Ettore Vanni
La vida de los niños en
el ‘Paraíso soviético’
LA IMAGEN NO CORRESPONDE A LA PUBLICACION ORIGINAL
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Transcribo otras narraciones de
las dramáticas memorias “Ocho años en la Unión Soviética”, de este
comunista decepcionado, al comprobar la horrorosa vida social que encontró en su anhelada utopía soviética.
Vanni, en estos capítulos (sólo copiamos fragmentos de incontables escenas ), se refiere a los miles de niños españoles que
fueron arrancados inicuamente de sus hogares, con el consentimiento de padres
comunistas desamorados, durante la
República española, en la década de 1930, y enviados a Rusia
para insuflarles el cerebro con odio marxista. Destacamos que las condiciones
de vida paupérrimas de estos niños españoles, que en parte leeremos a
continuación, fue mucho más ‘humana’ de la que sufrieron los niños rusos.
Esta miseria
escandalosa existía habitualmente en la
URSS, desde siempre,
aún antes de la invasión alemana, y nunca la pudieron eliminar, pese a los
‘planes’ quinquenales, ¡La invasión nazi
no agravó la situación! ( lo aclaro por las dudas; porque tiempo después
justificaban las atrocidades cargándolas a la cuenta de la guerra contra
Alemania).
Dedico este capítulo a los
“compañeros de ruta”, políticos, clero, etc. que proclaman que los
marxismos traerán la salvación al proletariado; son los utopistas creadores
del hombre perfecto y del paraíso en la tierra; imbéciles a quienes
gustosamente, si la decisión estuviera
en mis manos, como he dicho en otras ocssiones, mandaría a veranear a Siberia;
para que vuelvan con el rabo entre las piernas, como Vanni. Pero mejor sería
¡que no vuelvan jamás!
CAPÍTULO X
ESCUELAS PARA NIÑOS ESPAÑOLES
Llegué
a Kúlbisohev el 10 de enero de 1940. El
termómetro marcaba aquel día los 60 grados [¡bajo cero!].Iban conmigo tres
maestras españolas y un joven, maestro
también, a quien el fin de la guerra le había sorprendido siguiendo un
curso de piloto en el Cáucaso.
Aunque
habíamos telegrafiado anunciando nuestra llegada, no encontramos a nadie
esperándonos. La impresión que recibí en la estación de Kúlbisohev y en las
otras durante el trayecto, fue aún más penosa que la de la llegada a Moscú.
Estando la región del Volga más atrasadas y una de las más castigadas por la
colectivización y la represión que siguió a ésta, la miseria y la suciedad son
mayores que en otras, hecha excepción del Asia central.
En
las estaciones, pequeñas o grandes, el espectáculo de los niños abandonados se
repetía constantemente.
Había
visto en centenares de revistas rostros de niños sonrientes, casa-cuna,
jardines de la infancia. Me había admirado, sobre todo, un retrato de Stalin con una niña en brazos,
del cual volví a ver en Rusia por todas partes millares de reproducciones con
esta dedicatoria:
“GRACIAS
CAMARADA STALIN POR NUESTRA INFANCIA FELIZ”.
Evidentemente
sólo los hijos de los Oficiales del Ejército y los burócratas del Partido
pueden dar las gracias al camarada Stalin. Los otros, aquellos que he visto
siempre tender la mano delante de los
trenes, a la puerta de los mercados, en el metro, en el tranvía, harapientos y
sucios; los hijos de los campesinos enviados a Siberia, de los obreros y de los
modestos empleados que no saben como terminar el mes, aquellos que pueden darle
las gracias lo maldicen.
Hay
en Rusia un vasto florecer de canciones prohibidas. Las he oído en Ucrania, en
Moscú, en Crimea, por todas partes. Los “Biesprizoni”, muchachos abandonados
las componen y las propagan de pueblo en pueblo, de cárcel en cárcel, de ciudad
en ciudad; canciones tristes, dolientes, narran
el drama de una familia destruida, de una criatura abandonada en una estación mientras el tren se lleva a
sus padres, mandados a Siberia por la “maldita
autoridad soviética”.
