Jansenismo y progresismo
Publicamos aquí, un artículo del recientemente extinto Dr. Abelardo Pithod, de 1967, que bien puede venir para reflexionar.
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi
JANSENISMO Y PROGRESISMO
Por Abelardo PITHOD
1967
“el moralismo tampoco
ha perdonado al mundo católico:
apenas se termina en nuestros días
la liquidación del jansenismo”.
Gustave THIBON
UNA HISTORIA SIN FINAL FELIZ
Para
aquellos que, habiendo sido formados cristianamente, cuentan hoy más de
treinta años, la primera parte del presente trabajo servirá simplemente
de recordatorio de algo que, de seguro conocen bien y por propia
experiencia. Para los más jóvenes quizá sea nada más que historia,
historia reciente pero terminada. Sin embargo la conclusión de esta
historia (si en verdad está concluida) no parece haber sido feliz. Tuvo
una derivación en nuestro presente inmediato, de signo aparentemente
contrario, pero con la continuidad de aquello contra lo que se ha, sí,
reaccionado, pero no superado.
Por
eso a unos y otros, a jóvenes y no tan jóvenes, se nos hace
indispensable volver hoy sobre aquella página de la historia cristiana,
rastrear sus orígenes, darle una interpretación que permita alcanzar,
mediante una exacta conciencia de lo que nos está pasando, una
superación auténtica de lo que nos pasó. Porque, no debemos engañarnos
en esto, el moralismo o el jansenismo fue desplazado en un proceso de reacción puramente dialéctica y por eso puede volver.
Nuestro trabajo podrá desembocar en el análisis de este proceso
reactivo, pero antes tendrá que desentrañar las raíces viejas, y aun los
brotes nuevos del mal, para hacer inteligible este «efecto de rebote».
Necesitamos
recrear, primero, la atmósfera espiritual que venimos llamando
moralista o jansenista, y que ha producido la actual reacción.
Posterguemos por un momento las precisiones terminológicas y
doctrinarias. No son, como veremos, lo que más interesa para la
comprensión inicial del problema.
Intentemos
más bien instalarnos psicológicamente en aquel clima espiritual, en la
conciencia que plasmó, seguir el curso intrincado de las actitudes que
alimenta y las motivaciones que lo agitan. Las extremosidades del
puritanismo y toda la suerte de formas que ha asumido en la historia del
propio cristianismo, resultan un tema demasiado amplio.
Nos limitaremos a tomar ejemplo, aquí y allá, buscando una representación en la que lo histórico estará casi exclusivamente al servicio de lo psicológico.
CÓMO SUCEDIÓ AQUELLA HISTORIA
Después
del gnosticismo maniqueo de los primeros tiempos, la cristiandad vuelve
a conocer un impresionante rebrote de estas tendencias con el
movimiento albigense. Fue, dice Belloc, «una perversión particularmente
vil, maniquea, (o, como decimos hoy, puritana)…”. En las postrimerías de
la Edad Media, inmediatamente antes de la Reforma, se repite el
fenómeno.
Es curioso que la misma expresión de Belloc, «religión del temor», sea usada por un teólogo protestante de fines de siglo, el Rev. T. M. Lindsay, para aludir al clima religioso en que se crió Lutero.
Lindsay cree ver una de las raíces de la rebeldía del Reformador en su
reacción contra tal clima. De todos modos esta reacción resultaría
estéril y hasta contraproducente, conforme lo demuestra la ola de
puritanismo que poco después desencadena la Reforma, tras los primeros
momentos de aparente «liberación». El protestantismo, particularmente
calvinista, influirá sobre el mundo católico a través del jansenismo que
tiene originalmente carácter también reactivo.
Jansenio y sus seguidores reaccionan contra los excesos molinistas de cierta teología jesuita.
El jansenismo, proteico e irreductible, trasmitirá algunos de sus
rasgos al modernismo, que es también reactivo pero continuador. Dichos
rasgos se prolongan hoy en esa especie de «contra-contrarreforma» que es
el progresismo.
La tesis fundamental del presente trabajo
a tesis fundamental del presente trabajo es ésta, justamente. Que el
progresismo se constituye hoy como el heredero de una tradición de la
que desea sacudirse, pero, a tal punto «condicionado» por ella, que no
logra superarla. La mala herencia de la que cree renegar, es de
tal manera su razón de ser que no ha podido sino cambiar, acentuando,
los rasgos caricaturescos del verdadero cristianismo.
En
esta cadena podemos estar ahora corriendo el riesgo de otra reacción
jansenista. Esperamos poder mostrar que estas afirmaciones son tan
ciertas como pueden parecer de entrada paradójicas.
El Jansenismo
Pero
detengámonos todavía un momento en el jansenismo. Su espíritu, como nos
advertía Thibon, alcanza nuestros días. Jean de la Varende en su
novela El centauro de Dios ha mostrado su fuerza rediviva en la
Francia de la segunda mitad del siglo pasado. En una descripción que
nos servirá para adentrarnos en la atmósfera psicológica que rastreamos,
hace así el retrato de un personaje típico de aquel medio religioso, un
cura rural: «…su debilidad se revela por una boca incierta, que
tartamudea tanto en la emoción como en la cólera. Cuando llegue a viejo
morirá de escrúpulos; la idea de que una partícula de la hostia quede
olvidada durante la misa, lo pondrá en la imposibilidad de celebrar, lo
conducirá a una especie de demencia». «El abate abandona pronto el amor,
donde su alma no encuentra apoyo bastante firme, y se lanza a los
castigos amenazando a las generaciones hasta la séptima».
