ALEGRÍA DE PÍO
Dos días después del desembarco, el grupo rebelde aún intentaba reagruparse y recuperar fuerzas.
Los
guerrilleros se habían desplazado unos pocos kilómetros hacia el este,
en dirección a Sierra Maestra y seguían sin encontrar agua y alimentos.
Fuera de la cabaña de Pérez Rosabal y de alguno que otro bohío
abandonado1, no se veía nada salvo la espesura y los pantanos.
La noche
del 4 de diciembre acamparon junto a uno de los interminables
cañaverales que se extendían por la región, más allá de un conjunto de
rocas afiladas, semicubiertas por el follaje y al cabo de unos minutos,
se quedaron todos dormidos.
El Che
apuntaría en su diario que, faltos de experiencia, saciaban el hambre y
la sed comiendo cañas a la orilla del camino y que los restos que
dejaban detrás, servirían para orientar a las tropas regulares.
Lo que
ignoraba el grupo rebelde era que el campesino que les había servido de
guía se había alejado mientras dormían para advertir a los guardias de
su presencia.
A la
mañana siguiente algunos expedicionarios se pusieron a cortar caña y en
esas estaban cuando desde el noroeste, llegó volando un avión. Sin
preocuparse demasiado, los hombres siguieron en la suya, seguros de que
el piloto no los iba a distinguir y tampoco parecieron inquietarse sus
jefes, concentrados como estaban en asuntos más urgentes.
Fidel
ordenó reanudar la marcha pero a poco de andar, viendo que sus hombres
no podían más, se detuvo junto a un cañaveral, a escasos kilómetros al
sudoeste de Alegría de Pío, típica aldea rural en la que vivían unas
pocas familias guajiras, “…la gente se desmayaba, caminaba pequeñas distancias para pedir descansos prolongados”2.
Viendo el
estado de algunos expedicionarios, el Che tomó su maletín y extrajo los
pocos elementos que aún conservaba para curarles las llagas y ampollas
de sus pies. Uno de ellos, Humberto Lamotte Coronado, se le acercó
llevando sus borceguíes en la mano y le preguntó si podía hacer algo por
él. El argentino le limpió la herida, le aplicó un pequeño apósito, se
la envolvió y le dijo que se sentara y permaneciera quieto.
Cuando
hubo terminado, acomodó los objetos en su mochila y se dirigió hasta un
árbol que se alzaba junto al camino y se sentó, apoyando la espalda
contra el tronco. Allí descansaba Jesús Montané Oropesa, uno de los
testigos de su boda, con quien se puso a conversar despreocupado
mientras daba cuenta de la pobre ración que debía servirles de desayuno y
almuerzo: un trozo de chorizo con dos galletas.
En
momentos en que los expedicionarios se echaban junto al cañaveral,
aviones Beavers y Piper de la FAEC comenzaron a sobrevolar Alegría de
Pío intentando dar con ellos. Cuando sobrevolaban un sector al sudoeste
del caserío, uno de los pilotos creyó notar movimiento y efectuando un
viraje a la derecha, regresó sobre sus pasos para observar.
Efectivamente,
junto a la plantación había hombres cortando cañas y otros echados en
el suelo, en actitud relajada. El aviador tomó el micrófono y estableció
contacto con las avanzadas del ejército para pasarles las coordenadas y
tras un nuevo giro, se alejó hacia el noreste mientras establecía
frecuencia con su base para repetir la información.
El Che y
Montané hablaban despreocupadamente de sus hijos cuando repentinamente
sonó un disparo. Se miraron ambos desconcertados y antes de que pudieran
reaccionar, se desató una balacera infernal.
Los
hombres corrieron en busca de protección procurando mimetizarse en el
cañaveral, mientras las balas iban y venían por todas partes.
El Che
tomó su fusil e intentó cubrirse detrás del tronco y cuando se dispuso a
disparar, notó que no tenía contra quien hacerlo.
En esos
momentos, llegó corriendo Almeida, que un tanto desorientado preguntó
cuales eran las órdenes. Cuando se le dijo que no había ninguna, se hizo
cargo del grupo y con voz firme impartió las primeras directivas.
En el
fragor del combate, cuando arreciaban los gritos y disparos, Fidel
Castro trató de agrupar a los hombres pero en vista del caos, desistió;
no se veía desde donde les disparaban y para colmo de males, llegaban
los aviones accionando sus ametralladoras.
El Che se
hallaba a cubierto detrás del tronco cuando cayó muerto a su lado
Humberto Lamotte, el hombre al que le había curado las llagas de los
pies minutos antes. En ese preciso instante, reparó en otro combatiente
que al pasar cerca suyo dejó una caja de balas sobre el terreno y se
alejó hacia la maleza.
