EL EVANGELIO DE JESUCRISTO
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[Mt 22, 15-21] MI 22, 15-21
La obediencia es una gran virtud cristiana. Cristo murió por obediencia, dice San Pablo, “hecho obediente hasta la muerte; y muerte de cruz”. La desobediencia es hija de la soberbia, y como ella, es la raíz de la perdición; porque en definitiva, todo pecado es una desobediencia.
Pero la obediencia no es el Mandato Máximo y Mejor del Cristianismo, sino la Caridad. La obediencia es una virtud moral, pertenece al grupo de la Religión, que es la primera de las virtudes morales: no es una virtud teologal. Digo esto, porque hay una tendencia en nuestros días a falsear la virtud de la obediencia, como si fuera la primera de todas y el resumen de todas. “Usted no tiene más que obedecer y está salvo. La obediencia trae consigo todas las otras virtudes. El que obedece está siempre seguro. “El que a vosotros oye, a Mí me oye”, dijo Cristo[4] En caso contrario, Cristo hubiese dicho: “El que a vosotros obedece, a Mí obedece”; lo cual –siendo verdad en un sentido– induciría sin embargo una conclusión desmesurada, a saber: que la Iglesia tiene potestad total en este mundo, incluso potestad directa en las cosas temporales, cosa que la Iglesia siempre ha negado; pues es evidente que a Cristo debemos obediencia en todo, incluso en el dominio temporal, político o civil: es Rey de Reyes y Señor de los Señores.
La
interpretación viciosa de ese texto autorizaría a los Jerarcas Eclesiásticos a
elegir o deponer Reyes, hacer leyes civiles, y gobernar las naciones; error
teológico denominado cesaropapismo o teocratismo.. El que obedece no puede
equivocarse porque hace la voluntad de Dios. Hay que matar el juicio propio. La
obediencia es pura fe y pura caridad. El Papa es Cristo en la tierra”,
etcétera. Todo eso es menester entenderlo bien.
Algunos
representantes de Dios parecen a veces pretender sustituirse a Dios. “Lo que yo
digo es para usted la voz de Dios, no se puede seguir nunca el propio juicio.
La obediencia lo dispensa a usted de todo.” Eso ya no se puede entender bien,
es engafo. Sería un grave y donoso error teológico equiparar la obediencia con
las virtudes teologales. La obediencia, como todas las virtudes morales, tiene
sus límites. No se puede amar demasiado a Dios, no se puede esperar ni creer
demasiado; pero sí obedecer demasiado a un hombre.
Los
límites de la obediencia son la caridad y la prudencia. No se puede obedecer
contra la caridad: en donde se ve pecado, aun el más mínimo, hay que
detenerse, porque “el que despreciare uno de los preceptos estos mínimos,
mínimo será llamado en el Reino de los Cielos”. Y no se puede obedecer una cosa
absurda; porque “si un ciego guía a otro ciego, los dos se van al hoyo”[5].
Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres. Esto dijeron los Apóstoles ante el
Sinedrio, que los conminaba a cesar su predicación. Pedro, Santiago y Juan
resistieron a las autoridades religiosas con esta palabra. ¿Adónde iríamos a
parar? Conozco un cristiano que escribió esta palabra a una autoridad
religiosa, y recibió esta respuesta: “¡Eso lo han dicho todos los herejes!”.
¿Qué me importa a mí? Eso prueba que está en la Sagrada Escritura; y que los
herejes lo hayan malusado, no lo borra de la Escritura. En uno de esos
“volantes anónimos” que hay ahora, se lee: “El Evangelio ensena que la primera
virtud del cristiano es obedecer a la jerarquía.” Pueden leer todo el Evangelio
y no encontrarán esa “enseñanza” de este teólogo improvisado. Al contrario,
Jesucristo anda todo el tiempo aparentemente
levantado contra las autoridades eclesiásticas, quiero decir, religiosas. Aparentemente, he dicho.
Un
ironista inglés ha dicho con gracia: “Los que conocen el punto exacto en el
cual hay que desobedecer, ésos son pocos y les va mal; pero son grandes
bienhechores de la humanidad.” El punto exacto es cuando los mandatos de los
hombres interfieren con los mandatos divinos, cuando la autoridad humana se
desconecta de la autoridad de Dios, de la cual dimana. En ese caso hay que
“acatar y no obedecer”, como dice Alfonso el Sabio en Las Partidas: es decir, reconocer la autoridad, hacerle una gran
reverencia; pero no hacer lo que está mal mandado; lo cual sería incluso
hacerle un menguado favor. Si esto que digo no fuese verdad, no habría habido
mártires.
En
este evangelio tan conocido y decantado se propone a Cristo la cuestión de la
obediencia a las autoridades civiles, y por extensión a toda autoridad en
general. “Dad al César lo que es del César –pero dad a Dios lo que es de
Dios–”. ¿Qué podemos decir acerca de este efato que no haya sido dicho mil y
una vez? ¿Y también, que no haya sido muchas veces interpretado mal, como una
moneda ya gastada por el uso? Los democristianos, por ejemplo, creen que hay
que darse por entero al César; es
decir, a la política. Se meten a salvar a
las naciones, por medio de la política, antes de salvarse a sí mismos.
Cristo
se hizo mostrar una moneda nueva, no la tomó en sus manos, y desconoció a Octavio
Augusto.
“–¿Quién
es éste? –preguntó.
–El
César de Roma.
–Pues
entonces, dad al César lo que es del César...”, es decir, las monedas; no le
deis el alma.
Los
judíos se daban cuerpo y alma a la política; y consideraban eso como una cosa
religiosa. Por eso le preguntaron si era licito
pagar tributo al César. Mas Cristo rehusó “definirse” en política, como
ellos pretendían que hiciese, para embromarlo. Si Cristo hubiese dicho: “Y
bien, el Emperador de Roma es nuestro soberano legítimo”, lo hubiesen tachado
de traidor a su nación y a la Ley, que decía que Israel era de Dios si hubiese
negado, lo habrían acusado de “sedicioso” y de “nacionalista” como de hecho lo
acusaron calumniosamente al final, ante el Tribunal de Pilato. “Este se niega a
pagar el tributo al César”...
Jesucristo
dijo que había que pagar el tributo al César –de hecho, Él lo pagó una vez de
un modo curioso– y obedecerle en lo que era autoridad; de hecho, los judíos,
al no tener moneda propia, reconocían no tener soberanía. Octavio Augusto
César era un individuo hipócrita, soberbio, y lujurioso, que por increíble
buena suerte hablase apoderado del Imperio fundado por el héroe su tío; al cual
los judíos llamaban “tirano”: Jesucristo no se dio por entendido. Después de
él, sus discípulos Pedro y Pablo mandaron la obediencia a los príncipes
seculares legítimos, incluso si no son cristianos, “incluso si son díscolos”,
dijo San Pablo; y dio la razón: “porque toda autoridad viene de Dios”. San
Pablo añade luego otra razón que indica los límites de esa obediencia; y por
qué ella se puede extender a veces incluso a los “tiranos”: “porque ya veis que
él tiene la Espada”. La doctrina católica acerca de la tiranía –que es el peor
mal que puede caer sobre una nación– estatuye que es lícito y aun obligatorio
–para el que puede– levantarse contra ella y deponerla; pero con tres
condiciones, la primera de las cuales es que ello sea factible, que no sea un
amago temerario e insensato, el cual sólo sirve para traer males mayores; como
fue por ejemplo la famosa “Conspiración de la Pólvora”, contra Jacobo I de
Inglaterra.
Acerca
del Imperio Romano, Jesucristo guardó una singular prescindencia: no dijo una
sola palabra de tacha, ni una sola palabra de entusiasmo. Yerra el Dante
Alighieri en su libro De Monarchia al
aducir que Cristo aprobó el Imperio Romano, porque quiso nacer en él, empadronarse
en Belén, y ser por tanto súbdito del César. Cristo aceptó o soportó el
Imperio, como se acepta el clima, el paisaje o la geología de una comarca: como
una cosa inevitable. Esa mezcla de bienes y males que era la creación política
de Julio César –que había de degenerar después bajo un Nerón o un Calígula en
monstruosa tiranía–, no le arrancó ningún entusiasmo “patriótico”. La
prescindencia de Cristo no es negativa sino positiva y voluntariosa: no es mera
apatía, falta de visión o indiferencia hacia la moral política, de “un joven
campesino galileo incapaz de ver más allá de su rincón, más allá de los
pequeños problemas de la moral individual”, como blasfemó Renán. No. Cristo
estaba en medio de los torbellinos políticos de su nación y su época, había
leído los Profetas; y no era indiferente, muy al contrario, al sino desastroso
de Jerusalén, el cual predijo y lloró.
Cristo
prescindió inconmovible de la política, porque tenía que prescindir: no habla nada que hacer en política para los
palestinos. La idea de los Zelotes de alzar mano armada contra el enorme
Imperio era netamente insana: de hecho los llevó al desastre. Más tarde será
otra cosa: en la formación de los grandes reinos cristianos de Europa entraron
y tomaron parte hombres religiosos, discípulos fieles de Cristo. Era ya otra
cosa. El “entrar en política” puede ser un deber religioso en algunos casos
para un cristiano, que tenga vocación
política. En ese caso, no se da al César lo que es de Dios; sino
simplemente a Dios, a través de la Patria. “Ningún hombre religioso se
entromete en negocios seculares”, dijo San Pablo. Pero en el caso de
Hildebrando, o el cardenal Cisneros, o si me apuran, monseñor Seipel el
austríaco, ésos ya no eran negocios seculares. Para ellos, ésos eran asuntos
religiosos. Lo mismo el apoyo activo prestado por muchos nobles sacerdotes
argentinos al alzamiento del general Lonardi.
Todo
esto es claro en teoría, pero es enredado y espinoso en la práctica; y más hoy
día. Las naciones occidentales, perdida la religiosidad, se van convirtiendo de
más en más en las Fieras de la
Escritura. El Estado moderno se vuelve de más en más tirano. El Estado es una consecuencia del pecado
original, no es una creación directa de Dios, es la “creación más grande de la
razón práctica” del hombre, enseña Santo Tomás. En el Paraíso Terrenal, si Adán
no hubiera caído, hubiese habido gobierno, por cierto; pero no gobierno
estatal, sino familiar y paterno. Eso no se puede obtener ya con perfección.
Entre los extremos del gobierno tiránico y el gobierno paterno, oscilan todos
los regímenes políticos humanos, después del Pecado.
En
los grandes siglos cristianos se tendió a realizar el ideal del gobierno
paterno: San Luis rey de Francia, San Fernando de España, San Eduardo el
Confesor. Había un monarca que venía al trono con la naturalidad de la fruta
en los árboles, que intentaba hacerse respetar y amar de todos, y que daba
cuenta de sus acciones solamente a Dios, y había una cantidad de fuerzas
políticas y sociales que tendían a mantenerlo dentro de la rectitud; de las
cuales la religión era la principal. Eso se llamó la Monarquía Cristiana: duró
diez siglos, hizo la Europa; y cayó. El ideal tendía a una familia: ideal inasequible en su totalidad, porque siempre
habrá díscolos, la masa siempre será oscura, y el Estado siempre tendrá que
usar de la fuerza; pero por lo menos había un conato continuo por sujetar la
fuerza a la razón y la razón al amor; y por hacer llegar la nación a algo como
una familia. Por eso justamente hay
más sublevaciones en los países católicos que en los otros; y son más
difíciles de gobernar: el ideal atávico de la
nación como una familia trabaja terriblemente a los franceses, a los
italianos, a los hispanos. “Los países protestantes son más fáciles de
conducir; pero si son conducidos mal, no tienen remedio”, dijo el líder
irlandés Parnell[6] Puede ser fácil presa del amor engañoso de un
demagogo; pero es muy difícil Que caiga en la trampa de quienes, por arte de
ideologías, procuran convencerlo de que eje orden político debe construirse
alrededor de ideas, a veces muy honorables; pero que no son en sí mismas el
bien supremo de los argentinos...” (Ernesto Pueyrredón, en Elogio Fúnebre del Genera/ Lonardi, 13 de abril de 1956)..
Los
hombres hoy día prefieren tener encima a tiranuelos irresponsables, agitados y
pasajeros, que los opriman en nombre de “la libertad”. Las condiciones han
cambiado, los hombres ya no pueden fiarse tanto unos de otros como para poner a
la cabeza del bien público a una familia permanente e inamovible, con poderes
absolutos. Por tanto se ha vuelto más fácil el advenimiento de la Fiera, que es el otro extremo del eje
político, el polo opuesto al Padre. Los
grandes imperios paganos que precedieron a Cristo: Asiria, Persia, Grecia
Macedónica y Roma, fueron pintados por el profeta Daniel en figura de cuatro
fieras; y con mucha razón.
En
la actual economía del mundo, el rechazo de Cristo lleva necesariamente al
otro extremo de la ordenación política; es decir, al Estado pagano duro e
implacable. De la cuarta fiera, el Imperio Romano, que Daniel describe como
una mezcla de las otras tres y la más poderosa y temible de todas, profetizó
el Vidente que surgirá después de muchos siglos y diversos avatares, la Bestia del Mar o sea el Anticristo: un
poder pequeño que se hará grande, un poder muerto que resucitará, un poder
inicuo que a causa de la apostasía del mundo llegará a enseñorearse de todo el
mundo; afortunadamente, por muy poco tiempo.
Entretanto
tenemos que ir viviendo y tendiendo al gobierno paternal en lo político y a la
obediencia noble y caballeresca; aunque sean ideales hoy día casi inasequibles,
por lo menos en este pobre país sin esqueleto; quiero decir, sin
“estructuración política”; sin “Instituciones”.
El
doctor Carlos Ibarguren conoció cuando muchacho en Salta a un viejo guerrero de
la Independencia, al cual ha retratado en La
historia que he vivido[7]. Era un
catamarqueño que ingresó casi adolescente todavía en los ejércitos de Mayo,
hizo todas las campañas de Chile y del Perú, y murió centenario. Cuando
regresó al país después de Ayacucho, cosido a cicatrices, pidió ver al “tirano”
Rosas para pedirle su retiro y un pasaporte para Montevideo.
–¿Por qué se va de la nación? –le preguntó Rosas.
–Porque francamente no me gusta la manera de su
gobierno; y además, yo no sabría usar mi sable contra el general Lavalle, que
me lo regaló.
–Entonces debe irse con Lavalle y usarlo contra mí
–le dijo el gobernador de Buenos Aires, ceñudo.
