EL EVANGELIO DE JESUCRISTO
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RESUMEN DE TODO LO DICHO
I. Los Milagros
En estos comentarios se ha visto –y basta leer los Evangelios– que Cristo pone sus milagros en un segundo plano. Para El son solamente ilustraciones y confirmaciones de su doctrina, manejadas con parsimonia y con gran precaución; dado que para las turbas, el milagro tiende a volverse todo. Dios hace milagros de mala gana.
Cristo acepta por lo tanto el Destino: y cuando lo quiebra introduciendo excepciones, lo hace con su cuenta y razón. Los paganos creían que Júpiter estaba por debajo del Destino; Cristo muestra que Dios está por encima del Destino; pero que el Destino existe.
“Si Cristo tuvo realmente poder para salvar los enfermos y resucitar muertos –si fue Dios– y no sanó a todos los enfermos del mundo, es un criminal”.
Estas palabras de un impío inglés,
me recuerdan las del otro paisano: “Virgen de Itatí, si sanaste a mi chancho y
si sanaste a mi burro ¿por qué no me sanás también a mí, que también soy
correntino?”.
El primer acto del sentido común es
aceptar la realidad. Cristo acepta la realidad humana tal como existe, y sobre
ello promete la “Salvación”, el reino
de los Cielos. Los milagros son como vislumbres o relámpagos de ese Reino; pero
no profesan ser la abolición del Destino; y la inmediata recuperación del Jardín
del Edén al golpe de una varita mágica.
El Destino existe; está construido
por las leyes naturales, la herencia, el lugar donde nací, la educación que
recibí, la nación donde actué, la época en que vivo, los pecados que he hecho;
y todo lo que he hecho en realidad,
que si al hacerlo pudo ser libre, después de hecho se volvió necesario. Si
tengo una enfermedad que contraje o heredé, ella forma parte de mi Destino, y
con ella y por ella debo conseguir mi salvación. Si viene un taumaturgo y me la
sana, buena suerte; si no, tengo que tirar adelante con ella. Ya sanará... si
yo me salvo.
Si Cristo aceptó el Destino de la
Humanidad con sus males y miserias, es evidentemente porque no podía hacer otra
cosa, aun siendo Dios; exactamente por
ser Dios. Hay allí una realidad inquebrantable, una realidad que tiene sus
propias leyes, que para los judíos y cristianos se llama el Pecado Original.
Las religiones orientales, como el budismo, la reconocen sin intentar
explicarla... Platón hace lo mismo, probablemente por influjo oriental,
cosiendo encima de ella uno de sus mitos.
La mitología de todos los pueblos contiene mitos que son vestigios de ese misterio.
Es una realidad divina, que tiene relación con Dios; por eso es misterio y sobrepuja la razón humana; pero
la realidad está allí.
Cristo acepta el Destino de la
Humanidad, y acepta su propio Destino como hombre. Ahí está el hecho capital.
Si Cristo hubiese hecho sus milagros en favor de sí mismo –exceptuándose por
tanto del Destino común–la objeción de Buttler y Tomás Payne sería válida. Si
“el médico se curó a sí mismo”, tendría obligación de haber curado a todos los
demás, para llevar el nombre de Salvador. Pero Cristo no hizo en pro de sí
mismo, sino el milagro que hizo en pro de todos los demás: la Resurrección. El
enfermo Kirkegor dice con amargura: “las
peores enfermedades son las que están situadas en la confluencia del cuerpo y
el espíritu, como la melancolía; y Cristo
tuvo esa enfermedad”. Añadamos que en su Pasión tuvo todas las enfermedades juntas, “leproso”, “varón de
dolores”, “sabedor de la enfermedad”, como lo llamó el Profeta.
Es claro, los impíos tienen juego
fácil, porque suprimen la realidad del Pecado. Si el pecado es una cosa irreal,
imaginaria, una relación del hombre con las leyes sociales inventadas por otros hombres, es claro que tienen razón.
La existencia del mal físico se vuelve escandalosa y la existencia de un Dios
todopoderoso y paterno se vuelve inconciliable.
Pero el mal físico es el resultado,
el reflejo y la imagen del mal moral. Y la extrema resistencia del hombre a él
es reflejo del origen divino del alma.
Bernard Shaw puso la objeción del
correntino en una comedia llamada Maior
Bárbara; una de sus comedias flojas como obra de arte, aunque no como
panfleto, que es lo que a Shaw más interesa. Es un panfleto socialista sobre la
religión; sus personajes más que seres vivos son títeres dialécticos.
Escandalizado ante los males del mundo, que él resume en la pobreza, llama a las religiones a
reformarse para eliminarla del mundo; y manifiesta su decepción ante el
Ejército de Salvación, que al principio le pareció iba por buen camino.
Bárbara, la protagonista, es una muchacha valerosa que es “mayor” del Ejército
de Salvación; y que aburrida de su ejército “que no ha salvado nada”, al final
se vuelve capitalista.
“Malaventurados los pobres...”. La
pobreza es el sumo mal. Hay que contar con el dinero... y contar con dinero.
Pero las Iglesias, todas ellas, cuentan con el dinero malganado de los “ricos”.
Hay un verdadero cristianismo, cristianity,
basado sobre el perdón y la renuncia a la venganza... y a la justicia. Hay
un falso cristianismo, crosstianity, basado
sobre la adoración de un patíbulo. La solución es tener dinero –Shaw lo tuvo–
bien ganado –Shaw lo ganó envenenando al público inglés con sus ingeniosidades
sofísticas de seudoprofeta– y más o menos moralmente
distribuido: “yo salvo un alma con un salario de 38 chelines semanales”,
dice el fabricante de cañones. Y finalmente aunque el dinero sea mal ganado,
siempre es dinero; y como la pobreza es el sluno mal, lógicamente...”. Esta es
la teoría del bufo inglés.
Todo socialista es un capitalista
que no tiene capital... todavía. Nativamente religioso (irlandés) el socialista
Shaw está pasando en esta obra de juventud del agnosticismo religioso al vago
modernismo de su madurez.
Lo interesante de esta comedia‑panfleto
es que ostenta ingenuamente la actitud del impío ante la creación: el impío se apodera del mundo y lo hace suyo; y después quiere arreglarlo, para lo cual llama
en su auxilio a la religión –a una nueva religión–.
Pero el mundo es de Dios y no mío, yo no soy el Creador.
Shaw se siente ingenuamente el
Creador del mundo. No empieza por someterse a la realidad, sino que se cree
dueño de la realidad.
La primera realidad es la limitación
del hombre; pero la razón del hombre es en cierto modo ilimitada, y así puede endiosarse. La primera realidad con que
topa el hombre es el destino; pero el hombre está destinado en el fondo a
hacerse dueño del Destino; y el mal paso de la razón, ensoberbecida, es
sentirse ya dueña del Destino. Sobre
la base de que el hombre ve cómo deberían ser las cosas –según su gusto y
comodidad– se pone a hacerle la lección a los hados. Pero los hados se
ríen de su lección... Si yo quiero volverme de golpe capitalista como la Mayora
Bárbara de la comedia, no puedo; los Hados se ríen de mí. Eso es fácil en las
comedias y en las novelas; y en la Argentina, es posible solamente a los
escritores sofísticos o deshonestos. Yo tengo experiencia de que a mí no me es
posible.
Someterse a la realidad es someterse
a Dios. El impío se dessomete a la realidad, y por tanto se hace Dios. Una vez
hecho Dios, arreglar el mundo sobre el papel es fácil: se puede salvar las
almas con un salario de 38 chelines semanales.
A los salvadores‑de‑almas‑aumentadores‑de‑salarios, ya los conocemos.
La blasfemia de los que exigen de
Dios la instauración inmediata del milagro total en el orden del mundo (es
decir, el máximo desorden) cristalizó en la frase conocida de Stendhal, que
hacía las delicias de Nietzsche: “Suerte que Dios no existe; porque si
existiera, habría que fusilarlo “.
Ya lo fusilaron. Eso es lo gracioso.
