu, como la melancolía; y Cristo tuvo esa enfermedad”. Añadamos que en su Pasión tuvo todas las enfermedades juntas, “leproso”, “va­rón de dolores”, “sabedor de la enfermedad”, como lo llamó el Profeta.

            Es claro, los impíos tienen juego fácil, porque suprimen la realidad del Pecado. Si el pecado es una cosa irreal, imaginaria, una relación del hombre con las leyes sociales inventadas por otros hombres, es claro que tienen razón. La existencia del mal físico se vuelve escandalosa y la existencia de un Dios todopoderoso y paterno se vuelve inconciliable.

            Pero el mal físico es el resultado, el reflejo y la imagen del mal moral. Y la extrema resistencia del hombre a él es reflejo del origen divino del alma.

            Bernard Shaw puso la objeción del correntino en una comedia llamada Maior Bárbara; una de sus comedias flojas como obra de arte, aunque no como panfleto, que es lo que a Shaw más interesa. Es un panfleto socialista sobre la religión; sus personajes más que seres vivos son títeres dialécticos. Escandalizado ante los males del mundo, que él resume en la pobreza, llama a las religio­nes a reformarse para eliminarla del mundo; y manifiesta su decepción ante el Ejército de Salvación, que al prin­cipio le pareció iba por buen camino. Bárbara, la prota­gonista, es una muchacha valerosa que es “mayor” del Ejército de Salvación; y que aburrida de su ejército “que no ha salvado nada”, al final se vuelve capitalista.

            “Malaventurados los pobres...”. La pobreza es el sumo mal. Hay que contar con el dinero... y contar con dine­ro. Pero las Iglesias, todas ellas, cuentan con el dinero malganado de los “ricos”. Hay un verdadero cristianis­mo, cristianity, basado sobre el perdón y la renuncia a la venganza... y a la justicia. Hay un falso cristianismo, crosstianity, basado sobre la adoración de un patíbulo. La solución es tener dinero –Shaw lo tuvo– bien ganado –Shaw lo ganó envenenando al público inglés con sus ingeniosidades sofísticas de seudoprofeta– y más o menos moralmente distribuido: “yo salvo un alma con un salario de 38 chelines semanales”, dice el fabricante de cañones. Y finalmente aunque el dinero sea mal ganado, siempre es dinero; y como la pobreza es el sluno mal, lógicamente...”. Esta es la teoría del bufo inglés.

            Todo socialista es un capitalista que no tiene capi­tal... todavía. Nativamente religioso (irlandés) el socia­lista Shaw está pasando en esta obra de juventud del ag­nosticismo religioso al vago modernismo de su madurez.

            Lo interesante de esta comedia‑panfleto es que osten­ta ingenuamente la actitud del impío ante la creación: el impío se apodera del mundo y lo hace suyo; y después quiere arreglarlo, para lo cual llama en su auxilio a la religión –a una nueva religión–. Pero el mundo es de Dios y no mío, yo no soy el Creador.

            Shaw se siente ingenuamente el Creador del mundo. No empieza por someterse a la realidad, sino que se cree dueño de la realidad.

            La primera realidad es la limitación del hombre; pero la razón del hombre es en cierto modo ilimitada, y así puede endiosarse. La primera realidad con que topa el hombre es el destino; pero el hombre está destinado en el fondo a hacerse dueño del Destino; y el mal paso de la razón, ensoberbecida, es sentirse ya dueña del Destino. Sobre la base de que el hombre ve cómo deberían ser las cosas –según su gusto y comodidad– se pone a ha­cerle la lección a los hados. Pero los hados se ríen de su lección... Si yo quiero volverme de golpe capitalista como la Mayora Bárbara de la comedia, no puedo; los Hados se ríen de mí. Eso es fácil en las comedias y en las novelas; y en la Argentina, es posible solamente a los escritores sofísticos o deshonestos. Yo tengo experiencia de que a mí no me es posible.

            Someterse a la realidad es someterse a Dios. El impío se dessomete a la realidad, y por tanto se hace Dios. Una vez hecho Dios, arreglar el mundo sobre el papel es fácil: se puede salvar las almas con un salario de 38 chelines semanales.

            A los salvadores‑de‑almas‑aumentadores‑de‑salarios, ya los conocemos.

            La blasfemia de los que exigen de Dios la instauración inmediata del milagro total en el orden del mundo (es decir, el máximo desorden) cristalizó en la frase conocida de Stendhal, que hacía las delicias de Nietzsche: “Suerte que Dios no existe; porque si existiera, habría que fu­silarlo “.

            Ya lo fusilaron. Eso es lo gracioso. Dios se hizo hom­bre y fue fusilado por todo lo alto y con todas las de la ley; de la Ley Romana nada menos, por el representante del orden público del Imperio más legista y jurídico que ha existido. ¿Qué más pueden pedir? Cristo existió y fue fusilado. Tutti contenti.

            La blasfemia de Stendhal es una imbecilidad y haber aceptado Dios el ser fusilado –o crucificado que es peor– es el milagro más grande de Cristo. Se quejan de que adoremos su patíbulo: ese Patíbulo es el Milagro Universal que ellos piden.



II. La Doctrina



            –Dénos Ud. un resumen de la doctrina de Cristo.

            –Un resumen de la doctrina de Cristo es el Credo, aun el más corto de los diversos credos cristianos que existen el que está en San Pablo que tiene dos “artículos”, o por mejor decir, uno solo; y por otro lado, los 32 tomos infolio de las obras completas de Santo Tomás de Aquino o los 60 de San Agustín no son un resumen completo de la doctrina de Cristo.

            Esta paradoja procede de que la doctrina de (Cristo no es un “sistema”, no es una combinación lógica de “ideas”. Lo mismo que su autor, es una “idea Encarnada''. Su autor mismo la asemejó a una “semilla”.

            Hoy día existe en el mundo la peligrosa herejía de Hegel, que da consistencia substancial a las ideas. ¿A las ideas de Dios? A las ideas en general, lo cual desemboca en definitiva en la monstruosidad de deificar las ideas del hombre. Cuando uno sabe esto, comprende ]a saña implacable de Kirkegor persiguiendo toda su vida a las “Ideas” hegelianas, y oponiéndoles imperturbable su pro­pia existencia.

            El lector hispano puede darse cuenta de la sutileza de este error recorriendo el ensayo La Deshumanización del Arte de Ortega y Gasset. A vueltas de muchos acier­tos parciales; los más, superficiales –y de un estilo exqui­sito, para mí un poco repulgado–, se muestra en su fondo tocado por el error idealista. Este error consiste en hacer de las ideas del hombre algo substancial, mís substancial que las cosas y hacer de esas ideas, así desencarnadas, el objeto propio del arte. Hay una verdad profunda allí, como en todos los grandes errores; pero hay un error fatal, un equívoco; nada menos que la borrada de la línea divisoria entre lo divino y lo humano.