–Yo no sabría usar mi sable contra Su Excelencia,
porque creo que es la autoridad legítima.
–Vuelva mañana por su pase.
Volvió con bastante aprensión y halló que Rosas le
dio su pase y 500 pesos fuertes, se cuadró ante él, lo abrazó y le dijo:
–No forzaré la voluntad de un soldado de la
Independencia.
El
sargento retirado volvió pronto de Montevideo, nadie le exigió su reintegro al
ejército; y subió a Salta, donde se dedicó a fabricar botas y aperos de montar,
en lo que era habilidoso. Esta es obediencia cristiana y caballeresca, señoril.
Esto es virtud: y el servilismo por un lado y la rebelión por el otro, son
vicios.
[Mt 9,
18-26] Mc 5, 21-43
El
evangelio de hoy (vigesimotercero después de Pentecostés, Mateo IX, 18) narra
dos milagros enchufados, el de la Hemorroísa y el de la Hija de Jairos, que
son interesantes para reflexionar –entre otras cosas– sobre la física del milagro; porque están ornados
de varias circunstancias sorprendentes. Mateo cuenta el hecho en un resumen
seco y Lucas con varios pormenores nuevos; pero Marcos, el meturgemán de San Pedro, hace un relato movido y vívido de testigo
presencial, donde creería uno oír la misma voz de Pedro, que fue de él no
solamente espectador, sino en cierto modo actor. En efecto, Pedro pone las dos
palabras mágicas de Cristo en arameo “Talitha
koum (i)” (“Niña, despierta, te digo”), llama a Juan “hermano de Jácome”;
seguramente fue quien respondió a Jesús: “¿Cómo preguntas quién te ha tocado
si la turba te está atropellando y pechando?”; y fue introducido con los dos
hermanos Zebedeo y los dos padres al dormitorio de la finadita a presenciar el
milagro: “cinco medio-hombres”, dice San Agustín; porque el dolor y el temor
los tenían allí en suspenso y como alelados.
Un
milagro depende de la voluntad del taumaturgo y de la fe del que lo recibe; y
aparentemente está sometido a ciertas leyes que desconocemos: son conocidas
las circunstancias en que se producen los milagros de Lourdes. Naturalmente,
Dios no tiene leyes; pero evidentemente también si quiere hacer un hecho
propio suyo, que lo señale a Él, no necesita descompaginar la creación con una
especie de alcaldada o acto de violencia, sino manejar las naturas de las cosas
que Él ha hecho, y que Él únicamente conoce hasta el fino fondo. Dios está
dentro de las cosas y de sus leyes y no fuera de ellas. Aquí está el error de
los que niegan el milagro, como Le Dantec, alegando que Dios no puede destruir
las leyes naturales: puesto que no necesita destruirlas. Aquí también está el
error de los que, viendo una cierta uniformidad en el modo en que ocurren los
milagros, sostienen que no son milagros, sino efectos de leyes naturales que
todavía desconocemos; como Beresford y los modernistas en general.
J.
D. Beresford, arquitecto y gran escritor inglés, ha encarnado la doctrina
modernista de la “fe-que-cura” (“the
healing faith”) en su novela The
Hampdenshire Wonder y en otros libros. Trata de desarmar el mecanismo del
milagro, atribuyéndolo a la voluntad humana exaltada e inflamada por la fe y
el amor; aunque la “Fe” de que habla no es la fe sobrenatural sino una especie
de confianza ciega y frenética; y el “Amor” no es el amor de Dios sino el amor
humano. Dice con razón que debe haber un lazo genético entre el espíritu y la
materia, la cual del espíritu procede; y por tanto, todo lo que hace falta es
que el espíritu, en un momento de exaltación pasional –y aquí es donde yerra– recupere por un momento ese lazo e
influjo escondido; pero sabemos que ese influjo escondido no está en manos del
hombre, sino sólo del Creador, y a lo más, del ángel. La teoría es muy bonita,
y la novela está bien hecha; pero con todo lo que sabe, Beresford no ha podido
jamás resucitar un muerto, ni siquiera curar un dolor de muelas. Eso sí, ha
ganado fama y dinero con sus novelas agradablemente religiosas en los medios
protestantes. Esta misma teoría la enseña una secta protestante, muy poderosa
en Norteamérica, que se llama la Cristian
Science.
Cristo
exigía la fe a sus milagrados; y a veces el milagro dependía del grado o
existencia de esa fe; pero no exigía fe a los muertos que resucitó. La fe,
pues, es causa (concausa) del milagro; pero no es causa física de él –como yerra Beresford– sino causa moral: en el sentido de que Cristo se interesaba en sus
milagros sólo en cuanto eran medios de
llevar a los hombres a la conversión interior, y a creer en Él y en sus
tremendas palabras. De ahí viene la curiosa circunstancia –en este milagro tan
acusada– de la prohibición de contarlos, que impartía a sus favorecidos. “Echó
a todos fuera, menos a los padres... y les mandó enérgicamente que no dijeran
nada...”[8]. ¿Para qué, si como nota
Mateo, en seguida lo supieron todos? Pues simplemente para no fomentar en el
pueblo la angurria de milagros: que no pusiesen el milagro delante de la
predicación; y no convirtiesen al Mesías en un Supercurandero, así como
querían convertirlo los fariseos en un Superdictador o un Superpolítico
nacionalista.
Lo
primero que le interesa a Cristo es la predicación del Evangelio: hasta el
milagro viene después de eso. Aquí en Buenos Aires me parece ver –y ojalá me
equivoque– un fenómeno monstruoso: el único lazo religioso que une a los
fieles con la jerarquía y da a la jerarquía su razón de ser, que es la
predicación, no existe; o digamos, más moderadamente, como si no existiera.
“Id
y enseñad a todas las gentes.” En las parroquias no se enseña nada, ni en las
“cátedras” de las Catedrales. ¿Qué es una gran parroquia de Buenos Aires?
Ciertamente no es una parroquia medioeval, un núcleo de gente unida por la fe,
que se conoce, conoce al Pastor y es conocida por él: “mis ovejas me conocen y
yo las conozco”, dice Cristo. Hablando breve y mal, una parroquia de Buenos
Aires es un gran edificio donde concurren masas desconocidas a comprar
“sacramentos” que para muchos, que no tienen fe sobrenatural sino simple
superstición –justamente por falta de enseñanza–, no son sacramentos, sino
ceremonias mágicas. Hay excepciones. Hablo en general.
El
único lazo unitivo que quedaría para formar mal que bien una verdadera comunidad religiosa sería la
predicación del Evangelio; y no se predica el Evangelio. Yo he recorrido las
principales parroquias de Buenos Aires, he oído a los principales “oradores” y
sé que no se predica el Evangelio, no se enseña la fe.
Si
San Pedro y San Pablo volviesen al mundo, esto es lo que dirían. Pero dejen no
más, ya volverán Enoch y Elías.
A
todo esto, por meterme a criticón, no he contado el milagro de la rusita Jairós,
tan repicado por los tres Evangelistas Sinópticos.
Jesús
estaba “cerca del mar”, es decir, en la playa de Cafarnaúm. Vino un
archisinagogo, se echó a sus pies y lloró; y cuando un fariseo llora, ya no es
fariseo. Y le “suplicaba grandemente” que fuese a su casa y pusiese sus manos
sobre la cabeza de su hija única para que viva, “porque está en las últimas”.
