OPINIÓN PÚBLICA
Recientemente, en su programa televisivo nocturno, al
humorista Jimmy Fallon se le ocurrió una broma sumamente aleccionadora e
inquietante. Consistía en enviar a la calle a un reportero con
un micrófono que, en un tono exultante, se acercaba a los transeúntes,
informándoles de que Corea del Norte acababa de realizar una prueba
atómica e invitándoles a que celebrasen tal éxito, como si
celebrasen el descubrimiento de la penicilina. Y, en efecto, muchos
panolis abordados en la calle, ante las muestras de júbilo del
reportero, se sumaban como zombis risueños a la celebración y mostraban
su dicha ante el acontecimiento.
El bromazo de Jimmy Fallon servía, en
fin, para demostrarnos cómo se puede inducir en las masas cretinizadas el comportamiento que el manipulador desee;
cómo se les puede hacer repetir como loritos las ocurrencias más
lastimosas y aberrantes; y cómo, además, se puede lograr que crean
orgullosamente que sus acciones y pensamientos inducidos son
distintivos, cómo se les puede infundir la creencia irrisoria de que
piensan y actúan 'por libre', de que todas las majaderías que salen de
su caletre son opiniones libres, cuando en realidad no son más que el
regüeldo patético de opiniones preconcebidas que otros les han
implantado, a modo de chips.
Y el caso es que a este regüeldo
patético es a lo que pomposamente denominamos 'opinión pública', que no
es sino sumisión de las masas a las manipulaciones del mundialismo. Naturalmente,
para lograr que la llamada sarcásticamente 'opinión pública' exprese
las aberraciones que interesan al mundialismo conviene crear previamente
lo que Marcuse llamaba «una dimensión única de pensamiento»,
imponiendo en los cerebros arrasados aquellos criterios que las
encuestas nos aseguran que son mayoritarios. Y como las masas (que
previamente han sido desarraigadas de los asideros familiares y sociales
que antaño les prestaban cobijo en su desvalimiento) tienen auténtico
pavor a desafiar el criterio de la mayoría los acatan con entusiasmo,
como los panolis del programa de Jimmy Fallon accedían a felicitar
alborozados al dictador coreano por el éxito de sus pruebas atómicas.
Por supuesto, si el sistema se tropieza con excesivas resistencias en la
imposición de la 'opinión pública' que le conviene, de inmediato
diseñará 'campañas de concienciación' y otras virguerías de la
ingeniería social para erradicar definitivamente de la sociedad
'conductas indeseables', que se presentarán como subsistencias
desfasadas de un tiempo felizmente superado. Y es que el engendro de la
'opinión pública' exige incondicional obediencia; pues sólo quien
comulga con las ruedas de molino impuestas por la 'opinión pública' se
convierte en un ciudadano respetable.
Este empeño en modelar el
sentido común popular hasta formar una 'opinión pública' es un producto
del despotismo ilustrado del siglo XVIII. Rousseau, en su celebérrimo Contrato social, se
refiere sin empacho a la necesidad de conformar la 'opinión pública' de
forma inducida: «¿Cómo una multitud ciega, que con frecuencia no sabe
lo que quiere porque raramente sabe lo que es bueno para ella,
ejecutaría por sí misma una empresa tan grande, tan difícil como un
sistema de legislación? La voluntad es siempre recta pero el
juicio que la guía no siempre es esclarecido. Hay que hacerle ver los
objetos tal cual son... Todos tienen igualmente necesidad de guías: hay
que obligar a unos a conformar sus voluntades a su razón; hay que
enseñar a otros a reconocer lo que quieren». Al lector avisado no le
habrá pasado inadvertido el monstruoso paternalismo del pasaje, el
desprecio que Rousseau profesa al pueblo, al que considera una masa
amorfa y manipulable a la que se puede cambiar a capricho con tan sólo
cambiar lo que piensa. Esta misma idea la reitera en otro pasaje
especialmente abyecto del mismo libro: «Así como la declaración de la
voluntad general se hace por ley, la declaración de juicio público se
hace por la censura; la opinión pública es la especie de ley de la que
el censor es el ministro, y que él no hace mas que aplicar a los casos
particulares a ejemplo del príncipe. (...) Corregid las opiniones de los
hombres y sus costumbres se depurarán por sí mismas».
La
llamada 'opinión pública', como nos enseña Rousseau, no es más que un
hábil y refinado engranaje de censuras urdido para legitimar las
ingenierías sociales más ominosas. Y al servicio de esta
'opinión pública' están los políticos cipayos, a los que el mundialismo
sabe cómo recompensar los servicios prestados. Que suele ser a costa de
nuestra sangre y de nuestra alma.
JUAN MANUEL DE PRADA