LA CULPA. Judíos, judaísmo y sionismo
16/01/2016Política nacional
Es una nota anterior a la formación del Llamamiento. Absolutamente pertinente
Por qué los judíos tenemos la culpa
Por Elina Malamud *
Mi abuelo Morduch Gurewitsch era bolchevique. Quién sabe en qué
momento de fin del siglo XIX o principios del XX se fue de Chechersk a
Gomel para estudiar. Era la parte de Rusia en proceso de
industrialización que hoy se llama Bielorrusia. Cambió su torá tan
vapuleada por escritos prohibidos que hablaban de un mundo más justo y
así fue que se vio comprometido en la revolución de 1905, simbolizada
bellamente por Eisenstein en El acorazado Potemkin y en el cochecito de
bebé que rueda infinitamente por las escaleras de Odessa. Se escapó del
zar rumbo a Berna, ahí estudió bioquímica y partió después a Sudamérica,
seguido por mi abuela, Malka Lifschitz, licenciada ella en letras
eslavas.
Me encantaría hacer un agujerito en el diploma de Morduch, que
cuelga enmarcado en la pared de mi living, para espiar al otro lado del
tiempo esas dos vidas suyas, la del militante que no fue como Pavel
Vlásov, el romántico revolucionario de la novela de Gorki, y la del
estudiante emigrado que arrastró su pobreza del Este, que tal vez se
haya codeado con Rosa Luxemburgo y cuya tesis final en la Universidad de
Berna me regodeo en encontrar una y otra vez en Internet: Ueber einige
Amidoderivate der Schwefelsa”ure, Inaugural-Dissertation… von Morduch
Gurewitsch, 1910. Como tantos migrantes del Este de Europa que en
aquella época se largaban a Palestina, a Estados Unidos, al Brasil, a
Inglaterra, a Argentina, llegaron a Buenos Aires por 1911, pero nunca
abandonaron la ilusión de volver a participar en la gran avanzada que
cambiaría el mundo.
Los judíos socialistas del Bund en el que militó mi abuelo, según me
explicaba Yeña, mi dulce idishe mame, imaginaban una sociedad futura
igualitaria y sin explotados, en la que no existirían las fronteras
nacionales y la única patria sería la clase trabajadora. En la izquierda
de Poalei Tzión, en cambio, seguidora de Ber Borojov, consideraban que
una historia común, una economía alejada de la producción primaria y un
pasado lingüístico que los reunía conformaba a un grupo humano al que
sólo le faltaba un territorio para constituirse como pueblo y ese
territorio estaba en Palestina, donde deberían afincarse si querían
recuperar su relato legendario y llevar la buena nueva de la revolución
proletaria a los campesinos de Oriente Medio. No los juzgo. Sólo quiero
contar cómo eran. Todos eran judíos socialistas que migraron como mi
familia.
Moisés Malamud, mi padre, nació a principios del siglo pasado cerca
de Kishiniov, la capital de Moldavia, que en esa época se llamaba
Besarabia y era también parte de la Rusia de los zares. Venía de una
familia menos intelectual, más atada a la tradición religiosa y
dispuesta a crecer en esa Argentina promisoria de leche y miel que fue
refugio de emigrantes de toda la Europa del hambre, la persecución y la
guerra. Mi abuelo Elías, un pobre mameligue alimentado a polenta, se
vino a Buenos Aires antes de que empezara la guerra ruso-japonesa, a
dormir de noche sobre el mismo mostrador en el que trabajaba de día,
pero ya había progresado a kventenik –vendía “por su cuenta”– ofreciendo
colchas de puerta en puerta, cuando toda su prole llegó a su encuentro.
Hoy es una familia de doctores y comerciantes, estancieros y rentistas y
hasta políticos que fragotearon con el general Bonnecarrére en los años
convulsos que caracterizaron nuestro medio siglo y la caída del
gobierno de Perón.