«La religión en Normandía, —prosigue de la Varende— en
esta época, no se explica sino por una supervivencia del jansenismo y
uno de sus últimos sobresaltos». «La secta austera de jansenismo
presentaba al espíritu no sé qué idealismo de hierro que extasiaba a las
almas endurecidas; el alejamiento de toda facilidad, y, a fuerza de
vivir en lo absoluto, el desdén de la práctica, el gusto por las
soluciones fuertes, las condenaciones, atracción por lo excepcional y la
fatalidad melancólica de la gracia. Ese renuevo de jansenismo fue el
retardado romanticismo de la Iglesia».
«Estamos
frente al tipo religioso y al clima espiritual que buscábamos. Nosotros
también los conocemos: rigurosos, formalistas, descarnados —hubiéramos
escrito desencarnados—, pero, también, sinceros y rectos como verdaderos
ministros del «más allá». Desconfiados del amor, optan por el miedo.
Tras sí van dejando a los que desesperan de tanto rigor: «No obraron
como prosaicos, sino como poetas de lo sobrehumano; sus enseñanzas
alcanzaban alturas donde los mejores dispuestos confesaban «Es imposible
llegar». «Más vale no ir a escucharles». He aquí las reacciones de las
buenas gentes que nos rodeaban. Sus pastores las descorazonaban. ¿La
prueba? El vacío de los actuales templos (segunda mitad del siglo), que
no son sino una tercera parte de las Iglesias que existían en 1830.
Prefirieron no reflexionar, ni aun en esa dispersión que es la plegaria,
pues la condenación los esperaba a cada vuelta del pensamiento; y sin la oración, la fe se escapa lentamente del ser; la fe no se retiene sino con las manos juntas«.
Volvamos a Lutero
La
situación que nos pinta de la Varende no es inédita. Volvamos a Lutero.
El ambiente en que se desarrolla su niñez es similar; los tormentos de
esos años le durarán siempre, incluso después de la «liberación». El
pequeño Martín temblaba al entrar a la Iglesia parroquial al enfrentarse
con la imagen de Cristo Juez. «La religión del terror se había apoderado por completo de su imaginación»,
afirma Lindsay. Cuenta la impresión que le causó, adolescente, un
cuadro expuesto en Magdeburgo que «fue su pesadilla durante muchos
años». Se trataba de un retablo que representaba así el negocio de la
salvación humana: Un mar proceloso, agitado por la tempestad; lo navega
una barca y a bordo el Papa, los obispos, sacerdotes y religiosos.
Alrededor de la embarcación ahogándose unos y debatiéndose el resto, se
hallan los simples laicos, a quienes los eclesiásticos que acaparan la
nave arrojan cabos para rescatarlos del seguro hundimiento. Ni un solo
eclesiástico se veía en el agua, se apresura a decir Lindsay, ni un solo
hábito clerical. Viceversa, ningún seglar hallábase a seguro.
LA HISTORIA SE REPITE
No
pudimos dejar de sonreímos con la anécdota y ante la indignación del
biógrafo… sobre todo que nosotros habíamos oído, si no visto, la misma
imagen, utilizada por algunos de nuestros maestros religiosos cuando nos
hablaban del mundo y sus peligros o de las ventajas del estado
clerical. No necesitábamos remontarnos, pues, a aquel turbulento siglo
XV. Pero Lindsay, cediendo a sus inclinaciones protestantes, interpreta
la anécdota haciendo excesivo hincapié en lo que puede mostrar de
«clericalismo». Creemos que se trata de algo más hondo y al mismo tiempo
más sutil.
En ambas situaciones, la de nuestro recuerdo y la de Lutero, se trata de una de las típicas actitudes puritanas, de evidente raigambre maniquea: la
subrepticia identificación de lo profano, de lo laico, con el «mundo»
como enemigo del alma; de lo natural como lo enemigo de lo sobrenatural.
Sabemos
de la actitud tradicional de muchos religiosos, de duda práctica
respecto de las posibilidades de salvación de aquellos que «se quedan en
el mundo». De aquí a -la idea calvinista de la predestinación de
ciertos elegidos que coincidentemente son, por supuesto, ellos mismos,
no hay más que un paso. Puede ser ésta más una actitud práctica, como
decimos, que una formulación explícita de doctrina. Sin embargo, en
tales disposiciones del espíritu religioso resuenan las temibles ideas
del maniqueísmo de todos los tiempos: el mundo material es insanablemente malo.
Sin
llegar a la blasfemia maniquea de ver la Creación material como una
degeneración de Dios, se aleja tanto, no obstante, naturaleza y
sobrenatural, se resiste tanto de hecho a la verdad central de la
Encarnación, que la creación queda convertida casi en un fracaso de
Dios. La criatura indigna del Creador, como si el pecado hubiese
alcanzado su misma esencia. La vida material, he aquí el principio del
mal.
