martes, 2 de julio de 2019

CAMINO A LA INMORTALIDAD

Ernesto y Calica Ferrer con una amiga, antes de su viaje


Cuando el joven viajero pisó nuevamente su tierra, trazaba planes en su cabeza. Quería finalizar sus estudios y una vez recibido, partir nuevamente hacia Venezuela para trabajar junto a Alberto Granado en el leprosario de Cabo Blanco.
Pierre Kalfon explica que una de las razones por las que Ernesto se apresuró tanto con sus materias fue para evitar la cátedra Educación Justicialista, que tanto le molestaba pero al respecto, no hay pruebas concretas. Lo cierto es que una vez recibido y con el diploma en la mano, se puso a trabajar muy de prisa en la organización del viaje.
Su nuevo compañero era Carlos “Calica” Ferrer, hijo del médico de los Guevara Lynch en Alta Gracia, amigo de la infancia y de muchas correrías, estudiante de Medicina también, a quien había prometido, antes de partir de gira con Alberto, el año anterior, que el segundo tour continental, lo harían en su compañía.
Kalfon da por seguro que le propuso lo mismo a su compañera de trabajo, Liria Bocciolesi, quien a los 19 años se desempeñaba en el laboratorio de la Clínica Pisani y estaba perdidamente enamorada de Ernesto. “Largá todo y venite conmigo”, le habría dicho, pero la muchacha era menor de edad y no se animó. 

También sostiene que descartó a Domingo Granata, compañero de Facultad y que se decidió por Calica porque tenía más afinidad con él. Sin embargo, en otras biografías leemos que el viaje con su viejo amigo estaba programado desde hacía tiempo, por lo que esas versiones no parecen del todo exactas.
Lo cierto es que Ernesto y Calica comenzaron a ahorrar dinero y ultimar detalles con la idea de subir hasta Bolivia y desde ahí remontar hacia el norte (una ruta similar al de las caravanas de carretas que en el siglo XIX unían Buenos Aires con Lima), hasta alcanzar su destino.
Parece que en esa decisión tuvo mucho que ver Sabina, la sirvienta boliviana de los Guevara Lynch, quien entusiasmó al flamante médico con sus relatos acerca de la miseria de los indios, las diferencias sociales, los movimientos obreros y las huelgas campesinas. Como tantos de sus compatriotas, la mujer, una india aymará analfabeta, había llegado a Buenos Aires en busca de trabajo y fue, sin proponérselo, la que entusiasmó a ambos amigos para escoger esa ruta.
El Dr. Pisani y su hermana Mafalda intentaron por todos los medios retener a Ernesto. Le prometieron un puesto remunerativo, un departamento en la clínica y un futuro promisorio, como dice Anderson, pero el muchacho no tenía en mente ese tipo de vida. “No quiero atarme a una sola cosa. Quiero conocer el mundo” les dijo.
Su padre se tomaba la cabeza desesperado porque no podía entender ese afán de su hijo por despreciar un porvenir exitoso junto a un profesional de renombre como el Dr. Pisani mientras su madre, intentaba convencerse de que su hijo era así y que aquello era lo mejor para él. Sin embargo, en lo más íntimo de su ser, estaba desgarrada.

Nuestras ilusiones, como un castillo de naipes, se deshicieron; ya sabíamos lo que le esperaba, y lo sabíamos bien –apunta don Ernesto en sus escritos- caminaría leguas y leguas o andaría colgado de cualquier carro o camión; dormiría en cualquier parte y comería lo que pudiera. De su asma y de su salud, ni remotamente se ocuparía y volvería como siempre a correr [por el] mundo sin cuidarse de los peligros. Pero nosotros, los padres y sus hermanos, nada podíamos hacer, ni debíamos intervenir. Ya no era ni el niño ni el joven, sino el doctor Ernesto Guevara de la serna, que hacía lo que se le daba la gana1.

Entre Ernesto y Calica lograron reunir algo más de setecientos dólares, la mayor parte provenientes de los bolsillos de padres, tíos y abuelas y mientras lo hacían, se dedicaron a obtener los visados de todos los países que pensaban tocar a excepción de Venezuela, porque a causa del boom del petróleo, la jugaba de nación poderosa y la hacía difícil.
Por esos días, Ernesto recibió su diploma e hizo legalizar su título, una herramienta necesaria para sus planes.
Corrían por entonces, vientos de cambio en el mundo. El 6 de enero de ese año se había llevado a cabo en Rangún, Birmania, la Conferencia de los Partidos Socialistas de Asia; el 11 del mismo mes, la Unión Soviética rompió relaciones diplomáticas con Israel y nueve días después, Dwight Eisenhower asumió la presidencia de los Estados Unidos. En febrero, Egipto promulgó una nueva constitución y a instancias de Moscú, rompió relaciones diplomáticas con la República Federal de Alemania, un paso fundamental en el marco de la guerra fría.
En aquellos días, Perón intrigaba para anexar Chile a la Argentina y promover un golpe de Estado en Bolivia en tanto Yugoslavia ponía en práctica una nueva carta magna.
Un suceso que acaparó la atención de Ernesto fue la muerte de Stalin (5 de marzo de 1953) y lo que sobrevino en Rusia inmediatamente después. Parecía que la gran nación de Europa oriental se relajaba tras décadas de una brutal dictadura y occidente tenía esperanzas de que se produjeran cambios significativos en su política. Pero los mismos, pese a la destrucción de estatuas y símbolos del fallecido dictador, no se produjeron y la amenaza de una confrontación con el este siguió siendo una realidad.
Como respuesta, las fuerzas armadas estadounidenses detonaron bombas nucleares en el Sitio de Pruebas de Nevada los días 17, 24 y 31 de aquel mes, ensayos que repetiría en otras seis oportunidades, hasta el 4 de junio, como parte de un programa denominado Operación Upshot-Knothole.
En los primeros días de mayo, el secretario de Asuntos Exteriores, John Foster Dulles, planteó por primera vez la teoría de que una victoria comunista en Indochina desencadenaría una reacción en cadena que terminaría por sumir al mundo en una nueva conflagración mundial, primeras señales de lo que iba a ser la desastrosa intervención estadounidense en Vietnam.
El 2 de junio, la reina Isabel II fue coronada en la Abadía de Westminster y tres días después, Perón inauguró en Avellaneda el viaducto de Sarandí, una de las obras viales más grandes de la época.
Sin embargo, los dos hechos que marcaron a fuego el mes de junio fueron la sublevación de Berlín Oriental el día 17, brutalmente aplastada por los soviéticos y la caída del presidente Laureano Gómez Castro, en Colombia, al producirse el golpe de estado del general Gustavo Rojas Pinilla, detrás del cual el Departamento de Estado norteamericano tenía pruebade que había estado Perón. Este último hecho tuvo marcada incidencia en la política regional porque para contrarrestar esa asonada, prueba incuestionable de los alcances de la política exterior justicialista, el gobierno brasilero respondió con un acercamiento al Uruguay, jaqueado desde hacía años por las presiones de Buenos Aires.
Cuando Ernesto y Calica se disponían a abordar el tren que los llevaría directamente a Bolivia, Perón respondía a aquel movimiento de la diplomacia carioca adoptando duras medidas que afectaron el tráfico aéreo y el libre tránsito entre las fronteras de Argentina y la República Oriental del Uruguay2.


El 7 de julio de 1953, las familias Guevara Lynch y Ferrer, ocupaban buena parte del andén oeste de la Estación Retiro, ramal General Belgrano, de donde estaba a punto de partir un largo convoy con destino a La Quiaca.
Una multitud se aglomeraba en torno a ellos, mientras empleados, maleteros y guardas iban y venían hablando a viva voz.
Llamaba mucho la atención el contraste entre aquel grupo de clase burguesa, impecablemente vestido, con el resto de la gente, la mayor parte indios bolivianos y jornaleros jujeños que regresaban a sus tierras después de la temporada laboral en Buenos Aires.
Inexplicablemente, a 60 años de aquel acontecimiento, Calica Ferrer confundiría el lugar y llevaría a los periodistas cubanos que lo entrevistaban con motivo del aniversario del viaje, a un sitio diferente y a aseverar cosas que no ocurrieron.

-¿Dónde estamos Calica Ferrer? – pregunta Arístides Rondón Velázquez mientras filma la escena.

-Estamos en la estación… esteeeee del ferrocarril Mitre, General Belgrano entonces, desde donde el 7 de julio de 1953, con un amigo iniciamos un viaje. Ese amigo es el hoy comandante Ernesto Che Guevara, el Guerrillero Heroico, Héroe, y sigue siendo mi amigo.

-¿Por qué andén tomaron el tren?

-Este es el andén – responde Calica señalando la plataforma Nº 7, donde se distinguen un vagón de combustible y otros de pasajeros – era un tren muy largo, mucho más largo que este, no con vagones más modernos, además, nosotros viajábamos en segunda…

-¿Por aquí es por donde usted recuerda a Celia corriendo?

-Un poquito más adelante.

-Bueno. Por este mismo andén, allá al final.

-Exacto, exacto.

-¿Esto estaba? –pregunta el periodista señalando un banco circular de madera.

-No, esto no – responde Calica con seguridad- eso es moderno3.

