SIONISMO Y COMUNISMO – LAS IDEAS DE VLADIMIR JABOTINSKY (II)
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(Segunda parte del artículo de Alberto Falcionelli aparecido en la última entrega)
Con estas páginas verdaderamente proféticas, queda perfectamente
aclarada la «incógnita» de las relaciones del movimiento sionista con el
comunismo internacional y se descubre con claridad meridiana
el porqué profundo de la política de apoyo llevada a cabo sin pausa por
el gobierno soviético a favor de los países árabes, a partir del momento mismo de la fundación del Estado de Israel.
Así también se develan las razones por las que Stalin se puso de
acuerdo con el presidente Truman para hacer aceptar esta fundación por
las Naciones Unidas. Algunas mentes atormentadas hablaron entonces de
una vasta conspiración pluto-judeo-marxista y, aparentemente, la
victoria del general Dayán no les ha servido de lección, si bien esta
sea una victoria sobre el comunismo del que los árabes no han sido más
que los instrumentos pasivos.
No pocos, incluso, obnubilados hasta la paranoia, se han negado a aceptar-aun cuando ellos mismos se declaren activamente anticomunistas- que esta derrota soviética constituye una ventaja inapreciable para Occidente en su totalidad. Pues, en verdad, su odio inapagable contra Estados Unidos los lleva a colocar en hibernación su oposición al marxismo-leninismo. Pues bien, Stalin contribuyó con tanta decisión a la creación del Estado de Israel pura y simplemente porque ello le permitiría aprovechar -a pocos gastos, creía él- la tensión así liberada en el punto más débil de la cadena estratégica occidental. Él se encargó, en efecto -y, tras él, sus sucesores- de transformar esta tensión en foco cada vez más peligroso de perturbación. Las tropas israelíes han puesto en claro esta intención dialéctica, análoga, por otra parte, a la que condujo el georgiano a firmar su pacto con Hitler en 1939.
Queda abierta la cuestión de la «colusión» entre el movimiento sionista y plutocracia. En efecto, es innegable que el barón Edmond de Rothschild es un plutócrata de primer rango a la par que presidente del Comité de Coordinación de las organizaciones hebreas en Francia y, con sus parientes y allegados, de este mismo Comité en el resto del mundo libre.
Se habla entonces, esta vez, del Estado de Israel como el agente de los designios sombríos de dicha plutocracia, aun cuando resulte difícil ya relacionar estos designios con los del comunismo internacional. Pues bien, como apuntaba Jabotinsky, los burgueses, aun los burgueses hebreos -y cuanto más burgueses mejor- son quienes detentan el dinero que el Estado de Israel necesita para edificarse y sobrevivir. Es muy lógico, por consiguiente, que el Sr. Ben Gurion recurra al barón Rothschild, como Jabotinsky recurría al barón Hirsch. Mas, pregunto yo: cuando se va a la lucha con tanta resolución ¿se es agente de la alta confianza o, simplemente, hombre dispuesto a entregarlo todo, la propia vida para empezar, para la defensa y honor de la patria? Obviamente, no espero ninguna contestación a esta pregunta que formulo únicamente para esclarecer un poco más el cuadro. Mas, lo temo mucho, no tendremos que esperar demasiado tiempo para comprobar que no pocos de estos anticomunistas se habrán alineado -sin notarlo siquiera, por su odio telúrico a unos Estados Unidos en los que quieren ver la fuente de todas sus frustraciones, y a un sionismo al que, «decentemente», ya no pueden tildar de cripto-comunista, satisfaciéndose ahora con acusarlo de actuar como agente cruel y despiadado de la «plutocracia internacional»- en las posiciones que mejor sirvan los designios de Moscú.
Efectivamente, el sionismo es un problema, tanto para los judíos, en rigor, como para los pueblos cristianos.
Estos no pueden admitir que una parte, a veces considerable, de sus
ciudadanos, pretenda gozar de los beneficios de una doble nacionalidad,
que les permite vivir en Inglaterra, en Francia, en Estados Unidos, en
la Argentina, con todos los derechos de los ciudadanos corrientes, y
reservar los desvelos patrióticos a Eretz-Israel. Este
problema es grave y, desgraciadamente, imposible de resolver sin la
emigración masiva de los 18 millones de judíos que viven en el mundo al
Estado israelí. Pero lo es también, e igualmente
imposible de resolver, para los mismos israelíes que no pueden absorber a
tanta gente sin encontrarse ante el dilema de morirse de hambre o de
«colonizar» al Medio Oriente en su conjunto. Teniendo en cuenta esta
doble imposibilidad, es deseable -lo sugirió Arthur Koestler- que la
mayor parte de estos sionistas sin destino nacional acaben integrándose
de modo incondicional, esto es, tanto religiosa como nacionalmente, en
el país a donde la diáspora los ha llevado. El mismo presidente Ben
Gurion lo reconocía cuando declaraba a l’ Arche, órgano del Fondo Social
Judío Unificado, en 1963: «Todos los goyms que se preocupan
al ver a los judíos tomar demasiada influencia en su país, no son
forzosamente antisemitas. Yo intento ponerme en su lugar…».
Más difícil aún es el problema de los judíos anti-sionistas, tanto para los pueblos cristianos como para los israelíes. Tengamos presente que, por lo general, se
trata de gente, no ya indiferente -vale decir, integrada en la
comunidad nacional de su elección- sino de individuos que combaten al
sionismo en tanto que militantes comunistas, o sea, a la par que
peligrosos en extremo para Israel, empeñados en subvertir a las naciones
en las que se han radicado. Los otros, esto es, los judíos
integrados en las naciones cristianas -fieles o no a la ley mosaica- no
constituyen amenaza alguna. Una simple referencia a la
actitud irreprochable de los judíos norafricanos durante la guerra de
Argel y, en incontables circunstancias, su heroísmo en el combate, es
suficiente para ilustrar su patriotismo francés. Este es el estado exacto de la cuestión. El resto no es más que antisemitismo visceral, cuyos
portadores no se dan cuenta de que, practicándolo en esos términos
escuetos, caen en un sinfín de contradicciones que les impiden estudiar
el problema desapasionadamente.
Por otra parte, que los Rothschild y los Péreire acompañan a Napoleón III, en su empresa de entrega de la sociedad francesa a la especulación plutocrática, ya suficientemente afirmada, ello también es innegable. Pero ¿por qué no lo hubieran hecho, mientras lo hacían todos los banqueros católicos y calvinistas, en un mundo sometido enteramente al imperio de la alta finanza internacional? Lo mismo había sucedido en Inglaterra, en Austria-Hungría y estaba sucediendo en Alemania, en Italia, en los Estados Unidos. Pero, en todo esto, la responsabilidad de los judíos fue parcial; la nuestra -la de los «cristianos»- total e imperdonable porque éramos aún los que mandábamos.
Allí donde hemos llegado, cristianos y judíos juntos, lamento mucho tener que preguntar: ¿dónde está nuestro Jabotinsky -que podría llamarse Juan Pérez, Jacques Durand, John Brown, etc.- capaz de contestar, tan claramente como él hizo a favor del activismo nacional hebreo, a las necesidades apremiantes del activismo nacional, inexistente ya, de los pueblos cristianos? Lo que cuenta aquí no es ser judío, es ser banquero…
Las responsabilidades de los Estados Unidos en el desmembramiento intelectual y moral de Occidente ¿quién las niega? Por mi parte, las he señalado demasiado a menudo para tener que repetirme aquí. Pero ¿quién hizo a los Estados Unidos lo que son? ¿Los judíos, sionistas o no? ¿No fuimos nosotros acaso cuando circulaban por el mundo en busca de alimentos intelectuales, en la conciencia de que las estupideces someras de Benjamín Franklin no eran más que esto, estupideces? ¿Qué modelos les hemos proporcionado? No por cierto San Luis, ni Maximiliano de Austria, ni Carlos V, ni Luis XIV, a los que nos hemos encargado nosotros mismos de descartar como «obscurantistas» y «déspotas», ni Joseph de Maistre, ni Donoso Cortés.
Les hemos dado Rousseau, Voltaire, Locke y Robespierre, Hegel y Emile Zola, y seguimos en la lanzada con Sartre y Simone de Beauvoir. ¿Les hemos dado las Luces y nos devuelven las tinieblas? Olvidamos muy fácilmente que nosotros, los «cristianos», fuimos quienes les metimos en la cabeza las ideas que, ahora, dan un sabor tan amargo a la sangre que sus muchachos derraman en el Vietnam después de haberla derramado, inútilmente, en Corea. ¿Tan inútilmente, en verdad? ¿Qué sería del mundo libre, incluida América Latina, si no hubieran luchado en Corea? Y ¿qué sería de todos nosotros mañana si se dieran por derrotados en el Vietnam? Lo incomprensible es que, con lo que les hemos enseñado durante doscientos años, encuentren aún gente suficiente para ir a la muerte sin saber a ciencia cierta por qué. Mientras tanto, los plutócratas hacen su pascua y, entre ellos, no pocos plutócratas judíos. Otra vez ¿quién lo niega? Pero ¿quiénes organizaron este mundo en que vivimos de modo de que cayera algún día en las garras de la plutocracia? ¿Los judíos o los «cristianos»? Vuelvo a preguntar: ¿dónde estaban los judíos en el siglo XVIII, cuando todo empezó? En el ghetto, como remendones, cambalacheros o prestamistas al menudeo.
