BOMBAS SOBRE PUERTO ARGENTINO
En la madrugada del 13 de junio, mientras la batalla arreciaba en las alturas en torno a Puerto Argentino, una bomba británica impactó en la casa de John Fowler, superintendente de Educación de las islas, donde varios vecinos se habían alojado días atrás por considerarla una de las edificaciones más seguras de la población.
Esa mañana, como la anterior, Fowler estuvo observando el cañoneo entre ambos bandos y eso le trajo inquietud pues tenía el pálpito de que algo malo iba a suceder. Por esa razón, extremó algunas medidas, una de ellas, ordenarle a su mujer y a sus pequeños hijos ubicarse en el refugio improvisado montado en el centro de la vivienda, lejos de puertas y ventanas.
Todavía resonaban en sus oídos las palabras de la pequeña Rachel cuando el 2 de abril, a pocas horas de producirse la invasión, observaban a las tropas argentinas marchando hacia los montes.
-¿Son hombres malos, papá?
-No – le respondió él – son hombres atrapados en una situación difícil.
Excelente respuesta si se tiene en cuenta que apenas un rato antes, buzos tácticos y comandos anfibios habían pasado frente a su casa llevando encañonados a un grupo de efectivos del ineficiente Cuerpo de Voluntarios, que nada hicieron aquel día salvo entregar las armas apresuradamente y dejar todo el peso de la defensa en manos de los Royal Marines.
También recordaba las explosiones del 1 de mayo, cuando en primer lugar los Vulcan primero y luego los Sea Harrier, dejaron caer sus bombas sobre el aeropuerto y varias posiciones más.
Ese día los Fowler, que además de Rachel tenían un hijo de meses, estaban en el living de su casa, extremadamente preocupados.
John avivaba el fuego y su esposa Verónica se hallaba semidormida en un sillón, con el bebé en brazos, cuando la onda expansiva de una bombas entró por la chimenea y lo arrojó sobre la alfombra. El edificio se sacudió con fuerza y sus hijos estallaron en llantos, presas de vivo terror.
Con los combates intensificándose y la guerra acercándose a la capital, varias familias abandonaron sus hogares y buscaron refugio en puntos seguros. Tres de ellas se trasladaron a lo de los Fowler por ser una de las pocas edificaciones de piedra y ladrillo de la ciudad1 y otras emigraron al interior.
La primera en llegar a lo de John y Verónica fue la anciana Mary Goodwin, de 84 años, típica mujer de campo, dueña de una hostería donde solían alojarse expedicionarios y científicos en viaje a la Antártida. Cocinaba de maravillas y contaba unas historias bellísimas, de ahí la satisfacción del dueño de casa al recibirla, lo mismo a su hijo marino al que le faltaba una pierna.
Después vino Doreen Bonner, una mujer de carácter dulce, amada por la sociedad malvinense, quien cuidaba a Cheryl, su hija discapacitada, postrada en la cama desde su nacimiento dieciocho años atrás. La muchacha sonreía de tanto en tanto y pese a su edad, no parecía tener más de cinco años.
Susan Whitney, joven profesora de arte y economía doméstica, de 27 años de edad, era la esposa de Steve, el amigo de John, una persona en extremo agradable aunque un tanto obcecada. Cuando todo el mundo se arrojaba al piso al sentir los proyectiles, ella permanecía de pie, asegurando que por nada del mundo se iba a tirar al suelo. Tal era su furia por lo que la comunidad malvinense estaba padeciendo y su necesidad de exteriorizar las tensiones acumuladas, maldiciendo a los invasores a cada instante.
-¡No pienso tirarme al suelo por nada del mundo! – solía decir y se quedaba parada.
Steve y Susan también se instalaron en la casa y así fueron pasando los días, con el único consuelo de la videocassetera del colegio que John trajo a su hogar (Puerto Argentino solo contaba con tres) y las películas prestadas por otro amigo en los horarios en que los argentinos permitían la circulación.
La noche del 12 de junio John dormía en el refugio cuando una bomba cayó en el jardín, sin explotar. Steve lo despertó para comentarle lo ocurrido y juntos se dirigieron a la cocina, donde el resto de los moradores se había dado sita, comentando la incidencia mientras Verónica preparaba te. El sonido de la batalla se escuchaba cada vez más cerca, iluminando el horizonte con sus resplandores.
La cocina daba al mar y eso inquietaba a John porque esa posición le parecía en extremo insegura. Los días anteriores, varios proyectiles habían pasado silbando por encima de la propiedad y no era de extrañar que de un momento a otro uno de ellos entrase por una ventana.