            Las ideas de Dios son la causa de las cosas, y son más reales, esenciales y verdaderas que las cosas creadas que de ellas dependen. Son pura y simplemente la Verdad: la verdad sustancial y personal, el Verbo de Dios. Pero nuestras ideas no son sino actos accidentales de nuestro intelecto que nos conectan con la Verdad. Y si es verdad que en cuanto recipientes de la Verdad son eternas y superiores a las cosas materiales de donde han sido sacadas, en cuanto actos del intelecto humano son defi­cientes y mortales. Esa frase tan socorrida de que “las ideas no se matan” –que un prócer escribió en esta for­ma: “On ne tue pas les idées”– es una simpleza. La Ver­dad no se mata; pero las ideas del mortal mueren; no en el sentido de que la verdad que contuvieron y expresa­ron como envolturas deficientes y frágiles, deje nunca de ser verdad; sino en el sentido que, primero, son pasibles de error; y, segundo, que aun exceptuando ese caso y por más finamente labradas y reciamente estructuradas que estén van sometidas a la historicidad, al correr del tiempo y de las mutaciones humanas; y en consecuencia pueden perder su transparencia; y la verdad que encerraron, per­der su brillo y eficacia al rodar de las épocas. Porque el intelecto humano no es comprehensivo aun cuando fuere verdadero: nuestros conceptos nos dan una serie de ins­tantáneas de la verdad infinita y viviente. Sólo Dios es la verdad; nosotros sólo podemos ser, con la ayuda de Dios, verdaderos. Así como ningún sistema filosófico agota la filosofía, así ninguna formulación teológica, por feliz que sea, comprenderá y fijará definitivamente la palabra de Dios, que es una vida.

            Desde el comienzo de la predicación apostólica, sur­gieron en las Iglesias los símbolos o reglas de fe que trataban de encerrar en fórmulas breves lo que había de tener por cierto el cristiano para ser cristiano. Varios de estos credos rudimentarios se pueden distinguir en las Epístolas de Pablo. El más breve de ellos se encuentra en la Epístola a los Hebreos, VI, 6: “Sin fe es imposible ser elegido [agradar a Dios, traduce la Vulgata. Y para allegarse a Dios, es necesario creer [por lo menos] que El es, y a los que le buscan es Remunerador”.

            Para salvarse hay que saber y tener con fe –y no solamente con razón– por lo menos que hay un Dios Premiador de buenos. Esto es necesario con necesidad de medio, como dice la jerga escolástica; las demás verda­des reveladas como la Trinidad o la Encarnación son necesarias Con necesidad de precepto si llegan a nuestro conocimiento como reveladas; es decir, que si no llegan a nuestro conocimiento, no son necesarias, pues ningún “precepto” puede obligar si no es conocido. “¿Cómo creerán sin predicante?”.

            Esto responde a una tentación que tienen muchos acer­ca del “infinito número de almas fuera del camino de la salud”, como dice Billot. Un cristiano me decía poco ha:

            “¿Cómo puedes entender esto? ¿Cómo puede Dios hacer tal cosa? Los cristianos solamente nos salvamos y los cristianos somos hoy todavía una minoría entre los millares del mundo, y antes de ahora todavía mucho menos. ¿Todos los budistas, los hinduistas y los maho­metanos se condenan sin culpa?”, de lo cual quería con­cluir como el novelista James Jones y su maestro Toyn­bee, la verdad –pragmática– de todas las religiones: con que mostraba una ignorancia religiosa realmente argen­tina...

            Después de este credo elemental de un solo artículo hay en San Pablo otros pequeños símbolos más desarro­llados; que se refieren a la Resurrección, el dogma cris­tiano centro y resumen de todos para San Pablo, al cual continuamente retorna el Apóstol:



                        Os traigo a la memoria, hermanos

                        El Evangelio que os he predicado:

                        Que Cristo murió por nuestros pecados

                        Conforme a las Escrituras

                        Que sepultado resucitó al tercer día

                        Conforme a las Escrituras.

                        Que se apareció a Képhai, y luego a los Doce

                        Y después de todos, como a un abortivo,

                        También a mí... (I Cor XV, 1-8).



            A la manera de estos símbolos apareció pronto nuestro actual credo, o “Símbolo Apostólico”, en su formulación latina –conservada por Rufino– o su formulación griega, tal como la hallamos hoy en el Psalterium Aethelstani cuyos doce artículos se encuentran con infinitas varian­tes en todos los escritores sacros de los primeros siglos. El que recitamos nosotros se llama la forma más reciente y tiene algunas palabras más, como la terminación: “y la vida perdurable”. El Credo que se canta en la misa es el Símbolo compuesto por los Padres del Concilio de Ni­cea, en el siglo V; el que se recita en el Breviario los Domingos es el Símbolo de San Atanasio; y hay muchos otros, más extensos por lo general, propuestos por diver­sos Santos y dirigidos contra alguna antañona herejía, como los Símbolos Antipriscilianos. El último que se ha compuesto es el llamado Juramento Antimodernis­ta, de Pío X, que juran cada año los profesores del Semi­nario. Estas fueron en realidad las primeras definiciones dogmáticas de la Iglesia; y así como ninguna definición ni la suma de ellas agota el depósito vivo de la revelación divina custodiada y vivida por la Iglesia, así también todos los libros modernos escritos sobre “La Esencia del Cristianismo” no son sistemas completos sino concreciones dogmáticas particulares, casi siempre ocasionadas por –y dirigidas contra– algún error.

            Von Harnack escribió un famoso libro con ese título manteniendo que tal “Esencia” consiste en la noción de que Dios es nuestro Padre y pugnando por enhilar toda la doctrina de Cristo en esa Verdad, desde luego funda­mental. Contra ese libro protestante el doctor Karl Adam escribió otro del mismo título, contendiendo que la esencia de la predicación de Cristo es “la Iglesia”. Romano Guardini dijo que la esencia es la Divinidad de Cristo. Sabatier dijo que la esencia es la Resurrección; y Loisy, que la esencia es la Parusía... y en estos días he leído en el Prefacío de Bernard Shaw a su comedía Major Bárbara que la verdad central del cristianismo es la supresión de los castigos y venganzas; que todas las Iglesias hasta ahora no lo han entendido, y que el Ejército de Salvación es el que más se ha aproximado al cristianismo verdadero (el de Shaw) aunque no del todo. ¡Vanilocuo y engreído bufón! “In doing this, the Salvation Army instinctively grasps the Central Truth of Christianity and discards its central superstition: that central truth being the vanity of revenge ard pu1lishment; and the central superstition the salvation of the world by the gibbet”.

            No hay ninguna verdad central a la que se pueda re­ducir toda la doctrina de Cristo, como se puede reducir toda la metafísica de Aristóteles a la teoría del acto‑po­tencia y de la analogía del ser: ni siquiera la Encarna­ción, la Resurrección, o la Parusía. Los primeros cris­tianos pintaban en los muros de las Catacumbas el Buen Pastor, la Viña y el Pan, y el Pez: los fieles de la Edad Media multiplicaron el Crucifijo; los cristianos orien­tales amaban la imagen del Pantócrator (Cristo Rey), en España cundió la imagen de María Santísima; los con­temporáneos multiplican la efigie nueva del “Sagrado Corazón”... Todas estas diversas imágenes correspon­den a las diversas facetas de la doctrina, que emergen en virtud del tiempo o las circunstancias.

            La doctrina de Cristo está dirigida a ser vivida (“ya que habéis oído y sabéis todas estas cosas, dichosos se­réis si las hiciéredes”); y es como una vida, que perma­neciendo siempre la misma, sin embargo, se despliega en diversas manifestaciones. Ninguna otra doctrina exis­tente ha tenido esta potencia de renovación vital, que la hace más parecida a un fermento que a una hogaza cocinada; esta facultad de desarrollar órganos nuevos y lanzar seudopodios al llamado de las circunstancias, sin que el organismo se transforme en su estructura esencial. Las monjitas de la Compasión que viven en San Miguel por ejemplo, y las vírgenes cristianas de que habla San Pablo, que vivían cada una en casa de sus padres, son la misma cosa en el fondo y son diversísimas en los acci­dentes; éstas tienen encima todo el peso de la frailería, los hábitos –que en este caso no son feos– las reglas de nuestra Santa Fundadora, el derecho canónico y la “protección” del Cardenal Pizzardo –¡cruz diablo!–, aunque para decir verdad se arreglan para llevarlo todo airo­samente. Puede ser que estemos llegando a un tiempo –ya que hablamos de eso– en que convenga que haya monjas que vivan en casa de sus padres: ermitañas; los conventos en algunas regiones se están poniendo pesa­dos, por la iniquidad de los tiempos.