Así y todo, Moisés se fue, recién recibido, a constituirse en el
único médico del Dock Sud, en la época de Barceló y Ruggierito, donde
atendió con la misma solicitud a laburantes y malandras; organizó una
cooperativa de médicos en Avellaneda que pronto quedó en manos de los
que querían transformarla en una clínica privada de médicos directores y
médicos asalariados. Entonces, ya director del Hospital Fiorito, fundó
la cooperadora que todavía existe, cuando creyó que, si las partidas no
alcanzaban, era lícito pedir ayuda a las fuerzas vivas de la ciudad y
hoy un pequeño busto, en el patio del hospital, recuerda su trayectoria.
Así fue, así es mi familia judía.
Así como esos vecinos que fundan un club de barrio para reunirse a
bailar pasodoble, tango y cumbia, a jugar al truco, a rifar una
bicicleta para construir la canchita donde ellos y sus hijos puedan
ejercitar algún deporte, terminan cooptados por las millonadas obscenas
de los traficantes de jugadores de fútbol, así también la mutual judía y
la delegación de entidades judías, herederas de la primera cooperativa
agrícola de Sudamérica fundada en 1890, en la sinagoga de piso de
ladrillo de Basavilbaso, continuadoras del Bund y del teatro IFT, hoy
están en manos de empresarios y rabinos que tejen sus negocios y sus
políticas pro israelíes, programan la currícula de la educación
comunitaria, deciden quién es suficientemente judío y quién no lo es
para morir su eternidad en los cementerios que ellos administran…
votados por ellos mismos.
Y la culpa es mía, es nuestra, nuestra de todos los judíos que
priorizamos la vida ciudadana y no nos sentimos llamados a actuar en el
seno de nuestra minoría étnica. Somos cientos de miles los judíos y
judías argentinos y argentinas que no hemos sido obligados a continuar
nuestra infancia y juventud en la colonia de verano de Summerland, ni a
remar en Hacoaj, ni a jugar al vóley en Macabi, ni a hacer vida cultural
en Hebraica, ni a ir a la sinagoga porque no creemos en la existencia
de dios, ni a mandar a nuestros hijos al colegio Weitzman ni al
Wolfsohn, ni nos hemos casado con un buen judío sino con un compañero de
la facultad o de la militancia o con el hermano de una amiga del barrio
que no profesaba nuestra religión ni tenía la misma historia del templo
arrasado pero compartía nuestros ideales y nuestra esperanza de un
mundo más justo. Somos cientos de miles los judíos y judías argentinos y
argentinas que no estamos representados por la AMIA y la DAIA, que no
comulgamos con las dirigencias israelíes, que lamentamos la
derechización de una sociedad que se olvidó del kibutz y de los motivos
que llevaron a sus antepasados a Palestina, y nuestras organizaciones
comunitarias no tienen por qué convertirnos en sus adláteres, en sus
defensores, en sus cómplices. Somos los que queremos una Palestina sin
territorios ocupados, donde nadie se crea superior ni explote al otro y
una dirigencia independiente que no pretenda colocar a nuestra minoría
en un estamento ideológico que no le corresponde, porque los judíos
somos muchos y pertenecemos a corrientes políticas diversas.
Es así que esos judíos deberíamos haber tenido una participación más
activa en las instituciones comunitarias, o quizá, aún estemos a tiempo
de crear otras nuevas en las que la diversidad de pensamiento y una
visión del mundo más amplia no nos recluyan en estructuras manoseadas
por miserias locales, mezquindades empresariales e intereses globales.
Los judíos debemos hacer el mea culpa y recuperar el espíritu solidario
de los fundadores de estas instituciones hoy cuestionadas, pensando en
sus mutuales, en sus cooperativas y en los grandes hombres y mujeres de
nuestra etnia que dedicaron su vida a la lucha por un mundo mejor y que
ya han sido vastamente nombrados en los varios artículos que tantos
judíos hemos publicado últimamente en los medios.
- Escritora y periodista.