¿Iglesia en crisis? Siempre. Sobre una lectura del cardenal Newman
Confieso
mi ignorancia; he comenzado recién ahora a leer al cardenal Newman. Y
lo hice con la obra que, según él, era la mejor de su producción: “La Iglesia de los Padres”: un recopilado de los textos de los Santos Padres que resultan una delicia.
Leía y leía y, mientras lo hacía, me
parecía estar leyendo el diario; me parecía estar viendo el Sínodo de
las Familias, el post-Concilio, los escándalos de la pedofilia y, en
fin, la “casa asolada por el viento”, de la que hablaba Malachi Martin.
Pues sí; beber del manantial de los
Santos Padres es conservar la Tradición de la Iglesia que, al decir de
Chesterton, es “la transmisión del fuego, y no la adoración de las
cenizas”; pero también es rememorar a la Iglesia, que siempre anduvo
entre los consuelos de Dios y las tempestades del mundo.
Comparto aquí los textos que del beato Newman por si alguno quiere leer historia. Pero no historia antigua, sino contemporánea…
P. Javier Olivera Ravasi
John H. Newman, La Iglesia de los Padres, Agape, Bs.As. 2009.
La Historia de la Iglesia: entre tempestades y consuelos[1]
“Este es un mundo de conflicto y de vicisitudes en medio del conflicto. La Iglesia es siempre militante; algunas veces gana, a veces pierde; y más a menudo gana y pierde a la vez en diferentes partes de su territorio. ¿Qué es la historia eclesiástica sino un registro de la siempre dudosa fortuna de la batalla, aunque su resultado no es dudoso?Apenas cantamos el Te Deum cuando tenemos que volvernos a nuestrosMisereres; apenas estamos en paz cuando nos encontramos en persecución; apenas obtenemos un triunfo cuando nos viene un escándalo. En verdad, progresamos por medio de contramarchas; nuestras aflicciones son nuestras consolaciones; perdemos a Esteban para ganar a Pablo, y Matías reemplaza al traidor Judas. Es así en cada época; es así en el siglo XIX; fue así en el siglo IV”[2].
Los errores de los pastores ayudan a consolidar la verdadera Fe
“De acuerdo a un dicho de San Gregorio en una grave ocasión: ‘Plus nobis Thomas infidelitas ad fidem, quam fides credentium discipulorum profuit’. Y de igual modo, el descontento de los Santos, el de San Basilio, o el de nuestro Santo Tomás (Apóstol), con la actitud o la conducta de la Santa Sede, mientras no puede tomarse para justificar a hombres comunes, obispos, clérigos o laicos, de sentir lo mismo, no es un reproche ni a aquellos Santos ni al Vicario de Cristo. Tampoco está comprometida su infalibilidad en decisiones dogmáticas por ningún error personal y temporario en el que pueda haber caído, o en su estimación, sea de un hereje tal como Pelagio o de un Doctor de la Iglesia como Basilio. Accidentes de esta naturaleza son inevitables en nuestro estado de ser aquí abajo. ‘Nos fue más provechosa para la fe la infidelidad de Tomás que la fe de los discípulos creyentes’”[3].
¡Obispos! O tempora, o mores…
Así se desarrollaba el diálogo entre San Basilio Magno y un prefecto llamado Modesto que deseaba doblegarlo:
“Basilio: ¿Qué queréis decir vos, y cuál es mi extravagancia? ‘Hasta ahora no lo he oído. Modestus: No seguir la religión del emperador, cuando el resto de vuestro partido ha cedido y ha sido derrotado.
Basilio: Yo tengo un Soberano cuya voluntad es distinta, y no puedo consentir adorar ninguna criatura. Yo soy una criatura de Dios, quien me manda ser como Él.
Modestus: ¿Por quién me tomáis?
Basilio: Por alguien insignificante en tanto sea éste vuestro mandato.
Modestus: ¿Es una insignificancia, para alguien como vos, tener un rango semejante al mío y ser igual a mí?
Basilio: Vos sois prefecto en un lugar honroso, lo concedo. Pero la majestad de Dios es superior; y es mucho para mí ser igual que vos, pues los dos somos criaturas de Dios. Pero también es gran cosa ser igual a cualquiera de mis ovejas, pues el cristianismo no consiste en la distinción de personas, sino en la fe.