Esto no es filosemitismo, ni servicio de la plutocracia internacional. Es búsqueda de la verdad, esta verdad que no está ni en la revolución francesa, ni en el capitalismo, ni en la plutocracia, ni en ese antisemitismo visceral que nos carcome desde adentro como un cáncer, cuyo crecimiento devorador está determinado a control remoto por el pulsante marxista-leninista. Y éste no se mueve en aplicación de consignas trazadas por el «judaísmo internacional», sino por el efecto, inmediato o lejano, de la empresa demoníaca anticristiana llevada a cabo por hombres que fueron cristianos y que, lejos de perder su fe en Dios, lo traicionaron, y lo traicionan, en pleno conocimiento de causa, para servir al Maligno. Este no es un revolucionario marxista-leninista ni un judío. Es un ángel caído que quiere hacernos caer a todos, aun a los judíos que siguen creyendo en Dios. Y a los musulmanes, por supuesto.
Pues, en suma, el pensamiento de Marx no es hebreo, ni rabínico, ni talmúdico, como tanto se sostiene. Es hijo directo de la Ilustración, de Hegel y de Feuerbach. Exactamente como el de Lenin no es eslavo, sino anarquista, esto es, demoníaco, porque se informa en un odio incoercible a Dios, el de los cristianos y el de los judíos, como el de Stalin. Y el de Mao Tsë-tung -esto resulta sorprendente solamente a los ojos de quienes afirman obedecer a las instancias de la Razón, del Progreso y de la Ciencia- se ordena a ese mismo odio por el Dios de los cristianos, aun cuando su padre fuera confuciano y su madre budista. ¿Por qué el primer acto de la Gran Revolución Cultural consistió en cerrar y profanar los pocos templos cristianos que quedaban en Peiping para uso de los diplomáticos extranjeros?
¿Qué tienen que ver los judíos con todo esto? Los tuvieron a Spinoza y a Marx, a los Rothschild y a Trotskiy. Pero nosotros los tuvimos a Cromwell y a Robespierre, a Lenin y a Stalin y, ahora, los tenemos al ilustrado Sr. Brezhnev, a nuestros plutócratas que van a misa, a Fidel Castro, que fue cristianamente educado. ¿Quiénes somos para reprochar algo a nadie?
Nada de ello me impide seguir hoy tan indignado como ayer por ciertos procedimientos del Estado de Israel: el saqueo de Alemania y, lo que es más grave, de los alemanes, llevado a cabo con frialdad -y con la complicidad de los cristianos de Washington, de Londres y de Bonn-, por los crímenes cometidos por una pandilla de locos delirantes cuales fueron los jefes del nacionalsocialismo; el rapto de Eichmann, miembro de número de esa pandilla, cumplido en aplicación de la ley del talión y en violación de todo derecho de gentes en un país extranjero, con la complicidad de individuos que se llenaban la boca con sospechosas referencias a la «civilización occidental y cristiana»; se falta de humanidad con los árabes de Palestina; su desprecio, cuando no su odio, contra Cristo y contra los cristianos nunca desmentido por sus más altos exponentes intelectuales, etc., etc….
Esto no me hace antisemita, como tampoco lo anteriormente dicho me hace filosemita, del mismo modo que la imbecilidad de Guillermo II y de Ludendorff, la crueldad escalofriante de Hitler no logran hacerme antialemán por principio, ni filogermánico por principio aquello que este país dio a la cultura occidental y al cristianismo. Odio los crímenes de Lenin, de Stalin y de su pandilla terrorista pero ¿debo odiar por ello a los rusos? En una óptica distinta -pero no tanto- las empresas subversivas de los comunistas de La Habana ¿deberían llevarme a preferir las hazañas caseras de Fulgencio Batista? Esta forma de maniqueísmo está en la base de todas las herejías de nuestro tiempo. Es por ello que me niego a aceptar la tesis demasiado simplista de que la victoria de Israel forma parte de la conjuración anticristiana, aun cuando sean anticristianos -ignoro si lo son- los catedráticos de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Y ésta es la razón por la que, finalmente, la derrota de los árabes no es la que me alegra, sino la de los soviéticos, por la simple razón de que, mientras aquéllos -que me inspiran mucha lástima- han caído por tercera vez en menos de veinte años en la trampa tendida por Stalin y sus sucesores, éstos siguen siendo los portadores de la herejía marxista-leninista, la más anticristiana de la historia.