Dios se hizo hombre y fue fusilado por todo lo alto y con todas las de la ley;
de la Ley Romana nada menos, por el representante del orden público del Imperio
más legista y jurídico que ha existido. ¿Qué más pueden pedir? Cristo existió y
fue fusilado. Tutti contenti.
La blasfemia de Stendhal es una
imbecilidad y haber aceptado Dios el ser fusilado –o crucificado que es peor–
es el milagro más grande de Cristo. Se quejan de que adoremos su patíbulo: ese
Patíbulo es el Milagro Universal que ellos piden.
II. La Doctrina
–Dénos Ud. un resumen de la doctrina
de Cristo.
–Un resumen de la doctrina de Cristo
es el Credo, aun el más corto de los diversos credos cristianos que existen el
que está en San Pablo que tiene dos “artículos”, o por mejor decir, uno solo; y
por otro lado, los 32 tomos infolio de las obras completas de Santo Tomás de
Aquino o los 60 de San Agustín no son
un resumen completo de la doctrina de
Cristo.
Esta paradoja procede de que la
doctrina de (Cristo no es un “sistema”, no es una combinación lógica de
“ideas”. Lo mismo que su autor, es una “idea Encarnada''. Su autor mismo la
asemejó a una “semilla”.
Hoy día existe en el mundo la
peligrosa herejía de Hegel, que da consistencia substancial a las ideas. ¿A las
ideas de Dios? A las ideas en general, lo cual desemboca en definitiva en la
monstruosidad de deificar las ideas del hombre. Cuando uno sabe esto, comprende
]a saña implacable de Kirkegor persiguiendo toda su vida a las “Ideas”
hegelianas, y oponiéndoles imperturbable su propia existencia.
El lector hispano
puede darse cuenta de la sutileza de este error recorriendo el ensayo La Deshumanización del Arte de Ortega y
Gasset. A vueltas de muchos aciertos parciales; los más, superficiales –y de
un estilo exquisito, para mí un poco repulgado–, se muestra en su fondo tocado
por el error idealista. Este error consiste en hacer de las ideas del hombre
algo substancial, mís substancial que las cosas y hacer de esas ideas, así
desencarnadas, el objeto propio del arte. Hay una verdad profunda allí, como en
todos los grandes errores; pero hay un error fatal, un equívoco; nada menos que
la borrada de la línea divisoria entre lo divino y lo humano.
Las ideas de Dios son la causa de
las cosas, y son más reales, esenciales y verdaderas que las cosas creadas que
de ellas dependen. Son pura y simplemente la Verdad: la verdad sustancial y
personal, el Verbo de Dios. Pero nuestras ideas no son sino actos accidentales de nuestro intelecto
que nos conectan con la Verdad. Y si es verdad que en cuanto recipientes de la
Verdad son eternas y superiores a las cosas materiales de donde han sido
sacadas, en cuanto actos del intelecto humano son deficientes y mortales. Esa
frase tan socorrida de que “las ideas no se matan” –que un prócer escribió en
esta forma: “On ne tue pas les idées”– es
una simpleza. La Verdad no se mata; pero las ideas del mortal mueren; no en el
sentido de que la verdad que contuvieron y expresaron como envolturas
deficientes y frágiles, deje nunca de ser verdad; sino en el sentido que,
primero, son pasibles de error; y, segundo, que aun exceptuando ese caso y por
más finamente labradas y reciamente estructuradas que estén van sometidas a la historicidad, al correr del tiempo y de
las mutaciones humanas; y en consecuencia
pueden perder su transparencia;
y la verdad que encerraron, perder su brillo y eficacia al rodar de las
épocas. Porque el intelecto humano no es comprehensivo
aun cuando fuere verdadero: nuestros conceptos nos dan una serie de instantáneas
de la verdad infinita y viviente. Sólo Dios es
la verdad; nosotros sólo podemos ser, con la ayuda de Dios, verdaderos. Así como ningún sistema
filosófico agota la filosofía, así
ninguna formulación teológica, por feliz que sea, comprenderá y fijará
definitivamente la palabra de Dios, que es una vida.
Desde el comienzo de la predicación apostólica, surgieron
en las Iglesias los símbolos o reglas de
fe que trataban de encerrar en fórmulas breves lo que había de tener por
cierto el cristiano para ser cristiano. Varios de estos credos rudimentarios se pueden distinguir en las Epístolas de Pablo. El más breve de
ellos se encuentra en la Epístola a los Hebreos, VI, 6: “Sin fe es imposible ser elegido [agradar a Dios, traduce la
Vulgata. Y para allegarse a Dios, es necesario creer [por lo menos] que El es,
y a los que le buscan es Remunerador”.
Para salvarse hay que saber y tener
con fe –y no solamente con razón– por lo menos que hay un Dios Premiador de
buenos. Esto es necesario con necesidad
de medio, como dice la jerga escolástica; las demás verdades reveladas
como la Trinidad o la Encarnación son necesarias Con necesidad de precepto si llegan a nuestro conocimiento como reveladas; es decir, que si no llegan a
nuestro conocimiento, no son necesarias, pues ningún “precepto” puede obligar
si no es conocido. “¿Cómo creerán sin predicante?”.
Esto responde a una tentación que
tienen muchos acerca del “infinito número de almas fuera del camino de la
salud”, como dice Billot. Un cristiano me decía poco ha:
“¿Cómo puedes entender esto? ¿Cómo
puede Dios hacer tal cosa? Los cristianos solamente nos salvamos y los cristianos somos
hoy todavía una minoría entre los millares del mundo, y antes de ahora
todavía mucho menos. ¿Todos los budistas, los hinduistas y los mahometanos se
condenan sin culpa?”, de lo cual quería concluir como el novelista James Jones
y su maestro Toynbee, la verdad –pragmática– de todas las religiones: con que
mostraba una ignorancia religiosa realmente argentina...
Después de este credo elemental de un solo artículo hay en San Pablo otros pequeños
símbolos más desarrollados; que se refieren a la Resurrección, el dogma cristiano
centro y resumen de todos para San Pablo, al cual continuamente retorna el
Apóstol:
Os
traigo a la memoria, hermanos
El
Evangelio que os he predicado:
Que
Cristo murió por nuestros pecados
Conforme
a las Escrituras
Que
sepultado resucitó al tercer día
Conforme
a las Escrituras.
Que
se apareció a Képhai, y luego a los Doce
Y
después de todos, como a un abortivo,
También
a mí...
(I Cor XV, 1-8).
A la manera de estos símbolos apareció pronto nuestro actual credo, o “Símbolo Apostólico”, en su
formulación latina –conservada por Rufino– o su formulación griega, tal como la
hallamos hoy en el Psalterium Aethelstani cuyos doce artículos se encuentran
con infinitas variantes en todos los escritores sacros de los primeros siglos.
El que recitamos nosotros se llama la
forma más reciente y tiene algunas palabras más, como la terminación: “y la
vida perdurable”. El Credo que se canta en la misa es el Símbolo compuesto por
los Padres del Concilio de Nicea, en el siglo V; el que se recita en el
Breviario los Domingos es el Símbolo de San Atanasio; y hay muchos otros, más
extensos por lo general, propuestos por diversos Santos y dirigidos contra
alguna antañona herejía, como los Símbolos
Antipriscilianos. El último que se ha compuesto es el llamado Juramento Antimodernista, de Pío X, que
juran cada año los profesores del Seminario. Estas fueron en realidad las
primeras definiciones dogmáticas de la Iglesia; y así como ninguna definición
ni la suma de ellas agota el depósito vivo de la revelación divina custodiada y
vivida por la Iglesia, así también todos los libros modernos escritos sobre “La
Esencia del Cristianismo” no son sistemas completos sino concreciones
dogmáticas particulares, casi siempre ocasionadas por –y dirigidas contra– algún
error.