Nos
quedaríamos, pues, cortos si interpretáramos el retablo de Magdeburgo
como un caso de simple clericalismo. Víctima de aquel espejismo, Lutero parece haber entrado en la vida religiosa menos atraído vocacionalmente que arrastrado por su temor a la condenación.
Volviendo a nuestra historia
Retornemos
a nuestra experiencia, que es la de muchos cristianos. Recordemos
aquellos internados religiosos: años de nuestra niñez que quedaron
definitivamente marcados por ellos. Oíd esta descripción: ¡Aquella
tristeza de la vida de piedad! Postrimerías y novísimos, exámenes de
conciencia y confesiones y nuevos exámenes, rondados siempre por la
predestinación y el temor a la infidelidad, frente a una gracia sin
retorno. ¡Aquella tristeza sin consuelo de «los días de retiro»! ¿Cómo
escapar al Dios celoso? Este fue uno de aquellos pequeños seminaristas
que alguna vez habremos visto pasar, el pelo cortado al rape, en largas
filas silenciosas, la vista baja, por las calles de algún pueblo.
El
peso de la tradición monástica sobre niños de ocho, diez, once años,
una tradición sobrecargada y deformada. Niños que pasaban sin solución
de continuidad de la alegría de la sobremesa familiar y el beso materno
antes de ir a la cama, a los fríos dormitorios semicastrenses del
seminario, sumidos en largos recogimientos claustrales; nada de todo
esto, uno a uno; estaría decididamente mal. Pero todo junto, ¡qué
espíritu revela! No nos sorprende que muchos no hayan podido ver nunca
más el gozo tras el cristianismo. ¡Cuántos arrastraron a contrapelo
estas presiones sin animarse a escapar, porque, ¡ay de los que, puesta
la mano en el arado miran hacia atrás! ¡Y cuántos, más débiles,
arrastrarían para siempre los jirones de una mala conciencia porque no
se animaron a seguir!
No,
evidentemente todo esto no estaba dentro del orden luminoso del
catolicismo. En tal perspectiva comprendemos muchas reacciones
exageradas. Comprendemos el resentimiento que esconden «¿De qué tienen
rabia?», nos decía alguien que contemplaba de afuera las últimas
rebeldías en el ámbito de la Iglesia.
Aquella
atmósfera no era exclusiva, ciertamente de los seminarios o internados.
También podía alcanzarlo a uno en el mundo. En el colegio, en la
parroquia, en la propia casa. ¡Esos hogares bien burgueses y bien
jansenistas!
El sexto mandamiento
El
principal campo de batalla era, naturalmente, el sexto mandamiento. Se
había vuelto tan importante que los otros languidecían a su sombra. El nombre mismo de ciertas virtudes se había olvidado.
¿Quién predicaría sobre la magnanimidad? ¿Quiénes repararían en los
pecados de pusilanimidad de la conciencia timorata? Una actitud
formalista y negativa (olvidada de que existe la omisión) daba la tónica
de la vida interior. No es que se pensara en negar
explícitamente el amor como ley primera, pero se lo vaciaba de
contenido, entendiéndolo mejor como un «cumplimiento» que como donación y
entrega. Con este escamoteo se invertían los términos del «ama et fac quod vis» agustiniano.
La desconfianza instintiva respecto del amor hacía que la vida espiritual se concibiera como una empresa en la que el principal actor era el sujeto.
Este miedo desconfiado los constituía en celosos guardianes de un
jardín interior al que había que desbrozar escrupulosamente; en él se
pasearía un Cristo celoso también y lejano. ¡Qué peso para un hombre
solo, para sólo un hombre!
Era
la inversa de la imagen del Jardinero Divino que va cultivando con su
Gracia el erial interior y a Quien, más que ayuda, debemos ofrecerle
disponibilidad.
Esta
idea trajo la evolución que a fines del siglo vino a producir la
pequeña Santa, Teresita de Jesús, pero que no triunfó en toda la línea.
Unos la desconocieron, otros la usaron para sus propios fines.
La
facilidad con que ha pasado el cristianismo contemporáneo ‑en una
generación‑ del jansenismo al progresismo, bastaría para hacer
sospechosa la aparente contradicción entre uno y otro.
Quien
tenga costumbre de observar los delicados procesos del desarrollo
vital, en todos sus órdenes (biológico, psicológico y social), se
sentirá inclinado a sospechar de todo cambio que rompa la inexorable
serenidad y continuidad características del auténtico crecimiento.
La naturaleza no gusta proceder por saltos.
Las rupturas espectaculares y los cortes no caracterizan, precisamente a
los procesos sanos. Las revoluciones no son el procedimiento de la
vida. Tampoco, por supuesto, el inmovilismo y la esclerosis, el
endurecimiento formalista y la complicación asfixiante le pertenecen. Lo
verdaderamente vital es lo único que logra perpetuidad a través del
constante cambio. Siempre igual y siempre nuevo. El único cambio de la
vida es la perpetua renovación de sí misma. Siempre lo nuevo surgiendo
de lo eterno; remedo temporal de la infinita variedad sin cambio del
mismo Dios. La revolución, al contrario, es el triunfo de lo nuevo sobre lo permanente.
Pero lo nuevo que no surge de lo eterno es vacío y huero; como la
cáscara de la nada. Los cortes, las antítesis y discontinuidades se
parecen más a los procesos de la corrupción y la muerte que a los de la
vida.
El
progresismo es solamente la corrupción del jansenismo y no su cura.
Como la fiebre extrema no es el auténtico contrario del frío de la
muerte sino su anticipo. Es muy importante no dejarnos
engañar por ese genio de la mentalidad moderna que es Hegel. Su
pensamiento se nos filtra por todas partes. La dialéctica de la
contradicción con la que tan tentados estamos siempre de pensar la
realidad, es la caricatura de esa realidad, como el diablo es la mona de
Dios.
Si
el demonio tuviera una metafísica sería evolucionista dialéctico. Esta
metafísica no niega solamente el principio de identidad, sino una menos
famosa, pero nada superflua distinción lógica de los clásicos: lo
contrario no es lo mismo que lo contradictorio. Entre lo simplemente contrario puede haber perfectamente la continuidad del error.
En tales casos pasar de un extremo al otro es dar vueltas en el sinfín
del error y no precisamente salir de él. Lo común es que este pasaje de
un contrario al otro sea una vuelta de rosca que nos hunda más
hondamente porque es de la humana condición que el que no progresa,
regresa. Tal, creemos, el paso actual del jansenismo al progresismo.
El resentimiento
Pero
hay otro síntoma, éste psicológico, más que lógico, de la continuidad
entre ambos. Y es el resentimiento. Los que verdaderamente parecen haber
superado los errores del cristianismo jansenista de nuestra niñez, no
están resentidos y los progresistas frecuentemente parecen estarlo; su
ánimo es un poco el de los «iracundos». Asoma un gran enojo tras su
actitud y sus desplantes: a menudo salta por motivos desproporcionados.
Vedlos, si no, dejarse arrebatar por unas furias iconoclastas que, la
verdad, no son para tanto; o empeñarse sañudamente en ahuyentar a los
pobres beatos, como despectivamente llaman a los que aún «viven un
cristianismo mítico» (sic). Tienen el tipo de enojo del que ha sido
sorprendido en su buena fe. Por eso son insolentes: no les cabe ninguna
duda de que el que no se indigna con ellos es en el mejor de los casos
un débil, y probablemente mental. En muchos casos es comprensible;
cuesta que hayan burlado nuestra credulidad y es lo que ellos perciben
que se les ha hecho con ese cristianismo bastardeado y enclenque del que
se sienten víctimas. Cuesta perdonar que hayan alejado definitivamente
de la santidad a unos, de la fe a otros, o sencillamente de la felicidad
a tantos con esa mistificación que fue el jansenismo, o, como veremos,
con aquel cristianismo que podríamos llamar genéricamente «burgués».
Sí,
el rigor moralista ha producido una ola de resentimientos. Cuando el
mundo era invadido por el vitalismo y el desenfreno materialista, la
Iglesia permanecía aún en su helado retiro jansenista. El contraste se
hace violento[1].
Pero
el resentimiento progresista abarca mucho más que el jansenismo. Esto
debieran tenerlo muy en cuenta quienes se sienten «comprendidos» por su
antijansenismo.
El miedo y cierta vergüenza
Psicológicamente
la virulencia del actual modernismo progresista se debe a que está
movido, fundamentalmente, por dos pasiones poderosas: además del
resentimiento, el miedo. Es otra de sus motivaciones. Un gran
miedo de quedar rezagados en la marcha de la Historia (esa historia que
escriben con mayúsculas, como para darle sustantividad, aunque así la
conviertan en un nombre abstracto).
Y también hay un poco de vergüenza; la vergüenza que produce el puritanismo en una época desenfadada y mundana.
En el Renacimiento se dio igualmente, creemos, después de la época de sobrenaturalismo y religión del terror en la Baja Edad Media[2],
una reacción, resentida de tipo vitalista. Fue la motivación del
humanismo neopaganizante. No sólo es Bocaccio o Rabelais, que están más
en la línea de un cierto sensualismo medieval, sino Erasmo y el
erasmismo[3] (es Lutero también, aunque con otro signo). El moralismo no puede menos que provocar estas reacciones. En nuestro tiempo lo prueban Nietzsche, el psicoanálisis y aún las filosofías existenciales.
El progresismo como reacción antijansenista
El progresismo es una reacción no una superación.
No nos engañe este carácter reactivo al juzgarlo, pues lo
encontraremos, por reaccionario, inconsecuente a veces consigo mismo.
Lo
repetimos, el progresismo no se agota en el antijansenismo, pero se ha
alimentado psicológicamente de él en los últimos tiempos. Fue su caldo
de cultivo aunque hoy haya crecido, como un cáncer, hasta extremos que
la simple posición antijansenista no hubiera soñado. Aquí nos interesará
el progresismo particularmente en esa vinculación con el jansenismo.
Dijimos
que, en su arremetida contra él el progresismo es capaz de mostrarse
incluso inconsecuente consigo mismo. Así por recelo del pasado inmediato
suele adoptar formas de cierto arcaísmo religioso, pese a que
él mismo se define esencialmente como un «futurismo». Le sucede algo
similar que al modernismo en el arte. También porque el jansenismo es
una cierta complicación legal y formal, un cierto barroquismo de la
conciencia moral y religiosa, el progresismo arremete contra las
riquezas acumuladas por la tradición. Las lógicas y justas complejidades
de una tradición milenaria lo perturban. Levantando la bandera de la
sencillez evangélica desvaloriza lo acumulado por un crecimiento
orgánico de la Iglesia desde Cristo. Sin embargo no trepida en
presentarse a sí mismo, al mismo tiempo, como «el fruto de una madurez
de los tiempos», como la alborada de los tiempos futuros.
Resulta risueño señalar, de paso, que también Jansenio en su momento, siguiendo a Lutero, se presentó reclamando una simplificación de la vida religiosa, en una especie de gran salto atrás hacia las primeras épocas. Jansenio se negaba a pasar de su amado Agustín. Sorprende
a cada paso que estos enemigos, jansenismo y progresismo, se parezcan
en tantas cosas, cada uno en su estilo, es cierto, al protestantismo. Pero este es otro tema.
Hechas
estas precisiones de matiz podemos, a riesgo incluso de ciertas
simplificaciones, lograr una mejor inteligencia de este profundo estado
de conmoción espiritual que agita a la Iglesia, cuya forma prístina es
el progresismo cristiano, mediante la contraposición de su fisonomía con
el Jansenismo. Él fue su reactivo. Lo que sigue será más un retrato,
tarea de artista, hecho a contrastes, que una exposición sistemática, y
valdrá, por tanto, más por la viveza que alcancen sus pinceladas que por
el logro estructural de su desarrollo.
El jansenismo es, en uno de sus aspectos medulares, un cierto olvido del primado del amor[4] sobre
la ley. La tónica afectiva del progresismo será una violenta reacción
libertaria contra el endurecimiento de la ley. Por cierto que el
progresismo es un desorden romántico. Se exalta en un cierto
informalismo místico. Quiere levantar vuelo rompiendo cadenas. No le
gusta aquello de que ni una jota de la ley haya venido a derogarse. La
espiritualidad jansenista, fruto al fin de una época racionalista,
desconfía de los arrebatos místicos. Prefiere la seguridad de una rígida
ascética.
El
progresismo vuelve por los fueros de la mística y se sacude,
singularmente las ataduras ascéticas. Pero no se crea que su impulso
místico lo aleja del mundo. Y no tampoco se crea que lo aleja tal vez
precisamente por no ser ascético. No, el alejamiento del mundo es
jansenista. Frente a su des-encarnación el progresismo se lanza con
decisión al mundo. Reclama un cristianismo del aquende, un cristianismo
que no se resigna a que el reino de los cielos no sea de este mundo.
Quien
sacó hasta el fin las consecuencias de esta actitud fue Teilhard. La
esperanza cristiana tiende a ser definitivamente traspuesta al horizonte
de esta tierra y de estos tiempos. A la Iglesia se le exigirá entonces
vehemente y urgentemente una reconciliación con el mundo. Con el mundo
tal cual es y tal cual es hoy. Con eso que hasta aquí los autores
cristianos llamaban, peyorativamente por cierto, «el mundo moderno».
La realización mundanal del reino se hará a través del progreso de la Humanidad como un todo. El
cristianismo no será ya algo primordialmente individual, un negocio
entre el alma y Dios, cuanto una cuestión de interés eminentemente
social e histórico. El jansenismo llevó al extremo, con olvido
de la vertiente social del hombre, el individualismo religioso. La
salvación es un negocio privado.
El
progresismo reclama agriamente a la espiritualidad cristiana de los
últimos siglos esta posición y al individualismo opondrá el comunitarismo.
Este no es sólo religioso o litúrgico, por cierto. Está vinculado a una
determinada mentalidad política. En realidad el comunitarismo
progresista proviene de la raíz antropológica de su cosmovisión. En lo propiamente religioso, la primera consecuencia es el desmedro de la interioridad. Esto
es evidente en ciertas formas de la nueva liturgia. Con ello se
colabora, sabiéndolo o no, pero con gusto, a la masificación. El mito de
la comunidad, es sabido ha llevado a ver en ella la condición misma de
la presencia eucarística, doctrina condenada recientemente por Pablo VI.
Espiritualidad y acción-activismo
Vinculada a estas tendencias socializantes del progresismo se halla su inclinación al activismo. Verdad es que la espiritualidad jansenista es “activa”. Contra ella reaccionó el quietismo.
Pero
el carácter activo de la espiritualidad jansenista se reduce a lo
interior. El individualismo jansenista limita esta actividad al trabajo
interior. El desconfía del «abandono» al estilo teresiano, ya lo hemos
visto.
A
nada de esto nos referimos cuando ahora decimos que el progresismo es
activista. El activismo progresista está volcado al exterior. No es
subjetivo, y por eso decíamos que se vincula a sus tendencias
socializantes. El progresismo vuelca la actividad hacia afuera. Al activismo interior del jansenismo opone el abandono, la distensión. Pero se lanza a las obras exteriores.
Muchos
de los problemas actuales con el llamado clero joven provienen de aquí.
El moralismo secaba el espíritu de oración, la interioridad amorosa con
Dios, alimento de toda actividad apostólica fecunda. Pero el
progresismo sencillamente cree poder reemplazarla por la acción, por la
acción social y política. Se llega de nuevo al mismo resultado por
motivaciones opuestas, porque en el fondo, hay algo en común tras las
aparentes contradicciones. Si fueran auténticos opuestos no cabrían
estos pasajes y transferencias.
El
activismo progresista es también una reacción contra el olvido en que
el jansenismo tenía a la omisión. Este olvido de la omisión era la faz
pasiva del jansenismo, a la que aquél sale a combatir con las obras
exteriores.
En
el terreno de las proyecciones sociales, si el jansenismo es
fundamentalmente un cristianismo burgués, el progresismo dirige sus
preferencias al proletariado. El progresismo ha señalado el olvido
burgués, y jansenista, del espíritu de pobreza y sin embargo su
proletarismo socialista no es sino una forma de odio a ese espíritu.
Como
suele suceder, se entremezclan en él oscuramente la compasión por los
que no tienen con el resentimiento por los que tienen.
El progresismo odia las virtudes burguesas. La
seguridad, el ahorro, las «buenas formas», la respetabilidad. Entre
ellas incluye a la «prudencia». A la innegable mezquindad de la
prudencia burguesa se opone la generosidad y la «entrega», dejando de
lado inadvertida la Prudencia virtud cardinal. Del cristianismo de
cofradía se salta al agitador social, del católico bienpensante al
compañero de ruta, de la acción católica sacristana y beata a la
revolución, del clericalismo e la insolencia; en fin, de las «buenas
maneras,» y del cristianismo de reglamento al romanticismo.
El
progresismo ha atacado, asimismo, la actitud negativa y defensiva del
espíritu jansenista, que se achaca en general a la Iglesia de la
Contrarreforma. El progresista, en cambia se dispone
agresivamente a decir sí siempre y a todo. Todo será diálogo. De la
Inquisición, pues, a la apertura. De la apologética al complejo de
culpa. Es la Iglesia la que debe ahora hacerse perdonar. Pero, claro, de comenzar a pedir perdón por sus fallas históricas de gobierno, presuntas o efectivas, a hacerse disculpar por los dogmas hay un camino más corto y cuesta abajo de lo que muchos optimistas hubieran deseado.
Así pronto de la crítica a Pío XII se pasa a la Contrarreforma y de
allí, por qué no, a la crítica de la «Iglesia constantiniana», con lo
que dos terceras partes de la vida histórica de la Iglesia se hacen,
primero, sospechosas, para ser pronto puestas entre paréntesis. Y con
ellas todo lo que somos como cultura y pueblo cristianos. Pero como en
la actual coyuntura histórica es ese mismo ser el que se juega, el progresismo cobra pronto el rostro de la traición.
Jansenismo y progresismo frente a la mística
En
el plano de la vida espiritual señalaremos dos caracteres reactivos del
progresismo particularmente importantes. A la moral puritana,
formalista y esclava de la norma abstracta, el modernismo opone a
impulsos de las filosofías de la existencia, la famosa «moral en
situación», condenada por Pío XII junto con otras proposiciones
progresistas, particularmente en la olvidada Humani generis.
La
filosofía existencial suministró al progresismo cristiano algunos
argumentos de buen impacto contra el racionalismo moralista del mundo
puritano-burgués.
Por
otra parte, en el ámbito propiamente religioso se levanta la bandera de
un misticismo más libre contra el ascetismo sin mística del mundo
moderno El progresista imagina poder volar así, liberado de ejercicios
ascéticos, en alas de un amor místico pura generosidad y olvido de sí
mismo.
El
rígido cultivo de las virtudes el desbroce inacabable de los defectos,
todo el aparato anexo de los exámenes de conciencia, la confesión
meticulosa y frecuente, se le hacen insoportables. No es fácil
establecer con claridad las relaciones que mantienen ascética y mística
en estos dos mundos del cristianismo jansenista y en el historicista o
progresista. Es fácil perderse en aparentes contradicciones. Para
evitarlo el observador no debe olvidar ciertas claves.
En
primer lugar recordemos que el mundo moderno es naturalista, con la
burguesía, al nivel humano y social; pero que junto a ese naturalismo
coexiste, al nivel espiritual, con el jansenismo, una actitud
sobrenaturalista.
Entendamos
esta aparente contradicción. El mundo moderno, tanto el burgués como el
jansenista, escinde la realidad en dos ámbitos estancos. Ambos ven la
realidad dividida, optando el burgués por el aquende y el jansenista por
el más allá. Religión y vida no se intercomunican. El negocio del alma
lo ven ambos como de índole absolutamente privada y al margen de la vida
terrestre. Mundos estancos, sin encarnación. Es obvio que, siendo así,
en la perspectiva burguesa no quepa la actitud mística.
Lo
que puede resultar un poco más arduo de entender es que difícilmente
quepa también en la posición jansenista pese a su señalado
sobrenaturalismo. Es así, no obstante, porque el moralismo jansenista,
al centrar la vida religiosa en la ascética tiende a desvalorizar la
mística. La primacía de la moral mediatiza la religión. Kierkegaard lo
vio claramente: la instancia ética está más acá de la instancia
religiosa. Burguesía y jansenismo coinciden en desvalorizar la mística. Y
la coincidencia proviene del común origen racionalista de ambas
mentalidades[5].
La raíz racionalista
De
nuevo los extremos se tocan, unidos en el error. No hay, pues,
verdadera contradicción. Si al nivel natural se es racionalista, se
niega lo sobrenatural; si al nivel sobrenatural se es racionalista, se
niega el misterio. Son dos formas de desvalorización vital por
un pecado de razón. Desvalorización de alguna de las dos vidas de este
ser anfibio que somos. El racionalismo es la poda, por arriba y por
abajo, de las raíces dobles del hombre, planta celeste y terrena. El
racionalismo llega las dos fuentes de nuestra vida, o de las tres si se
quiere, porque son tres los órdenes ontológicos que confluyen en
nosotros: el de la naturaleza dual en sí, espíritu y cuerpo; y el de la
sobrenaturaleza, como injertados que estamos en la vida divina.
La
desvitalización jansenista se produce por un desfazamiento de los
órdenes natural v sobrenatural, en perjuicio de ambos a la larga, pero
inicialmente del primero en presunto provecho del segundo. La reacción
progresista gusta presentarse, por eso, a menudo, con ropaje vitalista.
Pero es una falsa algarada, como los carnavales sin alegría de nuestras
grandes ciudades. La enfermedad persiste, aunque haya entrado en otro
ciclo evolutivo, así como suelen sucederse los períodos de excitación y
abatimiento. La excitación vital del progresismo no sirve más que para
engañar al enfermo respecto de su verdadero estado.
La
desvitalización jansenista se presentaba con la debilidad y el egoísmo
de la depresión. El jansenismo, que es un egoísmo teológico de la propia
salvación, constituye un movimiento de invaginación del ser.
El progresismo quiere quemar las últimas energías con una explosión de activismo obteniendo así una falsa sensación de fuerza.
El jansenista es el tipo de enfermo preocupado de sí. La motivación psicológica profunda de la teología jansenista, como lo fue de la luterana, es la preocupación centrada en el yo.
Teología de la propia salvación en la que Dios cumple un papel casi
instrumental. Dios se aleja como un punto impersonal de referencia. Sólo
se distinguirá del Dios burgués (impersonal y abstracto también) en que
ese punto carecerá ya de referencia.
Todo esto trae, o es traído, por el individualismo egocéntrico moderno. La consecuencia obvia será la primacía de la praxis como actitud radical frente a la vida.
El progresismo, que es todavía un fenómeno tributario de la modernidad,
reaccionará mal contra el individualismo y persistirá en el pragmatismo. Frente al primero exalta un comunitarismo que recuerda a menudo más a la aglomeración masiva que a la unión interior de la comunicación personal.
En
otra parte intentamos mostrar siguiendo a Thibon y De Corte, que esta
despersonalización así como los otros fenómenos señalados, tienen su
raíz en una cierta pérdida de la tónica vital[6],
propia del hombre racionalista moderno. Los vitalismos contemporáneos
–el progresismo en tanto lo es– no han superado sino sólo reaccionando
contra ciertos efectos de este proceso cuyo fin no vislumbramos.
Que el progresismo no ha superado estos estados lo muestra, además de su esencial adhesión a la civilización moderna con la que quiere reconciliar a la Iglesia, a la permanencia del pragmatismo, es decir de la primacía de la praxis sobre lo especulativo.
Fenómeno
modernista, el progresismo no podía escapar al activismo. Su confianza
en la eficacia de las obras exteriores, en la planificación de las
técnicas apostólicas lo confirman, si hubiera necesidad de más pruebas
que las que están ante la vista de todos los que quieren ver.
¿Cuántos
de los sacerdotes que han abandonado últimamente su estado no alegan
como disculpa justamente eso: la búsqueda de una situación que haga más
“eficaz” su acción apostólica?
Es
verdad que en la espiritualidad que el progresismo llama “tradicional” y
que en realidad es moderna, había un cierto egoísmo fundamental en la
actitud. Es el individualismo. Hoy se los sacude airadamente pero no
vaya a ser que se aventen con él cosas tales como la simple y sagrada
interioridad. Es uno de los peligros de la nueva liturgia.
El
retraimiento “prudente” del jansenista espanta al progresismo. Rechaza y
con buena parte de razón aunque a veces con muy malas razones, ese
aburguesamiento del espíritu. Él ama el activismo de la entrega. Cierto
regusto por las poses audaces, un escozor por todo lo reglado[7] y
la instintiva confusión del orden con lo limitado y lo mezquino. Es esa
mezcla de generosidad e insensatez presuntuosa de ciertos movimientos
jóvenes que agitan a la Iglesia. Los hallaréis en las nuevas fronteras del apostolado social, en la apertura intelectual al mundo, incluso en esos violados remansos de la liturgia.
Paradójicamente
y como en lo de nueva frontera el católico estará siempre retrasado,
estos inconformistas pronto tal vez descubran que se están poniendo
demasiado a tono con algo que deja de ser el último grito. Pronto
descubrirán que sus aficiones izquierdistas no los hacen nada
originales. No pasará mucho tiempo probablemente en que lo “último”
vuelvan a ser las posiciones reaccionarias y de derecha. ¿Qué harán
entonces?
Conclusión
Es
hora de terminar ya con nuestro parangón. Para concluir repetiremos un
pensamiento de Marcel de Corte que sintetiza y explica el paralelismo de
claroscuros entre jansenismo y progresismo. Son, al fin, dos momentos de un mismo movimiento histórico. No hay antítesis y por eso no habrá síntesis posible como superación de ambos errores. La solución está en atacar lo que al unísono a ambos produce y alimenta: el espíritu moderno, el racionalismo.