Pese a lo categórico de sus respuestas, Ferrer, como dijimos anteriormente, confundió el lugar y los nombres. La estación de la cual partió el tren a La Quiaca, aquella tarde gris del mes de julio, no era la que mostraba la nota sino la del Ferrocarril General Belgrano de trocha angosta, separada por una calle de la mucho más amplia terminal del Ferrocarril Mitre que, por otra parte, jamás llevó el nombre del creador de la bandera.
Ernesto y su amigo tuvieron que caminar hasta el extremo del convoy, porque los vagones de segunda clase, para los que tenían boletos, se hallaban allí, cerca de la locomotora, inmediatamente después de los furgones. Los de primera, con sus asientos impecables, sus camarotes y su confort estaban en el extremo opuesto, al final de la formación, luego del coche restaurante.
Los viajeros llegaron a la estación con su excesiva carga de bultos, Calica luciendo ropa apropiada para un viaje largo y Ernesto un uniforme militar que le había regalado su hermano Roberto.
Acompañados por familiares y amigos, recorrieron el andén hasta el vagón que les correspondía y cuando el guarda hizo sonar el silbato, procedieron a abordar. En esos momentos, el hormigueante movimiento pareció intensificarse, con la gente subiendo a los vagones y sus parientes y conocidos agitando manos y pañuelos en señal de saludo.
Calica estrechó en un fuerte abrazo a cada uno de los suyos y cuando estaba por subir la escalerilla, sintió una mano que lo tomaba del brazo y lo retenía. Era Celia, que mirándolo fijo, le dijo algo que quedaría grabado por siempre en sus oídos.

-Calica, cuidámelo mucho a Ernestito.

Sesenta años después, a Ferrer se le quebraría la voz al evocar ese momento. 
El estridente silbato de la locomotora diesel se dejó oír por sobre el bullicio y casi enseguida el tren comenzó a andar, al principio muy lentamente, ganando velocidad a medida que se desplazaba por el interior del gigantesco galpón.
Ernesto, que había estrechado en un fuerte abrazo a las 50 personas que se habían congregado allí para despedirlos, saludaba desde la ventana cuando distinguió una figura que se desprendía del grupo y comenzaba a correr paralela al tren, agitando un pañuelo. Era su madre, seguida varios metros detrás por Carlos Figueroa.
Según don Ernesto Guevara Lynch, antes de que la formación echase a andar, su hijo, que caminaba por el andén, giró sobre sí mismo y levantando el brazo con el que sostenía un bolso verde, gritó por encima del murmullo para decir: “¡Aquí va un soldado de América!

El largo tren internacional comenzó a andar lentamente, y solo después de repetir la exclamación el Che subió al vagón que lo transportaría fuera de nuestro país. Nadie entendió aquel grito: “Aquí va un soldado de América”, y, sin embargo, la verdad es que respondía a la decisión de consagrar su vida a la liberación el continente americano de las garras del imperialismo yanqui, que durante decenas y decenas de años ha explotado y explota los recursos naturales de los pueblos subdesarrollados de nuestra América y maneja a su antojo sus políticas internas, subiendo y bajando militares de turno o políticos obsecuentes que trepan a la presidencia para asegurar sus propias conveniencias y las de sus amos4.

Sin embargo, cosa extraña, Calica Ferrer no recuerda ese momento.
“No recuerdo haber oído lo de aquí va un soldado de América”5, le dijo al periodista cubano Arístides Rondón Velázquez durante la entrevista que aquel le hizo en el año 2013.
Todo lleva a suponer que la versión del grito guerrero no es más que retórica, una simple fábula inventada por Ernesto Guevara Lynch, que de mito familiar derivó en leyenda. Es imposible imaginar a las dos familias en la entrada a las plataformas, sin acompañar a sus hijos hasta el respectivo vagón. ¿Quién les entregó los alimentos al pie de la escalerilla antes de que partiera el tren, entonces? ¿Cómo es posible que padres, hermanos y amigos no estuviesen junto al coche cuando aquellos se acomodaban en su interior, después de ubicar los catorce bultos que conformaban su equipaje, la mayoría con libros? ¿Qué es eso de que Ernesto caminaba solo por el andén, lejos de los suyos, cuando se volvió para alzar su brazo y lanzar su grito de guerra? ¿Porqué Calica no cuenta nada de eso?
Lo que sí es cierto es que cuando la formación echó a andar, Celia corrió junto a ella algunos metros, llorando y agitando su pañuelo y que al regresar con los suyos, se abrazó a Matilde Lezica, novia y futura esposa de su hijo Roberto y le dijo sollozando “Esta vez lo pierdo para siempre”. Aunque nadie podía imaginarlo todavía, estaba en lo cierto.


El tren abandonó lentamente la estación Retiro y una vez fuera del galpón, comenzó a ganar velocidad a medida que se desplazaba sobre la maraña de vías y durmientes, en dirección norte. Unos kilómetros más adelante comenzó a bordear el Río de la Plata que baña las costas de la Capital Federal por el este.
Después de atravesar la Av. General Paz, se introdujo em el Gran Buenos Aires, dejando atrás, sin detenerse, las incipientes barriadas de Florida, Munro, Carapachay, Villa Adelina, Boulogne y las localidades semirurales de Don Torcuato, Villa de Mayo, Los Polvorines, Grand Bourg y Del Viso, donde la zona urbana comienza a dar paso lentamente al campo.
Más allá de Villa Rosa, el panorama se tornó diferente, llano, despoblado; estaban en plena pampa y poco a poco se iban adentrando en la Argentina infinita, por un camino muy similar al que Ernesto había hecho con su bicicleta en 1950.
Tres horas después de la partida, el convoy dejó la provincia de Buenos Aires, y se internó en Santa Fe, atravesando la provincia por la punta de la bota, para seguir por Córdoba, haciendo muy pocas paradas.
Era un trayecto realmente extenso a través de una geografía variada, en el que los viajeros quebraban la monotonía dialogando con sus ocasionales acompañantes, conversando animadamente e intercambiando alimentos.
Tres días después, estaban en La Quiaca, población fronteriza a 3443 metros de altitud sobre el nivel del mar, la meta que Ernesto no había podido alcanzar en 1950. Atrás habían quedado la región serrana, Tucumán, Salta y Jujuy.
El asma y los dolores de cabeza venían molestándolo a Ernesto desde un tiempo y eso obligó a los amigos a permanecer varados en aquel pueblo somnoliento durante un par de días, con el sol recalcitrante quemándoles las espaldas cada vez que se largaban a caminar por sus polvorientas calles 5.

En torno a los cerros pelados una bruma gris da tono y tónica al paisaje. Frente nuestro un débil hilo de agua separa los territorios de Bolivia y Argentina. Sobre un puentecito minúsculo cruzado por las vías del ferrocarril las dos banderas se miran la cara, la boliviana nueva y de colores vivos, la otra vieja, sucia y desteñida, como si hubiera empezado a comprender la pobreza de su simbolismo7.

La presencia del Tiqui Vidora en el puesto de la gendarmería local fue toda una novedad. El cordobés había sido uno de los amigos “reos” de Ernesto y Calica en Alta Gracia y desde hacía algún tiempo cumplía funciones en ese destino.
El 10 de julio cruzaron la frontera y pasaron a Villazón, la primera población en Bolivia. No se entiende cuando Ernesto habla en su diario de un reparo superficial de la aduana chilena porque la frontera con el país araucano dista varios kilómetros al oeste de ahí. Lo que sí queda claro es la sensación de vergüenza que le provocó la bandera argentina sucia, descolorida y deshilachada, frente a la reluciente tricolor de los bolivianos, flameando juntas en el puentecito ferroviario que cruza el “…débil hilo de agua” que separaba a los dos países. Era un detalle llamativo en tiempos de Perón, pero muy propio de la naturaleza argentina, clara prueba de que las provincias más lejanas no eran una prioridad para los gobiernos nacionales.
Calica ha detallado en su diario aquel cruce:

…viajamos durante dos días dejando atrás la quebrada de Humahuaca con su imponente visión de altas cumbres e hicimos nuestra entrada en la Quiaca, última población argentina.
Después de algunos papeleos imprescindibles pasamos la frontera, y ya en Bolivia seguimos viaje hacia La Paz.
Antes de subir al tren que nos conducía a la capital, un gigantón que hacía el oficio de changador se adelantó y con prepotencia quiso tomar nuestras maletas, pero la intención del gigantón quedó paralizada con el violento aparte que le hizo Ernesto, impidiéndole tocar las valijas.
Después seguimos viaje entre un paisaje montañoso que nos resultó monótono hasta llegar a la ciudad de La Paz. No conocíamos esta ciudad. Me impactó su arquitectura, sus callejuelas empinadas, llenas de vericuetos, y especialmente el atuendo de los coyas que desganados circulaban por todas partes. Una raza para mí desconocida, con hierática expresión, se desplazaba lentamente. Estábamos a más de cuatro mil metros de altura8.

El tren dejó Villazón y comenzó a ascender lentamente por el altiplano. Según refiere Jon Lee Anderson, por pedido de Calica viajaban en primera y en esa situación transcurrieron los dos días siguientes, hasta que el terreno comenzaron a descender hacia el profundo hoyo de tierra en el que se yergue La Paz.

Era un lugar impresionante: en la periferia de la ciudad, los contornos nítidos del cráter que la encerraba componían una geología fantástica de rocas sedimentadas erosionadas, todo un valle de gigantescas estalagmitas blancas que apuntaban hacia el cielo como dagas de piedra. Más allá, la tierra se alzaba en un pliegue de roca alpina y glaciares de hielo para formar el volcán blanco y azul llamado cerro Illimani9.

Como afirma acertadamente Pierre Kalfon, la Bolivia a la que ambos amigos llegaban constituía un magnífico terreno de observación pues lo que allí sucedía se parecía mucho a una revolución, sobre todo a partir del 2 de agosto de 1952, cuando se puso en vigencia la reforma agraria. Todos los días había marchas, las concentraciones eran constantes y los choques con las fuerzas del orden bastante violentos.
Lo primero que Ernesto hizo, una vez en La Paz, fue tomar lápiz y papel y escribirle una carta a su madre. La misiva llevaba por fecha 12 de julio de 1952 y fue redactada apresuradamente en la mugrosa pensión “City” de la calle Yanacocha.