Con esto, el prefecto se encolerizó y, levantándose de su silla, inquirió abruptamente a Basilio si no temía su poder.
Basilio: ¿Temer qué consecuencias, qué sufrimientos?
Modestus: Alguna de aquellas penas que un prefecto puede infligir.
Basilio: Decidme cuáles.
Modestus: Confiscación, exilio, torturas, muerte.
Basilio: Inventad otra amenaza. Ésas no me hacen efecto. No corre riesgo de confiscación quien no tiene nada que perder, excepto estos pobres hábitos y algunos libros. Tampoco le importa el exilio a quien no se halla limitado a un lugar, a quien no se ata al lugar en que habita y se halla en casa dondequiera sea echado o, mejor dicho, en todo lugar donde habita Dios, puesto que es peregrino y vagabundo de Dios. Ni siquiera las torturas pueden hacer daño a una constitución tan débil que se quebrará el primer soplo. Podréis golpearme una vez, y la muerte me será una ganancia, pues ella no hará sino enviarme antes a Aquel por quien vivo y peno, por quien, más que vivo, estoy muerto, hacia quien he estado encaminándome desde hace mucho.
Modestus: Nadie ha hablado nunca a Modestus con tal libertad.
Basilio: Es que quizás Modestus nunca ha hablado con un obispo; si así fuese hubierais oído tal lenguaje. Nosotros, prefecto, somos suaves en otras cosas, y más humildes que nadie, porque es un mandato, por lo cual no debemos enojar a un «príncipe tan poderoso», ni tampoco a alguien de menor importancia. Pero cuando se ataca el honor
de Dios, sólo pensamos en ello y sólo a Él volvemos la mirada. El fuego y la espada, las bestias de presa, los aceros que desgarran la carne, son más un favor que un terror para un cristiano”[4].
El estado deplorable de la Iglesia en tiempos de los Padres
Así escribía San Basilio Magno a los obispos de Occidente, en el siglo IV:
“Bien conocidas son nuestras aflicciones sin necesidad de que las repita, pues desde aquí han llegado a oídos de toda la Cristiandad. Los dogmas de los Padres son despreciados, las tradiciones apostólicas son tenidas en nada, los hallazgos de los innovadores se expanden en las iglesias. Los hombres, en lugar de ser teólogos, han aprendido a especular. A la sabiduría del mundo se le da el lugar de honor, desalojando la gloria de la Cruz. Los pastores son desterrados, y son acogidos los lobos que saquean el rebaño de Cristo. Despojadas de pastores están las casas de oración, y el desierto lleno de gente que se lamenta: las personas de edad se entristecen comparando lo que pasa con lo que pasó, y más dignos de compasión son los jóvenes que no conocen aquello de que se ven privados (Ep. 90)”[5].
“El peligro no se limita a una iglesia, ni son sólo dos o tres las que se han derrumbado bajo esta grave tempestad. El mal de la herejía se difunde casi desde los confines de Illyrieum hasta la Tebaida. Las doctrinas religiosas han sido trastocadas, las reglas de la Iglesia se hallan en un estado de confusión; los puestos de autoridad han sido ocupados por ambiciosos sin principios; y la principal sede episcopal se otorga como recompensa a la impiedad, de modo que aquel cuyas blasfemias son más chocantes es quien resulta más elegible a los ojos del pueblo. Ha desaparecido la seriedad sacerdotal y no queda nadie competente que nutra la grey del Señor. Aumentan los ambiciosos y corrompidos que en beneficio propio se apoderan de los bienes que les han sido confiados para los pobres. Ya no existe la estricta observancia de los cánones, ni hay barreras para el pecado. Ante este espectáculo los incrédulos se ríen, y los débiles están desconcertados; la fe es incierta y la ignorancia se expande en las almas porque los que adulteran perversamente la Palabra lo hacen simulando la verdad. Las personas piadosas guardan silencio, en tanto se le da libre curso a toda lengua que blasfema. Las cosas sagradas son profanadas; y los laicos que aún conservan una fe sana, evitan los lugares de culto, cual escuelas de impiedad, y solitariamente, con gemidos y lágrimas, elevan sus manos al Dios del cielo. Apresuraos pues, mientras haya cristianos que todavía parecen mantenerse firmes, apresuraos a socorrernos. Apresuraos a venir pues sois nuestros hermanos, os lo suplicamos. Extended vuestras manos y levantad a los que estamos caídos, no permitáis que la mitad del mundo se sumerja en el error ni que la fe se extinga en los lugares desde donde al principio expandió su luz. Lo más triste de todo es que está dividida incluso la
misma porción que parece sana entre nosotros, por lo cual nos acechan calamidades tales como cuando fue sitiada Jerusalén (Ep. 92)”[6].
Los obispos traidores y felones
San Basilio, así se quejaba de los obispos de su época:
“El colmo es que se dé el nombre de obispos a hombres perversos, esclavos de esclavos,
y que nadie entre los siervos de Dios quiera enfrentarlos, nadie, salvo los inmorales (Ep. 239)”, y San Gregorio Nacianceno lo corroboraba: “Ahora entre nosotros la Orden más santa está en vías de convertirse en la porción más vil de todas. Pues la sede principal se obtiene por mala conducta más que por virtud, y las sedes no pertenecen a los más dignos sino a los más poderosos. Con facilidad y sin esfuerzo se toma para mandar a cualquiera de reciente reputación que, apenas instalado, se lanza como lo hacen los gigantes de la fábula. Hacemos santos de un día para otro, y pretendemos que tengan sabiduría los que ni siquiera la han aprendido”[7].
La Iglesia ante el avance arriano, parecía sucumbir
“Ya van trece años desde que la guerra herética se desencadenó contra nosotros, durante los cuales la Iglesia ha padecido las peores aflicciones que se recuerdan desde que fue predicado el Evangelio de Cristo. Y las cosas han llegado a este extremo: el pueblo ha abandonado sus casas de oración y se reúne en los desiertos; penoso espectáculo es ver a mujeres y niños, ancianos y enfermos, viajando miserablemente al aire libre, bajo abundantes lluvias, tormentas de nieve, vientos y heladas en invierno; y en verano bajo un sol abrasador. Y todo ello lo aguantan por no querer someterse a la maldita levadura de los arrianos” (Ep. 342) (…).“Sólo una ofensa es hoy vigorosamente castigada: la estricta observancia de las tradiciones de nuestros padres. Por esta causa las gentes piadosas se apartan de nuestros territorios hacia los desiertos. A los jueces inicuos no les importan ni las canas, ni las piadosas abstinencias, ni el que se viva el Evangelio durante toda una vida. El pueblo se lamenta y llora sin cesar en sus hogares y afuera, condoliéndose mutuamente de sus sufrimientos. Hasta un corazón de piedra estaría de duelo. Un grito unánime en la ciudad, en el campo, en los caminos, va manifestando estas tristezas. Ya no hay gozo ni alegrías espirituales, nuestras fiestas se han vuelto duelos; nuestras casas de oración están cerradas; nuestros altares, desprovistos de culto. No hay más asambleas cristianas, ni maestros que las presidan, ni instrucciones saludables, ni himnos por la noche; no más esa feliz exultación de las almas que brota de la comunión en la fe y en los dones. Lamentad lo que nos pasa, que el Hijo Único es blasfemado, sin que haya protestas; que el Espíritu Santo es tenido en nada, yendo a exilio quien podría refutar esto”[8].
P. Javier Olivera Ravasi
[1] Los subtítulos son propios.
[2] John H. Newman, La Iglesia de los Padres, Agape, Bs.As. 2009, 31.
[3] John H. Newman, La Iglesia de los Padres, Agape, Bs.As. 2009, 30.
[4] John H. Newman, La Iglesia de los Padres, Agape, Bs.As. 2009, 42-43.
[5] John H. Newman, La Iglesia de los Padres, Agape, Bs.As. 2009, 85.
[6] John H. Newman, La Iglesia de los Padres, Agape, Bs.As. 2009, 86-87.
[7] John H. Newman, La Iglesia de los Padres, Agape, Bs.As. 2009, 87.
[8] John H. Newman, La Iglesia de los Padres, Agape, Bs.As. 2009, 90-91.