John les propuso a todos pasar al interior de la vivienda y esperar en el refugio construido en el living, al amparo de los panes de turba, los libros y las cajas apiladas contra las ventanas.
La noche del 13 al 14 de junio John se encontraba allí, junto a sus hijos, cuando notó la ausencia de Verónica. Eso lo enfureció porque sabía que su mujer evitaba ir a ese lugar por considerarlo obscuro e incómodo.
Preocupado se incorporó y se dispuso a ir en su busca cuando un violento estallido, precedido por un silbido agudo, hizo estremecer a la edificación.
Un proyectil había impactado en el techo, destrozando casi todo el piso superior, además del tanque de agua, del donde comenzó a caer lo que parecía ser una lluvia primaveral.
John recibió numerosas esquirlas en sus piernas y al perder el equilibrio cayó al suelo, a la vista de sus hijos que lloraban aterrorizados. Pero lo peor eran los gritos de su mujer al entremezclarse con la voz de Steve tratando de calmarla.
Presas del pánico, Verónica y Doreen se abrazaron con fuerza al notar que el proyectil les caería encima. Verónica recibió el impacto de varios trozos de mampostería pero notó que se podía mover, no así Doreen quien quedó tirada sobre la alfombra, sin moverse ni hablar. Sin parar de llorar, Verónica se incorporó y le preguntó si estaba bien, pero su amiga no podía responderle; una esquirla le partió la columna en dos.
La casa quedó completamente a obscuras mientras el agua del tanque caía desde lo alto y el polvo dificultaba la respiración.
Al producirse el impacto, Susan se hallaba en el piso inferior, más precisamente en la puerta de la cocina sosteniendo una taza de te. El poder de la onda expansiva la arrojó de espaldas al piso y allí quedó tirada inconsciente. La anciana Mary se encontraba en su habitación junto al resto de los moradores cuando las esquirlas acribillaron su cuerpo.
Verónica bajó las escaleras para decirle a su marido que Doreen estaba malherida y al hacerlo se dio cuenta que John también sangraba.
Al ingresar en la habitación, comprendieron ambos que la pobre mujer había muerto. Estaba tirada en el piso del dormitorio, cubierta de polvo y con sus lentes rotos caídos hacia un costado.
Mary gritaba malherida y preguntaba por su hijo mientras Verónica y los niños lloraban en el living. Steve, por su parte, le pedía a su amigo ayuda para levantar a Susan; estaba realmente desesperado por ver si respiraba.
La casa era un infierno de gritos y destrucción. En ese momento llegó alguien en un vehículo y condujo a los Fowler al hospital. Al pobre John le extrajeron las esquirlas de las piernas y a Verónica le curaron las heridas. Acomodaron a sus hijos en la sala de partos y ellos se instalaron en una de las habitaciones donde se encontraban en silencio cuando llegó un matrimonio de ancianos en verdadero estado de shock. El hombre era un antiguo marine que estallaba en crisis de nervios con cada explosión en tanto su introvertida esposa, temblaba y sollozaba sin decir nada.
Presa del pánico, John apilo varios objetos contra las ventanas y luego volvió junto a su mujer mientras el anciano preguntaba ansiosamente cuál era el bando que disparaba.
Susan murió a las pocas horas y Mary unos días después, víctima de las heridas y la tensión. Otro civil recibió graves lesiones en otro punto de la ciudad, elevando el número de bajas civiles a cuatro.
Finalizada la guerra, Moore en persona pidió las correspondientes disculpas, explicando a los pobladores que ignoraba la existencia de casas habitadas en el barrio del monumento conmemorativo de la Batalla de las Falklands2. De haberlo sabido, les dijo, se hubieran adoptado los recaudos necesarios para evitar esas tragedias.
La casa donde se almacenaban las municiones de los ingenieros anfibios también fue alcanzada y se incendió; la usina eléctrica y la planta potabilizadora de agua resultaron seriamente dañadas y en una oportunidad, un proyectil argentino Roland disparado contra las posiciones enemigas en Sapper Hill, viró en el aire y se precipitó sobre la población impactando en una vivienda que afortunadamente, se encontraba vacía.
Una veintena de edificios resultaron incendiados y otros treinta sufrieron daños de consideración, uno de ellos el Ayuntamiento, atacado por el Wessex del alférez Ball el 12 de junio.
Debido a la intensidad del cañoneo enemigo, lo que quedaba del RI6 se vio forzado a retroceder casa por casa, cargando en vehículos de la FAA a buen número de heridos.
Por orden del general Jofre, el Escuadrón de Exploración CB1-10 al mando del mayor Domingo Carullo, se puso en movimiento para hostigar a las fuerzas enemigas que ocupaban Wireless Ridge y Moody Brook.