Se
produjo entonces una situación que marcaría para siempre al novel
guerrero. Allí, a metros de su posición, yacía el embalaje con las
municiones y a su lado el instrumental (si así se lo podía llamar), con
las escasas medicinas en su interior. Tenía que decidir entre uno y otro
porque cargar ambas cosas iba a ser imposible y tras un instante de
duda, echó a correr.
En la película Che!,
de Richard Fleischer, se ve a un guerrillero que en esos momentos
comienza a gritar solicitando balas. En el fragor del combate, el
argentino mira la caja y el botiquín y sin pensarlo más, opta por la
primera. No sabemos si realmente fue así pero la escena refleja algo
parecido a lo que realmente ocurrió.
El Che,
se incorporó, tomó la caja de municiones y como en sus mejores tiempos
de rugbier en el San Isidro Club y el Atalaya, se lanzó a la carrera,
esquivando los proyectiles que impactaban peligrosamente a su lado.
A los
pocos metros sintió un fuerte golpe en el pecho y una punzante quemadura
en el cuello. Había sido herido y comenzaba perder las fuerzas, casi en
el mismo momento en que a Emilio Albentosa Chacón lo alcanzaba una bala
a mitad de su cuerpo.
Cayeron
ambos al mismo tiempo, el primero echando sangre por la boca y la nariz y
el segundo sujetándose instintivamente la herida.
-¡Me mataron! – gritó Albentosa efectuando instintivamente varios disparos hacia la espesura.
-¡Me
jodieron! – rugió Guevara mirando a Faustino Pérez que observaba la
escena detrás de unas matas. Y alzando su fusil, también disparó hacia
la selva.
El
argentino pensó que aquello era el fin; que había llegado su hora y
entonces recordó una de las tantas narraciones de aventuras que había
leído en su adolescencia cordobesa, Para encender el fuego,
de Jack London, uno de aquellos breves y geniales relatos del gran
escritor estadounidense en el que el protagonista, un terco buscador de
oro en Alaska, se disponía a morir congelado, apoyado contra el tronco
de un árbol, al no poder encender una fogata.
En ese momento, llegó a oídos de todos una voz que, en medio de los disparo, conminaba a la rendición.
-¡Debemos rendirnos! ¡Debemos rendirnos!
Un grito
de furia se alzó sobre el fragor de la batalla intentando acallar a
aquel hombre. Era Almeida (aunque el Che pensó que se trataba de Camilo
Cienfuegos), reaccionando indignado ante algo que no le cabía a nadie
después del juramento que habían hecho antes de partir.
-¡¡Aquí no se rinde nadie, cojones!!
De haber
podido, el Che habría sonreído y apoyado esas palabras, pero creyéndose a
punto de morir, no dijo nada y permaneció tirado, en espera del fin.
En ese momento, llegó arrastrándose Juan Ponce, para decirle que estaba herido.
-Yo también lo estoy – respondió Guevara.
Ponce
siguió deslizándose hacia el cañaveral y se perdió en su interior donde
se hallaban parapetados otros hombres. Para entonces, Castro se hallaba
más o menos a cubierto y junto a sus compañeros, intentaba devolver los
disparos.
El Che seguía tirado a cielo abierto en espera de la muerte cuando llegó corriendo Almeida, para tomarlo de un brazo.
-¡Anda, tienes que seguir! – le dijo mientras lo arrastraba hacia la espesura.
Aquejado
por los dolores, el argentino trató de incorporarse y al hacerlo, notó
que tenía fuerzas. De ese modo, más a la rastra que por sus propios
medios, se metió entre los matorrales y con las balas repiqueteando a su
alrededor, se internó varios metros, buscando un lugar donde
guarecerse. Allí estaban Raúl Suárez, recostado sobre un tronco y el
abnegado Faustino Pérez tratando de vendarle el pulgar derecho que le
colgaba de un hilo de piel.
Aviones
de la FAEC pasaron a baja altura accionando sus ametralladoras y eso los
obligó una vez más a arrojarse al suelo y rezar por que ningún
proyectil los alcanzase.
Afortunadamente
nada ocurrió y cuando se incorporaron, decididos a evacuar el lugar,
repararon en un corpulento combatiente que intentaba cubrirse
desesperadamente detrás de una caña.
Para
fortuna de aquel grupo, Almeida estaba allí para poner orden. Y mientras
el tiroteo arreciaba, con los aviones zumbando sobre sus cabezas,
ordenó emprender la marcha, guiando a su gente hacia un monte distante
donde, al parecer, no había tropas regulares.