Vieja la mi vieja:
Aquí estamos en un hotel de lo más bacán por un día hasta ver qué hacemos de nuestros huesos. Lo más que estaremos aquí será una semana, de modo que si no han escrito (todavía no fui al consulado) no vale la pena que lo hagan hasta Lima, donde estaremos dentro de una semana a quince días. La vista de La Paz al llegar el tren es preciosa, veremos hoy qué tal es la cuidad de cerca. Cariños a todos en general, un abrazo para vos y hasta más ver10.

Inmediatamente después salieron a caminar. Querían recorrer las calles y observar a la gente de cerca.
El espectáculo fue realmente impactante, sobre todo la arquitectura, los antiguos edificios, las avenidas y los paseos. Pero lo más fascinante era lo que se veía en la vía pública, atestada de indios y mestizos que lucían prendas multicolores, las mujeres cargando sus hijos en atados sobre las espadas y los hombres inexpresivos, entremezclados con empleados administrativos, mineros, campesinos y milicianos, algunos de ellos ostentando armas y municiones. “Era la Bolivia revolucionaria, la nación más india de América Latina y también una de las más pobres, con una historia de explotación infame. La mayoría indígena había estado sometida a una virtual servidumbre durante siglos mientras un puñado de familias dominantes se enriquecía mediante el control absoluto de las minas de estaño, la principal fuente de ingresos del país, y las tierras productivas”11.
Para Ernesto, La Paz era la Shangai de América, con su riquísima gama de aventureros de todas las nacionalidades que vegetaban y medraban por sus calles, en medio de la ciudad policroma y mestiza que marchaba encabezando al país hacia su destino12.
Al llegar la noche, completamente extenuados, entraron en una fonda y se dispusieron a comer algo.

Había una mesa larga donde los parroquianos se iban sentando a medida que llegaban y les servían el plato del día, un guisote típico boliviano lleno de incógnitas […] lo comimos sin mucha convicción pero con mucha hambre. De fondo unos guitarreros animaban la noche. En un momento dado tocaron un tango y a mí se me hizo un nudo en la garganta, ¡pucha que estábamos lejos de casa!, pensé. No me admiraba a mirar a Ernesto. Con cuidado levanté la vista y vi que él también tenía los ojos vidriosos13.

El comentario final es una de las tantas herramientas de la que se han valido algunos biógrafos del Che para convencer al lector de su pasión por el tango. Si realmente el futuro líder estaba emocionado y no se trata de otra invención como aquella del “…soldado de América”, no se debía a la música sino a la distancia.
Al día siguiente, un domingo frío y gris, comenzaron a moverse para contactar a la colonia argentina y así fue como dieron con Isaías Nougués (cuyo apellido todo el mundo escribe Nogués), un hidalgo que a Ernesto le recordó la augusta serenidad del Illimani, propietario de ingenios azucareros en la provincia de Tucumán, quien se había visto forzado a exiliarse, huyendo de la policía peronista.
Como Nougués conocía a las familias Guevara Lynch y Ferrer y como Ernesto y Calica eran amigos de su hijo, esa misma noche los invitó a cenar a su casa.
Cuando los viajeros llegaron a su domicilio notaron con gran satisfacción que el personal de servicio ayudaba al propietario a preparar un exquisito asado argentino y eso los puso de muy buen humor. Allí conocieron a otros exponentes de la comunidad argentina, quienes tenían en su anfitrión a una suerte de líder que los nucleaba.
Esa noche, los invitados los pusieron al tanto de la situación política del país anfitrión.
El movimiento que había tenido lugar el año anterior había llevado al poder al Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), fundado en 1942 por Víctor Paz Estenssoro, activo dirigente local, miembro de una de las familias más destacadas del país, quien había llevado adelante la reforma educativa, disuelto al ejército, impuesto el sufragio universal y, lo que a Ernesto más le interesó, nacionalizado las minas.
El clima imperante en aquellos días era de tensión y las expectativas por la entrada en vigor la tan esperada reforma agraria, tenía más que inquietos a los grandes propietarios.
En el sector rural, los campesinos impacientes atacaban las grandes haciendas y para contrarrestar las medidas, la oposición intentaba poner en aprietos al régimen. Pero lo más relevante era el accionar de la recientemente creada Central Obrera Boliviana (COB) que nucleaba a los mineros y los impulsaba a realizar manifestaciones de fuerza para motivar al gobierno a que siguiese adelante con su plan revolucionario.
Durante el día, las milicias populares recorrían las principales ciudades haciendo ostentación de armas mientras los dirigentes comunistas presionaban para que el sector proletario ocupase los puestos más relevantes del gobierno.
Calica Ferrer (abajo a la izq.) junto a un grupo de mineros armados en Bolivia
Fotografía tomada por el Che

De ahí los insistentes rumores de golpe de Estado, estimulados por la intentona militar del mes de enero, que había acabado en fracaso. En medio de ese caos, el presidente Hernán Siles Suazo buscaba en vano políticas de conciliación.
Los días que siguieron a la reunión en lo de Nougués, Ernesto y Calica se dedicaron a observar detenidamente la revolución, alternando sus caminatas con visitas a bares y clubes nocturnos de la mano de Gobo, el hermano playboy de Isaías.
Conocieron el “Gallo de Oro”, un cabaret regenteado por un argentino y el Hotel La Paz, en cuyas terrazas, sus connacionales bebían, charlaban y flirteaban con bellas señoritas.
La colonia argentina y la clase alta paceña los invitaban a sus reuniones. En una de ellas, Ernesto conoció a Marta Pinilla, una joven aristócrata, hija de terratenientes, que se flechó con él.

La gente bien de La Paz nos invita a almorzar… nos lleva a pasear en auto por la ciudad y nos ha invitado a una fiesta. Fuimos a una boite, el Gallo de Oro, que pertenece a un argentino. No nos dejaron pagar nada. Todos los argentinos aquí son muy unidos, nos han tratado fantásticamente. A toda hora son meriendas, comidas en el Sucre y en el Hotel La Paz, los dos mejores… Esta tarde vamos a tomar el té con un par de chicas ricas y esta noche vamos a un baile14.

La estadía de los amigos en Bolivia se prolongó más de un mes, en espera de la reacción que provocaría la reforma agraria. Así lo deja ver Ernesto en una carta a su padre fechada en La Paz, el 24 de julio:

Querido viejo:
 
No daba señales de vida porque estaba a la espera de un trabajo de un mes en una mina de estaño como médico, siendo Calica mi ayudante. Hemos desistido porque el tal médico (el que nos daba laburo), no daba señales de vida y no podemos estar aquí indefinidamente consumiendo el vento. Estoy un poco desilusionado de no poder quedarme, porque esto es un país muy interesante y vive un momento particularmente efervescente. El 2 de agosto se produce la reforma agraria y se anuncian batidas y bochinches en todo el país. Hemos visto desfiles increíbles con gente armada de máuseres y piripipí que tiraban porque sí. Todos los días se escuchan tiros y hay heridos y muertos por armas de fuego.
El gobierno muestra una casi total inoperancia para detener o aun encauzar las masas campesinas y mineras, pero éstas responden de cierta medida y no hay duda que en una revuelta armada de la falange (el partido opositor), éstos estarán del lado del M.N.R. [Movimiento Nacional Revolucionario].
La vida humana tiene poca importancia aquí y se da o se quita sin mayores aspavientos; todo eso hace que para un observador neutral la situación sea sumamente interesante, pese a lo cual, con un pretexto u otro, todo el que puede se las toma olímpicamente, nosotros entre ellos.
Aquí la gente nos recibió en forma magnífica, y no hubo persona argentina o boliviana que en una forma u otra no se interesara por nuestra gira. Estamos en trámite para conseguir la visa a Venezuela, pero no es nada seguro todavía. Si te acordás de alguien más o menos conocido en el Ecuador, mandáme al consulado argentino en Lima las direcciones. Mi salud, formidablemente bien, a pesar de que no hago el régimen como debiera. Escriban a ver si tengo noticias frescas en Lima. Un abrazo para toda la familia. Hasta la próxima. No sigo la lata porque me vinieron a buscar para una milonga15.

En la última semana de julio, Ernesto y Calica conocieron las minas de Bolsa Negra que al igual que las de Chuquicamata, en Chile, le mostraron en toda su crudeza las crueldades del capitalismo extremo y el dominio que Estados Unidos ejercía sobre América Latina, según el decir de Jon Lee Anderson. Veamos como describe el Che aquella visita:

Visitamos al final la Bolsa Negra. Tomando el camino del sur se va ascendiendo hasta llegar a una altura de 5000 metros aproximadamente, para descender luego al valle en cuyo fondo está la administración de la mina y en una de cuyas laderas, la veta.
Es un espectáculo imponente: a la espalda el augusto Illimani, sereno y majestuoso, adelante el blanco Mururata, y ante los edificios de la mina que semejan copas de algo arrojado desde el cerro que quedarán allí por capricho del accidente del terreno que los detuviera. Una gama enorme de tonos oscuros irisa el monte, el silencio de la mina quieta ataca hasta a los que  como nosotros no conocen su idioma.
El recibimiento es cordial, nos dan alojamiento y después dormir.
A la mañana siguiente, domingo, vamos con uno de los ingenieros a un lago natural alimentado por un glacial del Mururata. Por la tarde visitamos el ingenio que es el molino donde se logra el Wolfram, el mineral que produce la mina.