Jesús se puso en camino sin decir palabra; mas si el eclesiástico hubiese
tenido la fe del Centurión Romano y hubiese dicho: “Rabbí, no es necesario que
te molestes haciendo este camino: tú puedes curarla desde aquí con una sólo
palabra” se hubiese ahorrado un gran disgusto y susto.
Más
fe tuvo la Hemorroisa. Jesús caminaba como llevado en andas por una turbamulta.
De repente se detuvo y preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Los Discípulos –Pedro
sin duda– le dijeron que esa pregunta era chusca: muchísima gente lo tocaba.
“No, porque yo he sentido salir virtud de mí”, y miró alrededor. Entonces una
mujer se adelantó, se postró delante, y “confesó”, dice Pedro-Marcos: contó
todo.
Sumía
de hemorragias doce años hacía. Había gastado toda su fortuna en médicos, la
habían hecho sufrir mucho y la habían dejado peor San Lucas, que fue médico,
omite este detalle, pero Marcos lo particulariza casi con ferocidad: “Había
visto muchos médicos, la habían atormentado, y dejado peor que antes.” También,
los médicos de aquel tiempo no se andaban en chiquitas. Los libros judíos (el Talmud de aquel tiempo, nos dejan
conocer algunas recetas; para curar el flujo de sangre, por ejemplo: sentarse
en una encrucijada teniendo en la mano un vaso de vino nuevo; el médico venía
por detrás en puntillas y le daba un gran grito para asustar al flujo de
sangre; si el vino no se derramaba, el flujo se debía sanar; el médico ya estaba
pagado, de modo que si no se sanaba, la culpa era de la enferma. Otro remedio
era buscar granos de avena en la bosta de un mulo blanco; comiendo uno, el
flujo debía cesar por dos días; comiendo dos por tres días; y comiendo uno
durante tres días, debía cesar para siempre. Otro remedio y éste decisivo:
azotarse los muslos con ortigas a la media noche un día sí y otro no durante un
mes de Kislew –que corresponde a nuestro noviembre-diciembre– y la enfermedad
debía desaparecer; pero no desapareció. Otros remedios que seguían, hacían
desaparecer las ganas de sanarse. La medicina era ejercida por los Escribas, y
consistía en un poco de empirismo y mucha superstición. En la Mishna (Talmud existe esta sentencia:
“El mejor de los médicos merece el infierno.”
“Hija,
tu fe te ha curado, vete en paz y sé sana de tu plaga.” La tradición retiene
que la mujer favorecida se llamaba “Ber-niké”
o Verónica, y fue la misma que en la Vía Dolorosa enjugó con un lienzo el
rostro de su Salvador caído –y allí había también flujo de sangre– el cual
quedó estampado en él. Ésta había pensado entre sí: “si llego solamente a tocar
la orla de su vestido, seré salva”. El pudor la cohibía de exponer su enfermedad
delante de todos; y sentía altamente del Rabbí
de Nazareth.
Estaba
aún hablando con ella, cuando llegó mensaje al dignatario sinagogal de que su
hija había muerto. Jesús interrumpió: “No temas, cree solamente.” Cuando llegó
estaban preparando el entierro y estaban allí las Lloronas y los Ululantes,
según esa costumbre oriental que se conserva todavía en lugares de Suditalia y
yo he visto en el Andalucía: llorar, gemir y hacer largos y sollozantes
monólogos elegiacos; costumbre que tiene una raíz psicológica y aun higiénica,
pues el dolor interno se templa y se encauza por medio de su manifestación
externa, así como todas las emociones por medio de su expresión cuerdamente
graduada; como atestigua la famosa teoría de “la purificación por la tragedia”,
de Aristóteles. Esta ceremonia de los llantos teatrales, ridícula para nosotros
los “civilizados”, tiene por fin hacer salir la pena para fuera y que no se
vaya para adentro y dañe[9].
Cristo
paró el tumulto gritando: “¿Por qué lloráis y alborotáis? No esta muerta la
niña, duerme.” Para Cristo la muerte es un sueño (“Lázaro duerme”), y eso ha de
ser para el cristiano... Se burlaron de Él.
Hizo
salir a todos y tomando de la mano a la niña, la “despertó”.
Se
despierta al que duerme, no se despierta al que está muerto. Pero ésa es la
locura del amor, que no quiere creer que haya cadáveres. “No está muerta la
niña: duerme.” Había allí siete hombres, es decir: cinco medio hombres, uno que
ya no era hombre, y uno que era más que hombre... –estas son florituras de San
Agustín–. La niña comenzó a caminar y los presentes “quedaron estupendamente
estupefactos”. Mandó que le diesen de comer, y ordenó “vehementemente” que no
lo contaran a nadie.
Tenía
doce años. La leyenda ha querido también seguir los pasos de la niña
resucitada. Se casó poco después y de sus hijos naturalmente uno fue obispo,
otro fue sacerdote y otro centurión romano; todos mártires. Eso ya no lo
sabemos cierto; pero es muy probable que de su estada en el más allá sólo
conservó el recuerdo borroso de un sueño, lo mismo que Lázaro; porque de otro
modo, no sería fácil seguir viviendo.
¿Por
qué hizo salir a todos antes de obrar el portento? Primero, porque se habían
reído de Él y no merecían verlo. Segundo y principal, por la razón antes dicha,
de que Cristo no quería hacer espectáculos sino crear fe. Hoy día hay gente que
piensa que hay que hacer espectáculos clamorosos y multitudinosos para crear la
fe. Ojalá que les vaya bien con su sistema, pero me parece que eso más que fe
es política. Bueno, ojalá que les vaya bien con su política. Pero hasta ahora
no lo hemos visto. La fe es interior, la fe no ama los alborotos, la fe no hace
aspavientos, la fe se nutre en el silencio: ella es callada y operosa, es
sosegada, es modesta, es fecunda, es más amiga de las obras que de las
palabras, es fuerte, es aguantadora, es discreta. Es pudorosa. Los hombres
profundamente religiosos no ostentan su religiosidad, como los Don Juan
Tenorio de la religión, porque todo amor profundo es ruboroso; lo cual no impide
que reconozcan a Cristo ante los hombres cuando es necesario.
DOMINGO SEXTO DE
EPIFANÍA[10]
[Mt
13, 31-35] Mt 13, 24-43
Las
parábolas del Grano y de la Levadura se refieren a la Iglesia y pertenecen a
una serie de doce parábolas que llenan el capítulo XIII de San Mateo y son
llamadas el Sermón del Lago, predicado probablemente cosa de seis meses a un
año después del Sermón del Monte; aunque es más que probable que Cristo haya
repetido estas parábolas en diferentes ocasiones; sueltas, como las traen
Marcos y Lucas. Pero estas parábolas tienen un tema común: semejanzas del Reino de Dios, o sea, características de la Iglesia
que se estaba formando; y se cierran con una observación sobre el hablar en
parábolas, que ya hemos visto. “Y así les hablaba a ellos en parábolas y sin
parábolas no les decía nada; y muchos no entendían. Para que se cumpla lo que
dijo el Profeta [David]: -”Desataré mi boca en semejanzas - Revelaré lo que es
arcano desde el Origen””.
David
no habla del Mesías sino de sí mismo en el Psalmo LXXII pero David es una
figura del Cristo. En realidad habla como poeta y lo que dice se aplica a todos
los –verdaderos– poetas; y por ende eminentemente a Cristo.
El
hablar por semejanzas era típico de la literatura –o mejor dicho de la poesía– hebrea ¿amo de todo el Oriente.
Hoy conocemos mejor este genero; conocemos totalmente las leyes del llamado estilo oral –uno de los estadios de la
evolución de la expresión humana– gracias a la preciosa obrita técnica del
investigador Marcel Jousse. No era el caso de los exégetas antiguos ni de los
del Renacimiento. En otro lugar he indicado que éstos yerran a veces en la
interpretación, cayendo en dos extremos viciosos, a causa de su ignorancia del
género; pues aprisionados por los esquemas de la retórica grecolatina, los unos
miran a las parábolas como si fuesen alegorías
o emblemas y los otros como si fuesen novelitas mal hechas. En realidad las
parábolas pertenecen al género símbolo, la
más antigua y natural de las maneras de expresión poética de la humanidad; lo
que llamo Giambattista Vico “la lingua
degli erói”.
Así
pues los Santos Padres antiguos descomponen las parábolas en todos sus
elementos constitutivos hasta los menores detalles, como en un análisis
químico, y quieren dar un significado concreto a cada uno de ellos; el cual en
ocasiones no puede ser sino arbitrario y aun estrafalario, cayendo así en el
“alegorismo” que S. S. Pío XII desrrecomienda en su Encíclica Divino Afflante Spiritu. Proceden como
un maestro de heráldica: “Gules significa la paz, sinople significa la
astucia, la orla de oro significa parentesco con la casa real, el león
rampante en campo de gules significa casa noble que crece, los dos calderos
significa comarca de olivares...”; y así sucesivamente hasta dar a todo el
escudo de armas un significado concreto... y convencional.
Así,
por ejemplo, esta sencillísima parábola de la Levadura, que tiene cuatro
líneas, hace decir a la exégesis antigua: “El Fermento es Cristo, la harina es
la Humanidad, las tres medidas de harina significan la fe, la esperanza y la
caridad, la mujer significa la Sabiduría”; y después se ponen a discutir muy
formales por qué Cristo dijo: “tres satos de harina”, que es un 'hedió (que son 59 kilos) cantidad
desmesurada para una horneada, y aun para tres horneadas y tres mujeres. Pero
resulta ahora que la “sabiduría” no es femenino, sino masculino en arameo: no
es mujer, es varón. Otra discusión.
La
“mujer” significa simplemente que en Palestina quienes horneaban eran las
mujeres. El rasgo desmesurado es una cosa general en las parábolas de Cristo,
y ya hemos explicado el porqué. La parábola ha de tomarse en su conjunto como
un símbolo; en este caso, de la sociedad religiosa que Cristo estaba en tren
de fundar. Los rasgos particulares tienen por objeto diseñar simplemente y
traer a la memoria vívidamente una cosa conocida de todos, para significar con
ella una cosa invisible; en este caso, misteriosa y futura: la Iglesia. Un
pintor actual que pinta un cuadro simbólico de la Paz, por ejemplo, pone allí
una cosa concreta que en su conjunto significa la paz; pero cada uno de los rasgos
separados de tal cosa concreta, no es necesario tenga un significado especial.
Los
exegetas del Renacimiento vieron que el alegorismo no marchaba; y que las
parábolas debían tener un significado literal único, pretendido por Cristo, y
sobre el cual no podía caber discusión. Eso fue un progreso, porque es
efectivamente así. Pero sin embargo, intrigados de los pormenores a veces
raros, introdujeron que en las parábolas había “rasgos ornamentales”; es
decir, adornos en el fondo inútiles. Maldonado, explicando la parábola del
Convite Regio y topando con la frase del Rey: “Los pollos ya están muertos, los
becerros están adobados”, dice que eso es un “rasgo ornamental superfluo”, lo
cual viene a querer decir, si bien se mira, que Maldonado la hubiese hecho
mejor de haber sido el autor él. Pero un buen artista elimina todo lo
superfluo: en una obra maestra no sobra una sola palabra. Esa frase trivial del
Rey pertenece al conjunto del símbolo, como parte de él, pero parte no
separable; y el Rey la dice para significar que el Convite ha de llevarse a
cabo; y eso, pronto. Pregunten a un hacendado si se puede aplazar una “yerra
de convite”.
Así
pues estas dos brevísimas parábolas señalan a la sociedad religiosa que Cristo
estaba en tren de fundar; y salen de antemano al encuentro de los protestantes,
que pretenden que Cristo nunca pensó en fundar una sociedad visible; y de los
racionalistas de la escuela esjatológica (Weiss, Júelicher, Loisy) que
pretenden Cristo creyó que la Parusía (o fin de este mundo) estaba
inmediatamente próximo. Las dos parábolas en efecto suponen no una próxima
catástrofe y reconstrucción instantánea del mundo, sino un lapso de tiempo y
un crecimiento lento, aunque sorprendente –y si se quiere, maravilloso– de una
sociedad visible, como un árbol que da sombra y en cuyas ramas cantan los
pájaros.
“Mirad
el grano de mostaza que es la menor de todas las semillas [”el alpiste es más
chico y el nabo peor todavía”, le hubiese argüido un agricultor criollo] y sin
embargo cuando crece se convierte en un árbol *ondoso [”en un arbusto de la
altura de un hombre en España; y en el Oriente un poco mayor”] más grande que
el otro monte [”que el otro monte chico”] en donde vienen las aves del cielo a
hacer sus nidos” (“donde vienen a posarse”, dice el texto griego).
Maldonado,
olvidado un momento de su repudio al alegorismo,
no puede contenerse de decir que “”las aves del cielo” son los príncipes
cristianos” (cumplimiento a Felipe II; que si hubiese conocido a los príncipes
de ahora no le hubiese pasado por la testa) o si hubiese conocido más de cerca
a Felipe II. ¡Aves del cielo, sí! Pajarones de la tierra...
Cristo,
como ven, desmesura sus medidas, juega un poco con la botánica, y no pretende
sentar plaza de naturalista riguroso. Su pensamiento es que aquel grupito de
hombres que lo rodeaba, insignificante hasta lo invisible en un rincón del
enorme Imperio, se iba a agigantar paulatinamente hasta cubrir con su sombra
al mundo. “Porque el Reino de los cielos es semejante a un agricultor que tomó
una semilla y la echó en la tierra, y se fue. Y pasaron los días y pasaron las
noches, y vino el invierno y vino la lluvia y la semilla brotó. Y pasaron las
estaciones y pasaron los años y el granito se hizo yema, y brote, y brizna y
tallo y ramas y hojas, hasta que se volvió el árbol más grande, y dio flores y
frutos; y a su sombra descansaron los viandantes, y en sus ramas cantaron los
pájaros...”. Esta es una variante de esta misma parábola, que está en otro
lugar: Mateo, IV, 26.