La
casa 14 para muchachos españoles se encontraba en Poliana Franze, a 14 km. de la ciudad de
Kúlbisohev. En verano los barcos transportaban por el Volga. En invierno no hay
otro medio de transporte que el trineo. Llegamos a Poliana Franze transidos de
frío, alrededor de nosotros no había más que nieve. Tuve por primera vez la
sensación de abandono, de soledad, de amargura y la impresión de estar separado
del resto del mundo al cual hubiera sido vano intentar regresar. Las maestras
lloraban cálidas y silenciosas lágrimas. Habían estado a punto de marchar a
México reclamadas por algunos parientes. Repentinamente la policía les retiró
el visaje de salida. Tuvieron que
quedarse en Rusia donde hacía ya tres años que residían; solamente siete años
después, reclamadas de nuevo por sus parientes, pudieron marchar.
El
primer encuentro con los chicos se ha grabado indeleble en mi memoria. Me
encontraba por primera vez en un aula ante una veintena de pequeños; algunos
tenía apenas diez años. Díscolos como casi todos, y como todos los otros,
sucios. Mientras respondía a las preguntas que algunos me había hecho me di cuenta que dos de ellos, sentados en
primera fila, jugaban, contando sobre el banco alguna cosa. Me acerqué y vi
cuan simple era el juego; hacía caer de la propia cabeza los piojos y los
contaban Aquel de los dos que cabían caer más era el vencedor. La apuesta era
parte del pan o un pedacito de mantequilla que les daban a la comida o a la cena. En las
Escuelas-internados rusos se tiene por principio que el muchacho no debe estar
nunca solo; además del maestro está el educador, el cual debe preocuparse de la
formación del niño, de sus juegos, y naturalmente, también, de la higiene y del
estudio. En las Escuelas para niños españoles, algunos de sus compatriotas
–sobre todo mujeres- tenían estas funciones. Estos cargos eran adjudicados por
la organización Konsomo, que, en teoría, se ocupa de la educación de los
muchachos y de los jóvenes. Y si es verdad que hubo rusos que tomaron en serio
su propio trabajo y lo desarrollaron lealmente, si bien con métodos
contraproducentes impuestos de arriba, es también verdad que la mayor parte de
estos funcionarios se preocuparon de conseguir éxitos aparentes presentando
“planes de trabajo” que después eran sólo realizados sobre el papel e infundiendo las más de las veces en los
chicos, con su propio ejemplo, aquel espíritu que debía conducirles a donde, de
hecho, los condujo más tarde.
Entre
el personal español, hecha la debida excepción de maestros que, no siendo comunistas, se preocupaban
seria y exclusivamente de la escuela,
sucedió que estando en casi la totalidad
compuesta de elementos del Partido, sin ninguna noción de cultura didáctica,
más que maestros y educadores eran “Comisarios políticos”.
El
resultado definitivo de este estado de cosas lo veremos más adelante. Pero el
resultado inmediato era aquel abandono, aquella suciedad, que repercutía sobre
la disciplina y que no encontré entre los pequeños de Poliana Fruze. Tenían
necesidad de calor y de afecto; escuchaban en cambio largos discursos sobre el
Ejército Rojo, sobre el camarada Stalin, y el recuerdo martilleante del amor y de la gratitud que debían a la Unión Soviética por todo lo que
la Unión Soviética
hacía por ellos.
Me
horroricé ante el espectáculo de aquellos dos pequeños que jugaban a quien
tuviese en la cabeza más piojos. -¿Pero
porqué tenéis la cabeza tan sucia? ¿No os peináis? Pregunté.- No tenemos
peines.