            Eso que llaman “la evolución del dogma” pertenece a esto que estamos diciendo. El inventor de esta pala­breja, Guenther, erró acerca de ello enseñando que el “dogma” no era sino la formulación abstracta de una experiencia religiosa válida para una época, y que debía por tanto dejar paso a otras formulaciones nuevas, que podían ser diferentes y aun opuestas a las antiguas; pero no erró el gran libro del dominico español Arintero o el de Marín‑Solá... La vida obliga a la Iglesia a poner el acento de su enseñanza y explanación ya en este dog­ma ya en estotro; y a definir verdades implícitas o sea simplemente crear dogmas nuevos, cosa que horroriza a los protestantes; que sin embargo están creando conti­nuamente dogmas contradictorios sin autoridad ninguna. Y nada impide tampoco que un dogma conocido sea formulado mejor; es decir sea expresado verbalmente en forma más adecuada a los tiempos, sin variar su fondo.

            El Papa actual ha definido el dogma de la Asunción. Eso no está en la Escritura, dice Rodino. Ciertamente no está explícito en la Escritura, ni quizás en la Tradi­ción, que María Santísima fue llevada al cielo por su Hijo después de su muerte en cuerpo y alma. ¿Qué mal­dita importancia tiene eso para la vida moral y para los problemas contemporáneos? exclama Aldous Huxley; lo mismo que había exclamado Víctor Hugo acerca del dog­ma de la Inmaculada Concepción, definido hace un si­glo...

            Víctor Hugo cuando compuso su desaforado poema “L’Inmaculée Conception”, que esta en el libro L’Art d’être Grand-Pére, no sabía a punto fijo qué significaba Inmaculada Concepción, lo mismo que Aldous Huxley no sabe lo que quiere decir Asunción. Asunción quiere de­cir en definitiva que hay actualmente un cuerpo de mu­jer que está en el cielo, así como hubo después de la Resurrección de Cristo un cuerpo de varón, y habrá mu­chísimos después de la Resurrección Final. Bien. Está hoy día en el tapete el que llaman feamente “problema sexual”, que preocupa, atormenta y hasta enloquece a mu­chísimos falsos doctores, como el mismo Aldous Huxley; y a sus amigos Wells, Bernard Shaw y Beverley Nichols, para no decir nada del dementado David Lawrence. Y hay una negra cantidad de tristes herejes (los “freudia­nos”, por ejemplo) que dan como solución que “el sexo es esencialmente malo” y no tiene enderecera posible. Exagerando las consecuencias del Pecado Original –lo cual está en la línea de Lutero– los “froidistas” y otros negros maniqueos de nuestros tiempos ven en el fondo del hombre algo esencialmente roto y torcido, puerco: lo cual formulado teológicamente equivale a tener a la natura humana como caída y no redimida; uno de los cuatro estados posibles del hombre, que nunca se veri­ficó históricamente.

            Jones, discípulo de Freud, califica al Ello (el sustrato más íntimo del alma, el núcleo último de la natura hu­mana) como algo “Repelido activo bestial, infantil, aló­gico y sexual”[1]. He aquí el viejo dogma maniqueo en su crudeza más cruda.

            Este problema nadie puede negar –y menos que na­die Huxley que está empantanado con él y no sabe la solución– que es un problema actual y, como dicen, “candente” (Ahí está él, puesto incluso gráficamente en nuestros “Suplementos en rotograbado”; la adoración y la abominación de la mujer desnuda). Pues bien, su solu­ción entre otras cosas está simbólicamente en el “mito” de la Asunción de Nuestra Señora, que Aldous Huxley pronuncia “inoportuno en nuestros tiempos”.

            “El único remedio contra el fango está en a carne divinizada”[2].

            O como dijo también míticamente Jerónimo del Rey –perdón por citarme a mí mismo– el 8 de diciembre  1948:



                        Asunción de Mar la significa

                        Que Un cuerpo de mujer esta en el cielo

                        Que existe Un cuerpo de mujer sin duelo

                        Que e la Deidad impregna y magnifica.



                        Adorable o letal, ángel o mica,

                        Fruta al varón imán, ruina o consuelo,

                        Del alma espejo o detestable anzuelo

                        Puede endiosarse; el Papa lo predica .



                        Lutero dice que es ciénaga hedionda

                        Lawrence predica que es divina fuente

                        Freud dice que es veneno permanente...



                        Pero sonríe ambigua la Gioconda

                        Y Eva da a luz... y todo hereje miente

                        Y hay un cuerpo que es luz, últimamente.



            He puesto los dos primeros ejemplos que se me ocu­rrieron de la calidad germinativa de la doctrina cristiana, o crítica. Cuando el convertido de la China, el Japón, la India o... Norteamérica recibe del misionero este nú­cleo de doctrina: Hay un Dios; El mandó al mundo a Su Hijo para redimirnos; para salvarnos debemos cumplir los 10 Mandamientos del Sinaí en la atmósfera de la gracia de Cristo, recibe no una verdad lógica de donde se pueden deducir sistemáticamente todas las otras ver­dades religiosas, sino una verdad para hacer de donde surgirán a medida que la vaya haciendo, como de un manantial inagotable, otras innúmeras verdades sin tér­mino posible, y sin variación tampoco. “Mi padre, lle­vándome de la mano por el jardín, no era una verdad –dice Chesterton–, era una fuente viva de verdades”.

            Y es que “la vida eterna consiste en que te conozcan a Ti, Padre de los Cielos, y al que Tú les enviaste, Jesús el Cristo”: y este conocimiento es de suyo interminable y progresa hasta la muerte y más allá; “tunc cognoscam sicut et cognitus sum” (“entonces conoceré como de Dios soy conocido”) o sea, en su misma luz indeficiente e infinita.

            Por tanto, a la pregunta que se me puso al comienzo “Dénos un resumen de la doctrina de Cristo” hay que dar la respuesta de Kirkegor: “¡Un libro! ¡Quieren un libro! ¡No quieren la Existencia, en donde están todos los libros! Quieren ideas, un libro de ideas”. Cristo no escribió ningún libro; y es muy de notar que aun en los cuatro libritos en que fielmente están recitados sus hechos y sus dichos no se contiene sino una parte pe­queñísima de lo que hizo y dijo, como advirtió San Juan. Cristo no puso el menor empeño en que sus Discípulos lo recogiesen todo: aunque sin duda todo tenía el mismo egregio valor. Lo mismo que el Sembrador no tiel1e afán porque todas las semillas prendan, y sabe que algunas caerán en el camino y otras sobre las piedras y otras en­tre zarzas, le basta con que una parte caiga en tierra buena. Ya vendrán los libros, todos los libros que sean menester y mucllos más...



Ejemplo



¡Qué de libros! Había un templo construido todo de libros en pila.

            Enfilados con cuidado según su color, yarará, negro y lila.

            Con muros anchos un metro como los viejos adobes coloniales.

            Con una luz ambigua, telarañas y sin portales,

            Que entraba por las rendijas y no por ventanal alguno.

            Oprimente, un ambiente estancado y reyuno.

            Lleno de altares con luz eléctrica en bombillas con telarañas.

            De los fetiches de moda rosa celeste y malva y sus hazañas

Donde se me dijo debía pasar yo toda la vida.

            Y por un ascensor del techo me descolgaban la vianda y la comida.

            Es un templo lleno de “ideas”

            Muertas, todas lindas, excluidas todas las feas,

            Pero yo tenía una idea propia;

            Que no era propiamente idea, es decir, copia

            En un librito a la altura de mis rodillas en forma de cornucopia.

            Lo agarré y le di un tirón

            Mas no podía sacarlo del montón...

            Al fin arranqué el librito

            Y los de encima empezaron a rodar afuera en epítrito

            Y se hizo una puerta o brecha o lo que fuera

            Del tarnaño justo de una persona entera

            Y un rayo de sol hirió la “polvadera”.

            Y entró aire fresco y el olor de la lluvia y los árboles y la gente.

            Y un peluquero blandiendo un peine y un agente.

            Y vi que afuera era diferente...

            Y entonces sine mora y extemplo

            Salí para ver de afuera el templo

            Que se resquebrajaba de arriba abajo como un símbolo y un ejemplo.



            Buenos Aires, 25 de septiembre de 1955.



III. Las parábolas



            Hemos dicho en este libro que la parábola es un género creado por Jesucristo, que ni antes ni después de El fue usado por nadie. Esta afirmación es nueva, y conviene justificarla.

            Parecería que la parábola de los Evangelios pertene­ce al género griego del apólogo; que es una fábula (mythos) cuyos personajes son humanos en vez de belui­ nos, como por ejemplo El Viejo y la Muerte de Esopo. No es así, sin embargo: el apólogo griego es una narra­ción más sencilla en su contextura que termina en una conclusión de moral corriente, que llamamos en español moraleja; y muy bien llamada: es una moralidad chiqui­ta: como por ejemplo:



                        Tenga paciencia quien se cré infelice,

                        Que aun de la situación más lamentable,

                        Es la vida del hombre siempre amable:

                        El viejo de la leña nos lo dice,



en el susodicho apólogo de Esopo, traducido por Sama­niego.

            La parábola evangélica es más bien que narración un cuadro, con más elemento dramático que épico; y pre­senta casi sin excepción una especie de distorsión, como la hecha por un espejo convexo, que desconcertó desde el principio a los intérpretes, y sobre todo a los retóricos paganos, como Celso, que las tachó dc extravagantes; y en nuestros días han sido tratadas hasta dc “criminales” o ''inmorales''.

            Esta distorsión de rasgos responde al propósito, como está dicho, de aludir al misterio, a lo teológico, a lo in­finito; y ha sido comparada no sin propiedad por Ches­terton al soplo impetuoso que en la plástica barroca hin­cha los ropajes, tuerce los miembros y agita las líneas arquitectónicas, haciéndolas danzar a veces; como en los cuadros del Greco, las estatuas del Bernini y los altares del Vignola.

            En suma, la parábola pertenece al género símbolo; que es más que un género literario, el modo de expre­sión más primitivo y fundamental de la poesía; mezclado con humorismo, como diríamos hoy, un humorismo teo­lógico o trascendental –como ha sido bautizado–, no una cualquiera jocosidad o ironía. Archibald Cronin escri­bió al final de su novela Las Llaves del Reino: “El Cristo es más grande que Buda; pero Buda tenía más sentido del humor”. Se equivoca. Chesterton en su libro Orthodoxy notó que esta singular exageración que se encuentra en las parábolas, no es otra cosa que humo­rismo; aunque omite allí el explicarse más claramente.

            En la literatura cristiana posterior a Cristo no encon­tramos parábolas: el Pilgrim Progress de Bunyan, el Pilgrim Regress de Lewis y las tremendas novelas sa­tíricas del Deán Swift, por ejemplo, son propiamente alegorías. Tampoco puede llamarse parábola sublime, como la calificó Macaulay, la Divina Comedia de Dante; ésta es un poema épico de una creación enteramente nueva, una epopeya espiritual, que preside toda la lite­ratura romántica. En todo caso, lo que más se parecería a la parábola son los actuales relatos monstruosos de Kafka, o algunas de las últimas novelas de Hemingway.

            En el Viejo Testamento se habla de las parábolas (o “semejanzas”) de Salomón y se dice que el Rey Sabio compuso 3.000 dellas. Pero las parábolas de Salomón que se han conservado no son sino comparaciones bre­vísimas, de contenido moral casi siempre, que tienen uno o dos dísticos solamente. Verdad es que aquí se encuen­tra el embrión del género que en los rabbíes posteriores se desarrolló; y en Cristo se consumó. En los rabbíes an­teriores a Cristo se encuentran parábolas más extensas (como las que hemos citado de Elisha‑ben‑Abuyah y de Josef‑Bar‑Iudah en p. 60) pero todas las que conocemos tienen el carácter ya definido de “apólogos”.

            El escritor modernista Samuel Butler –no S. Butler el satírico, sino S. Butler el pintor– y otros después de él, califica a las parábolas de Cristo de ''inmoralistas”. La aseveración es típica del escritor más impío que cono­cemos, al lado del cual Voltaire y su epígono Anatole France parecen simples nenes bocasucias. ¿Por qué? Por­que, según el autor de The Way of All Flesh, las pa­rábolas principales del Nazareno insinuarían máximas contrarias a la moral natural. Ignoraba el escritor in­glés que su blasfema afirmación, que trasunta una igno­rancia monumental, había sido refutada de antemano por un contemporáneo suyo, el danés Kirkegor, en su pro­funda doctrina de la distinción entre la “instancia ética” y la “instancia religiosa”, y en la sutil observación de que la “instancia religiosa” comporta una especie de “susperl­sión de la moral”, provisoria desde luego; y en el fondo sólo aparente.

            Por lo demás, cualquier hombre con cultura artística sabe que cuando el artista crea símbolos o imágenes no por eso los aprueba o recomienda; se reduce a retratar una realidad. Que existen Mayordomos Pícaros, por ejemplo, es una realidad; y la conclusión de la parábola que dice que “los pícaros son más pícaros en sus nego­cios que los Buenos en los suyos” es una ironía de Cristo, como está dicho en su lugar, o como dijo exactamente Cristo que “los hijos de las tinieblas ven mas en sus cosas que en las propias los hijos de la luz”, lo cual es una ver­dad que tiene su justificación teológica, y que incluso se puede apoyar con Aristóteles. Aristóteles dijo que para las cosas divinas los ojos humanos son como los ojos del murciélago para el sol: a causa no de la deficiencia sino de la excelencia del objeto. Y así es justo que los fieles vean menos en sus cosas propias, que son las divinas, que no los pícaros en las suyas, que son las picardías. Mas Aristóteles añade, que ese conocimiento, aunque sea frag­mentario y oscuro por exceso de luz tiene infinito más valor que el conocimiento de lo terreno, aunque sea ma­yor y más claro. Que un pagano tenga que enseñarle al hijo del clérigo Butler estas cosas...

            Este dicho de Cristo funda la doctrina de la fe, de la que enseñan los teólogos que es obscura, y que desde el respecto de la claridad, la facilidad y el gozo de cono­cer, es inferior a la ciencia; pero no desde el respecto de su valor.

            El libro The Fair Haven –que se puede traducir El Puerto de Salvación–, de Samuel Butler el Pintor, es el libro más pérfido que se ha escrito en el mundo. Como dije, Voltaire y Anatole France son dos nenes al lado de este superadulto frío y culebroso, dueño de una rnalicia calculada y dosada, y un odio contenido, el cual funde la mofa volteliana con el sarcasmo helado del Deán Swift y la infonnación y sutileza teológica de un Newman.

            Nada me extrañaría que Samuel Butler haya sido un demoníaco, en el sentido kirkegordiano. Ciertamente es uno de los heraldos del Anticristo. Es el escritor antirre­ligioso más eficaz de los tiempos modernos; lo cual es decir de todos los tiempos; porque no ataca al cristianismo, sino que lo “traiciona”: lo mata con un beso, como Judas. Su método es la perfidia, llevada a una perfec­ción tal que llega a la obra de arte.

            El libro constituye una defensa fingida de la resurrec­ción de Cristo, y de lo fundamental del Cristianismo (que es Lo Sobrenatural) hecha al revés; es decir, hecha de modo que no pruebe, sino que pruebo lo contrario. Pertenece pues al género parodia; pero no es una paro­dia ordinaria, lo cual pertenece a la comedia, sino una parodia sardónica, y fríamente satánica.

            Butler atribuyó su libro –y en forma tan hábil que al principio engalíó a muchos– a dos pastores protestantes hermanos que llamó Tohn Pickard Owen y William Bi­ckcrstcth Owen. Este último publica la obra de su “her­mano mayor” y la prolonga con una “memoria” acerca de la vida religiosa (la educación, la caída en la in­credulidad, y la conversión final) del otro, que es de una astucia extraordinaria (humor al tercer grado) y  enmarca al libro supuesto del otro pastor supuesto con toda eficacia. La religión cristiana es expuesta allí (to expose: poner en picota, en inglés) desde tres ángulos adversos, a la vez: el autor de la memoria es un cristiano bobo; el hermano es un cristiano ingenioso que exhibe una defensa extravagante y disparatada del dog ma, y concede al adversario, como de paso y sin llamar la atención justamente lo aue el adversario desea; y las objeciones del adversario son las reales y serias, y puestas en la forn1a más hábil, mientras los arguméntos del Defensor‑Fídei están deliberadamente y también hábilmente viciados. Y los tres ataques (mejor dicho, calumnias) están envueltos en un odio solapado, que se filtra a veces directamente en xarcasmos repentinos, como brotes de lava, que Butler no sabe esconder ni contener; y traicionan, bajo el disfraz, el ánimo verdadero: o sea el “foul play”, que dicen ellos: juego sucio.

            Como dije, la primera edición de la parodia engañó a algunos reviewers, o críticos, a no ser que mienta también Samuel Butler en las citas que pone al prólogo de la segunda edición, firmado con el seudónimo de Gerald Bullet. Según él, un crítico escribió: “To the sincerely inquiring doubter, the striking way in wich the truth of the Resurrection is exhibited, must be most benefical”. Es decir: “para los dudantes que inquieren de bunla fe la estupenda manera en que la verdad de la Resurrección está expuesta, tiene que hacerles un provecho enorme”.

            Eso es mucho peor que crecr que Cide Hamete Be­nengueli existió realmente y que Cervantes fue moro de modo que es probable que sea una mofa más de Butler y no un tropezón de un crítico; cuyo nombre, por lo demás, no se da.

            Uno quisiera ser benigno con este libro –como con todos– y clasificarlo de sátira a la mala apologética y a la apologética en general, protestante o católica, pero como dije, no es posible. Butler no es un ingenuo bur­lón o sarcástico cualquiera, sino que realmente es pro­tervo. El retrato que hace de su madre (de la madre de los dos Owen) es sublevante. Pretendiendo pintarla como un modelo de piedad y de bondad. y exhibiendo felonamente los signos del cariño filial, la deja en reali­dad hecha un trapo sucio, con la sugestión implícita de que eso son en realidad las mujeres llamadas “muy re­ligiosas”. Para los antiguos la palabra pietas significaba en primer término el amor filial, el sentimiento de los hijos para con sus padres; de donde impío en latín sig­nificaba lo que el criollo llama desmadrado, que luego por extensión se aplicaba a Dios, de modo que en cas­tellano la impiedad conservó solamente ese segundo sen­tido de animadversión contra Dios; con lo cual la sabi­duría de los pueblos aludía quizá a un lazo misterioso que existe entre el amor a los padres y la reverencia a Dios. De hecho, el 5º Mandamiento del Decálogo –4º para nosotros–, “Honrar padre y madre”, está colocado en la primera tabla de la Ley, que contiene las obligaciones del hombre para con Dios; porque los padres son repre­sentantes vivientes de Dios.

            Ningún mejor ejemplo de esta relación misteriosa que este Butler: Butler odió a sus padres, lo mismo que a Dios; antes o después que a Dios, no lo sé. Además del odioso retrato de su madre que hace en este libro “re­ligioso”, escribió una novela autobiográfica llamada The Way of All Flesch, en que deja a sus dos genitores de oro y azul, a su padre sobre todo, que fue pastor pro­testante.

            En el penúltimo capítulo de este libro, el XXV, Butler habla de su propia obra literaria, pintándola con bas­tante exactitud, aunque muy ventajosamente; y defiende el núcleo de su pensamiento. Este núcleo pertenece a la herejía cristiana que se llama técnicamente modernismo –que Newrnan calificó en su nacimiento de “libe­ralismo religioso”– condenada por San Pío X. El espí­ritu de esta herejía actual y hoy sumamente difundida está allí expuesto con gran nitidez: no es extraño que Bernard Shaw, Beresford, B. Nichols, Huxley y demás modernistas actuales, tengan a Butler como su autor de cabecera.

            El criterio supremo de la verdad religiosa consiste en la buena crianza (!). Así lo dice, en p. 460 de la edición Penguin del año 1941: “Que Un hombre haya sido bien criado y críe a otros bien; que su figura, cabeza, manos, pies, voz, manera e indumento sean convincentes en este punto; de modo que ninguno pueda mirarlo sin caer en la cuenta de que viene de buen tronco y constituirá un buen tronco, esto es el “desiderandum”. Y lo mismo las mujeres. El mayor número de esta gente bien criada y la mayor felicidad de ellos, éste es el bien supremo; hacia este Bien, todo el gobierno, todas las reglas so­ciales, todo el arte, literatura y ciencia, tiene que estar directa o indirectamente dirigido. Hombres santos y mu­jeres santas son los que tienen esto en vista automática­mente todos los momentos, sean de pasatiempo, sean de trabajo...”.

            Ese es pues el fin de la religión verdadera. ¿Y cuál es la religión verdadera? Ninguna y todas. “Cualquier secta que muestre superioridad a este respecto debe llevarse a las demás por delante'' dice Butler. “El Cris­tianismo fue verdadero en. tanto cuando fomentó la belleza; y él fomentó mucha belleza. Fue falso en cuanto fomentó la fealdad, y él fomentó mucha fealdad...”.

“Hay que ser cristiano, pero lo más mal cristiano [”lukewarm”] posible...”.

            Finalmente, el fondo y el espíritu de la última herejía está expresado así:

“Sería inconveniente cambiar las palabras de nuestro misal [”Prayer book”] y de nuestro Credo [”Articles”] pero sería conveniente cambiar en una forma silenciosa los significados que ponemos debajo...”. La Iglesia de­bería hacer eso, según Butler.

            Ésta fue exactamente la política de los eclesiásticos y laicos tocados de modernismo a principios del siglo, antes de ser desenmascarados por Pío X: vaciar de su contenido sobrenatural o trascendente los dogmas cris­tianos, conservando la cáscara, en definitiva, convertirlos en “mitos”... de la adoración del hombre en lugar de Dios. Ese trabajo continúa hoy día en vasta escala y en diversas formas; no es sino prolongación proterva de lo que se llamó el siglo pasado catolicismo liberal, hoy día enteramente puesto al desnudo en España y en Ita­lia, pero no todavía en la Argentina, donde cuando esto escribo sufrimos un rebrote de él sumamente crudo; y bien atrasado por cierto.

            Hemos querido caracterizar a este escritor modernista antes de copiar su brulote contra las parábolas de Cristo y en realidad contra toda su doctrina, que dice así. “Ninguna de las parábolas puede ser interpretada lite­ralmente con ventaja para el bienestar humano, excepto quizás la del buen Samaritano; ni tampoco el Sermón de la Montaña, salvo en algunos pasajes que eran en rea­lidad patrimonio común de la Humanidad antes de la venida de Cristo. Las parábolas que todos aplauden son en realidad muy malas: el Mayordomo Pícaro, Los Ope­rarios de la Viña, el Hijo Pródigo, El Rico y Lázaro, el Sembrador, las Vírgenes Cuerdas y Locas, la Vestidura Nupcial, el Hombre que planto una Viña... todas son groseramente inmorales, o tienden a engendrar un ­concepto muy bajo del carácter de Dios, un concepto muy por debajo del promedio de los buenos reyes terrenales. Y cuando no Son inmorales o no tienden a degradar el carácter de Dios, Son las más simples paparruchas ima­ginables, tal que uno se asombra de ver que “eso” haya sido aceptado como predicado primigeniamente por el Cristo. Algunas máximas como las que inculcan la con­cordia y un cierto perdón de las injurias –von tal que sean practicables– son ciertamente buenas; pero el mun­do no debe su descubrimiento a Jesucristo; y no tienen mucha influencia por cierto en la vida práctica de sus seguidores...”[3]

            Claramente se y e aquí cómo esa permanente alusión a lo sobrenatural o irrupción de lo teológico en las pa­rábolas, que les dan su sello propio y único en toda la literatura del mundo, ha sido malentendido por Butler, lo mismo que por los fariseos. Cristo lo sabía perfecta­mente: que su predicación tenía que ser “piedra de es­cándalo”, y “dichoso aquel que en mí no escandalice”, es decir, no tropiece. Y por eso contestó con divina iro­nía a los que le observaban:

            “–¿Por qué les hablas en parábolas, si ya ves que no te entienden?

            “–Para eso, para que no entiendan... y se pierdan”.

            Respuesta de previsión, lucidez y dolor –que Butler calificará sin duda de “ferocidad”–, respuesta que quiere decir lo contrario de lo que dice, como es propio de la ironía.

            Vamos a ver para terminar nuestro trabajo la exégesis de cualquiera de las parábolas tan incriminadas por Butler; por ejemplo, el Hijo Pródigo (Lc. XV, 11).

            Es una narración sencilla del Descarrío, la Conversión y la Vuelta Gloriosa de un mal muchacho cualquiera, hecha con suma sobriedad y un toque sutil de humoris­mo, sin la menor babura de retórica: como todos los grandes artistas, Jesús‑ben‑Nazareth compone más con cosas que con palabras.



                        Un hombre tenía dos hijos

                        Y el Hijo Menor dijo al Padre:

                        Padre, dáme mi parte de la hacienda

                        La parte que me corresponde

                        Y el Padre partió entre los dos la Hacienda”.



            Las dos primeras partes no tienen dificultad ninguna, y el exegeta puede limitarse a notar si quiere, además de los graciosos paralelismos, antítesis y broches propios del ritmo oral, los toques sutiles de inteligencia y las ironías no apoyadas del cuentito: lo del “que me corres­ponde' que en realidad no le correspondía, la total su­misión del Padre al albedrío del Hijo Menor; la escapa­da de éste a una “región grandota”, el Mundo, en con­traposición al recinto pequeño y cerrado del hogar, la vida “licenciosa”, que la Vulgata traduce “lujuriosa” pero que el griego dice, “akóotoos” que significa algo como despatarrado, o alocado, la crisis que cayó sobre la región “grande”; la dureza del “propietario” de aquella región; el lamentable “pastor de cerdos”, la desolación el hambre, las bellotas o algarrobas. Los Santos Padres han decantado bastante sobre todos los pormenores; y han hecho de ellos todos los símbolos posibles imagina­bles. Pero para los oyentes de Cristo, eso era una es­pecie de chimento común, sumamente lógico y verosímil  verisimilior vero, aunque transfigurado por un foco de inteligencia y un patetismo extraordinario. El “Padre”... Padres como éste de aquí, se dan pocos.

            La pintura del arrepentimiento genuino, la decisión absoluta, y el retorno incondicional e inmediato del mucha chito a su casa, se cierra con el gesto igualmente absoluto del Padre que todo el tiempo observaba el ca­mino desde su torre, y le sale al encuentro a mitad del camino, y hace él más de la mitad del dificultoso en­cuentro. La magnanimidad, el amor y la alegría pater­nales no han sido jamás logradas en tan breves líneas y tan decisivos rasgos por ningún poeta del mundo.

            Viene luego la Fiesta del Buen Retorno, que es lo que Butler encuentra inmoral, Y Gide ha intentado torcer en otra dirección, haciendo desarrepentir al Hijo Pró­digo, y pintando al Hijo Mayor como un Puritano hipó­crita y repelente Pero las cosas que dice el Hermano Mayor son verdaderos y razonables –aunque no quizás su teatral enojo– y el Menor guarda silencio delante del “justo”; mas el Padre cubre a los dos con una mise­ricordia que se levanta sobre la común moral de los hom­bres sin anularla, como el cielo sobre la tierra, pues per­tenece al plano religioso que está por encima del plano ético; y es el Instante, el punto de inserción de la eternidad en el tiempo. No es de extrañar que Butler y Gide, ciegos a la eternidad, aquí ya no vean nada; o vean al revés, que es peor.

            El Hijo Mayor no es el pueblo judío –y el Menor el Gentilismo– como interpreta San Agustín alegóricamen­te, eso no calza bien con la narración. Tampoco es el Fariseo, el Puritano Hipócrita, aquel que se dice justo sin serlo, como indica San Jerónimo. El Padre no lo trata de hipócrita ni de gazmoño; al contrario, le dice cariñosamente: “Vives Conmigo y todas mis cosas son tuyas”.

            El Hijo Mayor es simplemente el Justo de este mundo, el Hombre Moral, el Consejero de la Corona, que diría Kirkegor: el Juez de la Corte Suprema, el Obispo, el Cura, la Señorona Marquesa Pontificia, yo, y el portero Bernardo: los que nunca hemos sacado los pies del plato, y tenemos que hacer un gran trabajo de investigación para confesarnos cada semana. Cristo aludió irónica­mente a nuestra justicia (o nuestra corrección) de la que estamos un poquito demasiado ufanos. “Todas nuestras justicias Son una cosa sucia”, dice la Escritura; y la palabra que pone allí Isaías en el Canto XIV es mucho más fuerte que sucia; y hoy día chocaría. Y que por eso “hay más gozo en el cielo por un pecador que vuelve a penitencia [rotundamente, descendiendo hasta el tope de la más extrema humildad] que por 99 justos... que no tienen necesidad de penitencia”, añadió con malicia Cristo; supuesto que sus oyentes, esos hebreos analfabe­tos, pero pasados de Escritura Sacra, sabían perfecta­mente que todos tenemos necesidad de penitencia. “Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente”.

            Y así podríamos recorrer fácilmente todas las parábolas que chocaron a Butler y todas las 120 que hay en el Evangelio: Muchas están “hecha” ya en el cuerpo de este libro, y para muestra hay ya de sobra botones.

            El Rico Epulón (Lucas, XVI, 9). Aquí hay una cosa muy brava, que es nada menos que el Infierno: Butler, Gide, Shaw y Cía. no quieren ni oírlo nombrar. “El hom­bre que cree en el infierno no puede ser religioso”.



                        Había un Hombre Rico, que se vestía de purpura y holanda

                        Banqueteando en grande cada día

                        Y había Un pobre llamado Lázaro, que yacía ante Su puerta

                        Cubierto de llagas

                        Y ansiaba Con los restos que caían de su mesa hartarse

                        Y ninguno se los daba.



            El mismo procedimiento narrativo, el planteo despo­jado de la historia en unas pocas frases directas, cósicas y cromáticas, trabadas en balanceo y antítesis; el dra­mático encuentro del Leproso y el Magnate en la otra vida y el breve y golpeado diálogo con su exageración oriental, y la resuelta conclusión de que “Si no creen a Moisés y a los Profetas –Tampoco se dejarán persua­dir– Aunque uno resucite de entre los muertos”; lo cual se verificó literalmente en la resurrección del “otro Lázaro –y la coincidencia de los dos nombres no debe ser casual– y en la del propio Cristo.

            Lo que debe haber de “inmoral” en esta parábola –se­gún Butler– será sin duda la poca misericordia de Abra­ham, que responde negativa al Epulón, primero acerca del darle una gota de agua por medio de Lázaro, y, des­pués, en hacer que Lázaro resucite para ir a avisarle a sus cinco hermanos que hay otra vida, y que en ella las cosas van a veces al revés que en esta. Pero Abraham dio allí una razón muy buena de su negativa; y dentro de las convenciones del género, exacta; que no lo hacía pura y simplemente porque era imposible: pues “un abis­mo infranqueable existe de necesidad entre nosotros” Ese abismo, que nuestro Samuel Butler –Borges– calificaría de “mitología de conventillo”, es una obvia verdad teológica; y aún si se quiere filosófica. Pero para saberla hay que aprenderla: no está en la Enciclopedia Hispano-Americana.

            Cristo cree en el Infierno y habla mucho de él –unas 14 veces– simplemente porque era un hombre muy reli­gioso; y en consecuencia sabe que el Infierno existe y tiene grandísimo miedo de que vayamos a él. Una vez había leído yo un libro de Borges contra el Infierno; mejor dicho, contra una cantidad de cosas, casi todas malas, que se llama Discusión. El libro me hizo pensar, cosa que no me pasa con todos los libros de Borges; y con ninguno de Mallea: pensar en las cosas de mi oficio. Borges se documentó acerca del Infierno en el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano y refuta victoriosamente todos los argumentos que no prueban la existencia del Infierno, dándose el lujo de ignorar el único que lo prueba, que es la Sagrada Escritura aceptada como revelación –un poco como Samuel Butler, al cual admira–, para concluir con la blasfemia de que todo el que cree en el Infierno “es irreligioso”, con lo cual caen en la Irreligión casi toda la Humanidad menos Borges; e inclusive Jesucristo...

            La primera blasfemia que estampó Borges en su vida después ha hecho otras, más o menos ingeniosas. “Bor­ges es un escritor inglés que se va a los suburbios a blasfemar”, me dijo un cura irlandés.

            Estaba en Mar del Plata entonces, y un día apareció según parece en la playa una ballena; y Martita mi so­brina, que tenía 5 años, se empinaba y se desesperaba por ver la ballena detrás de un nudo de gente que exclamaba con entusiasmo: “¡La ballena, la ballena!”. Unos días después vi que el padre de la criatura, mi fi­nado hermano, le decía: “–Martita, si no obedeces, llamo a la ballena: está ahí en el cuarto de al lado”. La deduc­ción obvia de este hecho, en la filosofía borgiana, sería que el doctor Luis O. Castellani era un hombre irreligio­so; porque, primero, mentía, y, segundo, asustaba a una criatura.

            Pero la verdad es que era muy religioso, porque la ballena existe; en la forma de todos los males que caen sobre el adulto, si de chico es malcriado; y si asustaba un poco a su hija, era por piedad paterna; que ojalá la hubiesen tenido también con Borges. Claro que su mito­logía era un poco “de conventillo”; pero también lo es la de Cristo, a juicio de Borges; pues el Salvador habla de fuego, de sed, de tinieblas, de cárcel y del “gusano que nunca muere”. Así que estos grandes escritores de cuentos que son “cuentos”, harían bien en estudiar un poco –si quieren hablar de Él– al recitador galileo autor de cuentos que son verdades.

            Bien sé cuán “dura es esta palabra” del Infierno, que a mí como a todo hombre religioso anonada; pero existen demasiadas cosas duras en la realidad para que podamos decir a puro capricho que es imposible. Esperamos que Borges se documentará mejor ahora que tiene en la Biblioteca Nacional mucho tiempo y plenty of books; y que se librará de la Ballena.



IV. La Iglesia



            Alguien ha dicho que ninguno es cristiano, sino que a lo más deviene cristiano. Para poder decir soy un cristiano habría que poder decir soy un santo; cosa que el que osara decir, dejaría de ser santo en el mismo momento; si es que por ventura lo era antes, cosa que la dificulto mucho, ch'amigo, como dijo el correntino cuando le dije­ron que su suegra estaba en el Cielo.

            Esta es una manera de hablar exagerada, propia de los europeos: aquí en la Argentina todos somos cristianos –”la Argentina es un país católico”– porque a todos nos han bautizado a los cinco meses aproximadamente; nos han casado por la Iglesia a los 54 años; nos han divorciado a los 57; y cuando cantemos para el carnero, nos llevarán a la iglesia y nos echarán agua bendita en la cara –o en lo que fue cara– con una imponente carga de latines, que no significan nada ni para mí, ni para los circunstantes ni –me atrevo a decir– para el cura: el cual ya es un “habituado” a esos latines, peor que un sanjuanino al vino y un santafesino al agua; y los recita como agua.

            Pero suponiendo fuese verdad lo que defendió aquel filósofo que “nadie es cristiano, todos nos “estamos vol­viendo., en todo caso'; o sea que la categoría cristiano, lo mismo que la categoría ricachón, no es una categoría estática sino dinámica; entonces habría que decir tam­bién que “la Iglesia no es santa sino que se está vol­viendo santa”; lo cual sería a modo de herejía, porque el Credo mismo dice que la Iglesia es santa (“et unam, sanctam, catolicam et apostolicam Ecclesiam”), cosa que cantamos con agrado todos los sacerdotes; no sin un gran consuelo, porque siendo la Iglesia nosotros, resulta que es de fe que, cualquier cosa que hagamos nosotros, somos santos.

            Como de vez en cuando acontece entre nosotros cada cosa que es imposible atribuir al Espíritu Santo, entonces el Incrédulo pregunta con sorna:

            “–¿Esto es santidad?”.

            Nosotros respondemos: “Una cosa es el Cristianismo y otra la Cristiandad; una cosa es la Iglesia y otra los iglesantes”, y nos quedamos muy frescos con nuestra filosofía; pero el Incrédulo se queda más fresco todavía.

            Esa distinción entre cristianismo y cristianos quizás no sea mala si se entiende; pero cualquier cosa es mala si no se entiende.

            Algunos con oponer esas dos palabras, como si fuesen opuestas o separables, creen responder a la pavorosa ob­jeción contra el Cristianismo que nace de las cochinadas, pavadas o burradas visibles de la Santa Madre Iglesia Visible. Por ejemplo, el filósofo Berdiaeff escribió un librito con el título: De La Dignidad del Cristianismo y de la Indignidad de los Cristianos; y el filósofo Kir­kegor pronunció la muy repetida hoy día frase siguiente: “Cristo bajó al mundo a salvarnos, murió por nosotros, nos dejó su doctrina y su sangre; y ¿qué ha sucedido? Que veinte siglos de Cristiandad [18, dice él] han ter­minado en la disolución del Cristianismo'.

            El incrédulo reflexiona no sin realismo: “¿Qué me im­porta a mí que el Cristianismo sea muy santo, si la Cristiandad es puerca? Lo que existe realmente son los cristianos, el “Cristianismo” en abstracto es una poesía lírica, es un ideal nunca realizado: lo cual demuestra que es irrealizable. La realización real del Cristianismo tal como lo veo –y no puedo dejar de verlo sin renunciar a mi sentido moral– es una porquería; y por ende, el Cristianismo tiene que ser también una porquería, aunque por fuera parezca muy lindo a los tontos y a los inge­nuos...”. Así Nietzsche, por ejemplo; Croce; Toynbee; y tantísimos otros.

            La mejor respuesta en obras a esta objeción es vivir de tal manera que uno se parezca a Cristo, lo cual es parecerse a uno mismo mirado‑por‑Dios‑desde‑lo‑eterno: “tal como ya en Sí mismo la Eternidad lo cambia”, que dijo el poeta. Pero si el incrédulo demanda una respuesta en palabras, entonces:



            1. Hay que interponer Iglesia entre Cristianismo y Cristiandad.

            2. Hay que definir bien todos esos términos, a saber:



            El Cristianismo es la doctrina de Cristo.

            La Iglesia es el Cristianismo encarnado (1).

            La Cristiandad es el Cristianismo encarnado (2).



            Estos dos términos últimos designan la misma realidad, pero mirada de dos puntos opuestos. La Iglesia designa al Cristianismo encarnado con el acento en la cabeza, que es Cristo, y en la Cristiandad designa al Cristianismo encarnado con el acento en los pies; como sería yo, por ejemplo; o tú, mejor dicho. O tu abuelita. Porque esa realidad social y visible que está en la tierra –y no es de la tierra del todo– desde hace 20 siglos y no puede dejar de verse, puede mirarse de la cabeza abajo, que es transparente; o de los pies arriba, que son opacos. La cabeza es la Iglesia, pero sin excluir los pies; los pies son también la Iglesia, por sucios que estén; pero solamente en cuanto están todavía unidos a la cabeza; y se espera que se limpien o puedan limpiarse: y Dios está por llover fuego y azufre para limpiarlos, me parece... La cabeza es Cristo “semper vivens et interpellans pro nobis”; y los pies son por ejemplo San Pedro negando a Cristo después de haberle Cristo lavado los pies.

            ¡Qué imagen tierna y espantosa: Cristo lavando los pies a San Pedro y a Judas! En el curso de los siglos Cristo se postra a los pies de todos los sucesores de Pedro para lavarles los pies; y algunos tienen patas más de Judas que de Pedro; y todos sin excepción los tienen sucios, como aseveró Cristo en aquella memorable oca­sión. Y por eso la Cristiandad, por sucia que ande a veces, nunca se ha podrido del todo: porque Cristo se abaja a lavarnos a nosotros: y a los Apóstoles los lava con agua; pero a los Apóstatas con ácido sulfúrico.

            La Cristiandad es el Cristianismo mirado desde los pies; es decir, la parte material, temporal, perecedera del Cristianismo; que no solamente es “humana, demasiado humana”; sino que a veces llega a parecer o a ser hasta infrahumana –”los curas son peores que nosotros”, dicen los fieles y a veces no se equivocan– en virtud de la ley del contraste; que reza que la corrupción de lo mejor es lo peor.

            Lo más contrario al Cristianismo que hay en el mundo es la hipocresía; y sin embargo, nada es tan fácil como pasar del Cristianismo a la hipocresía, o exactamente dicho: quedarse en la hipocresía sin llegar al Cristia­nismo. Esa corrupción suprema del fariseísmo, contra la cual luchó Cristo, sólo puede darse plenamente en la religión verdadera.

            De modo que, resumiendo, el Cristianismo no tiene ninguna porquería; la Cristiandad tiene bastantes y muy repelentes; y la Iglesia tiene y no tiene; porque ella mientras milita en la tierra consiste en un esfuerzo cons­tante por reducir la Cristiandad al Cristianismo, en una especie de gigantesca empresa de quemazón de basu­ras, lo cual presupone la existencia de basuras, pero una existencia que no se acepta y contra la cual se lucha. Si no hubiese existido Savonarola al frente de Alejan­dro VI, estábamos perdidos; pero existió Savonarola.

            La santidad de la Iglesia es como una lejía: es una cosa dinámica y no estática: es un devenir, una lucha, una ascensión interminable. Aparentemente intermina­ble, pero que termina. “He aquí que haré nuevos cielos y nueva tierra” dice Dios. Terminará la lucha un día.

            “Volveos Excepcionales lo mismo que vuestro Padre, el cual es ciudadano del cielo; vosotros no lo sois toda­vía. No seáis Masa, volveos Singulares, Diferentes, Indi­viduos. En suma, “llegad a ser los que sois, volveos Per­sona y no os resignéis a ser siempre Rebaño....”.

            –¿Quién dijo eso?

            –Jesucristo.

            –Usted tergiversa. Jesucristo ¿no dijo por ventura: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”?

            –Sí. Así traduce la Vulgata. Pero yo le aseguro cate­góricamente que estotra traducción no es infiel; y para nosotros los condenados a ser pisoteados por la bestiali­dad de la Masa, quizá sea mejor estotra de Jerónimo del Rey que la del mismísimo San Jerónimo. ¿Qué significa exactamente teleiois en griego? Vea cualquier dicciona­rio: una cosa dinámica y no estática. Por tanto, haceos Excepcionales, como vuestro Padre que está en los cielos es Único. Haced un esfuerzo para llegar a ser lo que sois, es decir, Individuos; es decir, Únicos; es decir, Perfec­tos; es decir, Santos.



(El quinto ensayo de este “Resumen de todo lo dicho., acerca de las profecías, no ha podido ser acabado por el autor. El cual pide excusa por ello).



Erratas



Página 219



El hexámetro, atribuido en la primera edición a Lucre­cio, que reza:

            “Est Deus in nobis, agitante calescimus illo”



no está en el poema DE NATURA RERUM, única obra de Lucrecio –por lo menos en el texto crítico establecido por Alfred Ernout para Les Belles Lettres de París, año 1935, que acabamos de recorrer verso por verso–. La idea sí que está en Lucrecio, y por cierto que como una de las ruedas maestras de su pensamiento, principal­mente en la invocación:



            “Aeneadum genetrix hominum divonque voluptas Alma Venus... (1. I, v. 1) y en la mitad del Libro IV, v. 1058 seq.

            “Haec venus est nobis...”



            Nosotros copiamos la cita equivocada (el verso proba­blemente de Ovidio) de un exegeta llamado A. Durand, el cual probablemente la copió, según la santa costumbre de los eruditos, de otro exegeta, el cual la copió de otro, que era un vago que citaba de memoria no teniéndola buena. Así se han creado cosas pintorescas y aun por­tentosas en el mundo de las letras, como observa Belloc: “Inaccuracy is a God. . . At least, some God guides it... Inaccuracy is a very fruitfull and potverfull creator of things. It not only creates legends, it creates of words. There are hosts and crowds of words. . . through the ins­piration of inaccuracy, which is blown into men by this God of whom I speack...”, On Inaccuracy en el libro ON, P. 100, Methuen Ldon. cuarta edición, año 1927. Hemos citado con todo cuidado; sin embargo, si alguno nos re‑cita, le recomendamos verifique sus referencias.



Página 361



            La anécdota del sargento salteño no está tomada del libro La Historia que he Vivido, todavía no publicado al escribirse esa homilía; sino de un relato oral de don Carlos Ibarguren al autor. (19 de junio de 1957).





[1]Psychaanalyse, pp.123 y 203.

[2]Leonardo Castellani, “Freud”, en Conversación y Crítica Filosófica, p.54.


[3]The Fair Haven, London, Watts and Co., 1938, p. 34.