Después de detallar el mencionado proceso, Ernesto continúa:

El jefe del ingenio, un señor Tenza muy competente, ha planeado una serie de reformas que traerán como resultado el incremento de la producción y el mejor aprovechamiento del mineral.
El día siguiente visitamos el socavón. Llevando los sacos impermeables que nos dieron, una lámpara de carburo y un par devotas de goma, entramos en la atmósfera negra e inquietante de la mina. Anduvimos dos o tres horas por ella revisando topes, viendo las vetas perderse a lo hondo de la montaña, subiendo por trampas angostas hasta otro piso, sintiendo el fragor de la carga que se hecha por los vagones hacia abajo para ser recogida en otro nivel, viendo preparar otros agujeros para la carga con la máquina de aire comprimido que va cavando.
Pero la mina no se sentía palpitar. Faltaba el empuje de los brazos que todos los días arrancan la carga de material a la tierra y que ahora estaban en La Paz defendiendo la Revolución por ser el 2 de agosto, día del indio y de la reforma agraria.
Por la tarde llegaron los mineros con sus caras pétreas y sus cascos de plástico coloreado que los semejan [a] guerreros de otras tierras.
Sus caras impasibles, con el marco invariable del eco de la montaña devolviendo las descargas mientras el valle empequeñecía el camión que los traía, eran un espectáculo interesante.
La Bolsa Negra puede producir todavía cinco años más en las condiciones actuales, luego parará su producción a menos que se haga una galería de varios miles de metros de empalme nuevamente con la veta. La galería está proyectada. Hoy por hoy es lo único que mantiene a Bolivia, pues es un mineral que los americanos compran, por lo que el gobierno ordenó incrementar la producción; lo que se ha conseguido en un 30% gracias al esfuerzo inteligente y tesonero de los ingenieros responsables. El doctor Ravilla nos atendió con toda amabilidad invitándonos a su casa16.

De regreso en La Paz, después de hacer noche en un pueblito llamado Palca, Ernesto y Calica visitaron el Ministerio de Asuntos Campesinos, deseosos de conocer a su titular, Nuflo Chávez, un sujeto amable que portaba el mismo nombre y apellido del conquistador español que fundó Santa Cruz de la Sierra en 1561 y se preciaba de ser su descendiente. Era quien debía poner en vigor la reforma agraria y por esa razón, deseaban ambos hablar con él.
Les pareció “…un lugar extraño [donde] montones de indios de diferentes agrupaciones del altiplano esperaban turno para ser recibidos en audiencia. Cada grupo tiene su traje típico y está dirigido por un caudillo o adoctrinador que les dirige la palabra en el idioma nativo de cada uno de ellos. Al entrar, los empleados los espolvorean con DDT”17.
Unos días antes, tuvo lugar un encuentro que marcaría la vida de Ernesto. Se trata de su futuro biógrafo Ricardo Rojo, personaje extraño y polémico que se ganaría el odio de los admiradores del futuro líder al publicar la que quizás fue una de sus primeras biografías, Mi amigo el Che.
Rojo y Ernesto coincidieron en casa de Isaías Nougués, durante una de las tantas tertulias que aquel organizaba para la colonia argentina. Supo de esa manera el joven médico que su interlocutor era un abogado oriundo de Buenos Aires, que tenía 29 años y que por su condición de afiliado al Partido Radical, había tenido que exiliarse en la embajada de Guatemala, previa detención e interrogatorio por las fuerzas represoras peronistas.
La personalidad de aquel compatriota despertó su interés, sobre todo por su intención de alcanzar el mencionado país centroamericano; aquel en el que su presidente, el militar de izquierda Jacobo Arbenz, llevaba a cabo una verdadera revolución social enfrentando a los intereses de la todopoderosa United Fruit Co., norteamericana, que venía controlando los destinos de la nación desde las primeras décadas del siglo.
La Paz, Bolivia, un día de julio de 1953

Fue Rojo quien les consiguió los pases para visitar las minas de estaño de Siglo XX y Catavi, en el departamento de Oruro (un viaje que no se realizó) y quien los deslumbró con los detalles de la revolución guatemalteca.
El 3 de agosto Ernesto y Calica dejaron Bolivia en dirección a Perú, no sin antes visitar el lago Titicaca y la Isla del Sol, el lugar donde según la mitología incaica, Viracocha había creado al hombre a su imagen y semejanza. Partieron de La Paz en un jeep conducido por un alemán y en horas de la tarde llegaron a la ribera, después de bordear el lago y atravesar la localidad de La Bolsa.
Se alojaron en un hotel de Copacabana y poco después entraron en tratativas con un indio aimará, propietario de un botecito a motor en el que acordaron viajar a la isla y después de cenar, se fueron a dormir.
Se levantaron a las 5 de la mañana para abordar la embarcación y a eso de las 11, llegaron a destino. Visitaron las ruinas y recorrieron el lugar, pero quedaron disconformes porque sabían que había más vestigios en las inmediaciones

A las 5 de la mañana nos despertaron y salimos con rumbo a la isla; el viento era muy pobre de modo que hubo que remar. A las 11 llegamos a la isla y visitamos una construcción incaica, más tarde me enteré de que había otras ruinas más, de modo que obligamos al botero a ir hasta allí. Era interesante y sobre todo escarbando entre las ruinas encontramos algunos restos, un ídolo representando una mujer que prácticamente llena mis aspiraciones. El botero no se anima a volver, pero lo convencimos de que zarpara, sin embargo se cagó hasta las patas y hubo que hacer noche en un cuartucho miserable con paja por colchón18.

Calica cuenta otra cosa. Según él, durante la expedición, casi pierden la vida, ambos.

Fue en el lago Titicaca de Bolivia donde estuvimos a punto de naufragar. Habíamos alquilado un bote cuyo capitán hablaba aimara. Ernesto quería ir a la isla del Sol y ver el templo. Llegamos a un lugar y un hombre, el ayudante de la embarcación, dice que ya estábamos en el lugar, pero Guevara le refuta y le dice que eso no era la isla del Sol. El otro admite que había mentido, pero se justifica diciendo que ya era tarde para seguir viajando. Decidimos continuar y al retornar se hizo la noche, nos agarró una tormenta terrible, el capitán se entregó a la Pachamama y rezaba, y con Ernesto empezamos a remar tratando de buscar la costa, un oleaje de metros nos atacaba. Sobrevivimos. Ernesto sacó una foto y 50 años después yo volví al Titicaca y con la foto en mano recorrí la costa en busca del capitán de aquella vez. Entre mucha gente vi a un veterano con una gorra y era él. Yo tenía 24 años y Ernesto 25. Ambos salimos de Buenos Aires el 7 de julio, en un tren de segunda19.

Nada de eso refiere el Che en su diario, pues solo se limita a narrar lo sucesos que tuvieron lugar hasta su llegada a la frontera con Perú.

Volvimos a remo en la mañana del día siguiente, pero nosotros nos hacíamos los burros debido al cansancio que nos embargaba. Perdimos ese día durmiendo y descansando, y resolvimos salir a la mañana siguiente en burro, pero lo pensamos mejor y resolvimos no hacerlo, dejando el viaje para la tarde. Contraté un camión pero este se fue antes de que llegáramos con el bultaje de modo que quedamos anclados pudiendo al final llegar al límite en una camioneta. Allí se inició nuestra odisea: teníamos que caminar dos kilómetros con nuestro pesado equipaje a cuestas. Al fin conseguimos dos changadores y entre risas y puteadas llegamos al alojamiento. Uno de los indios al que habíamos puesto Túpac Amaru presentaba un espectáculo lamentable, cada vez que se sentaba a descansar había que ayudarlo a ponerse en pie porque no podía solo. Dormimos como lirones.
Al día siguiente nos encontramos con la desagradable sorpresa de que el investigador no estaba en su oficina, de modo que vimos partir los camiones sin poder hacer nada. El día transcurrió en medio de un aburrimiento total.
Al siguiente, cómodamente instalados en “Coceta”, salimos rumbo a Puno, bordeando el lago20.


En las comarcas del inca
El 11 de agosto de 1953, Ernesto y Calica cruzaron la frontera en dirección a Puno, siempre bordeando el lago Titicaca. En aquella ciudad volvieron a pasar por la aduana y al hacerlo, les requisaron un par de libros a los que las autoridades locales consideraban “rojos”: El hombre de la Unión Soviética y un manual del Ministerio de Asuntos Campesinos de Bolivia que les había obsequiado Nuflo Cháves. En aquellos días, había mucho recelo del gobierno peruano hacia sus vecinos y los dos viajeros pagaron las consecuencias.
Superado el trámite ganaron las calles para buscar un hotel. Lo hallaron en cercanías de la estación, una pensión de mala muerte en la que se alojaron después de apalabrar a su dueño. 
Estaban en una tierra que Ernesto conocía de su viaje anterior y alguna maña se daba al respecto. Sin embargo, ni noticias de las chullpas de Sillustani, a las que el inquieto trotamundos les pasó de lado sin la más mínima noción de su existencia.
Allí en Puno pernoctaron y al día siguiente salieron en busca de las balsas de totora después de cambiar algo de dinero para su viaje a Machu Picchu.
En este punto nos topamos con una nueva contradicción entre Calica y Ernesto. Según el primero, cuando fueron a sacar los pasajes en segunda, para viajar a Cuzco, el encargado de la boletería levantó la cabeza sorprendido y les manifestó que, dada su condición social, no podían hacerlo en esa clase.

“Pero nosotros queremos viajar en segunda”, le contesté.
“Pero es que corren peligro viajando así”, insistió mientras nos señalaba un vagón de esa categoría: era un verdadero vagón de hacienda en donde, hacinados, esperaban una multitud de coyas.
“Ven, dijo el boletero, y luego agregó para reforzar su afirmación: a veces el peón encargado de abrir el candado se olvida de hacerlo en la estación correspondiente y entonces los pasajeros deben regresar  pie a la estación anterior.
Efectivamente el vagón estaba cerrado con  candado.
“No ve señor, así solo viajan los animales o estos coyas”.
“Cerca de la ventanilla se hallaban paradas dos personas que estaban escuchando el diálogo que iba subiendo de tono. Uno de ellos, cortésmente, intervino y dijo:
“Señores no se ofendan, pero ustedes no pueden viajar en segunda”.
“Yo, harto ante la insistencia del boletero, le grité fastidiado:
“¡Bueno basta, a nosotros nos da la perra gana de viajar así y ustedes déjense de…!”
“Un momento, contestó el hombre que había intervenido, nada de malas palabras, yo solo he querido ayudar a ustedes, nosotros somos… (y al decir resto sacaba un carnet del bolsillo de su saco)… de la policía”, y exhibía su credencial ostentosamente.
“Allí terminó la discusión, decidimos no viajar en segunda, los invitamos a los, policías a tomar unas copas y enseguida ya estábamos como si fuéramos antiguos camaradas, y seguimos nuestro viaje acompañados por estos amigos. Y después de viajar varias horas en tren llegamos a la ciudad de Cuzco donde fuimos a comer a una fonda21.

Ernesto en su diario, cuenta algo completamente distinto.

Cuando portando todo nuestro equipaje íbamos a subir a segunda, nos atajó un empleado de investigaciones que tras algunos cabildeos nos propuso subir a primera y llegar gratis a Cuzco con las medallas de ellos, lo que, por supuesto, aceptamos. Así viajamos cómodamente dándoles a los tipos el importe del pasaje de segunda22.

Como se podrá apreciar, en la versión del futuro Che no hay boletero, ni discusión, ni nobles intenciones de compartir la suerte de los desposeídos. En esa oportunidad, primaron tanto la conveniencia como la comodidad y en tales condiciones llegaron a la otrora poderosa capital del imperio incaico, ciudad fascinante que Ernesto volvió a contemplar con venerable curiosidad.

En estos días de espera hemos agotado la provisión de iglesias y monumentos interesantes de Cuzco. Nuevamente hago en mi cabeza un motete de altares, cuadros grandes y púlpitos. Me impresionó por su sencillez y serenidad el púlpito de la iglesia de San Francisco, cuya sobriedad contrasta con el estilo recargado que impera en casi todas las construcciones de estilo colonial.
Belén ya tiene sus torres, pero el brillo blanco de ambos campanarios nuevos resulta chocante comparado con los tonos oscuros de la nave que es vieja.
Mi estatuilla inca, Martha de nuevo nombre, es auténtica y hecha de tunyana, la aleación de los incas. Uno de los empleados del museo me lo dijo, lástima que extrañamos los pedazos de vasija que son los que dan la pauta de la civilización que fue. Hemos comido mejor desde el pago23.

Una de las primeras cosas que hicieron en aquel nuevo destino, además de buscar una fonda para comer, fue cambiar pesos argentinos por soles. La operación se realizó por intermedio de una compatriota que moraba allí pero al recibir los billetes se encontraron con la desagradable sorpresa de que en lugar de los 1000 soles que esperaban, les entregaron 600. Nada extraño si tenemos en cuenta la nacionalidad de la mediadora.
Pese a que la antigua ciudad le fascinaba, Ernesto tenía prisa por visitar Machu Picchu. Partieron al segundo día, utilizando el mismo medio y camino que había empleado el año anterior, durante su travesía con Alberto. Y una vez más el mágico lugar volvió a cautivarlo con su imponencia; a dejarlo mudo y sumirlo en profundas cavilaciones.

Machu-Picchu no defrauda, no sé cuantas veces más podré admirarla, pero esas nubes grises, esos picachos morados y de colores sobre los que resalta el claro de las ruinas grises, es uno de los espectáculos más maravillosos que pueda yo imaginar24.

En este punto se perciben las sensaciones y los sentimientos de Ernesto para con su ocasional compañero de viaje al que, si bien quería como un verdadero hermano, no lo consideraba a la altura de sus aspiraciones intelectuales.

…a pesar del entusiasmo de Calica por este lugar siempre extraño la compañía de Alberto. Nuestra identidad de caracteres que tan bien se complementaban se hace más patente en Machu-Picchu25.

Desde Cuzco, Ernesto escribió una carta a su madre, fechada el 22 de agosto de 1953, relatándole los pormenores del viaje hasta la antigua capital imperial. Decía la misma:

Calá el epígrafe mami:

Me di el gran gustazo por segunda vez y ahora a lo semibacán, pero el efecto es diferente. Alberto se tiraba en el pasto a casarse con princesas incas, a recuperar imperios. Calica putea contra la mugre y cada vez que pisa uno de los innumerables zoretes (2) que jalonan las calles, en vez de mirar al cielo y alguna catedral recortada en el espacio se mira los zapatos sucios. No huele esa impalpable materia evocativa que forma Cuzco, sino el olor a guiso y a bosta; cuestión de temperamentos.
Toda esa aparente incoherencia de me voy, me fui, yo no he ido, etc., respondía a la necesidad que teníamos de que se nos supiera fuera de Bolivia, porque se esperaba una revuelta de un momento a otro y teníamos la sana intención de quedarnos a verla de cerca. Para nuestro desencanto no se produjo y sólo vimos manifestaciones de fuerza del gobierno, que, contra todo lo que digan, me parece sólido.
Estuve por ir a trabajar a alguna mina pero no estaba dispuesto a quedarme más de un mes y me ofrecían tres como mínimo, de modo que no agarré.
Posteriormente nos fuimos a la orilla del lago Titicaca o Copacabana y pasamos un día en la Isla del Sol, famoso santuario del tiempo de los incas donde se cumplió uno de mis más caros anhelos de explorador: encontré en un cementerio indígena una estatuita de mujer del tamaño de un dedo meñique, pero ídolo al fin, hecho del famoso chompi, la aleación de los incas.
Ya al llegar a la frontera había que andar dos kilómetros sin que hubiera transporte, y a mí me tocó como un kilómetro llevar la valija mía llena de libros que era un explosivo. Llegamos los dos y dos peoncitos con la lengua por los tobillos.
En Puno se armó la bronca con la aduana porque me requisaron un libro boliviano diciendo que era rojo. No hubo forma de convencerlos de que eran publicaciones científicas.
De mi vida futura no te hablo porque no sé nada, ni siquiera cómo andarán las cosas en Venezuela; pero ya conseguimos la visa por intermedio [...] del futuro más lejano te diré que sigo en mis trece de los 10,000 u$s que tal vez hagamos un nuevo viaje por Latinoamérica, pero esta vez en dirección norte-sur con Alberto, y que tal vez sea en helicóptero. Luego Europa y luego oscuro26.

Después de un par de días, los viajeros llegaron a un acuerdo con el propietario de un camión para viajar hacia Lima, pero cuando todos sus bultos habían sido cargados, una mínima diferencia de apenas 2 soles motivó una agria disputa que finalizó con el bagaje nuevamente en el suelo y ellos exprimiéndose el cerebro para buscarle una salida a tan difícil situación.
Ernesto en Machu Picchu
Como no quedaba otra alternativa, decidieron recurrir a un medio que ninguno de los dos había contemplado a la hora de planificar el viaje. En la terminal de ómnibus abordaron una unidad y poco después reiniciaban la marcha de tres días entre indios, gallinas y bultos que en su conjunto despedían un olor nauseabundo.
En Abancay, el vehículo comenzó a bordear el río Apurimac, en una de cuyas paradas aprovecharon para bañarse en sus aguas heladas (según Jon Lee Anderson lo hicieron completamente desnudos, escandalizando con su desparpajo al pasaje femenino).
Cuando regresaron a sus asientos, los argentinos notaron que “…las gallinas habían cagado todo el asiento bajo el cual estábamos, y un olor insoportable a patas ponía el ambiente como para cortarlo con cuchillo. Después de pinchar varias gomas y alargar aún más el viaje, logramos llegar a Lima y dormimos como lirones en un hotelucho de mala muerte”27.
Según cuenta Ernesto, en el ómnibus viajaba con ellos un explorador francés que acababa de perder a su compañera en el Apurimac, una profesora con la que recorría Sudamérica. Sin embargo, poco después, supieron que el profesor era él y que la supuesta docente era una alumna menor de edad con la que se había fugado y se había ahogado en las aguas. “El tipo se las va a ver negras”28.
Al día siguiente fueron a visitar al admirado Dr. Pesce y después se dirigieron al leprosario de La Guía, donde fueron muy bien recibidos.

En los días siguientes Ernesto se dedicó a mostrarle a Calica la ciudad de Lima, pero los compromisos y las visitas a las casas de sus conocidos les llevaron más de la cuenta.
Como era de suponer, se produjo un nuevo encuentro con Zoraida Boluarte quien, sin dudarlo, los invitó a cenar. Pasaron un grato momento y la dueña de casa volvió a sucumbir a los encantos de Ernesto, reanudando brevemente el romance que había quedado trunco el año anterior. También aprovecharon para ir al cine y ver el nuevo invento tridimensional, algo que a Ernesto no le pareció nada revolucionario ya que las películas, según su punto de vista, seguían viéndose igual.
Al día siguiente vivieron un momento desagradable al cuando la policía irrumpió en su habitación y después de revolverla completamente,s e los llevó detenidos, pero para su fortuna, la cosa no pasó a mayores ya que lo que buscaban era a una pareja de secuestradores que habían sustraído a un niño de La Paz.
Un par de días después, se alojaron gratuitamente en una casa prestada y se encontraron nuevamente con Gobo Nougués que los invitó a almorzar varias veces al exclusivo Country Club y a una fiesta en la que Calica bebió en abundancia
Los encuentros con el Dr. Pesce, tampoco podían faltar y tras varias charlas en su casa, comenzaron a organizarse para la partida hacia Tumbes, el primer punto que Francisco Pizarro y sus conquistadores tocaron al iniciar la conquista del Perú.
Pero los días se prolongaron más de la cuenta y por esa razón, aprovecharon para recorrer la antigua Ciudad de los Reyes, sus calles, sus paseos y sus parques, admirar sus palacios y sus iglesias, atravesar sus puentes y detenerse en la Catedral, que a Ernesto le pareció construida en un período de transición, “…cuando en España se iniciaba la decadencia de su furia guerrera para empezar el amor al lujo, a las comodidades”29.
Allí, en Lima, los viajeros se reencontraron con Ricardo Rojo, quien les manifestó haber sufrido las mismas peripecias que ellos y les sugirió que fueran a Guayaquil para encontrarse allí los tres.
El día anterior a la partida hicieron una nueva visita al cinematógrafo para ver Gran Concierto, una película rusa que al futuro líder guerrillero le pareció peligrosamente parecida a las norteamericanas aunque de mejor calidad en cuanto a colorido y banda sonora.


El trayecto en ómnibus hasta Piura se hizo sin paradas y duró cerca de dos días, con Ernesto aquejado por el asma. Llegaron a la hora del almuerzo y lo primero que hicieron fue buscar alojamiento. Ernesto, exhausto, se encerró en la habitación, rogando porque el ataque pasase rápidamente y solo salió al caer la noche, para comer algo y recorrer un poco el pueblo.
Piura era una típica capital de provincia, muy similar a las de la Argentina aunque con mejor parque automotor. A la mañana siguiente salieron hacia Tumbes, donde llegaron al anochecer, después de pasar por el puerto petrolero de Talara, que a Ernesto le resultó bastante pintoresco. No se quedaron mucho tiempo; siguieron hasta Aguas Verdes, en la frontera del Ecuador, donde llegaron el 27 de septiembre, dispuestos a pasar la noche.
Al día siguiente se presentaron en la aduana y tras cruzar el puente internacional, entraron en la ciudad de Huaquillas, territorio ecuatoriano, importante escenario de la guerra que en 1941 enfrentó a ambos países30.


Escala en Ecuador
Al trasponer la línea fronteriza, los amigos ingresaban en territorio desconocido para Ernesto porque en su viaje anterior, no había tocado Ecuador y eso lo animaba.
El 29 de septiembre, después de un día perdido, retomaron la marcha hasta el puerto de Santa Marta, donde abordaron un barco fluvial que los llevó a Puerto Bolívar. Fue un recorrido interesante, lo mismo el que hicieron remontando el delta del Guayas hasta Guayaquil, la segunda ciudad en importancia del país, escenario de la memorable entrevista entre Bolívar y San Martín, el 26 de julio de 1822.
Como dice Jon Lee Anderson, Ricardo Rojo, alias el “Gordo”, los esperaba en el muelle junto a otros tres argentinos, todos ellos estudiantes de Derecho que como él, pugnaban por llegar a Guatemala; se trataba de Oscar “Valdo” Valdovinos, el petiso Andrew “Andro” Herrero y Eduardo “Gualo” García.
Se notaba que el grupo era argentino; su carácter extrovertido y sus rasgos europeos los diferenciaban del resto de la población, predominantemente indígena.
Tras las presentaciones de rigor, se dirigieron los seis a la pensión en la que Rojo y sus compañeros se alojaban, una ruinosa mansión colonial frente a un pequeño muelle sobre el río Guayas, atendida por una mujer agradable llamada María Luisa cuya madre, Agripina, titular de la propiedad, era una bruja arisca que se pasaba el día tirada en una hamaca, fumando chala. El esposo de María Luisa se llamaba Alexander y según las malas lenguas, se había tenido que casar con ella porque siendo uno de sus huéspedes, años atrás, no había podido pagar la abultada suma del alojamiento.
Ernesto y Calica querían conocer al presidente José María Velasco Ibarra y por esa razón tenían planeado ir a Quito, pero ocurrió que el mandatario se hallaba de visita en la ciudad para inaugurar un cuartel de bomberos y eso les facilitó las cosas. Al día siguiente, luciendo sus “mejores prendas”, solicitaron a su secretario una entrevista y le pidieron por favor que les permitiese ver a la máxima autoridad del país, pero para su pesar, el sujeto se negó amablemente y solo les dio algunos consejos.
Rojo y sus amigos se hallaban varados por falta de fondos y eso les permitió a los recién llegados, conocer a varios dirigentes de la juventud comunista local, lo mismo a intelectuales, pensadores y escritores de la talla de Jorge Icaza Coronel, considerado uno de los máximos exponentes de la literatura indigenista y al periodista José Guerra Castillo, quien muchos años después escribiría un libro del paso del Che por Ecuador31.
La ciudad no impresionó demasiado a Ernesto: “Guayaquil es, como todos estos puertos, una ciudad pretexto que gira alrededor del suceso diario de la entrada o salida de los barcos.  Poco pude conocer, ya que la historia de viaje de los muchachos que partían para Guatemala, uno con el gordo Rojo, nos absorbió”32.
Desde ese punto, el joven trotamundos le envió a su padre una detallada relación de sus vivencias. La carta fechada el 4 de octubre de 1953 dice:

Querido Viejo:
Nuestro viaje, por supuesto, muy lerdo, pero cada vez más interesante. En Bolivia conocimos a Ricardo Rojo, un dirigente radical que se mandó un piante famoso de una comisaría hace cosa de cuatro meses. Posteriormente lo fuimos viendo en Perú y lo encontramos en Guayaquil en compañía de tres muchachos estudiantes de Derecho que van a la aventura en cuestión monetaria rumbo a Guatemala. Entre los seis hemos formado una rígida colonia de tipo estudiantil, vivimos en la misma pensión y nos mandamos litros de mate por día. Esto nos demoró algunos días en el puerto, pero creo que ya salimos pasado mañana rumbo a Quito donde pensamos abordar a Tato Velazco o a su alcahuete (…).
Aquí hay un clima lindo de libertad personal que contrasta con el asfixiante de Perú, donde un gobierno totalmente impopular se mantiene gracias a las bayonetas que sus amigos le confieren por concesión de todo tipo33.

Quien sí impresionó, y mucho, fue él. José Guerra Castillo ha dejado una interesante descripción de su experiencia con el joven médico argentino. “Él era un tipo guapo, bien plantado, alto, blanco, de cabello muy negro, cejas negras y ojos color caramelo, café. Era reservado en sus problemas económicos que eran malos, y a pesar de tener una familia acomodada, se vino de aventura porque amaba el cambio del sistema político de los pueblos”34.


Las conversaciones con sus connacionales y las perspectivas de nuevas experiencias llevaron a Ernesto a tomar una decisión crucial: en lugar de seguir hasta Venezuela, de acuerdo al plan original, acompañaría a aquellos hasta Guatemala, pues estaba más que interesado en observar de cerca su proceso revolucionario de aquel país.
En ese tiempo, tanto él como Calica, conocieron a otras personas interesantes, como los doctores Jorge Maldonado Reinella y Fortunato Safadí, psiquiatra comunista el último, con quienes hizo algunas recorridas por lugares próximos a la costa.
Guayaquil fue el punto en el que los dos amigos se separaron. Ernesto, interesado en viajar a Panamá y Guatemala, se hallaba enfrascado en tramitar las visas en los respectivos consulados en tanto Ferrer, decidido a alcanzar Caracas y encontrarse con Granado, tenía dispuesto poner rumbo a Quito a bordo de un camión.
De esa manera, el nuevo compañero de ruta del futuro líderpasó a ser Gualo García, nunca Ricardo Rojo, como él mismo asegura en su libro. Y para despejar cualquier duda, veamos lo que dice don Ernesto Guevara Lynch en …Aquí va un soldado de América.

El doctor Ricardo Rojo, a quien mencionó Ernesto, dice en un libro escrito por él sobre el Che que fue compañero de Ernesto en este viaje. En esta carta Ernesto dice bien claro al hablar de Rojo: “en Bolivia conocimos a ricardo Rojo […] posteriormente lo fuimos viendo en Perú y lo encontramos en Guayaquil”. Habla en plural porque se refiere también a su compañero de viaje Carlos Ferrer, quien, consultado, afirmó categóricamente que Rojo no viajó con ellos. Solían verlo en tertulias políticas en La Paz y los despidió al salir, y luego lo encontraron al llegar a alguna ciudad; pero él nunca se sometió al albur de correr como pudiera por los caminos35.

Las biografías del Che han abordado en detalle de su paso por Ecuador, lo mismo sus memorias, el libro de su padre y el diario de Calica Ferrer. Por lo tanto, pasaremos por alto algunos puntos y continuaremos diciendo que haciendo valer una carta de recomendación del senador chileno Salvador Allende destinada a un abogado socialista de Guayaquil, Rojo consiguió pasajes gratuitos a Panamá a bordo de un buque de la United Fruit Co., la poderosa multinacional norteamericana que controlaba buena parte de la economía centroamericana.
De acuerdo a lo convenido, Rojo y Valdovinos partirían en primer lugar y luego lo harían Gualo y Ernesto ya que Andro Herrero había decidido quedarse en Guayaquil porque había conseguido un trabajo.
En esos días el futuro guerrillero y Andro mantuvieron una prolongada charla en la que aquel confesó que pese a querer mucho a Calica, no tenía nada en común con él. Dijo también que nunca había conocido la experiencia de la camaradería incondicional, esa en la que todo el mundo comparte todo desinteresadamente y afrontaba unido los problemas comunes y que había dedicado buena parte de su vida a encontrarla.

Lo más parecido a ella que había conocido en su vida había sido el rugby; sus compañeros de equipo eran buenos “compinches”, con quienes salir de copas, pero no existía entre ellos una intimidad verdadera, y la camaradería terminaba fuera del campo. Su mejor amigo, dijo, era Alberto; Calica era “un buen tipo” a quien conocía desde la infancia, pero en verdad tenían poco en común36.

Inmediatamente después, Ernesto reveló, sin proponérselo, una de sus peores fobias, al confesarle a su interlocutor algunos aspectos de su clan familiar.

Hablaba mucho de su madre, y Andro comprendió que había un vínculo especial entre ambos. Pero en una ocasión dijo con pena, sin poder contenerse, que su madre se rodeaba de poetas y literatos frívolos, de mujeres que “probablemente eran lesbianas”37.

Ya veremos el trato que Ernesto daría a los desviados sexuales una vez convertido en implacable jerarca de la revolución cubana.
Según Jon Lee Anderson, el 31 de octubre él y Gualo abordaron el “Guayas” y después de una emotiva despedida con Andro, zarparon rumbo a Centroamérica38.
La nave se alejó lentamente del espigón y ya en el centro del río Guayas, comenzó a navegar hacia la desembocadura, atravesando lentamente los manglares del delta. Al llegar a la isla Puna, el buque viró al oeste, en dirección al Estero Salado y una vez allí, paso entre varias islas menores ganando el océano después de cruzar el estrecho de Posorja y Puerto del Morro.


A través de Centroamérica
El buque remontó el litoral ecuatoriano y después de cuatro días de navegación, incluyendo una escala en el puerto de Esmeraldas, atracó en Panamá.
Ernesto y Gualo echaron pie a tierra y lo primero que hicieron, después de buscar alojamiento, fue dirigirse al consulado argentino para hacer unas averiguaciones. Una vez allí, les informaron que Rojo y Valdovinos se habían marchado a Guatemala pero que les habían dejado una carta.
La abrieron con mucha curiosidad y para su asombro, se enteraron que Oscar se había casado con una panameña veinteañera de buena posición, hija de un diputado nacional y que a los pocos días había partido hacia Managua, dejando a sus espaldas, un verdadero desastre.
Al parecer, el casamiento no había sido del agrado de los padres de la muchacha quienes veían en el argentino a un granuja y aventurero.

Quedamos intrigadísimos hasta que se presentó la niña Luzmila Oller que nos contó el casamiento y sus cosas. Han producido una revolución en la familia, el padre se mandó mudar de la casa, la madre no lo recibió y el tipo siguió viaje a Guatemala sin echarse un polvo ni, al parecer, una franela en serio.
La chica muy simpática parece bastante inteligente, pero es demasiado católica para mi gusto37.

A través del cónsul argentino consiguieron algunos contactos y poco tiempo después Ernesto acordó con dos revistas locales la publicación de un par de artículos que tenía escritos sobre el Amazonas y Machu Picchu. Casi al mismo tiempo, conoció al Dr. Santiago Pi Suñer, conocido fisiólogo de la capital, quien se dispuso a organizar una conferencia suya sobre alergia.
La revista “Panamá-América” le pagó 20 dólares por “Un vistazo a las márgenes del más caudaloso de los ríos”, su crónica del Amazonas aparecida el 22 de noviembre y “Siete”, otros 25 por “Machu Picchu, enigma de piedra en América”, interesante artículo aparecido en el Suplemento Semanal de la edición del 12 de diciembre, ampliamente ilustrado con fotografías que el mismo Ernesto había tomado.
Su conferencia, en cambio, no tuvo ninguna convocatoria. Pese a que fue anunciada con tiempo como “Disertación a cargo del Dr. Ernesto Guevara de la Serna”, apenas contó con la asistencia de doce personas, entre ellas el propio Gualo y el Dr. Pi Suñer, que lo había ayudado a organizarla.
Pese a esos ingresos, por cierto magros, la situación económica de ambos amigos comenzaba a ser angustiante, por lo que resolvieron de común acuerdo dirigirse al consulado de Costa Rica para gestionar sus respectivas visas. En el interín, conocieron a más gente, entre ellas un joven pintor, al escultor Manuel Teijeiro, al cordobés Ricardo Luti, botánico asmático que había visitado el Amazonas y la Antártida y a Mariano Oteiza, presidente de la Federación de Estudiantes de Panamá, con quien efectuaron un viaje a las playas de Riomar que a Ernesto le resultó agradable. En otra oportunidad fueron a ver la zona del Canal pero al encontrar el paso cerrado, tuvieron que regresar sin haber logrado el cometido.
Abandonaron el país con unos pocos dólares en el bolsillo, después de un tira y afloje con el cónsul costarricense que para darles las visas les exigía presentar el boleto de entrada y salida al país, garantía de que estaban de paso y no pensaban radicarse allí. Lo hicieron a bordo de un camión, temprano por la mañana, después de una fiesta de la alta sociedad en la que Luzmila, la esposa de Valdovinos, estuvo fría y distante.
Durante el trayecto, el camión en el que viajaban rompió uno de sus ejes y mientras su conductor iba hasta la distante ciudad de David en busca del repuesto, Ernesto y Gualo hicieron una visita relámpago a Palo Seco, en el centro geográfico del país, donde conocieron a una pareja de judíos norteamericanos que se dedicaba a cuidar enfermos de lepra.
El conductor del camión llegó con la pieza en cuestión y una vez reparado, echaron a andar nuevamente, sin imaginar lo que el destino les tenía reservado. El sujeto manejaba tan mal, que a los pocos kilómetros se salió del caminó y el vehículo volcó.
Por fortuna Ernesto alcanzó a adivinar la maniobra a tiempo y con gran determinación se arrojó desde la parte superior, en la que viajaba, intentando caer lo más lejos posible del vehículo para evitar ser aplastado. Aterrizó pesadamente sobre la hierba y rodó varios metros, provocándose algunos magullones en el codo y el talón, además de hacerse jirones el pantalón.
Pasaron la noche a la intemperie (en realidad, solo Gualo ya que Ernesto logró alojamiento en la casa de Rogelio, el conductor del camión) y al día siguiente, se dirigieron a la estación ferroviaria donde debieron esperar el tren de las 2 de la tarde para viajar a Progreso, porque perdieron el que pasaba en horas de la mañana.
Progreso debía su existencia a la Panamá Sugar Company, corporación azucarera norteamericana establecida en la región en 1914. No estuvieron demasiado tiempo ahí porque, después de bajar del tren, echaron a caminar hacia la cercana frontera costarricense, en dirección al pueblo de La Cuesta. Era el 1 de diciembre de 1953 y aún les quedaba mucho por recorrer.
Hicieron noche en ese punto y hasta jugaron un picadito de fútbol con algunos lugareños. A la mañana siguiente equivocaron el rumbo y por esa razón, debieron deshacer lo andado y comenzar de nuevo, a través de un lodazal interminable, en medio de la selva.
En una estación terminal que Ernesto no específica, apalabraron al inspector para viajar a la capital por el menor costo posible. Parece que les fue bien porque el hombre había querido conocer la Argentina y eso dio pie a una breve aunque amena conversación que sirvió para que los ánimos se predispusiesen.
El siguiente punto fue el pintoresco puerto selvático de Golfito, sobre la bahía del mismo nombre, en la costa del Pacífico, construido pos la United Fruit Co., para sus 10.000 empleados.

Golfito es un verdadero golfo, bastante profundo, ya que entran perfectamente buques de 26 pies con un pequeño muelle y las casas necesarias para que se alberguen como puedan los 10 000 empleados de la compañía. El calor es grande, pero el lugar muy bonito. Cerros de 100 metros se levantan casi en la costa, con laderas cubiertas de vegetación tropical que sólo cede cuando el hombre está constantemente sobre ella. También la ciudad está dividida en zonas bien definidas hasta con guardianes que pueden impedir el paso, y, por supuesto, la mejor zona es la de los gringos. Se parece algo a Miami pero naturalmente que los pobres no están en el mismo lugar y se ven impedidos entre las cuatro paredes de sus casas y el estrecho grupo que forman. La comida corre a cargo de un buen muchacho y ya buen amigo: Alfredo Fallas39.

Ernesto y Gualo visitaron el hospital, “… una confortable casa donde se puede dar una correcta atención médica y cuyas comodidades varían según la categoría de la personal que trabaja allí, en la compañía. Como siempre, se deja ver el espíritu de clase de los gringos”40 y allí pasaron la noche antes de abordar la “Río Grande”, una típica embarcación de las denominadas “pachucas”, que recorrían los diferentes puertos de la bahía transportando y trayendo carga y pasaje.
Ernesto llevaba consigo a una negrita de 16 años que había conocido en el pueblo con la intención de tener una sesión de sexo rápido en algún lugar. Se llamaba Socorro y era “…más p… que las gallinas con 16 baños a cuestas”41. En verdad constituían una dupla perfecta ya que el muchacho tenía para pasarla bien y la negrita, enloquecida con aquel joven blanco, que para mayores datos, era médico, apuesto y simpático, podía darse corte.
La travesía fue bastante dramática porque en horas de la tarde, el mar comenzó a embravecerse y la nave a bambolearse con tanta fuerza, que todo el pasaje, Gualo inclusive, comenzó a vomitar. Solo se salvaron Ernesto y su compañera, que en esos momentos se hallaban en la cubierta.
Tras un alto en Quepos, otro puerto bananero de la United Fruit, bastante deteriorado, llegaron a destino.

Entre quiebros y remilgos de la negrita pasó todo el día, llegando a Puntarenas a las 6 de la tarde. Allí debimos esperarnos buen rato porque se escaparon 6 presos y no los podían encontrar. Fuimos a una dirección que nos había dado Alfredo Fallas con una carta de él para un señor: Juan Calderón Gómez42.

Puntarenas es una importante ciudad portuaria sobre el Golfo de Nicoya, célebre por sus exportaciones de plátanos, café, pescado y cacao. Solo estuvieron unas horas allí ya que ni bien se presentó la oportunidad, reemprendieron viaje a la capital, distante a 100 kilómetros hacia el interior.
Pierre Kalfon hace una buena descripción de aquella Costa Rica que vieron Ernesto y Gualo.

Pequeño oasis democrático entre turbulentos vecinos, aquella “Suiza de América Central’”es el único país que no dispone de fuerzas armadas. Desde 1952 un presidente ciento por ciento socialdemócrata, José Figueres, que se mantiene a igual distancia de los comunistas y los conservadores de derechas, ha conseguido de la poderosa United Fruit como quien no quiere la cosa que pague al Estado más del 40 por ciento de sus beneficios. Forma parte de los padres fundadores de una original Legión del Caribe, abierta a todos los demócratas de la región, que en 1949 le ayudó a hacer respetar la victoria electoral e un candidato liberal. Desde entonces esta Legión se ha convertido en una especie de círculo de los refugiados políticos de la zona, expulsados por los coroneles43.

Una de las primeras cosas que el futuro Che hizo al llegar a la capital del país fue solicitar entrevistas con dos refugiados políticos, integrantes de la mencionada Legión del Caribe, futuros presidentes de sus respectivos países, el escritor dominicano Juan Bosch y Rómulo Betrancourt, el líder de Acción Democrática de Venezuela, quienes vivían en el mismo domicilio.
Las consiguió pero salió un tanto confuso y desilusionado de ellas. El primero le pareció un tipo interesante pero el segundo, algo “acomodaticio”, capaz de inclinarse a favor de quien fuera con tal de lograr sus objetivos y sacar provecho.
El 10 de diciembre de 1953 le escribió a su tía Beatriz, poniéndola al tanto de sus peripecias44.

Tía-Tía-mía:
Mi vida ha sido un mar de encontradas resoluciones hasta que abandoné valientemente mi equipaje, y mochila al hombro emprendí con el compañero García el sinuoso camino que acá nos condujo. En El Paso tuve la oportunidad de pasar por los dominios de la United Fruti convenciéndome una vez más de lo terrible que son esos pulpos capitalistas. He jurado ante una estampa del viejo y llorado camarada Stalin no descansar hasta ver aniquilados estos pulpos capitalistas. En Guatemala me perfeccionaré y lograré lo que me falta para ser un revolucionario auténtico. Informo que además de médico, soy periodista y conferenciante, cosas que me darán (aunque pocos) u$s. Junto con tus aditamentos, te abraza, te besa y te quiere tu sobrino, el de la salud de hierro, el estómago vacío y la luciente fe en el porvenir socialista.
                             Chau
                            Chancho


La estadía en San José de Costa Rica fue breve pero durante la misma, Ernesto escuchó hablar por primera vez del Cuartel Moncada y del joven abogado que había encabezado el ataque a la unidad.
Entre el 11 y el 12 de aquel mes, los amigos se largaron “a dedo” hacia la frontera con Nicaragua, tierra de la implacable dinastía Somoza, Rubén Darío y su admirado Augusto César Sandino. Atravesaron caminos sinuosos a bordo de un ómnibus, pasando por Quesada, Cedral Sur, Alajuela y La Cruz, última población antes del cruce fronterizo.
Veinte kilómetros más adelante, ya en tierras nicaragüenses, se toparon con Ricardo Rojo, que bajaba desde Guatemala después de una estadía de dos semanas, acompañando a los Beveraggi, hermanos cordobeses que viajaban en su propio automóvil. La sorpresa fue grande y tras los correspondientes abrazos y presentaciones, siguieron todos juntos hasta Rivas, donde hicieron noche y hablaron de política hasta el amanecer.
Rojo y Walter Beveraggi se separaron y se dirigieron a San Juan del Sur, para viajar a Puntarenas y volar posteriormente a San José. Gualo, Ernesto y Domingo, el otro hermano, siguieron en otro ómnibus hasta Managua, a la que llegaron en plena noche encontrando sus calles completamente desiertas.
Estuvieron peregrinando en busca de alojamiento y finalmente lo consiguieron en una habitación sin luz de un hotelucho miserable, por el que pagaron 4 córdobas por cabeza. Al día siguiente se dirigieron al consulado hondureño y al llegar se encontraron a Rojo y Walter Beveraggi, quienes les informaron que no habían podido viajar a Costa Rica.
Ese mismo día retomaron la marcha hasta la frontera hondureña y de ese modo, después de atravesar buena parte de América Central, el futuro líder de la revolución cubana pudo corroborar lo que le había dicho un lenguaraz y altanero amigo porteño antes de partir de Buenos Aires: “Centro América son estancias, tenés la estancia Costa Rica, la estancia de Tacho Somoza y así sucesivamente”.
El paso por Honduras fue fugaz, casi en línea paralela al Golfo de Fonseca, a través de Choluteca y Valle, y prácticamente sin detenerse, llegaron a la frontera con El Salvador, donde hicieron noche a la intemperie, Gualo y Domingo en unas colchonetas de goma y Ernesto en una bolsa de dormir.
Arribaron a la frontera temprano por la mañana y después de pasar por la aduana, reanudaron la marcha en línea recta hacia San Salvador, en lo que fue un viaje extremadamente lento por las constantes pinchaduras de gomas que sufrió el ómnibus. Una vez en la capital, se encaminaron a la embajada argentina dispuestos a gestionar las visas para Guatemala y a la mañana siguiente continuaron hacia el límite, al que arribaron la noche del 23 al 24 de diciembre, con bastante hambre y mucho cansancio.
Finalmente, después de varias peripecias, habían alcanzado la meta.



Notas

1 Jon Lee Anderson, op. Cit, p. 102.

2 Loris Zanatta, La internacional justicialista. Auge y ocaso de los sueños imperiales de Perón, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2013.

3 Arístides Rondón Velázquez, “El día que Ernesto empezó a convertirse en el Che...”, Blogueros y Corresponsales de la Revolución, publicado el 1 de julio de 2013, http://bloguerosrevolucion.ning.com /profiles / blogs/el-d-a-que-ernesto-empez-a-convertirse-en-el-che

4 Ernesto Guevara Lynch, Aquí va un soldado de América, Sudamericana-Planeta, Buenos Aires, 1988, p. 7.

5 Arístides Rondón Velázquez, op. Cit.

6 Ernesto Che Guevara, Otra vez. El diario inédito del segundo viaje por América Latina (1953-1956), Editorial Sudamericana,  Buenos Aires, 2000, p. 11.

7 Ídem.

8 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, pp. 12-13.

9 Jon Lee Anderson, op. Cit, pp. 104-105.

10 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, p. 14.

11 Jon Lee Anderson, op. Cit, p. 105.

12 Ernesto Che Guevara, op. Cit, p. 12.

13 Carlos “Calica” Ferrer, De Ernesto al Che: el segundo y último viaje de Guevara por Latinoamérica, Editorial Marea, Colección Historia Urgente, Buenos Aires, 2006, p. 88.

14 Jon Lee Anderson, op. Cit, p. 107.

15 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, p. 15.

16 Ernesto Che Guevara, op. Cit, pp. 14-16.

17 Jon Lee Anderson, op. Cit, p. 110.

18 Ernesto Che Guevara, op. Cit., pp. 16-17.

19 Carlos ‘Calica’ Ferrer Zorilla: «El Che casi muere en el Titicaca», “El Deber”, eldeber.com.bo,

(http://www.eldeber.com.bo/nota.php?id=121014104750).

20 Ernesto Che Guevara, op. Cit., pp. 16-17.

21Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, p. 18.

22 Ernesto Che Guevara, op. Cit, p. 17. Es evidente que Calica Ferrer inventó esa fábula para el libro de don Ernesto Guevara Lynch, intentando mostrar a un Che guerrillero desde la primera hora.

23 Ídem, p. 18. 

24 Ídem. 

25 Ídem. 

26 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, pp. 19-20.

27 Ernesto Che Guevara, op. Cit, p. 19.

28 Ídem. 

29 Ídem., p. 21. Algo similar, salvando las distancias, a lo que acaeció con la antigua Roma.

30 La guerra de 1941 fue el primero de los tres conflictos que enfrentó a ambos países en el siglo XX. Se inició el 5 de julio de ese año y finalizó con la victoria peruana el 29 de enero de 1942. La guerra se llevó a cabo por aire, mar y tierra e incluyó la ocupación militar de varias localidades por el ejército peruano, el cerco de Guayaquil y Quito, bombardeos a posiciones terrestres, combates aéreos y desembarcos en El Oro y Puerto Bolívar. Como consecuencia de la derrota, tras la firma del Protocolo de Río de Janeiro, Ecuador perdió el 45% de su territorio.

31 José Guerra Castillo, 43 días inolvidables en Guayaquil, Cámara Ecuatoriana del Libro – Núcleo de Pichincha, 2004.

32 Ernesto Che Guevara, op. Cit, p. 22.

33 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, pp. 25-26.

34 Sylvia Poveda Benítez, “Ernesto ‘Che’ Guevara” y su paso por Guayaquil, diario “El Universo”, jueves 24 de junio de 2004 (http://www.eluniverso.com/2004/06/24/0001/261/

F53CDA8296B04701829127ACB1F48B11.html).

35 Ídem, p. 25, nota al pie.

36 Jon Lee Anderson, op. Cit, p. 115.

37 Ídem. 

38 En una carta a su madre, fechada en Guayaquil el 21 de octubre, Ernesto informa que parten hacia Panamá el día 25 y que calcula llegar a destino entre el 29 y el 30.

39 Ernesto Che Guevara, op. Cit, p. 27.

40 Ídem, pp. 28-29. 

41 Ídem. p. 29.

42 Ídem. 

43 Ídem.

44 Pierre Kalfon, op. Cit, pp. 121-122.


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