Un país de opereta. Por Vicente Massot.
La Argentina —mal que nos pese— se
halla aquejada por una decadencia que lleva más de setenta años. Pero
nuestro ocaso tiene tintes de opereta, en el sentido vulgar del término.
Aquí todo es trucho o, si se prefiere, de utilería. Lo cual, si bien no
le quita gravedad al derrumbe, le agrega una componente —que nos es
característica— de livianos y poco serios en casi todo lo que hacemos.
La fuga que desde hace días ocupa las primeras planas de los diarios y
es el tema político de conversación por excelencia de los argentinos
resulta una muestra cabal de lo expresado antes. Analizada la cuestión
desde el costado institucional, su entidad es tal que nadie en su sano
juicio podría tomarla a broma. En cambio, si por un momento nos
olvidamos de lo que se halla en juego aparece el dato de farsa que
acompaña en estas playas inclusive a los temas más serios.
Sería difícil o, lisa y llanamente,
imposible imaginar a Al Capone fugándose de Alcatraz con un revolver de
juguete. Sin embargo, por inaudito que parezca en la cárcel de máxima
seguridad de General Alvear eso fue lo que sucedió. Menos creíble
resultaría encontrar en China, Alemania o Israel —por nombrar al voleo a
tres países serios— a un miembro del servicio penitenciario que, en el
momento decisivo, en lugar de hacer uso del arma que porta para detener a
los delincuentes en fuga, se niega en redondo a hacerlo escudándose en
su condición de testigo de Jehová. No obstante, cuando los Lanatta y
Schillaci todavía no habían salvado el último obstáculo que los dejaría
fuera del penal, toparon con semejante personaje.
El minué de torpezas y grotescos no
termina aquí. Los criminales hace días que deambulan a sus anchas por el
territorio bonaerense o —a esta altura— por otros más lejanos,
permitiéndose pernoctar en casa de amigos y hasta llegarse al domicilio
de una ex–suegra para amenazarla y llevarse un auto. Todo en medio de un
operativo policial que si lo hubiese planeado el estado mayor de la
Armada Brancaleone seguramente habría dado mejores resultados. Es que,
entre otras cosas, nuestros políticos en su gran mayoría son
improvisados. Creen saber lo que desconocen y suponen que merecen cargos
que les quedan grandes.
¿Qué hace un contador —seguramente muy
honesto y competente en su profesión— puesto a manejar el servicio de
informaciones del Estado? Pero, al mismo tiempo, ¿qué hace un político
de comité, ducho como pocos en las lides parlamentarias y en las
negociaciones con sus pares de otros partidos, al frente del Ministerio
de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires? No es que corresponda
poner en tela de juicio los nombramientos efectuados —respectivamente—
por Mauricio Macri y María Eugenia Vidal. Quienes los precedieron en
esas oficinas estatales no sólo no fueron más capaces que Gustavo
Arribas y Cristian Ritondo sino que ideologizaron sus gestiones hasta
límites indecibles. Lo que sucede es que, al brillar por su ausencia las
burocracias civiles capacitadas para entender en temas de defensa,
inteligencia y seguridad, cualquiera aterriza en las dependencias más
sofisticadas lo más campante.
Hay en esta cadena de sucesos
inconcebibles un elemento más que debe tenerse presente a la hora de
trazar un cuadro de situación y hacer un juicio de valor: los criminales
fugados también son argentinos. Si se comparasen de igual a igual con
Escobar Gaviria y contasen con sus medios, el panorama luciría desolador
en razón del estado calamitoso de las fuerzas de seguridad nacionales y
provinciales y la inexistencia de un aparato de inteligencia capaz de
guiar, a través de información fidedigna, al gobierno de turno en una
emergencia como la presente. Como su envergadura —la de los Lanatta y
Schillaci— es de cabotaje, la gravedad no es mayúscula. Estamos todavía a
una distancia considerable de lo que en su momento fue Colombia o de lo
que hoy es Méjico. Puede parecer un consuelo de zonzos, aunque no deja
de ser cierto.