El
crecimiento de la Iglesia en el mundo es un milagro: “Un milagro moral”, dice
el Concilio Vaticano. La divinidad de la Iglesia puede ser probada por la misma
existencia de la Iglesia –con tal que ella se vea con ojos morales– no obstante que los lógicos dicen que ninguna cosa
puede probarse por sí misma sin cometer circulo
vicioso o petición de principio, que son sofismas. Dejando a los teólogos
la discusión de cómo prueba, hasta dónde prueba y para quiénes prueba –véase
Kirkegor– lo cierto es que esa semilla que un hombre sembró en las riberas del
Lago y en un espacio de tierra equivalente a la provincia de Jujuy, produjo en
el mundo efectos que ninguna otra semilla ha podido producir, y se volvió literalmente
“el mayor de todos los árboles”, a semejanza de aquel guijarro que arrojado
desde la cumbre “sin mano” dio en la estatua de pies de barro y la derribó; y
se convirtió en una montaña que cubrió toda la tierra[11].
El
profeta Daniel se refiere al mismo milagro
moral; y lo compara a un rodado que se desprende de una cima y se viene
abajo arrastrando otros a su paso, de modo que al llegar al llano, aquello se
ha convertido en un alud enorme.
Ya
unos 30 años después de la muerte de Cristo, San Pablo podía decir que “el
nombre cristiano era conocido en toda la tierra”, es decir, en todo el Imperio.
Y hoy día el Evangelio ha sido prácticamente predicado en todo el mundo.
El
historiador Gibbons, pesado discípulo de Voltaire, pretende que el crecimiento
repentino del Cristianismo se debe a causas naturales; y enumera allí siete
causas [12]; y yo le podría enumerar
otras siete, y aun setenta veces siete. El novelista James Jones, ameno
discípulo de Gibbons, pretende que el Cristianismo ha muerto y está a punto de
nacer una nueva religión; y puede que tenga razón por desgracia, en esto
último. Dice en su novela best-seller,
From here to eternity, que así como el Cristianismo se desgajó del
judaísmo; así luego del Cristianismo se desgajó el mahometanismo, que también
creció maravillosamente; y después se desgajó el protestantismo; y de éste se
desgajaron innumerables nuevas religiones, de una de las cuales se desgajará la
Otra, la que él prenuncia y cuyas bases las constituyen las 900 páginas de su
novela...
Mas
ninguna de las otras religiones tuvo el nacimiento, crecimiento y vigencia de
la Iglesia Católica; ninguna nació de una semilla pequeñísima –de la nada
prácticamente hablando– y se hizo árbol; todas ellas se desgajaron efectivamente, como ramas de un árbol que se quiebran;
y se empezaron a marchitar en seguida. No hay comparación posible, a no ser
para un miope. No es lo mismo ir a imponer la humildad, la castidad y la
caridad al monstruoso Imperio Romano en nombre de un Ajusticiado, oh James
Jones, que apoderarse de los bienes de los monasterios y después romper con
Roma para no devolverlos, ya que ése es el ejemplo que te gusta: Enrique VIII.
La única pequeña diferencia que hay entre la propagación del Evangelio de
Cristo y la propagación de tus diversas herejías, es que las herejías se
propagaron con crímenes: ya es algo. El Evangelio ha sido la revolución más
grande que ha habido en todos los siglos; y la única revolución que triunfó sin derramar más sangre que la suya.
Pero
no fue una revolución violenta: su acción no fue física sino química, igual que
la del fermento.
La
acción física es la política y la fuerza de las armas; la acción química es la
persuasión y la transformación lenta. Siempre que la Iglesia ña cambiado la
acción química por la acción física, o se ha apoyado demasiado en la acción
física –que siempre existe en parte, incluso en las combinaciones químicas– le
ha ido mal y le ha costado muy caro. San Pablo hizo mucho más por el
Cristianismo que el Emperador Constantino; Santa Teresa hizo mucho más que
Felipe II; y la Inquisición Española realizó la unidad religiosa en España –la
cual es un gran bien de orden político– pero
le dejó en herencia la más espantosa de las guerras civiles[13].
Hay
que aprender esto. Si no aprendemos, es porque no queremos. Pero la tentación
constante del hombre –y la ley del fariseo– es sustituir la acción física a la
química porque es más fácil: obligar en vez de persuadir. A esto le llamó
Bergson “el decaigo de la mística en política” No hay duda que a veces hay que
obligar, incluso en religión; pero en el fino fondo de la religión está, y no
puede menos de estar, la persuasión.
Semejante
es el Reino de los Cielos a un fermento...
Semejante
es el Reino de los Cielos a una semillita...
Semejante
es el Reino de los Cielos a un árbol...
Cosas
tranquilas y vivientes.
[Mt
24, 15-35] Mc 13, 24-32
La
Santa Iglesia cierra y abre el año litúrgico con el llamado “Discurso
Esjatológico”; o sea la predicción de la Segunda Venida y el fin de este
mundo; lo que se llama técnicamente la “Parusía”. Este discurso profético es el
último que hizo Nuestro Señor antes de su Pasión; y está con algunas variantes
en los tres Sinópticos: más extensamente en San Mateo XXIV, de cuyo final está
tomado el evangelio de hoy. Este capítulo es llamado por los exegetas el
“Apokalypsis sucinto”; porque es como un resumen o bosquejo del libro profético
que más tarde escribirá San Juan; y que es el último de la Sagrada Biblia.
La
Segunda Venida, el Retorno, la Parusía, el Fin de este Siglo, el Juicio Final
o como quieran llamarle, es un dogma de fe, y está en la Escritura y está en
el Credo, un dogma bastante olvidado hoy día; pero bien puede ser que cuanto
más olvidado esté, más cerca ande. Hay muchísimos doctores católicos modernos
que, las señales que dio Cristo –y a las cuales recomendó estuviéramos
atentos– las ven cumpliéndose todas. Desde Donoso Cortés en 1854 hasta Joseph
Pieper en 1954, muchísimos escritores y doctores católicos de los más grandes,
comprendiendo al Papa San Pío X, al cardenal Billot, al Venerable Holzhauser,
Jacques Maritain, Hilaire Belloc, Roberto Hugo Benson, y otros, han creído ver
en el dibujo del mundo actual las trazas que la profecía nos ha dejado del Anticristo...
Papini en su Storia di Cristo, capítulo
86, ha escrito: “Jesús no nos anuncia el “Día” pero nos dice qué cosas serán
cumplidas antes de aquel día... Son dos cosas: que el Evangelio del Reino será
predicado antes a todos los pueblos y que los gentiles no pisarán más
Jerusalén. Estas dos condiciones se han cumplido en nuestro tiempo, y quizás el
Gran Día se viene. Si las palabras de la Segunda Profecía de Jesús (la del fin
del mundo) son verdaderas, como se ha verificado que lo fueron las de la
Primera (la del fin de Jerusalén) la Parusía no puede estar lejos... Pero los
hombres de hoy no recuerdan la promesa de Cristo; y viven como si el mundo
hubiese de durar siempre...”.
Cristo
juntó la Primera con la Segunda Profecía –y esto es una gravísima dificultad
de este paso del Evangelio– o mejor dicho, hizo de la Primera el typoo emblema de la Segunda. Los
Apóstoles le preguntaron todo junto; y El respondió todo junto. “Dinos cuándo
serán todas esas cosas y qué señales habrá de tu Venida y la consumación del
siglo...”. “Todas estas cosas” eran para
ellos la destrucción de Jerusalén –a la cual había aludido Cristo mirando al
Templo– y el fin del mundo; pues creían erróneamente que el Templo habría de
durar hasta el fin del mundo. Hubiese sido muy cómodo para nosotros que Cristo
respondiera: “Estáis equivocados; primero sucederá la destrucción de Jerusalén
y después de un largo intersticio el fin del mundo; ahora voy a daros las
señales del fin de Jerusalén y después las del fin del mundo.” Pero Cristo no
lo hizo así; comenzó un largo discurso en que dio conjuntamente los signos
precursores de los dos grandes Sucesos, de los cuales el uno es figura del
otro; y terminó su discurso con estas dificultosísimas palabras:
“Palabra
de honor os digo que no pasará esta generación
Sin
que todas estas cosas se cumplan...
Pero
de aquel día y de aquella hora nadie sabe.
Ni
siquiera los Ángeles del Cielo. Sino solamente el Padre.”
La
impiedad contemporánea –siguiendo a la llamada escuela esjatológica, fundada por Johann Weis en 1900– saca de
estas palabras una objeción contra Cristo, negando en virtud de ellas que
Cristo fuese Dios y ni siquiera un Profeta medianejo: porque “se equivocó”:
creía que el fin del mundo estaba próximo, en el espacio de su generación, “a
unos 40 años de distancia”. Según Johann Weis y sus discípulos, el fondo y médula
de toda la prédica de Cristo fue esa idea de que el mundo estaba cercano a la
Catástrofe Final, predicha por el Profeta Daniel; después de la cual vendría
una especie de restauración divina, llamada el Reino de Dios; y que Cristo fue
un interesante visionario judío; pero tan Dios, tan Mesías, y tan Profeta como
yo y usted.
El
único argumento que tienen para barrer con todo el resto del Evangelio –donde
con toda evidencia Cristo supone el intersticio
entre su muerte y el fin del mundo, tanto en la fundación de su Iglesia,
como en varias parábolas– son esas palabras; “no pasará esta generación sin que
todo esto se cumpla”, las cuales se cumplieron efectivamente con la destrucción
de Jerusalén.
–Pero
no vino el fin del mundo.
–Del
fin del mundo, añadió Cristo que no sabemos ni sabremos jamás el día ni la
hora.
–Pero
¿por qué no separó Cristo los dos sucesos, si es que conocía el futuro, como
Dios y como Profeta?
–Por
alguna razón que Él tuvo, y que es muy buena aunque ni usted ni yo la sepamos.
Y justamente quizá por esa misma razón de que fue profeta: puesto que así es el estilo profético.
–¿Cuál?
¿Hacer confusión?
–No;
ver en un suceso próximo, llamado typo, otro
suceso más remoto y arcano llamado antitypo;
y así Cristo vio por transparencia en la ruina de Jerusalén el fin del
“siglo”; y si no reveló más de lo que aquí está, es porque no se puede revelar,
o no nos conviene.
La
otra dificultad grave que hay en este discurso es que por un lado se nos dice
que no sabremos jamás “el día ni la hora” del Gran Derrumbe, el cual será
repentino “como el relámpago”; y por otro lado se pone Cristo muy solícito a
dar señales y signos para marcarlo, cargando a los suyos de que anden ojos
abiertos y sepan conocer los “signos de los tiempos”, como conocen que viene el
verano cuando reverdece la higuera. ¿En qué quedamos? Si no se puede saber
¿para qué dar señales?
No
podremos conocer nunca con exactitud la fecha de la Parusía, pero podremos
conocer su inminencia y su proximidad. Y así los primeros cristianos,
residentes en Jerusalén hacia el año 70, conocieron que se verificaban las
señales de Cristo, y siguiendo su palabra: “Entonces, los que estén en Judea
huyan a los montes; y eso sin detenerse un momento” se refugiaron en la aldea
montañosa de Pella y salvaron, de la horripilante masacre que hicieron de Sión
las tropas de Vespasiano y Tito, el núcleo de la primera Iglesia.
Los
tres signos troncales que dio Cristo de la inminencia de su Segundo Advento
parecen haberse cumplido: la predicación del Evangelio en todo el mundo,
Jerusalén no hollada más por los Gentiles, y un período de “guerras y rumores
de guerras”, que no ha de ser precisamente la Gran Tribulación; pero será su preludio y el “comienzo de los
dolores”. El Evangelio ha sido traducido ya a todas las lenguas del mundo y los
misioneros cristianos han penetrado y recorrido todos los continentes.
Jerusalén que desde su ruina el año 70 ha estado bajo el poder de los romanos,
persas, árabes, egipcios y turcos... desde 1918 y por obra del general inglés
Allenby ha vuelto a manos de los judíos; y un “Reino de Israel” que se
reconstruye, existe tranquilamente ante nuestros ojos; y finalmente nunca jamás
ha visto el mundo, desde que empezó hasta hoy, una cosa semejante a ésta que el
Papa Benedicto XV llamó en 1919 “la guerra establecida como institución
permanente de toda la humanidad”. Las dos guerras “mundiales”, incomparables
por su extensión y ferocidad, y los estados de “preguerra” y “posguerra” y
“guerra fría” y “rearme” y la gran perra, que ellas han creado, son un fenómeno
espectacularmente nuevo en el mundo, que responde enteramente a las palabras
de la profecía del Maestro: “Veréis guerras y rumores de guerra, sediciones y
revoluciones, intranquilidad política, bandos que se levantan unos contra
otros, y naciones contra naciones... Todavía no es el fin, pero eso es el
principio de los dolores.” ¿Y cuál es el fin? El fin será el monstruoso reinado
universal del Gran Perverso y la persecución despiadada a todo el que crea de veras
en Dios; en la cual persecución a la vez interna y externa parecerá naufragar
la Iglesia de Dios en forma definitiva[14].
Otras
muchas señales menores, que parecen cumplirse ya, se podrían mencionar; pero no
tengo lugar y además es un poco peligroso para mí. Baste decir que
aparentemente la herramienta del
Anticristo, como notó Donoso Cortés, ya está creada. Hace un siglo justo, el
gran poeta francés Baudelaire, escribía en su diario Mon Coeur mis a Nu acerca del gobierno dictatorial de Napoleón III
–que fue una tiranía templada por la
corrupción–, que “la gloria de Napoleón III habrá sido probar que un
Cualquiera puede, apoderándose del Telégrafo y de la Imprenta, tiranizar a una
gran Nación”; cosa que los argentinos sabemos ahora sin necesidad de acudir a
Baudelaire.
Pues
bien, desde entonces acá, los medios técnicos de tiranizar a una gran nación, y
aun a todo el mundo, por medio del temor y la mentira, han crecido al décuplo o
al céntuplo. El Anticristo no tiene actualmente más trabajo que el de nacer; si
es que no ha nacido ya, como apuntó San Pío X en su primera encíclica. El mundo
está ablandado y caldeado para recibirlo por la predicación de los “falsos
profetas”, contra los cuales tan insistente nos precave Cristo; y que son otra
de las señales: seudoprofetas a bandadas.