Von Harnack escribió un famoso libro
con ese título manteniendo que tal “Esencia” consiste en la noción de que Dios
es nuestro Padre y pugnando por enhilar toda la doctrina de Cristo en esa
Verdad, desde luego fundamental. Contra ese libro protestante el doctor Karl
Adam escribió otro del mismo título, contendiendo que la esencia de la
predicación de Cristo es “la Iglesia”. Romano Guardini dijo que la esencia es
la Divinidad de Cristo. Sabatier dijo que la esencia es la Resurrección; y
Loisy, que la esencia es la Parusía... y en estos días he leído en el Prefacío de Bernard Shaw a su comedía Major Bárbara que la verdad central del
cristianismo es la supresión de los castigos y venganzas; que todas las
Iglesias hasta ahora no lo han entendido, y que el Ejército de Salvación es el
que más se ha aproximado al cristianismo verdadero (el de Shaw) aunque no del
todo. ¡Vanilocuo y engreído bufón! “In doing this, the Salvation Army instinctively grasps the Central
Truth of Christianity and discards its central superstition: that central truth
being the vanity of revenge ard pu1lishment; and the central superstition the
salvation of the world by the gibbet”.
No hay ninguna verdad
central a la que se pueda reducir toda la doctrina de Cristo, como se
puede reducir toda la metafísica de Aristóteles a la teoría del acto‑potencia
y de la analogía del ser: ni siquiera la Encarnación, la Resurrección, o la
Parusía. Los primeros cristianos pintaban en los muros de las Catacumbas el
Buen Pastor, la Viña y el Pan, y el Pez: los fieles de la Edad Media
multiplicaron el Crucifijo; los cristianos orientales amaban la imagen del
Pantócrator (Cristo Rey), en España cundió la imagen de María Santísima; los
contemporáneos multiplican la efigie nueva del “Sagrado Corazón”... Todas
estas diversas imágenes corresponden a las diversas facetas de la doctrina,
que emergen en virtud del tiempo o las circunstancias.
La doctrina de Cristo está dirigida
a ser vivida (“ya que habéis oído y sabéis todas estas cosas, dichosos seréis
si las hiciéredes”); y es como una vida, que permaneciendo siempre la misma,
sin embargo, se despliega en diversas manifestaciones. Ninguna otra doctrina
existente ha tenido esta potencia de renovación vital, que la hace más
parecida a un fermento que a una hogaza cocinada; esta facultad de desarrollar
órganos nuevos y lanzar seudopodios al llamado de las circunstancias, sin que
el organismo se transforme en su estructura esencial. Las monjitas de la
Compasión que viven en San Miguel por ejemplo, y las vírgenes cristianas de que
habla San Pablo, que vivían cada una en casa de sus padres, son la misma cosa
en el fondo y son diversísimas en los accidentes; éstas tienen encima todo el
peso de la frailería, los hábitos –que en este caso no son feos– las reglas de
nuestra Santa Fundadora, el derecho canónico y la “protección” del Cardenal
Pizzardo –¡cruz diablo!–, aunque para decir verdad se arreglan para llevarlo
todo airosamente. Puede ser que estemos llegando a un tiempo –ya que hablamos
de eso– en que convenga que haya monjas que vivan en casa de sus padres: ermitañas; los conventos en algunas
regiones se están poniendo pesados, por la iniquidad de los tiempos.
Eso que llaman “la evolución del
dogma” pertenece a esto que estamos diciendo. El inventor de esta palabreja,
Guenther, erró acerca de ello enseñando que el “dogma” no era sino la
formulación abstracta de una experiencia religiosa válida para una época, y que
debía por tanto dejar paso a otras formulaciones nuevas, que podían ser
diferentes y aun opuestas a las antiguas; pero no erró el gran libro del
dominico español Arintero o el de Marín‑Solá... La vida obliga a la Iglesia a
poner el acento de su enseñanza y explanación ya en este dogma ya en estotro;
y a definir verdades implícitas o sea
simplemente crear dogmas nuevos, cosa
que horroriza a los protestantes; que sin embargo están creando continuamente
dogmas contradictorios sin autoridad ninguna. Y nada impide tampoco que un dogma conocido sea formulado mejor; es decir sea expresado
verbalmente en forma más adecuada a los tiempos, sin variar su fondo.
El Papa actual ha definido el dogma
de la Asunción. Eso no está en la Escritura, dice Rodino. Ciertamente no está explícito en la Escritura, ni quizás en
la Tradición, que María Santísima fue llevada al cielo por su Hijo después de
su muerte en cuerpo y alma. ¿Qué maldita importancia tiene eso para la vida
moral y para los problemas contemporáneos? exclama Aldous Huxley; lo mismo que
había exclamado Víctor Hugo acerca del dogma de la Inmaculada Concepción,
definido hace un siglo...
Víctor Hugo cuando compuso su
desaforado poema “L’Inmaculée
Conception”, que esta en el libro L’Art
d’être Grand-Pére, no sabía a punto fijo qué significaba Inmaculada Concepción, lo mismo que
Aldous Huxley no sabe lo que quiere decir Asunción.
Asunción quiere decir en definitiva que hay actualmente un cuerpo de mujer que está en el cielo, así como hubo después de la Resurrección de Cristo un
cuerpo de varón, y habrá muchísimos después de la Resurrección Final. Bien.
Está hoy día en el tapete el que llaman feamente “problema sexual”, que
preocupa, atormenta y hasta enloquece a muchísimos falsos doctores, como el
mismo Aldous Huxley; y a sus amigos Wells, Bernard Shaw y Beverley Nichols,
para no decir nada del dementado David Lawrence. Y hay una negra cantidad de
tristes herejes (los “freudianos”, por ejemplo) que dan como solución que “el
sexo es esencialmente malo” y no tiene enderecera posible. Exagerando las
consecuencias del Pecado Original –lo cual está en la línea de Lutero– los
“froidistas” y otros negros maniqueos de nuestros tiempos ven en el fondo del
hombre algo esencialmente roto y torcido, puerco: lo cual formulado
teológicamente equivale a tener a la natura humana como caída y no redimida; uno de los cuatro estados posibles del hombre,
que nunca se verificó históricamente.
Jones, discípulo de Freud, califica
al Ello (el sustrato más íntimo del alma, el núcleo último de la natura humana)
como algo “Repelido activo bestial, infantil, alógico y sexual”[1]. He aquí el viejo dogma
maniqueo en su crudeza más cruda.
Este problema nadie puede negar –y
menos que nadie Huxley que está empantanado con él y no sabe la solución– que
es un problema actual y, como dicen, “candente” (Ahí está él, puesto incluso
gráficamente en nuestros “Suplementos en rotograbado”; la adoración y la
abominación de la mujer desnuda). Pues bien, su solución entre otras cosas
está simbólicamente en el “mito” de la Asunción de Nuestra Señora, que Aldous
Huxley pronuncia “inoportuno en nuestros tiempos”.
“El único remedio contra el fango
está en a carne divinizada”[2].
O como dijo también míticamente
Jerónimo del Rey –perdón por citarme a mí mismo– el 8 de diciembre 1948:
Asunción
de Mar la significa
Que
Un cuerpo de mujer esta en el cielo
Que
existe Un cuerpo de mujer sin duelo
Que
e la Deidad impregna y magnifica.
Adorable
o letal, ángel o mica,
Fruta
al varón imán, ruina o consuelo,
Del
alma espejo o detestable anzuelo
Puede
endiosarse; el Papa lo predica .
Lutero
dice que es ciénaga hedionda
Lawrence
predica que es divina fuente
Freud
dice que es veneno permanente...
Pero
sonríe ambigua la Gioconda
Y
Eva da a luz... y todo hereje miente
Y
hay un cuerpo que es luz, últimamente.
He puesto los dos primeros ejemplos
que se me ocurrieron de la calidad germinativa de la doctrina cristiana, o
crítica. Cuando el convertido de la China, el Japón, la India o... Norteamérica
recibe del misionero este núcleo de doctrina: Hay un Dios; El mandó al mundo a Su Hijo para redimirnos; para
salvarnos debemos cumplir los 10 Mandamientos del Sinaí en la atmósfera de la
gracia de Cristo, recibe no una
verdad lógica de donde se pueden deducir sistemáticamente todas las otras verdades
religiosas, sino una verdad para hacer de
donde surgirán a medida que la vaya haciendo, como de un manantial inagotable,
otras innúmeras verdades sin término posible, y sin variación tampoco. “Mi
padre, llevándome de la mano por el jardín, no era una verdad –dice
Chesterton–, era una fuente viva de verdades”.