Los carros blindados Panhard AML H-90, se desplazaron hacia el oeste, en dirección al hipódromo, tomando primero por la avenida costanera y después por una calle lateral, de donde abrieron fuego con sus cañones de 90 mm para batir con bastante precisión las avanzadas. Los británicos contraatacaron con su propia artillería, hiriendo a cinco efectivos del escuadrón y forzando a los tanques a retroceder 200 metros al este, desde donde volvieron a disparar.
Veinte minutos después el teniente coronel Halperín informó que acababa de desplazar su puesto de mando al emplazamiento original del RI3 mientras la situación se tornaba cada vez más caótica.
A las 10.30 el RI4 al mando del teniente coronel Diego Alejandro Soria había dejado de existir y el RI7 se replegaba sobre la capital con sus efectivos exhaustos. El BIM5, por su parte, lo hacía ordenadamente, pese al estado de agotamiento de su gente y a esa altura ya no se contaba ni con el Grupo de Artillería Aerotransportado 4 (teniente coronel Carlos Alberto Quevedo), ni con los cañones SOFMA de 155 mm, cuya munición se había agotado.
En la península Cambers, solo dos de ocho piezas de 105 mm hacían fuego y pese a que algunos cañones seguían disparando desde algún otro sector, el Para 2 continuó avanzando por la carretera que conducía a la ciudad, encabezado por los tanques livianos Scorpion y Scimitar del cuerpo de Blues & Royals, con la bandera del regimiento enarbolada en el primero de ellos. Los blindados pasaron junto a varios Oto Melara argentinos mientras caía sobre ellos una fina nevada.
La desorganización imperaba por todas partes y grupos de conscriptos argentinos comenzaban a saquear viviendas.
En esos momentos, el camino a Puerto Argentino presentaba un aspecto desolador, atestado de camiones, jeeps, cañones y equipo abandonado o destruido, junto a los cuerpos de soldados muertos en medio del lodazal, sobre quienes caía la nieve.
En cercanías de Moody Brook, los restos de las compañías de comandos 601 y 602 organizaron un contraataque el cual terminó frustrado en el momento mismo de su inicio, suceso referido por todas las versiones británicas.
En un último intento por contener el avance enemigo, los efectivos de Rico y Castagneto se pusieron en marcha, aunque no lograron avanzar demasiado porque una lluvia de proyectiles y esquirlas cayó sobre ellos, obligándolos a buscar refugio. Eran solo 40 hombres que intentaban contener al Para 2 con un contraataque desesperado, pero su embestida no prosperó.
Por su parte, el combativo Grupo 3 de Artillería y el RI3 de hallaban sin protección y por esa razón, sufrían considerables bajas.
Los ocho blindados Panhard no podían llegar a las colinas porque, debido a su performance, corrían el riesgo de quedar encajados en el barro3. Tomando en cuenta esa situación, a las 11.30 el general Jofre dispuso ubicarlos en el linde sudoeste de la ciudad y una vez allí volviesen a disparar sobre el enemigo, que en esos momentos presionaba al BIM5 en su retirada y al GADA 101 cuando retrocedía desde Bahía Cambers.
Cumplida la orden, el mayor Carullo se desplazó hacia el sector señalado y al hacerlo, pudo observar el repliegue ordenado del BIM5 y a los británicos siguiéndolos de cerca, sin hostigarlo.
Para entonces, Menéndez había dejado el puesto de mando de la X Brigada y se encontraba en la Casa de Gobierno donde, previa comunicación con el general Héctor Iglesias, mantuvo una áspera conversación con el presidente Galtieri, de la que fue mudo testigo el brigadier Castellanos.
En ese mismo momento, el contralmirante Otero comunicó que el BIM5 se hallaba diezmado, información inexacta que ponía en evidencia el grado de confusión y desinformación que imperaba en el alto mando argentino. En vista de ello, el coronel Jorge Félix Aguiar se puso en contacto con el capitán Robacio para averiguar cuál era la situación real del batallón. La respuesta fue contundente: el mismo se encontraba rodeado por el oeste y el sur pero no por el norte, lugar por donde terminó replegándose, siguiendo las instrucciones del segundo jefe de la X Brigada.
La orden emitida al escuadrón blindado Panhard fue la última impartida por el alto mando argentino cerrando, de esa manera, un tremendo capítulo de la historia.
Referencias
1 La casa era propiedad del gobierno malvinense.
2 Batalla naval de la Primera Guerra
Mundial.
3 Fue un error no haber enviado vehículos-oruga
livianos, posiblemente los tanques TAM de fabricación argentina que se hubiesen
desplazado mejor sobre la turba.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur