jueves, 4 de julio de 2019

ALEGRÍA DE PÍO


Dos días después del desembarco, el grupo rebelde aún intentaba reagruparse y recuperar fuerzas.
Los guerrilleros se habían desplazado unos pocos kilómetros hacia el este, en dirección a Sierra Maestra y seguían sin encontrar agua y alimentos. Fuera de la cabaña de Pérez Rosabal y de alguno que otro bohío abandonado1, no se veía nada salvo la espesura y los pantanos.
La noche del 4 de diciembre acamparon junto a uno de los interminables cañaverales que se extendían por la región, más allá de un conjunto de rocas afiladas, semicubiertas por el follaje y al cabo de unos minutos, se quedaron todos dormidos.
El Che apuntaría en su diario que, faltos de experiencia, saciaban el hambre y la sed comiendo cañas a la orilla del camino y que los restos que dejaban detrás, servirían para orientar a las tropas regulares.
Lo que ignoraba el grupo rebelde era que el campesino que les había servido de guía se había alejado mientras dormían para advertir a los guardias de su presencia.
 
A la mañana siguiente algunos expedicionarios se pusieron a cortar caña y en esas estaban cuando desde el noroeste, llegó volando un avión. Sin preocuparse demasiado, los hombres siguieron en la suya, seguros de que el piloto no los iba a distinguir y tampoco parecieron inquietarse sus jefes, concentrados como estaban en asuntos más urgentes.
Fidel ordenó reanudar la marcha pero a poco de andar, viendo que sus hombres no podían más, se detuvo junto a un cañaveral, a escasos kilómetros al sudoeste de Alegría de Pío, típica aldea rural en la que vivían unas pocas familias guajiras, “…la gente se desmayaba, caminaba pequeñas distancias para pedir descansos prolongados”2.
Viendo el estado de algunos expedicionarios, el Che tomó su maletín y extrajo los pocos elementos que aún conservaba para curarles las llagas y ampollas de sus pies. Uno de ellos, Humberto Lamotte Coronado, se le acercó llevando sus borceguíes en la mano y le preguntó si podía hacer algo por él. El argentino le limpió la herida, le aplicó un pequeño apósito, se la envolvió y le dijo que se sentara y permaneciera quieto.
Cuando hubo terminado, acomodó los objetos en su mochila y se dirigió hasta un árbol que se alzaba junto al camino y se sentó, apoyando la espalda contra el tronco. Allí descansaba Jesús Montané Oropesa, uno de los testigos de su boda, con quien se puso a conversar despreocupado mientras daba cuenta de la pobre ración que debía servirles de desayuno y almuerzo: un trozo de chorizo con dos galletas.


En momentos en que los expedicionarios se echaban junto al cañaveral, aviones Beavers y Piper de la FAEC comenzaron a sobrevolar Alegría de Pío intentando dar con ellos. Cuando sobrevolaban un sector al sudoeste del caserío, uno de los pilotos creyó notar movimiento y efectuando un viraje a la derecha, regresó sobre sus pasos para observar.
Efectivamente, junto a la plantación había hombres cortando cañas y otros echados en el suelo, en actitud relajada. El aviador tomó el micrófono y estableció contacto con las avanzadas del ejército para pasarles las coordenadas y tras un nuevo giro, se alejó hacia el noreste mientras establecía frecuencia con su base para repetir la información.
El Che y Montané hablaban despreocupadamente de sus hijos cuando repentinamente sonó un disparo. Se miraron ambos desconcertados y antes de que pudieran reaccionar, se desató una balacera infernal.
Los hombres corrieron en busca de protección procurando mimetizarse en el cañaveral, mientras las balas iban y venían por todas partes.
El Che tomó su fusil e intentó cubrirse detrás del tronco y cuando se dispuso a disparar, notó que no tenía contra quien hacerlo.
En esos momentos, llegó corriendo Almeida, que un tanto desorientado preguntó cuales eran las órdenes. Cuando se le dijo que no había ninguna, se hizo cargo del grupo y con voz firme impartió las primeras directivas.
En el fragor del combate, cuando arreciaban los gritos y disparos, Fidel Castro trató de agrupar a los hombres pero en vista del caos, desistió; no se veía desde donde les disparaban y para colmo de males, llegaban los aviones accionando sus ametralladoras.
El Che se hallaba a cubierto detrás del tronco cuando cayó muerto a su lado Humberto Lamotte, el hombre al que le había curado las llagas de los pies minutos antes. En ese preciso instante, reparó en otro combatiente que al pasar cerca suyo dejó una caja de balas sobre el terreno y se alejó hacia la maleza.
Se produjo entonces una situación que marcaría para siempre al novel guerrero. Allí, a metros de su posición, yacía el embalaje con las municiones y a su lado el instrumental (si así se lo podía llamar), con las escasas medicinas en su interior. Tenía que decidir entre uno y otro porque cargar ambas cosas iba a ser imposible y tras un instante de duda, echó a correr.
En la película Che!, de Richard Fleischer, se ve a un guerrillero que en esos momentos comienza a gritar solicitando balas. En el fragor del combate, el argentino mira la caja y el botiquín y sin pensarlo más, opta por la primera. No sabemos si realmente fue así pero la escena refleja algo parecido a lo que realmente ocurrió.
El Che, se incorporó, tomó la caja de municiones y como en sus mejores tiempos de rugbier en el San Isidro Club y el Atalaya, se lanzó a la carrera, esquivando los proyectiles que impactaban peligrosamente a su lado.
A los pocos metros sintió un fuerte golpe en el pecho y una punzante quemadura en el cuello. Había sido herido y comenzaba perder las fuerzas, casi en el mismo momento en que a Emilio Albentosa Chacón lo alcanzaba una bala a mitad de su cuerpo.
Cayeron ambos al mismo tiempo, el primero echando sangre por la boca y la nariz y el segundo sujetándose instintivamente la herida.

-¡Me mataron! – gritó Albentosa efectuando instintivamente varios disparos hacia la espesura.

-¡Me jodieron! – rugió Guevara mirando a Faustino Pérez que observaba la escena detrás de unas matas. Y alzando su fusil, también disparó hacia la selva.

El argentino pensó que aquello era el fin; que había llegado su hora y entonces recordó una de las tantas narraciones de aventuras que había leído en su adolescencia cordobesa, Para encender el fuego, de Jack London, uno de aquellos breves y geniales relatos del gran escritor estadounidense en el que el protagonista, un terco buscador de oro en Alaska, se disponía a morir congelado, apoyado contra el tronco de un árbol, al no poder encender una fogata.
En ese momento, llegó a oídos de todos una voz que, en medio de los disparo, conminaba a la rendición.

-¡Debemos rendirnos! ¡Debemos rendirnos!

Un grito de furia se alzó sobre el fragor de la batalla intentando acallar a aquel hombre. Era Almeida (aunque el Che pensó que se trataba de Camilo Cienfuegos), reaccionando indignado ante algo que no le cabía a nadie después del juramento que habían hecho antes de partir.

-¡¡Aquí no se rinde nadie, cojones!!

De haber podido, el Che habría sonreído y apoyado esas palabras, pero creyéndose a punto de morir, no dijo nada y permaneció tirado, en espera del fin.
En ese momento, llegó arrastrándose Juan Ponce, para decirle que estaba herido.

-Yo también lo estoy – respondió Guevara.

Ponce siguió deslizándose hacia el cañaveral y se perdió en su interior donde se hallaban parapetados otros hombres. Para entonces, Castro se hallaba más o menos a cubierto y junto a sus compañeros, intentaba devolver los disparos.
El Che seguía tirado a cielo abierto en espera de la muerte cuando llegó corriendo Almeida, para tomarlo de un brazo.

-¡Anda, tienes que seguir! – le dijo mientras lo arrastraba hacia la espesura.

Aquejado por los dolores, el argentino trató de incorporarse y al hacerlo, notó que tenía fuerzas. De ese modo, más a la rastra que por sus propios medios, se metió entre los matorrales y con las balas repiqueteando a su alrededor, se internó varios metros, buscando un lugar donde guarecerse. Allí estaban Raúl Suárez, recostado sobre un tronco y el abnegado Faustino Pérez tratando de vendarle el pulgar derecho que le colgaba de un hilo de piel.
Aviones de la FAEC pasaron a baja altura accionando sus ametralladoras y eso los obligó una vez más a arrojarse al suelo y rezar por que ningún proyectil los alcanzase.
Afortunadamente nada ocurrió y cuando se incorporaron, decididos a evacuar el lugar, repararon en un corpulento combatiente que intentaba cubrirse desesperadamente detrás de una caña.
Para fortuna de aquel grupo, Almeida estaba allí para poner orden. Y mientras el tiroteo arreciaba, con los aviones zumbando sobre sus cabezas, ordenó emprender la marcha, guiando a su gente hacia un monte distante donde, al parecer, no había tropas regulares.
A unos metros de allí, Raúl Castro gritaba a viva voz que lo siguieran y corriendo como un poseído, se internó en la fronda, intentando eludir las balas. Detrás suyo lo hicieron Ciro Redondo, Efigenio Ameijeiras, César Gómez, René Rodríguez y Armando Rodríguez quienes, al igual que su jefe, habían logrado preservar las armas.
En su diario de campaña, Raúl explica lo que sucedió:

En cuestión de segundos, seguido de algunos compañeros, pude llegar al cañaveral cercano y salir de aquel bosquecito diminuto, que parecía un tiro al blanco y precisamente el blanco éramos nosotros. Al cruzar de un cañaveral a otro, vi a Miguel Saavedra, seguido de algunos compañeros, venir por una guardarraya a seguir detrás de nosotros. Pero momentos después no los volvimos a ver más. Al parecer, se desviaron y tomaron por otro rumbo; aún se sentían disparos de fuego a discreción y algunas ráfagas de ametralladoras. Tres aviones del Ejército volaban en esos instantes sobre nuestras cabezas en forma de círculo. En breve tiempo atravesamos dos cañaverales, escondiéndonos varias veces en los plantones de caña, al paso de los aviones que volaban bastante bajo, y por fin logramos alcanzar el bosque, extenuados y con sed. Avanzamos por medio de las malezas hacia un rumbo, pero ya oscureciendo no sabíamos dónde estábamos. Ya de noche, por un rato, siguieron sintiéndose los aviones y algo más tarde ruido de camiones. Decidimos dormir, cosa que fue imposible por el frío, las pesadillas que me daban relacionadas con el problema de la sorprendida que nos dieron, y porque era un terreno, el lugar que escogimos para dormir, de piedras dentadas y de mosquitos3.

La columna de Almeida se puso en marcha, dejando a sus espaldas un cuadro estremecedor, con al menos tres hombres muertos y varios heridos aullando de dolor. Nada podía hacerse por ellos, rodeados por las tropas como estaban.

-¡¡Fuego!! – gritó alguien en ese momento - ¡¡¡Fuego en el cañaveral!!!

El Che y sus compañeros se volvieron instintivamente y pudieron comprobar que, efectivamente, las cañas ardían y que el humo comenzaba a cubrir la zona.
Almeida ordenó avanzar, y dando el ejemplo se puso en marcha, seguido por el Che, Ramiro Valdés, Benítez y Chao, todos urgidos por abandonar tan peligroso lugar.
Cruzaron el cañaveral y al trasponer sus lindes, se perdieron en aquel monte salvador que se extendía más allá, antes de la selva.
A metros de allí, Fidel y Universo Sánchez disparaban sus fusiles con mira, intentando cubrir la retirada de su gente cuando llegó corriendo Juan Manuel Márquez para decirles que ya no quedaba nadie en los alrededores.

-¡¡Oye Fidel –gritó- ya se fue todo el mundo. Hay que retirarse porque te van a coger vivo!!

-¡¡Vamos, pues!! – dijo el comandante y sin perder tiempo se lanzó a la carrera por entre las cañas, en dirección al este.

En la huida, Márquez perdió el rumbo y se extravió, por lo que Castro envió dos veces a Universo para que lo buscase. Sin embargo en ambas oportunidades, el combatiente regresó solo y eso no les dejó otra salida más que retirarse sin  él.
Después de retomar la marcha, atravesaron el cañaveral y casi enseguida llegaron a sus lindes, donde nacía el bosque. Era una salvación momentánea porque numerosa tropa los perseguía, pero al menos por el momento, era algo.
Horas después, cuando el sol comenzaba a caer, Fidel y Universo distinguieron a lo lejos la figura de un hombre. Para su fortuna, habían conservado sus armas, el primero con 100 balas y el segundo con 40 y eso les daba cierta ventaja.

-Parece un soldado –dijo el comandante- Tírale cuando esté bien cerca.

Sánchez se parapetó, dispuesto a cumplir la orden pero cuando apuntó, vio por la mira que quien se acercaba era Faustino Pérez, novedad que los tranquilizó y les dio una alegría enorme.

-¡Médico! ¡Médico! – llamaron por lo bajo, intentando hacerse oír.

Pérez los ubicó y corrió hacia ellos y de esa manera, desaparecieron los tres dentro del monte, amparados por las sombras.
La guerra civil acababa de comenzar. El ejército rebelde había tenido su bautismo de fuego.

Fuentes
1 Choza.
2 Ernesto Che Guevara, op. Cit, p. 10.
3 Raúl Castro, Diario de campaña, Alegría de Pío.

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