A unos
metros de allí, Raúl Castro gritaba a viva voz que lo siguieran y
corriendo como un poseído, se internó en la fronda, intentando eludir
las balas. Detrás suyo lo hicieron Ciro Redondo, Efigenio Ameijeiras,
César Gómez, René Rodríguez y Armando Rodríguez quienes, al igual que su
jefe, habían logrado preservar las armas.
En su diario de campaña, Raúl explica lo que sucedió:
En
cuestión de segundos, seguido de algunos compañeros, pude llegar al
cañaveral cercano y salir de aquel bosquecito diminuto, que parecía un
tiro al blanco y precisamente el blanco éramos nosotros. Al cruzar de un
cañaveral a otro, vi a Miguel Saavedra, seguido de algunos compañeros,
venir por una guardarraya a seguir detrás de nosotros. Pero momentos
después no los volvimos a ver más. Al parecer, se desviaron y tomaron
por otro rumbo; aún se sentían disparos de fuego a discreción y algunas
ráfagas de ametralladoras. Tres aviones del Ejército volaban en esos
instantes sobre nuestras cabezas en forma de círculo. En breve tiempo
atravesamos dos cañaverales, escondiéndonos varias veces en los
plantones de caña, al paso de los aviones que volaban bastante bajo, y
por fin logramos alcanzar el bosque, extenuados y con sed. Avanzamos por
medio de las malezas hacia un rumbo, pero ya oscureciendo no sabíamos
dónde estábamos. Ya de noche, por un rato, siguieron sintiéndose los
aviones y algo más tarde ruido de camiones. Decidimos dormir, cosa que
fue imposible por el frío, las pesadillas que me daban relacionadas con
el problema de la sorprendida que nos dieron, y porque era un terreno,
el lugar que escogimos para dormir, de piedras dentadas y de mosquitos3.
La
columna de Almeida se puso en marcha, dejando a sus espaldas un cuadro
estremecedor, con al menos tres hombres muertos y varios heridos
aullando de dolor. Nada podía hacerse por ellos, rodeados por las tropas
como estaban.
-¡¡Fuego!! – gritó alguien en ese momento - ¡¡¡Fuego en el cañaveral!!!
El Che y
sus compañeros se volvieron instintivamente y pudieron comprobar que,
efectivamente, las cañas ardían y que el humo comenzaba a cubrir la
zona.
Almeida
ordenó avanzar, y dando el ejemplo se puso en marcha, seguido por el
Che, Ramiro Valdés, Benítez y Chao, todos urgidos por abandonar tan
peligroso lugar.
Cruzaron
el cañaveral y al trasponer sus lindes, se perdieron en aquel monte
salvador que se extendía más allá, antes de la selva.
A metros
de allí, Fidel y Universo Sánchez disparaban sus fusiles con mira,
intentando cubrir la retirada de su gente cuando llegó corriendo Juan
Manuel Márquez para decirles que ya no quedaba nadie en los alrededores.
-¡¡Oye Fidel –gritó- ya se fue todo el mundo. Hay que retirarse porque te van a coger vivo!!
-¡¡Vamos, pues!! – dijo el comandante y sin perder tiempo se lanzó a la carrera por entre las cañas, en dirección al este.
En la
huida, Márquez perdió el rumbo y se extravió, por lo que Castro envió
dos veces a Universo para que lo buscase. Sin embargo en ambas
oportunidades, el combatiente regresó solo y eso no les dejó otra salida
más que retirarse sin él.
Después
de retomar la marcha, atravesaron el cañaveral y casi enseguida llegaron
a sus lindes, donde nacía el bosque. Era una salvación momentánea
porque numerosa tropa los perseguía, pero al menos por el momento, era
algo.
Horas
después, cuando el sol comenzaba a caer, Fidel y Universo distinguieron a
lo lejos la figura de un hombre. Para su fortuna, habían conservado sus
armas, el primero con 100 balas y el segundo con 40 y eso les daba
cierta ventaja.
-Parece un soldado –dijo el comandante- Tírale cuando esté bien cerca.
Sánchez
se parapetó, dispuesto a cumplir la orden pero cuando apuntó, vio por la
mira que quien se acercaba era Faustino Pérez, novedad que los
tranquilizó y les dio una alegría enorme.
-¡Médico! ¡Médico! – llamaron por lo bajo, intentando hacerse oír.
Pérez los ubicó y corrió hacia ellos y de esa manera, desaparecieron los tres dentro del monte, amparados por las sombras.
La guerra civil acababa de comenzar. El ejército rebelde había tenido su bautismo de fuego.
Fuentes
1 Choza.
2 Ernesto Che Guevara, op. Cit, p. 10.
3 Raúl Castro, Diario de campaña, Alegría de Pío.
Publicado 31st August 2014 por Alberto N. Manfredi (h)