El
otro lado de los despidos estatales.
La desvinculación de
empleados estatales siempre enciende polémicas. Las
esperables posturas antagónicas están repletas
de trillados planteos, la mayoría de ellos falaces
y plagados de una fragilidad argumental evidente. El Estado no produce nada, ninguna riqueza. Se financia
con el dinero de los que sí la generan, quitándoles
a ellos una porción importante de su esfuerzo para
solventar las aventuras y experimentos de los gobiernos
de turno, esas que casi siempre involucran ineficientes
procesos y peores resultados.
La remuneración
del individuo despedido no sale del aire. Se obtiene solo
con la previa acción coercitiva del Estado, que exprime
vía impuestos, o cualquier ardid equivalente, a miles
de individuos, en contra de su voluntad.
No
existe magia, ni panfleto que lo explique. El dinero no
se multiplica espontáneamente. Eso ocurre cuando los
individuos crean bienes y servicios que la sociedad valora
al punto de estar dispuesta a pagar por ellos. Si esta lógica
elemental no se entiende, la discusión tiene muy poco
sentido.
Cuando una persona se queda sin su
retribución todo parece una mala noticia. Claro que
el involucrado está en problemas, molesto con la decisión,
pero el análisis no puede agotarse enfocándose
solo en su percepción.
La clásica
mirada que prolifera por estas latitudes, dirá que
un desocupado es un problema social, sin considerar las
múltiples consecuencias que tiene en la comunidad,
la anterior quita de recursos que el Estado instrumenta
sometiendo a los ciudadanos y obligándolos a financiar
a quien no produce.
Si esos impuestos no hubieran
detraído recursos de los individuos, estos se hubieran
volcado a la actividad productiva generando trabajo genuino
y decente en idénticas o superiores proporciones y
en función de su eficiencia.
Existe cierto
consenso en que alguien que no trabaja no merece recibir
una compensación. Por eso los que cobran sin trabajar,
solo reciben el desprecio de una sociedad que avala sus
cesantías sin sentir culpa alguna.
Aparece
entonces un retorcido razonamiento que intenta justificar
a quienes cobran pero trabajan, sin evaluar la verdadera
utilidad de su rol, ni considerar si el puesto que ocupa
cumple alguna función práctica.
Muchos
trasnochados creen que una persona que no contribuye con
la sociedad debe ser igualmente subsidiada por el resto,
siempre a través del Estado. Para ellos, la situación
de este ciudadano es solo una indeseada consecuencia de
las condiciones generales de la economía, de su acotado
acceso a la educación, de su entorno social, o hasta
de su mala suerte.
Según esos "sensibles"
ciudadanos, en esa precaria circunstancia, el sujeto debe
ser auxiliado por todos, a través del uso de la fuerza
pública que ejerce el Estado fijando gravámenes
que permitan sostener a ese indefenso.
Esa perversa
dinámica no solo denigra a ese ciudadano, colocándolo
en una indigna posición de inútil, inepto e incapaz,
sino que se convierte en su definitiva condena a permanecer
en la pobreza de la que jamás saldrá.
No se ayuda a ese individuo otorgándole un puesto
estatal como dádiva aunque ello implique una remuneración,
ni regalándole un subsidio sin contraprestación.
Se trata de que haga el intento de formarse, capacitarse
y entrenarse para ser útil a la comunidad desde un
lugar que lo enorgullezca.
Los que creen que
el Estado debe abordar esa misión, tienen la enorme
oportunidad de constituir una organización, recaudar
fondos, aportar su dinero y llevar adelante ese proyecto
con su sacrificio personal, sin recurrir a la ridícula
pretensión de que la sociedad solvente su piadosa genialidad.
No faltará aquel que afirme que el Estado
genera riqueza. Habrá que desafiarlo a explicar como
lleva su teoría al terreno de lo empírico haciendo
que todos vivan de un salario público, para luego ver
como se las ingenia para cubrir esas erogaciones sin tener
contribuyentes a quien esquilmar.
La solución
a la pobreza no pasa por aumentar ni sostener empleos públicos.
De hecho, un creciente gasto estatal es una garantía
de que esa sociedad seguirá transitando el camino de
la precariedad. Muchos seguirán repitiendo hasta el
cansancio que el Estado es el único empleador disponible
y que hasta que no florezcan nuevas empresas, habrá
que seguir así.
No comprenden como funciona
la economía. Eso no sucederá nunca, no solo porque
el Estado asfixia a la iniciativa individual, sino porque
cuando un nuevo empleador entre al ruedo no requerirá
de esos asalariados que pululan en los gobiernos, acostumbrados
a su habitual letargo ineficaz, sin exigencias. Reclutará
sus colaboradores allí donde estén los más
calificados, los que demostraron talento y no buscará
a los menos preparados.
Es imperioso reducir
el tamaño de la nómina estatal. No solo habrá
que eliminar los salarios de aquellos que no trabajan, sino
también aquellos puestos que no brindan utilidad para
la sociedad que los financia. Nadie debería seguir
defendiendo la abultada cantidad de empleados del Estado,
cuando es evidente que con menos se pueden lograr los mismos
resultados.
De nada servirá esa decisión
si esos dineros malgastados se redistribuyen en los actuales
vericuetos burocráticos del Estado. Para que valga
la pena, deben volver rápidamente a sus legítimos
propietarios, a esos que generan riqueza, mediante una urgente
y sostenible reducción de impuestos.
Por
cruel que les parezca el comentario a los susceptibles corazones
contaminados por la ideología imperante, si esto no
sucede y esos recursos se dilapidan en forma de subsidios
disfrazados al subempleo crónico, esos individuos nunca
tendrán un ingreso digno, ese que se recibe solo como
premio merecido al trabajo bien hecho. Se puede analizar
todo esto como siempre o hurgar un poco en el otro lado
de los despidos estatales.
Alberto
Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com