Y es que “la vida eterna consiste en
que te conozcan a Ti, Padre de los Cielos, y al que Tú les enviaste, Jesús el
Cristo”: y este conocimiento es de suyo interminable y progresa hasta la muerte
y más allá; “tunc cognoscam sicut et
cognitus sum” (“entonces conoceré como de Dios soy conocido”) o sea, en su misma luz indeficiente e
infinita.
Por tanto, a la pregunta que se me
puso al comienzo “Dénos un resumen de la doctrina de Cristo” hay que dar la
respuesta de Kirkegor: “¡Un libro! ¡Quieren un libro! ¡No quieren la
Existencia, en donde están todos los libros! Quieren ideas, un libro de ideas”.
Cristo no escribió ningún libro; y es muy de notar que aun en los cuatro
libritos en que fielmente están recitados
sus hechos y sus dichos no se contiene sino una parte pequeñísima de lo
que hizo y dijo, como advirtió San Juan. Cristo no puso el menor empeño en que
sus Discípulos lo recogiesen todo: aunque
sin duda todo tenía el mismo egregio valor. Lo mismo que el Sembrador no tiel1e
afán porque todas las semillas
prendan, y sabe que algunas caerán en el camino y otras sobre las piedras y
otras entre zarzas, le basta con que una parte caiga en tierra buena. Ya
vendrán los libros, todos los libros que sean menester y mucllos más...
Ejemplo
¡Qué de libros! Había un templo construido todo de
libros en pila.
Enfilados
con cuidado según su color, yarará, negro y lila.
Con
muros anchos un metro como los viejos adobes coloniales.
Con
una luz ambigua, telarañas y sin portales,
Que entraba por las rendijas y no por
ventanal alguno.
Oprimente,
un ambiente estancado y reyuno.
Lleno de altares con luz eléctrica en
bombillas con telarañas.
De
los fetiches de moda rosa celeste y malva y sus hazañas
Donde se me dijo debía pasar yo toda la vida.
Y por un ascensor del techo me
descolgaban la vianda y la comida.
Es
un templo lleno de “ideas”
Muertas,
todas lindas, excluidas todas las feas,
Pero
yo tenía una idea propia;
Que
no era propiamente idea, es decir, copia
En un librito a la altura de mis rodillas
en forma de cornucopia.
Lo
agarré y le di un tirón
Mas
no podía sacarlo del montón...
Al
fin arranqué el librito
Y
los de encima empezaron a rodar afuera en epítrito
Y
se hizo una puerta o brecha o lo que fuera
Del
tarnaño justo de una persona entera
Y
un rayo de sol hirió la “polvadera”.
Y entró aire fresco y el olor de la
lluvia y los árboles y la gente.
Y
un peluquero blandiendo un peine y un agente.
Y vi que afuera era diferente...
Y
entonces sine mora y extemplo
Salí
para ver de afuera el templo
Que
se resquebrajaba de arriba abajo como un símbolo y un ejemplo.
Buenos Aires, 25 de septiembre de
1955.
III. Las parábolas
Hemos dicho en este libro que la parábola es un género creado por
Jesucristo, que ni antes ni después de El fue usado por nadie. Esta afirmación
es nueva, y conviene justificarla.
Parecería que la parábola de los Evangelios pertenece al
género griego del apólogo; que es una
fábula (mythos) cuyos personajes son
humanos en vez de belui nos, como por ejemplo El Viejo y la Muerte de Esopo. No es así, sin embargo: el apólogo
griego es una narración más sencilla en su contextura que termina en una
conclusión de moral corriente, que llamamos en español moraleja; y muy bien llamada: es una moralidad chiquita: como por
ejemplo:
Tenga
paciencia quien se cré infelice,
Que aun de la situación
más lamentable,
Es
la vida del hombre siempre amable:
El
viejo de la leña nos lo dice,
en el susodicho
apólogo de Esopo, traducido por Samaniego.
La parábola evangélica es más bien
que narración un cuadro, con más elemento dramático que épico; y presenta casi
sin excepción una especie de distorsión, como
la hecha por un espejo convexo, que desconcertó desde el principio a los
intérpretes, y sobre todo a los retóricos paganos, como Celso, que las tachó dc
extravagantes; y en nuestros días han sido tratadas hasta dc “criminales” o
''inmorales''.
Esta distorsión de rasgos responde
al propósito, como está dicho, de aludir al misterio,
a lo teológico, a lo infinito; y ha sido comparada no sin propiedad por
Chesterton al soplo impetuoso que en la plástica barroca hincha los ropajes,
tuerce los miembros y agita las líneas arquitectónicas, haciéndolas danzar a veces; como en los cuadros del
Greco, las estatuas del Bernini y los altares del Vignola.
En suma, la parábola pertenece al género símbolo; que es más que un género
literario, el modo de expresión más primitivo y fundamental de la poesía;
mezclado con humorismo, como diríamos
hoy, un humorismo teológico o trascendental
–como ha sido bautizado–, no una cualquiera jocosidad o ironía. Archibald
Cronin escribió al final de su novela Las
Llaves del Reino: “El Cristo es más grande que Buda; pero Buda tenía más
sentido del humor”. Se equivoca. Chesterton en su libro Orthodoxy notó que esta singular exageración que se encuentra en las parábolas, no es otra cosa que
humorismo; aunque omite allí el explicarse más claramente.
En la literatura cristiana posterior
a Cristo no encontramos parábolas: el Pilgrim
Progress de Bunyan, el Pilgrim
Regress de Lewis y las tremendas novelas satíricas del Deán Swift, por
ejemplo, son propiamente alegorías. Tampoco
puede llamarse parábola sublime, como
la calificó Macaulay, la Divina Comedia
de Dante; ésta es un poema épico de una creación enteramente nueva, una epopeya espiritual, que preside toda la
literatura romántica. En todo caso, lo que más se parecería a la parábola son
los actuales relatos monstruosos de Kafka, o algunas de las últimas novelas de
Hemingway.
En el Viejo Testamento se habla de
las parábolas (o “semejanzas”) de Salomón y se dice que el Rey Sabio compuso
3.000 dellas. Pero las parábolas de Salomón que se han conservado no son sino comparaciones brevísimas, de contenido
moral casi siempre, que tienen uno o dos dísticos solamente. Verdad es que aquí
se encuentra el embrión del género que en los
rabbíes posteriores se desarrolló; y en Cristo se consumó. En los rabbíes anteriores a Cristo se
encuentran parábolas más extensas (como las que hemos citado de Elisha‑ben‑Abuyah
y de Josef‑Bar‑Iudah en p. 60) pero todas las que conocemos tienen el carácter
ya definido de “apólogos”.
El escritor modernista Samuel Butler
–no S. Butler el satírico, sino S. Butler el pintor– y otros después de él,
califica a las parábolas de Cristo de ''inmoralistas”. La aseveración es típica
del escritor más impío que conocemos, al lado del cual Voltaire y su epígono
Anatole France parecen simples nenes bocasucias. ¿Por qué? Porque, según el
autor de The Way of All Flesh, las parábolas
principales del Nazareno insinuarían máximas contrarias a la moral natural.
Ignoraba el escritor inglés que su blasfema afirmación, que trasunta una ignorancia
monumental, había sido refutada de antemano por un contemporáneo suyo, el danés
Kirkegor, en su profunda doctrina de la distinción entre la “instancia ética” y la “instancia religiosa”, y en la
sutil observación de que la “instancia religiosa” comporta una especie de
“susperlsión de la moral”, provisoria desde luego; y en el fondo sólo
aparente.