El
odio –y no el amor– reina en el mundo. Eso también está predicho en un
versículo que no es nada claro en la Vulgata, pero se entiende bien en el texto
griego. “Y porque sobreabundará la iniquidad, se resfriará la caridad en muchos”,
dice la traducción de San Jerónimo; que yo creo que no es de San Jerónimo sino
de Pomponio o de Brixiano; pues creo cierta la noticia actual de que San
Jerónimo no tradujo, sino solamente corrigió la Vulgata. El versículo traducido
así resulta una perogrullada, por no decir una
pavada: el segundo miembro de la frase es un anticlímax, en vez de ser un clímax
como pedía la lógica. Para explicarme rápido, diré que es como si yo
dijera: “Como había una temperatura de 45 grados, no había muchos que dijesen
que hacía frío...” (no había nadie). O bien otro ejemplo: “El que asesina a su
madre, no se puede decir que tenga una virtud perfecta...” (ninguna virtud
tiene). Y así, si el mundo está inundado de injusticia, estúpido es decir que a
causa de eso “se enfriará la caridad”. No habrá caridad desde hace mucho, ni
fría ni caliente. La caridad es más que la justicia.
Pero
el texto griego dice otra cosa, que es inteligente y lógica. Se puede traducir
así: “Habrá tantas injusticias que se hará casi imposible la convivencia”; y
eso es instructivo y luminoso, porque efectivamente el efecto más terrible de
la injusticia es envenenar la convivencia. A la palabra griega Copee le dieron poco a poco los
cristianos el significado de caridad en
el sentido tan especial del Cristianismo; pero originalmente agápee significa “concordia, apego,
amistad”; y por cierto amistad en su grado más ínfimo, que es ese mínimum necesario para poder vivir mal
que bien unos al lado de otros; conllevarse
como dicen en España; o sea la convivencia.
Que
la convivencia entre los humanos se está destruyendo hoy más y más y a toda
prisa ¿quién no lo ve? Y que la causa de esa malevolencia que invade de más en
más al género humano sea la injusticia ¿quién lo duda? Las injusticias
amontonadas y no reparadas, que dejan su efecto venenoso en el ánimo del que
las sufre... y también del que las hace. “Que hablará muy mal de ustedes -
Aquel que los ha ofendido”, dice Martín Fierro; y “la injusticia no reparada es
una cosa inmortal”, dice el hijo de Martín Fierro.
No
he escrito todo esto para desconsolar a la gente, sino porque creo que es
verdad; y Cristo nos mandó no nos desconsoláramos por eso, al contrario:
“Cuando veáis que todo esto sucede, levantad las cabezas y alegráos, porque
vuestra salvación está cerca.” ¿Para qué ha sido creado este mundo, y para qué
ha caminado y ha tropezado y ha pasado por tantas peloteras y despelotas sino
para llegar un día? Estos impíos de
hoy día que dicen que el mundo no se acabará nunca, o bien durará todavía 18
mil millones de anos, se parecen a esos viajeros que se empiezan a entristecer
cuando el tren está por llegar. Y puede que ellos tengan sus motivos para
entristecerse; pero el cristiano no los tiene. Este mundo debe ser salvado; no solamente las almas individuales
sino también los cuerpos, y la naturaleza, y los astros (todo debe ser limpiado
definitivamente de los efectos del Pecado); que no son otros que el Dolor y la
Muerte. Y para llegar a eso, bien vale la pena pasar por una gran Angostura.
Yo
no sé cuándo será el fin del mundo; pero esos incrédulos que lo niegan o
postergan arbitrariamente saben mucho menos que yo. ¿Verán los jóvenes de hoy
la Argentina del año 2000? No lo sabemos. ¿Verán los chicos escueleros a la
Argentina con 100 millones de habitantes, de los cuales 90 millones en Buenos
Aires? No lo sabemos. ¿Verá el bebé que ha nacido hoy –y varios han nacido
seguro– el mundo convertido en un vergel y un paraíso por obra de la Ciencia
Moderna? Ciertamente que no. Si lo ven convertido en un vergel, será después de
destruido por la Ciencia Moderna, y refaccionado por el poder del Creador, y la
Segunda Venida del Verbo Encarnado; ahora no ya a padecer y morir, sino a
juzgar y a resucitar.
Lo
que puede que vean y no es improbable, es a Cristo viniendo sobre las nubes
del cielo para “fulminar a la Bestia con un aliento de su boca”, y ordenar la
resurrección de todos nosotros los viejos tíos o abuelos, si es que no lo vemos
también nosotros, porque nadie sabe nada, y los sucesos de hoy día parecen correr
ya, como dijo el italiano, 'precititevolissimevolmente”.
[1]El adulterio era castigado
gravemente por la ley romana; en dos períodos del derecho romano, con la pena
capital, lo mismo que en la ley de Moisés.
[2]Yo no sé dónde está el Reino
de Andorra. Que cada uno quite Andorra y ponga lo que quiera. Yo sé bien en
quién pienso cuando digo “Andorra”.
[3]Discusión,
p.
129.
[4]Este texto: “El que
a vosotros oye, a Mí me oye; el que a vosotros desprecia, a Mí despreciar está
aquí muy mal traído; y de hecho lo hemos oído varias voces interpretar
viciosamente. En su contexto y en la intención de Cristo, no se refiere a la
obediencia, sino a la fe: lo dijo Cristo cuando mandó a los Setenta Discípulos a predicar, no se lo dijo a San Pedro
cuando constituyó la Iglesia como sociedad visible. Vease Lucas, X, 16: “El que
a vosotros desprecia, a Mí desprecia; y el que a Mí desprecia, desprecia Al que
me envió.” Es paralelo del texto de Juan, V, 24: “El que oye mi Palabra y la
cree, tiene la vida eternas
[5]–¿Se puede obedecer un
mandato absurdo? Materialmente se puede a veces, helás, pero ningún voto
religioso obliga per se a tal cosa, “status enim religiosas est status
rationalis, non irrationalis” (cf.: A. Ballerini, Op. Theol. Mor., val. fo, Nº 130).
[6]“Este pueblo es
extraordinariamente sensible al amor del que lo rige. Sin amor no admite ser
conducido. Resiste a la violencia, pero no puede resistir al amor. La
indiferencia lo resiente y lo enfada; la violencia lo enoja y lo levanta. Sólo
el amor lo atrae y tranquiliza. Si se le han dado pruebas de amor, es paciente
para esperar, presto para agradecer, celoso para defender, rápido para
perdonar, tardo en desengañarse. No tiene tranquilidad ni paz sin confianza en
el gobierno, pero su confianza no reposa tanto en la comprensión de sus actos,
como en la intuición de que ellos están inspirados en el amor.
[7]La anécdota del sargento
salteño no está tomada del libro La
Historia que he vivido, todavía no publicado al escribirse esta homilía;
sino de un relato oral de don Carlos Ibarguren al autor (19 de junio de 1957). Maleas. [Ver nota 68; n. del E.].
[8]El texto griego dice: “pareéngeilen, diestéilato” (“les gritó,
les bramó que no lo contaran”).
[9]El docto presbítero doctor
Enrique M. Villaamil, de Gualeguay, Entre Ríos, me comunica –junto con arras
observaciones justas– que en algunos rincones de Corrientes se conserva aún la
costumbre de las lloronas en los velatorios.
[10]Cuando no ha “cabidos
después de Epifanía, por sobrevenir el tiempo cuaresmal se reza esta misa en
lugar de la domínica vigesimocuarta después de Pentecostés.
[11]Daniel.
[12]Decline and Fall of De Roman Empire.
[13]Al conectar el catolicismo
barroco español con la última guerra carlista me atrevo demasiado, como me
argayó un gran religioso español residente en Roma, que después me felicitó.
[14]De esta “Gran Tribulación
hemos hecho un cuadro imaginario en nuestra novela Su Majestad Dulcinea.