La dimensión de opereta de la cuestión
no disuelve ni oscurece las consecuencias políticas de consideración.
Estamos a años luz del país azteca en punto a la envergadura que allí
poseen los carteles narcoterroristas pero ello no quita que, a escala
Argentina, la impunidad con la que han actuado los delincuentes sueltos y
la escuálida respuesta de las autoridades involucradas en el asunto
pasen desapercibidas. Es enteramente lógico que el presidente de la
República y la gobernadora bonaerense se encuentren entre preocupados e
indignados. Pisan terreno desconocido y no saben a ciencia cierta quién
es confiable y quién no en la policía de la principal provincia
argentina y del servicio penitenciario del mismo estado. Si sospechaban,
con buenas razones, de la herencia que recibirían, ahora han caído en
la cuenta de que el pus brota por todos lados.
Las especulaciones que se han echado a
correr en torno de los motivos del escape de la cárcel de General
Alvear, de sus responsables intelectuales y de los eventuales
desenlaces, podrían llenar una biblioteca. Las hay desde las que apuntan
a integrantes de la pasada administración de Daniel Scioli hasta las
que señalan al mismísimo Aníbal Fernández. Se habla de pactos
inconfesables y de intercambio de favores que nacieron cuando se
substanciaba la interna justicialista y competían, en las PASO, Julián
Domínguez y el entonces jefe de gabinete nacional. Se tejen teorías que
involucran a las cúpulas que fueron removidas y hasta alguno que otro
analista ha metido en el singular embrollo a carteles mucho más robustos
y peligrosos de los que habitualmente operan aquí.
Como es común entre nosotros, cada cual
tiene su versión y la considera la única verdadera. En realidad, nadie
está en condiciones de dar una respuesta satisfactoria ni al cómo fue
posible ni al por qué de la fuga ni tampoco al alcance de las
complicidades de las fuerzas de seguridad bonaerenses con los narcos
traficantes. En principio, ninguna de las explicaciones adelantadas
puede ser descartada de cuajo. El que Scioli prefería a Julián Domínguez
y no a Aníbal Fernández, lo sabe cualquiera. Que Jorge Lanata no podría
haber llegado a la prisión donde estaban alojados los hermanos que se
fugaron, para entrevistarlos, sin la anuencia del ministro de Justicia
bonaerense, Ricardo Casal, también es de público conocimiento. Que el
papel desempeñado por Aníbal Fernández en el escándalo de la efedrina
nunca fue claro, no necesita más pruebas que las existentes. Por fin,
que nadie sale de un penal de alta seguridad —aunque nos encontremos en
la Argentina— de la forma en que lo hicieron los Lanatta, sin la
complicidad de sus carceleros, es obvio. Los sospechosos son muchos. Sin
embargo, ello no demuestra su culpabilidad.
En cuanto a los eventuales desenlaces,
hay tres dignos de ser considerados: 1) que rápidamente el operativo de
seguridad montado tenga éxito y los criminales sean apresados; 2) que
aparezcan, sólo que muertos; y 3) que desaparezcan sin dejar rastros.
Para el gobierno, y en este caso resulta indistinto el nacional y el
provincial, si sucediese lo primero sería un triunfo espectacular, más
allá de las consideraciones que quepa realizar respecto de los errores y
complicidades de las cúpulas policiales y del servicio penitenciario.
Si mañana se anunciase que están nuevamente tras las rejas, el éxito
taparía los gazapos iniciales de las autoridades. Si, en cambio, el
tercer escenario se convirtiese en realidad, Macri y Vidal sufrirían una
derrota táctica de bulto. Lo que entonces quedaría al descubierto
serían las debilidades estructurales de carceleros, policías y
políticos. El segundo escenario es el más difícil de calibrar. Pero
perderían tanto el oficialismo como el kirchnerismo.
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