Por lo demás, cualquier hombre con
cultura artística sabe que cuando el artista crea símbolos o imágenes no por
eso los aprueba o recomienda; se reduce a retratar una realidad. Que existen Mayordomos Pícaros,
por ejemplo, es una realidad; y la conclusión de la parábola que dice que “los
pícaros son más pícaros en sus negocios que los Buenos en los suyos” es una
ironía de Cristo, como está dicho en su lugar, o como dijo exactamente Cristo
que “los hijos de las tinieblas ven mas en sus cosas que en las propias los hijos
de la luz”, lo cual es una verdad que tiene su justificación teológica, y que
incluso se puede apoyar con
Aristóteles. Aristóteles dijo que para las cosas divinas los ojos
humanos son como los ojos del
murciélago para el sol: a causa no
de la deficiencia sino de la
excelencia del objeto. Y así es justo que los fieles vean menos en sus cosas
propias, que son las divinas, que no los pícaros en las suyas, que son las picardías. Mas Aristóteles añade, que ese conocimiento, aunque sea fragmentario y oscuro
por exceso de luz tiene infinito más valor que el conocimiento de lo
terreno, aunque sea mayor y más claro. Que un pagano tenga que enseñarle al
hijo del clérigo Butler estas
cosas...
Este dicho de Cristo funda la
doctrina de la fe, de la que enseñan los teólogos que es obscura, y que
desde el respecto de la claridad, la
facilidad y el gozo de conocer, es inferior a la ciencia; pero no desde el
respecto de su valor.
El libro The Fair Haven –que se puede traducir El Puerto
de Salvación–, de Samuel Butler el Pintor, es el libro más pérfido que se
ha escrito en el mundo. Como dije, Voltaire y Anatole France son dos nenes al
lado de este superadulto frío y culebroso, dueño de una rnalicia calculada y
dosada, y un odio contenido, el cual funde la mofa volteliana con el sarcasmo
helado del Deán Swift y la infonnación y sutileza teológica de un Newman.
Nada me extrañaría que Samuel Butler
haya sido un demoníaco, en el sentido
kirkegordiano. Ciertamente es uno de
los heraldos del Anticristo. Es el escritor antirreligioso más eficaz de los
tiempos modernos; lo cual es decir de todos los tiempos; porque no ataca al
cristianismo, sino que lo “traiciona”: lo mata con un beso, como Judas. Su
método es la perfidia, llevada a una perfección tal que llega a la obra de arte.
El libro constituye una defensa fingida de la resurrección de Cristo, y
de lo fundamental del Cristianismo (que es Lo
Sobrenatural) hecha al revés; es decir, hecha de modo que no pruebe, sino
que pruebo lo contrario. Pertenece pues al género parodia; pero no es una parodia ordinaria, lo cual pertenece a la comedia, sino una parodia sardónica, y
fríamente satánica.
Butler atribuyó su libro –y en forma
tan hábil que al principio engalíó a muchos– a dos pastores protestantes
hermanos que llamó Tohn Pickard Owen y William Bickcrstcth Owen. Este último
publica la obra de su “hermano mayor” y la prolonga con una “memoria” acerca
de la vida religiosa (la educación, la caída en la incredulidad, y la
conversión final) del otro, que es de una astucia extraordinaria (humor al
tercer grado) y enmarca al libro
supuesto del otro pastor supuesto con toda eficacia. La religión cristiana es
expuesta allí (to expose: poner en
picota, en inglés) desde tres ángulos adversos, a la vez: el autor de la
memoria es un cristiano bobo; el hermano es un cristiano ingenioso que exhibe
una defensa extravagante y disparatada del dog ma, y concede al adversario, como de paso y sin llamar la atención
justamente lo aue el adversario desea; y las objeciones del adversario son las reales y serias, y puestas en la
forn1a más hábil, mientras los arguméntos del Defensor‑Fídei están deliberadamente y también hábilmente viciados.
Y los tres ataques (mejor dicho, calumnias) están envueltos en un odio
solapado, que se filtra a veces directamente en xarcasmos repentinos, como
brotes de lava, que Butler no sabe esconder ni contener; y traicionan, bajo el
disfraz, el ánimo verdadero: o sea el “foul
play”, que dicen ellos: juego sucio.
Como dije, la primera edición de la parodia engañó a algunos reviewers, o críticos, a no ser que
mienta también Samuel Butler en las citas que pone al prólogo de la segunda edición, firmado con el
seudónimo de Gerald Bullet. Según él, un crítico
escribió: “To the sincerely inquiring
doubter, the striking way in wich the truth of the Resurrection is exhibited,
must be most benefical”. Es decir: “para los dudantes que inquieren de bunla
fe la estupenda manera en que la verdad de la Resurrección está expuesta, tiene
que hacerles un provecho enorme”.
Eso es mucho peor que crecr que Cide
Hamete Benengueli existió realmente y que Cervantes fue moro de modo que es
probable que sea una mofa más de Butler y no un tropezón de un crítico; cuyo
nombre, por lo demás, no se da.
Uno quisiera ser benigno con este
libro –como con todos– y clasificarlo de sátira a la mala apologética y a la
apologética en general, protestante o católica, pero como dije, no es posible.
Butler no es un ingenuo burlón o sarcástico cualquiera, sino que realmente es
protervo. El retrato que hace de su madre (de la madre de los dos Owen) es
sublevante. Pretendiendo pintarla como un modelo de piedad y de bondad. y
exhibiendo felonamente los signos del cariño filial, la deja en realidad hecha
un trapo sucio, con la sugestión implícita de que eso son en realidad las
mujeres llamadas “muy religiosas”. Para los antiguos la palabra pietas significaba en primer término el
amor filial, el sentimiento de los hijos para con sus padres; de donde impío en latín significaba lo que el
criollo llama desmadrado, que luego
por extensión se aplicaba a Dios, de modo que en castellano la impiedad conservó solamente ese segundo
sentido de animadversión contra Dios; con lo cual la sabiduría de los pueblos
aludía quizá a un lazo misterioso que existe entre el amor a los padres y la
reverencia a Dios. De hecho, el 5º Mandamiento del Decálogo –4º para nosotros–,
“Honrar padre y madre”, está colocado en la primera tabla de la Ley, que
contiene las obligaciones del hombre para con Dios; porque los padres son representantes
vivientes de Dios.
Ningún mejor ejemplo de esta
relación misteriosa que este Butler: Butler odió a sus padres, lo mismo que a Dios; antes o después
que a Dios, no lo sé. Además del odioso retrato de su madre que hace en este
libro “religioso”, escribió una novela autobiográfica llamada The Way of All Flesch, en que deja a sus
dos genitores de oro y azul, a su padre sobre todo, que fue pastor protestante.
En el penúltimo capítulo de este
libro, el XXV, Butler habla de su propia obra literaria, pintándola con bastante
exactitud, aunque muy ventajosamente; y defiende el núcleo de su pensamiento.
Este núcleo pertenece a la herejía cristiana que se llama técnicamente modernismo –que Newrnan calificó en su
nacimiento de “liberalismo religioso”– condenada por San Pío X. El espíritu
de esta herejía actual y hoy sumamente difundida está allí expuesto con gran
nitidez: no es extraño que Bernard Shaw, Beresford, B. Nichols, Huxley y demás
modernistas actuales, tengan a Butler como su autor de cabecera.
El criterio supremo de la verdad
religiosa consiste en la buena crianza (!).
Así lo dice, en p. 460 de la edición Penguin del año 1941: “Que Un hombre haya
sido bien criado y críe a otros bien; que su figura, cabeza, manos, pies, voz,
manera e indumento sean convincentes en este punto; de modo que ninguno pueda mirarlo sin caer en la cuenta de
que viene de buen tronco y constituirá un buen tronco, esto es el “desiderandum”. Y lo mismo las mujeres.
El mayor número de esta gente bien criada y la mayor felicidad de ellos, éste
es el bien supremo; hacia este Bien, todo el gobierno, todas las reglas sociales,
todo el arte, literatura y ciencia, tiene que estar directa o indirectamente
dirigido. Hombres santos y mujeres santas son los que tienen esto en vista
automáticamente todos los momentos, sean de pasatiempo, sean de trabajo...”.
Ese es pues el fin de la religión
verdadera. ¿Y cuál es la religión verdadera? Ninguna y todas. “Cualquier secta
que muestre superioridad a este respecto debe llevarse a las demás por delante''
dice Butler. “El Cristianismo fue verdadero en. tanto cuando fomentó la
belleza; y él fomentó mucha belleza. Fue falso en cuanto fomentó la fealdad, y
él fomentó mucha fealdad...”.
“Hay que ser
cristiano, pero lo más mal cristiano [”lukewarm”]
posible...”.
Finalmente, el fondo y el espíritu
de la última herejía está expresado así:
“Sería inconveniente
cambiar las palabras de nuestro misal [”Prayer
book”] y de nuestro Credo [”Articles”]
pero sería conveniente cambiar en una forma silenciosa los significados que
ponemos debajo...”. La Iglesia debería hacer eso, según Butler.
Ésta fue exactamente la política de
los eclesiásticos y laicos tocados de modernismo a principios del siglo, antes
de ser desenmascarados por Pío X: vaciar de su contenido sobrenatural o
trascendente los dogmas cristianos, conservando la cáscara, en definitiva,
convertirlos en “mitos”... de la adoración del hombre en lugar de Dios. Ese
trabajo continúa hoy día en vasta escala y en diversas formas; no es sino
prolongación proterva de lo que se llamó el siglo pasado catolicismo liberal, hoy día enteramente puesto al desnudo en
España y en Italia, pero no todavía en la Argentina, donde cuando esto escribo
sufrimos un rebrote de él sumamente crudo; y bien atrasado por cierto.
Hemos querido caracterizar a este
escritor modernista antes de copiar
su brulote contra las parábolas de Cristo y en realidad contra toda su
doctrina, que dice así. “Ninguna de las parábolas puede ser interpretada literalmente
con ventaja para el bienestar humano, excepto quizás la del buen Samaritano; ni
tampoco el Sermón de la Montaña, salvo en algunos pasajes que eran en realidad
patrimonio común de la Humanidad antes de la venida de Cristo. Las parábolas
que todos aplauden son en realidad muy malas: el Mayordomo Pícaro, Los Operarios
de la Viña, el Hijo Pródigo, El Rico y Lázaro, el Sembrador, las Vírgenes
Cuerdas y Locas, la Vestidura Nupcial, el Hombre que planto una Viña... todas
son groseramente inmorales, o tienden a engendrar un concepto muy bajo del carácter de Dios, un
concepto muy por debajo del promedio de los buenos reyes terrenales. Y cuando
no Son inmorales o no tienden a degradar
el carácter de Dios, Son las más
simples paparruchas imaginables, tal que uno se asombra de ver que “eso” haya
sido aceptado como predicado primigeniamente por el Cristo. Algunas máximas
como las que inculcan la concordia y un cierto perdón de las injurias –von tal
que sean practicables– son ciertamente buenas; pero el mundo no debe su
descubrimiento a Jesucristo; y no tienen mucha influencia por cierto en la vida
práctica de sus seguidores...”[3]
Claramente se y e aquí cómo esa
permanente alusión a lo sobrenatural o irrupción
de lo teológico en las parábolas, que les dan su sello propio y único en
toda la literatura del mundo, ha sido malentendido por Butler, lo mismo que por
los fariseos. Cristo lo
sabía perfectamente: que su predicación tenía que ser “piedra de escándalo”,
y “dichoso aquel que en mí no escandalice”, es decir, no tropiece. Y por eso
contestó con divina ironía a los que le observaban:
“–¿Por
qué les hablas en parábolas, si ya ves que no te entienden?
“–Para
eso, para que no entiendan... y se pierdan”.
Respuesta
de previsión, lucidez y dolor –que Butler calificará sin duda de “ferocidad”–,
respuesta que quiere decir lo contrario de lo que dice, como es propio de la
ironía.
Vamos a ver para terminar nuestro
trabajo la exégesis de cualquiera de las parábolas tan incriminadas por Butler;
por ejemplo, el Hijo Pródigo (Lc. XV, 11).
Es una narración sencilla del
Descarrío, la Conversión y la Vuelta Gloriosa de un mal muchacho cualquiera,
hecha con suma sobriedad y un toque sutil de humorismo, sin la menor babura de
retórica: como todos los grandes artistas, Jesús‑ben‑Nazareth compone más con cosas que con palabras.
Un
hombre tenía dos hijos
Y
el Hijo Menor dijo al Padre:
Padre,
dáme mi parte de la hacienda
La
parte que me corresponde
Y
el Padre partió entre los dos la Hacienda”.
Las dos primeras partes no tienen
dificultad ninguna, y el exegeta puede limitarse a notar si quiere, además de
los graciosos paralelismos, antítesis y broches
propios del ritmo oral, los
toques sutiles de inteligencia y las ironías no apoyadas del cuentito: lo del
“que me corresponde' que en realidad no le correspondía, la total sumisión
del Padre al albedrío del Hijo Menor; la escapada de éste a una “región
grandota”, el Mundo, en contraposición al recinto pequeño y cerrado del hogar,
la vida “licenciosa”, que la Vulgata traduce “lujuriosa” pero que el griego dice,
“akóotoos” que significa algo como despatarrado, o alocado, la crisis que cayó sobre la región
“grande”; la dureza del “propietario” de aquella región; el lamentable “pastor
de cerdos”, la desolación el hambre, las bellotas o algarrobas. Los Santos Padres
han decantado bastante sobre todos los pormenores; y han hecho de ellos todos
los símbolos posibles imaginables. Pero para los oyentes de Cristo, eso era
una especie de chimento común,
sumamente lógico y verosímil verisimilior vero, aunque transfigurado
por un foco de inteligencia y un patetismo extraordinario. El “Padre”... Padres
como éste de aquí, se dan pocos.
La pintura del arrepentimiento
genuino, la decisión absoluta, y el retorno incondicional e inmediato del mucha
chito a su casa, se cierra con el gesto igualmente absoluto del Padre que todo
el tiempo observaba el camino desde su torre, y le sale al encuentro a mitad
del camino, y hace él más de la mitad del dificultoso encuentro. La
magnanimidad, el amor y la alegría paternales no han sido jamás logradas en
tan breves líneas y tan decisivos rasgos por ningún poeta del mundo.
Viene luego la Fiesta del Buen
Retorno, que es lo que Butler encuentra inmoral, Y Gide ha intentado torcer en
otra dirección, haciendo desarrepentir al Hijo Pródigo, y pintando al Hijo
Mayor como un Puritano hipócrita y repelente Pero las cosas que dice el
Hermano Mayor son verdaderos y razonables –aunque no quizás su teatral enojo– y
el Menor guarda silencio delante del “justo”; mas el Padre cubre a los dos con
una misericordia que se levanta sobre la común moral de los hombres sin
anularla, como el cielo sobre la tierra, pues pertenece al plano religioso que
está por encima del plano ético; y es el Instante,
el punto de inserción de la eternidad en el tiempo. No es de extrañar que
Butler y Gide, ciegos a la eternidad, aquí ya no vean nada; o vean al revés,
que es peor.
El Hijo Mayor no es el pueblo judío
–y el Menor el Gentilismo– como interpreta San Agustín alegóricamente, eso no
calza bien con la narración. Tampoco es el Fariseo, el Puritano Hipócrita,
aquel que se dice justo sin serlo, como indica San Jerónimo. El Padre no lo
trata de hipócrita ni de gazmoño; al contrario, le dice cariñosamente: “Vives
Conmigo y todas mis cosas son tuyas”.
El Hijo Mayor es simplemente el
Justo de este mundo, el Hombre Moral, el Consejero de la Corona, que diría
Kirkegor: el Juez de la Corte Suprema, el Obispo, el Cura, la Señorona Marquesa
Pontificia, yo, y el portero Bernardo: los que nunca hemos sacado los pies del
plato, y tenemos que hacer un gran trabajo de investigación para confesarnos
cada semana. Cristo aludió irónicamente a nuestra
justicia (o nuestra corrección)
de la que estamos un poquito demasiado ufanos. “Todas nuestras justicias Son
una cosa sucia”, dice la Escritura; y la palabra que pone allí Isaías en el
Canto XIV es mucho más fuerte que sucia;
y hoy día chocaría. Y que por eso “hay más gozo en el cielo por un pecador que
vuelve a penitencia [rotundamente, descendiendo hasta el tope de la más extrema
humildad] que por 99 justos... que no tienen necesidad de penitencia”, añadió
con malicia Cristo; supuesto que sus
oyentes, esos hebreos analfabetos, pero pasados de Escritura Sacra, sabían
perfectamente que todos tenemos necesidad de penitencia. “Si no hiciereis
penitencia, todos pereceréis igualmente”.
Y así podríamos recorrer fácilmente
todas las parábolas que chocaron a Butler y todas las 120 que hay en el
Evangelio: Muchas están “hecha” ya en el cuerpo de este libro, y para muestra
hay ya de sobra botones.
El
Rico Epulón (Lucas, XVI, 9). Aquí hay una cosa muy brava, que es nada menos
que el Infierno: Butler, Gide, Shaw y Cía. no quieren ni oírlo nombrar. “El hombre
que cree en el infierno no puede ser religioso”.
Había
un Hombre Rico, que se vestía de purpura y holanda
Banqueteando
en grande cada día
Y
había Un pobre llamado Lázaro, que yacía ante Su puerta
Cubierto
de llagas
Y
ansiaba Con los restos que caían de su mesa hartarse
Y
ninguno se los daba.
El mismo procedimiento narrativo, el
planteo despojado de la historia en unas pocas frases directas, cósicas y cromáticas, trabadas en
balanceo y antítesis; el dramático encuentro del Leproso y el Magnate en la
otra vida y el breve y golpeado diálogo con su exageración oriental, y la
resuelta conclusión de que “Si no creen a Moisés y a los Profetas –Tampoco se
dejarán persuadir– Aunque uno resucite de entre los muertos”; lo cual se
verificó literalmente en la resurrección del “otro Lázaro –y la coincidencia de
los dos nombres no debe ser casual– y en la del propio Cristo.
Lo que debe haber de “inmoral” en
esta parábola –según Butler– será sin duda la poca misericordia de Abraham,
que responde negativa al Epulón,
primero acerca del darle una gota de agua por medio de Lázaro, y, después, en hacer
que Lázaro resucite para ir a avisarle a sus cinco hermanos que hay otra vida, y que en ella las cosas
van a veces al revés que en esta. Pero Abraham dio allí una razón muy buena de
su negativa; y dentro de las convenciones del género, exacta; que no lo hacía
pura y simplemente porque era imposible: pues “un abismo infranqueable existe
de necesidad entre nosotros” Ese abismo, que nuestro Samuel Butler –Borges–
calificaría de “mitología de conventillo”, es una obvia verdad teológica; y aún
si se quiere filosófica. Pero para saberla hay que aprenderla: no está en la Enciclopedia Hispano-Americana.
Cristo cree en el Infierno y habla
mucho de él –unas 14 veces– simplemente porque era un hombre muy religioso;
y en consecuencia sabe que el Infierno existe y tiene grandísimo miedo de que
vayamos a él. Una vez había leído yo un libro de Borges contra el Infierno;
mejor dicho, contra una cantidad de cosas, casi todas malas, que se llama Discusión. El libro me hizo pensar, cosa
que no me pasa con todos los libros de Borges; y con ninguno de Mallea: pensar
en las cosas de mi oficio. Borges se documentó acerca del Infierno en el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano
y refuta victoriosamente todos los argumentos que no prueban la existencia del
Infierno, dándose el lujo de ignorar el único que lo prueba, que es la Sagrada
Escritura aceptada como revelación –un poco como Samuel Butler, al cual
admira–, para concluir con la blasfemia de que todo el que cree en el Infierno
“es irreligioso”, con lo cual caen
en la Irreligión casi toda la Humanidad menos Borges; e inclusive Jesucristo...
La primera blasfemia que estampó
Borges en su vida después ha hecho otras, más o menos ingeniosas. “Borges es
un escritor inglés que se va a los suburbios a blasfemar”, me dijo un cura
irlandés.
Estaba en Mar del Plata entonces, y
un día apareció según parece en la
playa una ballena; y Martita mi sobrina, que tenía 5 años, se empinaba y se
desesperaba por ver la ballena detrás de un nudo de gente que exclamaba con
entusiasmo: “¡La ballena, la ballena!”. Unos días después vi que el padre de la
criatura, mi finado hermano, le decía: “–Martita, si no obedeces, llamo a la
ballena: está ahí en el cuarto de al lado”. La deducción obvia de este hecho, en
la filosofía borgiana, sería que el doctor Luis O. Castellani era un hombre irreligioso; porque, primero, mentía, y, segundo,
asustaba a una criatura.
Pero la verdad es que era muy
religioso, porque la ballena existe; en la forma de todos los males que caen
sobre el adulto, si de chico es malcriado; y si asustaba un poco a su hija, era
por piedad paterna; que ojalá la hubiesen tenido también con Borges. Claro que
su mitología era un poco “de conventillo”; pero también lo es la de Cristo, a
juicio de Borges; pues el Salvador habla de fuego, de sed, de tinieblas, de
cárcel y del “gusano que nunca muere”. Así que estos grandes escritores de
cuentos que son “cuentos”, harían bien en estudiar un poco –si quieren hablar
de Él– al recitador galileo autor de cuentos que son verdades.
Bien sé cuán “dura es esta palabra”
del Infierno, que a mí como a todo hombre religioso anonada; pero existen
demasiadas cosas duras en la realidad para que podamos decir a puro capricho
que es imposible. Esperamos que Borges se documentará mejor ahora que tiene en
la Biblioteca Nacional mucho tiempo y plenty
of books; y que se librará de la Ballena.
IV. La Iglesia
Alguien ha dicho que ninguno es cristiano, sino que a lo más deviene cristiano. Para poder decir soy un cristiano habría que poder decir soy un santo; cosa que el que osara
decir, dejaría de ser santo en el mismo momento; si es que por ventura lo era
antes, cosa que la dificulto mucho, ch'amigo, como dijo el correntino cuando le
dijeron que su suegra estaba en el Cielo.
Esta es una manera de hablar exagerada,
propia de los europeos: aquí en la Argentina todos somos cristianos –”la
Argentina es un país católico”– porque a todos nos han bautizado a los cinco
meses aproximadamente; nos han casado por la Iglesia a los 54 años; nos han
divorciado a los 57; y cuando cantemos para el carnero, nos llevarán a la
iglesia y nos echarán agua bendita en la cara –o en lo que fue cara– con una
imponente carga de latines, que no significan nada ni para mí, ni para los
circunstantes ni –me atrevo a decir– para el cura: el cual ya es un “habituado”
a esos latines, peor que un sanjuanino al vino y un santafesino al agua; y los
recita como agua.
Pero suponiendo fuese verdad lo que
defendió aquel filósofo que “nadie es cristiano, todos nos “estamos volviendo.,
en todo caso'; o sea que la categoría cristiano,
lo mismo que la categoría ricachón, no
es una categoría estática sino dinámica; entonces habría que decir también que
“la Iglesia no es santa sino que se está volviendo santa”; lo cual sería a
modo de herejía, porque el Credo mismo dice que la Iglesia es santa (“et unam, sanctam, catolicam et apostolicam
Ecclesiam”), cosa que cantamos con agrado todos los sacerdotes; no sin un
gran consuelo, porque siendo la Iglesia nosotros,
resulta que es de fe que, cualquier cosa que hagamos nosotros, somos
santos.
Como de vez en cuando acontece entre
nosotros cada cosa que es imposible atribuir al Espíritu Santo, entonces el
Incrédulo pregunta con sorna:
“–¿Esto es santidad?”.
Nosotros respondemos: “Una cosa es
el Cristianismo y otra la Cristiandad; una cosa es la Iglesia y otra los
iglesantes”, y nos quedamos muy frescos con nuestra filosofía; pero el
Incrédulo se queda más fresco todavía.
Esa distinción entre cristianismo y cristianos quizás no sea
mala si se entiende; pero cualquier cosa es mala si no se entiende.
Algunos con oponer esas dos
palabras, como si fuesen opuestas o separables, creen responder a la pavorosa
objeción contra el Cristianismo que nace de las cochinadas, pavadas o burradas
visibles de la Santa Madre Iglesia Visible.
Por ejemplo, el filósofo Berdiaeff escribió un librito con el título: De La Dignidad del Cristianismo y de la
Indignidad de los Cristianos; y el filósofo Kirkegor pronunció la muy
repetida hoy día frase siguiente: “Cristo bajó al mundo a salvarnos, murió por
nosotros, nos dejó su doctrina y su sangre; y ¿qué ha sucedido? Que veinte
siglos de Cristiandad [18, dice él] han terminado en la disolución del
Cristianismo'.
El incrédulo reflexiona no sin
realismo: “¿Qué me importa a mí que el Cristianismo sea muy santo, si la
Cristiandad es puerca? Lo que existe realmente son los cristianos, el
“Cristianismo” en abstracto es una poesía lírica, es un ideal nunca realizado:
lo cual demuestra que es irrealizable. La realización real del Cristianismo tal
como lo veo –y no puedo dejar de verlo sin renunciar a mi sentido moral– es una
porquería; y por ende, el Cristianismo tiene que ser también una porquería,
aunque por fuera parezca muy lindo a los tontos y a los ingenuos...”. Así
Nietzsche, por ejemplo; Croce; Toynbee; y tantísimos otros.
La mejor respuesta en obras a esta
objeción es vivir de tal manera que uno se parezca a Cristo, lo cual es
parecerse a uno mismo mirado‑por‑Dios‑desde‑lo‑eterno:
“tal como ya en Sí mismo la Eternidad lo cambia”, que dijo el poeta. Pero si el
incrédulo demanda una respuesta en
palabras, entonces:
1. Hay que interponer Iglesia entre Cristianismo y
Cristiandad.
2. Hay que definir bien todos esos
términos, a saber:
El Cristianismo es la doctrina de Cristo.
La
Iglesia es el Cristianismo encarnado (1).
La Cristiandad es el Cristianismo encarnado
(2).
Estos dos términos últimos designan
la misma realidad, pero mirada de dos puntos opuestos. La Iglesia designa al Cristianismo encarnado con el acento en
la cabeza, que es Cristo, y en la Cristiandad designa al Cristianismo encarnado
con el acento en los pies; como sería yo, por ejemplo; o tú, mejor dicho. O tu
abuelita. Porque esa realidad social y visible que está en la tierra –y no es
de la tierra del todo– desde hace 20 siglos y no puede dejar de verse, puede
mirarse de la cabeza abajo, que es transparente; o de los pies arriba, que son
opacos. La cabeza es la Iglesia, pero sin excluir los pies; los pies son
también la Iglesia, por sucios que estén; pero solamente en cuanto están todavía unidos a la cabeza; y se
espera que se limpien o puedan
limpiarse: y Dios está por llover fuego y azufre para limpiarlos, me parece...
La cabeza es Cristo “semper vivens et
interpellans pro nobis”; y los pies son por ejemplo San Pedro negando a
Cristo después de haberle Cristo lavado los pies.
¡Qué imagen tierna y espantosa:
Cristo lavando los pies a San Pedro y a Judas! En el curso de los siglos Cristo
se postra a los pies de todos los sucesores de Pedro para lavarles los pies; y
algunos tienen patas más de Judas que de Pedro; y todos sin excepción los
tienen sucios, como aseveró Cristo en aquella memorable ocasión. Y por eso la
Cristiandad, por sucia que ande a veces, nunca se ha podrido del todo: porque
Cristo se abaja a lavarnos a nosotros: y a los Apóstoles los lava con agua;
pero a los Apóstatas con ácido sulfúrico.
La Cristiandad es el Cristianismo
mirado desde los pies; es decir, la parte material, temporal, perecedera del
Cristianismo; que no solamente es “humana, demasiado humana”; sino que a veces
llega a parecer o a ser hasta infrahumana –”los curas son peores que nosotros”,
dicen los fieles y a veces no se equivocan– en virtud de la ley del contraste;
que reza que la corrupción de lo mejor es
lo peor.
Lo más contrario al Cristianismo
que hay en el mundo es la hipocresía; y sin embargo, nada es tan fácil como
pasar del Cristianismo a la hipocresía, o exactamente dicho: quedarse en la
hipocresía sin llegar al Cristianismo. Esa corrupción suprema del fariseísmo,
contra la cual luchó Cristo, sólo puede darse plenamente en la religión
verdadera.
De modo que, resumiendo, el
Cristianismo no tiene ninguna porquería; la Cristiandad tiene bastantes y muy
repelentes; y la Iglesia tiene y no tiene; porque ella mientras milita en la tierra
consiste en un esfuerzo constante por reducir la Cristiandad al Cristianismo,
en una especie de gigantesca empresa de quemazón de basuras, lo cual presupone
la existencia de basuras, pero una existencia que no se acepta y contra la cual
se lucha. Si no hubiese existido Savonarola al frente de Alejandro VI,
estábamos perdidos; pero existió Savonarola.
La santidad de la Iglesia es como
una lejía: es una cosa dinámica y no estática: es un devenir, una lucha, una ascensión interminable. Aparentemente interminable,
pero que termina. “He aquí que haré nuevos cielos y nueva tierra” dice Dios.
Terminará la lucha un día.
“Volveos Excepcionales lo mismo que
vuestro Padre, el cual es ciudadano del cielo; vosotros no lo sois todavía. No
seáis Masa, volveos Singulares, Diferentes, Individuos. En suma, “llegad a ser
los que sois, volveos Persona y no os resignéis a ser siempre Rebaño....”.
–¿Quién dijo eso?
–Jesucristo.
–Usted tergiversa. Jesucristo ¿no
dijo por ventura: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”?
–Sí. Así traduce la Vulgata. Pero yo
le aseguro categóricamente que estotra traducción no es infiel; y para
nosotros los condenados a ser pisoteados por la bestialidad de la Masa, quizá
sea mejor estotra de Jerónimo del Rey que la del mismísimo San Jerónimo. ¿Qué
significa exactamente teleiois en
griego? Vea cualquier diccionario: una cosa dinámica y no estática. Por tanto,
haceos Excepcionales, como vuestro Padre que está en los cielos es Único. Haced
un esfuerzo para llegar a ser lo que sois, es decir, Individuos; es decir,
Únicos; es decir, Perfectos; es decir, Santos.
(El quinto ensayo de este “Resumen de todo lo
dicho., acerca de las profecías, no ha podido ser acabado por el autor. El cual
pide excusa por ello).
Erratas
Página 219
El hexámetro,
atribuido en la primera edición a Lucrecio, que reza:
“Est Deus in nobis, agitante
calescimus illo”
no está en el poema
DE NATURA RERUM, única obra de Lucrecio –por lo menos en el texto crítico
establecido por Alfred Ernout para Les
Belles Lettres de París, año 1935, que acabamos de recorrer verso por
verso–. La idea sí que está en Lucrecio, y por cierto que como una de las
ruedas maestras de su pensamiento, principalmente en la invocación:
“Aeneadum genetrix hominum
divonque voluptas Alma Venus... (1. I, v. 1) y en la mitad del
Libro IV, v. 1058 seq.
“Haec
venus est nobis...”
Nosotros copiamos la cita equivocada
(el verso probablemente de Ovidio) de un exegeta llamado A. Durand, el cual
probablemente la copió, según la santa costumbre de los eruditos, de otro
exegeta, el cual la copió de otro, que era un vago que citaba de memoria no
teniéndola buena. Así se han creado cosas pintorescas y aun portentosas en el
mundo de las letras, como observa Belloc: “Inaccuracy
is a God. . . At least, some God guides it... Inaccuracy is a very fruitfull and
potverfull creator of things. It not only creates legends, it creates of words.
There are hosts and crowds of words. . . through the inspiration of
inaccuracy, which is blown into men by this God of whom I speack...”, On
Inaccuracy en el libro ON, P. 100, Methuen Ldon. cuarta
edición, año 1927. Hemos citado con todo cuidado; sin embargo, si alguno nos re‑cita, le
recomendamos verifique sus referencias.
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La anécdota del sargento salteño no
está tomada del libro La Historia que he
Vivido, todavía no publicado al escribirse esa homilía; sino de un relato
oral de don Carlos Ibarguren al autor. (19 de junio de 1957).