En
pleno invierno, poquísimos de ellos tenían chanclos; los ‘valiki’ –botas de
fieltro- rotos; y por consiguiente los calcetines o los trapos que envolvían
los pies, más que húmedos, empapados. Cuando ocho meses después salimos de
Kúlbisohev, aquel clima infernal y las condiciones en que los niños fueron
obligados a vivir habían hecho no pocas víctimas. En un informe enviado
personalmente por mi a Moscú, basándome en datos recogidos por la doctora, llamaba la atención
sobre el hecho que, de poco más de cien muchachos de la Colonia, 43 habían
contraído enfermedades graves de
tuberculosis ósea, artritis y otras.
Trabajaba
como interprete de la Colonia
un joven italiano que luego desapareció, como tantos otros extranjeros. Rusia
es inmensa, pero en cada punto de su ilimitado territorio están los ojos y la
mano de la NKVD.
Él mismo me informó que desde hacía un mes los muchachos no tomaban el baño;
que no había jabón, lo que no permitía cambiar la ropa de la camas ni la
personal con la debida frecuencia y asiduidad. La calefacción de las
habitaciones no se encendía todos los días y, más de una vez hubo que suspender
las lecciones a causa del frío.
Pedí
a Libero me acompañase al Director, el cual me escuchó con aire de sorpresa.
Conseguí jabón petróleo, un peluquero y permiso para calentar agua. El local
destinado a la ducha no invitaba verdaderamente a bañarse y el vapor conseguía
solamente atenuar el frío del ambiente; precisaba consumir mucha leña pero no
había y cada vez que iba uno a darse una buena ducha se corría el riesgo de
coger una pulmonía. De todas maneras llevamos allí a los muchachos; el barbero les
cortó el pelo, se bañaron, aunque tuvieron que volver a ponerse la ropa sucia;
y todos nosotros mismos les enjabonamos
las cabezas frotándoselas después con petróleo. Nunca olvidaré las miradas de
gratitud de aquellas criaturas.
Los
dormitorios eran fríos y hediondos. Había una sola estufa en el pasillo, donde
una mujer, cada noche, hacía lo que podía para secar los calcetines o los
trapos y los ‘valenku’.
Aquella
misma tarde el Director nos expuso la situación. Los organismos de la ciudad no
suministraban a la Casa
ni el jabón ni los vestidos que el había pedido. Por su cuenta se había
arriesgado a hacer cortar algunos gruesos árboles de las cercanías de las casas
y por esto le habían formado expediente que aún ni estaba liquidado.
No
había medicamentos, ni había ni algodón. Citaré un caso. En la escuela había
muchachas de catorce y algunas de quince años. Un día durante una lección una
maestra llamó a una de ellas. La alumna se levantó y al ir hacia la pizarra, la
maestra se dio cuenta del estado en que estaba la jovencita por las gotas de
sangre que caían al suelo. Interrogada aparte, contestó: “Qué quieres que haga,
camarada, si en la enfermería no nos dan algodón”. Los muchachos se sonaban con
los dedos. No tenían pañuelos, y cuando conseguimos hacerles dar pedazos de
tela que debían llamarse pañuelos, continuaban haciéndolo como antes. ¿Cómo
podían hacerlo si las mismas educadoras, el Director, todo ruso, en suma,
empleaban públicamente aquel sistema limpiándose después los dedos en el
trasero y empleando el pañuelo para
limpiarse los dedos?
CAPÍTULO
XII
……………….
Al
principio, la vida de aquella gente era un misterio para nosotros. De qué se
alimentaban y cómo, puesto que no tenían derecho a recibir cosa alguna de la Colonia, no alcanzábamos a
comprenderlo. Una cosa era cierta, con el salario podían comprar apenas el pan.
Después de esto les quedaba bien poco para gastar. Algunos eran favorecidos por
el hecho que en la familia trabajaban dos y a veces tres personas; aun así las
estrecheces y las privaciones eran enormes. Algunos se veían obligados a hacer
trabajar a sus propios hijos a los trece años y hasta los doce.
Muchachos
que, a tal edad, son condenados a la dura vida del trabajo, los vi más tarde en
la fábrica, a pesar de las leyes que prohíben pomposamente el empleo de
menores. Al último de ellos lo tuve de vecino de cama en el hospital, en el
invierno del 46/47. Se llamaba Pétia, tenía trece años y trabajaba desde hacía
casi dos años en una fábrica donde había contraído una enfermedad del corazón.
Recuerdo sus piernas hinchadas y su mirada de eterno hambriento. La Doctora le prodigaba curas
afectuosas pero Pétia, quizás,
necesitaba otras cosas. Dos días antes de que yo saliera del Hospital,
otro menor había ingresado en la misma sala. También era un obrero. Había sido
igual en Kúlbisohev, ocho años antes. Muchachos de trece años agotados por la
fábricas, las fatigas, los escasos alimentos. Los más pequeños merodeaban
mendigando por las casas y los caminos de los alrededores.
………………
CAPÍTULO
XIII.
……………….
En
general los Directores políticos de aquella y de las otras Colonias tenían como
función particular la de contrarrestar, ya que no podían impedirlo, la
educación, por así decirlo española, dada a los chicos por sus compatriotas.
Era necesario que crecieran en el amor y la gratitud a Rusia, que adquirieran
mentalidad, costumbres y hábitos rusos. (En 1947 en las dos Colonias que aún
quedaban los rusos decidieron prescindir por completo del personal español
culpando a éste del mal resultado dado por gran parte de los chicos en muchos
años de vida en la URSS).
Eran
controladas las clases, los temas que se trataban, cada frase, puede decirse
que cada palabra del maestro. Cuando se quería enseñar el folklore español y
los chicos cantaban típicas canciones
vascas, asturianas, castellanas, el
Director político exigía la traducción
por escrito de cada palabra. No pocas de ellas fueron prohibidas por
falta de significado ‘político’. Sin embargo debía aprender el Himno a Stalin,
“Fusil caballería”, “Si estalla la guerra” y otras músicas más o menos
guerreras. Canciones que debían crear y
fomentar en los hijos de los revolucionarios españoles aquel espíritu de
chovinismo y de adoración al Jefe,
deseado por los rusos. Estaba después la organización de los pequeños y la de
los jóvenes. La de los primeros, a la que pertenecen los menores de quince años
, es también una organización de tipo
político y militar, cuya finalidad es inculcar el espíritu ‘oficial’ y
acostumbrar a los niños a aquella disciplina que está en la base de la vida
soviética. Al cumplir los quince años,
el muchacho pasaba a la Juventud Comunista,
“Komsomol”, donde se le sometía a la más despiadada catequización.
Los
‘pioneros’ y los ‘Komsomol’ tenían que marchar formados para ir a la escuela y
al comedor. El pañuelo rojo al cuello era su emblema, mañana y tarde hacía el
saludo a la bandera. En los tiempos de Tania, el grupo de los jóvenes
comunistas era utilizado para imponer la disciplina al resto de los alumnos. No
fueron pocos los palos ni pocos los odios que ellos provocaron.
Esta
minuciosa obra de coacción de los espíritus, de castración del carácter, al
cabo de los años tiraban lejos con orgullo y desprecio el pañuelo rojo, se
negaban a ser prisioneros y jóvenes comunistas. A ello contribuyen también las
relaciones que los nuestros tenían con muchachos rusos, algunos de los cuales
eran hijos de obreros de la
Colonia. Igual que en Kúlbishev, también en Eupatoria la vida
miserable del pueblo era un contraste evidente con las mentiras oficiales
propinadas día tras día a los pequeños españoles. Un día, en joven me hizo muy
serio este discurso: “Ustedes sostienen que el Estado Soviético da a cada chico
la posibilidad de estudiar. Explíqueme entonces porqué hay chicos que no pueden
hacerlo”. Imposible –dije-. –Los conozco yo mismo, son amigos míos, hijos de
dos de nuestras obreras. Trabajan a los trece años. No supe qué responder y
procuré cambiar de conversación. En la Colonia, entre tanto, se empezaban a oír las
primeras canciones anticomunistas. Un grupo de jóvenes, entre ellos cierto
Luciano Bartolomé, muerto más tarde en la cárcel y J. Henales, caído, me
parece, en Stalingrado, acabaron por rebelarse abiertamente. Insultaban a la Directora política
llamándola despreciativamente :”NKVD”. Efectivamente Tania, como todos los
directores políticos era un agente de la
policía secreta. Esta conducta de los chicos llegó al colmo cuando una noche
quiso presidir una reunión el Secretario del Partido de la ciudad, Merlin, en
quien la indisciplina de los españoles despertaba ya serias preocupaciones.
Apenas Merlin tocó este argumento, un grupo formado por una decena de niños
empezó a silbar y salió en bloque de la sala.
Empezaron para nosotros entonces las amarguras. Tania y el Director fueron
destituidos y vino a dirigir la
Colonia un tártaro pérfido e inepto, si bien muy hábil en los
negocios. El nuevo Director político, cierto Balszovski, fue encargado de
acabar con la ‘indisciplina’ y de buscar
sus causas. La actitud antisoviética de los chicos, según el Partido ruso no
podía ser un fenómeno espontáneo. En la Colonia debía haber algún
‘contrarrevolucionario’.
No
es de excluir que los chicos tuviesen contacto con estos elementos. Cerca de la Colonia, separado por un
muro, había un parque. No pudiendo salir por la puerta, pues estaba prohibido
frecuentar el parque, los mayores saltaban el muro y se reunían con jóvenes y
muchachas rusa de su edad. Tratándose de gente que, como la mayor parte de los
trabajadores, vivía entre grandes estrecheces.
Es muy posible que éstos, describiendo las dificultades de su propia vida
contagiaran a los españoles su aversión al régimen. Sin embargo, la causa
principal de la legítima reacción de los
jóvenes hay que buscarla en el sistema educativo que, basado como estaba en la mentira, no
podía por menos de chocar con aquellos
temperamentos latinos. Esto era agravado por la persistencia con que los rusos
repetían hasta romper los nervios: “Os hemos alimentado” con que indignaba a
todos. En aquella época hubo una
verdadera fiebre por la patria y la
familia lejana. El que tenía padres les escribía una tras otra, cartas que no
habían de llegar nunca. El correo debía entregarse en la Secretaría y,
naturalmente las cartas dirigidas al extranjero eran censuradas. Es posible que
alguna haya escapado a la censura, siempre más insistente y abiertas se oían
las palabras: “Quiero volver a España. Quiero volver con mi madre”.
CAPÍTULO
XVI
…………………………
No
había víveres, no había leña para el fuego, comenzaban las lluvias otoñales y
llegaban los primeros fríos. Quien no la haya visto no puede hacerse una idea
de la aldea rusa en otoño, cuando llueve, o en primavera, cuando deshiela. Las calles están totalmente inundadas y es
imposible transitar sin hundirse hasta las rodillas. En verano, cuando llegan
los calores sofocantes de la estepa, el barro se transforma en un respetable
espesor de polvo.
Adultos
y chicos fuimos a recoger patatas y zanahorias bajo una lluvia torrencial. Era
la única salida para aplicar el hambre. Fue enviado a la Colonia un nuevo Director,
un bielorruso exaltado y brutal, que
durante dos meses fue martirio de todos,
grandes y pequeños.
No
había platos, cucharas, mantas, nada. La Colonia había salido de
Eupatoria sin prisa y pudiendo llevar todo lo necesario. Hubo tiempo y
posibilidad de hacerlo; sin embargo nadie se ocupó de ello.
Llegaba
el invierno y los chicos sobre todo los pequeñuelos andaban descalzos, con los
trajes hechos harapos. Vagaban por las casas abandonadas en busca de semillas
de girasol; en algún sitio hallaban hasta trigo. Lo tragaban todo. Empezó la
caza a los gatos. Era la primera vez que los rusos veían una cosa parecida y
claro, se escandalizaron. El Presidente del Soviet convocó a una reunión a fin
de acabar con lo que él llamaba un
escándalo. Nos sonreímos. No recuerdo quien de nosotros hizo observar que la carne
de gato es exquisita, dando lugar con ello a violentas protestas.
“Entonces sois vosotros los
responsables”- nos dijeron. En Director informó de la cosa a las autoridades de
la ciudad cercana. Una tarde cayeron en la Colonia dos funcionarios y se celebró una segunda
reunión. Tema a tratar: la caza de los gatos. Los chicos se reían gritando en
coro: “Pero si son muy ricos; además tenemos hambre”.
Cuando
se acabaron las molestias provocadas por aquella caza, no se habría encontrado
un solo gato en toda la aldea. Entonces empezó la caza a los cuervos. Empezó
entonces la caza de los cuervos. En ningún sitio he visto tantos como en Rusia,
sobre todo en las aldeas. Cubren el cielo en enormes bandadas. Se posan en los campos,
en los árboles, graznan desde el alba a la noche, rompen los nervios hasta el
que los tenga de acero.
No
se supo jamás de donde saldrían tantos tiragomas; ciertos es que los chicos
asaban continuamente cuervos que
despedían un olor fétido y nauseabundo.
El
hambre es cosa mala. En sus correría los pequeños descubrieron en algún sitio
trigo. Se llenaban los bolsillos y cuecen los granos en recipientes de lata.
Los
dormitorios estaban llenos de cáscaras de girasol. Los chicos habían aprendido
a comerlos como los campesinos rusos; se metían un puñado en la boca
descascarillándolos luego con extraordinaria habilidad uno a uno y escupiendo
las cáscaras, muchas de las cuales les quedaban pegadas entorno a los labios,
como moscas. Muchos comían el trigo crudo, masticándolos lentamente, pacientemente, como rumiantes. Hubo diarreas,
colitis y disenterías.
CAPÍTULO
XVIII
………………….
Los
sufrimientos de la Colonia
de Básel son más o menos los de todas las Colonias. Me lo confirmaron
otros
amigos a quienes volví a ver después de la guerra. En Básel, como en
todas las aldeas de la ex república de los alemanes del Volga,
el ganado abandonado; las patas y zanahorias se pudrían en los campos a
causa
de la lluvia. Sin embargo, a pesar del hambre de los chicos y del
personal de la Colonia, no fue posible
conseguir de las autoridades ni que fuera ordeñada una sola vaca; ni que fuera
recogida una sola patata. Algunos lo hicieron a escondidas, otros se
arriesgaron a penetrar de noche en un
depósito para robar trigo.
Se
dijo claramente a las autoridades que era un crimen dejar que se pudriera todo,
y que los maestros y hasta los chicos, trabajarían para impedirlo. “No es
posible; es del Estado. Hasta que no se reciba una orden no será permitido”.
Y
¿Quién podría ocuparse en ese momento de lo que ocurría en aquel rincón de
Rusia?... Había un maestro, Perona, que tenía un niño de un año. La mujer se
había visto obligada a destetarlo antes de tiempo. No tenían qué darle.
Encerraron, en casa, sin autorización una cabra, pero el problema era
alimentarla. Marido y mujer se aventuraron en la estepa, cubierta de nieve, en
busca de paja y calabazas, de lo que fuera. Los denunciaron.
Es
incomprensible que en un país donde todo es propiedad del Estado se hayan
dejado podrir enormes cantidades de víveres mientras la gente moría de
inanición. Estoy seguro que algunos no lo crearán, pues se opone a ello la
lógica y el buen sentido.*