De
Corte sostenía en su “Ensayo sobre el fin de nuestra civilización” que
“la forma primitiva del cristianismo burgués es indudablemente el
jansenismo”. Para él, todo el movimiento del espíritu moderno, en el que
se subsumen jansenismo y burguesía, proviene de una ruptura existencial
de las relaciones entre espíritu y vida; una des-encarnación del hombre
engendrada por el racionalismo. Éste es al mismo tiempo enemigo de la vida natural y de la sobrenatural, porque es una infidelidad del hombre a su esencia.
Pero como el cristianismo se define como una relación “sui generis”
entre la naturaleza humana y lo sobrenatural, cualquier alteración al
nivel de la naturaleza repercutirá en la estructura de esa relación. El
proceso moderno de resquebrajamiento de la unidad de la naturaleza
humana, espíritu y vida, alterará el primer término de la relación
cristiana entre naturaleza y sobrenatural.
El
cristiano moderno –afectado como hombre por aquella alteración–
reaccionará primero, dice De Corte, con una desvalorización de su
cristianismo correspondiente a la desvalorización de su ser. Tendremos
así la forma burguesa del cristianismo contemporáneo. Pero también puede
ocurrir que el cristiano se persuada que la transformación sufrida por
él no es algo negativo, sino una nueva etapa de la historia del espíritu
humano, y entonces surgirá la forma progresista o historicista del
actual cristianismo.
Abelardo Pihtod
Fuente: aquí
[1] A
riesgo de deslizarnos a la anécdota, recordemos no obstante, cómo
cuando ya aparecían las «bikinis» en las playas de todo el mundo,
todavía las señoritas de Acción Católica (brazo largo de la Iglesia en
ese mundo), tenían terminantemente prohibido andar sin medias en el
verano y llevar las mangas a no recuerdo si dos, tres o cuatro
centímetros por encima del codo. Y no aludimos a principios de siglo. A
mediados más bien, al menos en nuestro país. «Nos hacían terrible
hasta el uso de los más discretos cosméticos. Nos estaba prácticamente
vedado el goce del agua y del sol en vacaciones. Nuestras oportunidades
de frecuentar al otro sexo se pasaron en ese enclaustramiento. ¡Muchas
les debernos en buena parte nuestras desesperanzadas solterías!», me decía con un aire de broma que no podía disimular el resentimiento una de ellas.
Parecidos resentimientos los hemos hallado en sacerdotes y religiosos. Y no se deben sólo a un aflojamiento de las costumbres, que también lo hay, por cierto. Entre ex-seminaristas y ex-novicios son particularmente notorios. Lo grave es que ha venido el progresismo a lanzarlos a una lucha en la que se entremezclan factores emocionales y subjetivos, como los señalados, con planteamientos ideológicos que no tienen por qué ser los de ellos, una lucha que no es la de ellos, a no ser porque esos planteamientos reconocen también una motivación de resentimiento, como son ciertas reivindicaciones sociales de lucha de clases típicas del progresismo. La dialéctica ha sabido capitalizar tales resentimientos.
En su indignación, que fácilmente se convierte en odio, se mezclan muchas cosas. Se comienza a veces arremetiendo contra el uso de ciertos hábitos eclesiásticos y se termina dudando de venerables costumbres ascéticas, como el celibato. Muchos de los que se dejan arrastrar por estas tesis no saben la ideología que el progresismo esconde tras ellas. Les parece muy agradable que un P. Evely[1], y tomo un ejemplo al azar, proponga renunciar a toda forma de mortificación y sacrificio «que no resulte en provecho de otro». Ni más ni menos que el renunciamiento que no esté destinado a satisfacer necesidades, no tiene sentido. Así, de un plumazo, es destruido el sentido sacrificial que siempre tuvieron desde Abel, las prácticas ascéticas (distintas y tan necesarias como la limosna, material o espiritual, con la que Evely viene a confundirlas). Lo que no se dice es que se lo hace porque la antigua concepción de la Divinidad y de nuestras relaciones con Ella, ha sido reemplazada por el inmanentismo mundanal del Teilhardismo.
Parecidos resentimientos los hemos hallado en sacerdotes y religiosos. Y no se deben sólo a un aflojamiento de las costumbres, que también lo hay, por cierto. Entre ex-seminaristas y ex-novicios son particularmente notorios. Lo grave es que ha venido el progresismo a lanzarlos a una lucha en la que se entremezclan factores emocionales y subjetivos, como los señalados, con planteamientos ideológicos que no tienen por qué ser los de ellos, una lucha que no es la de ellos, a no ser porque esos planteamientos reconocen también una motivación de resentimiento, como son ciertas reivindicaciones sociales de lucha de clases típicas del progresismo. La dialéctica ha sabido capitalizar tales resentimientos.
En su indignación, que fácilmente se convierte en odio, se mezclan muchas cosas. Se comienza a veces arremetiendo contra el uso de ciertos hábitos eclesiásticos y se termina dudando de venerables costumbres ascéticas, como el celibato. Muchos de los que se dejan arrastrar por estas tesis no saben la ideología que el progresismo esconde tras ellas. Les parece muy agradable que un P. Evely[1], y tomo un ejemplo al azar, proponga renunciar a toda forma de mortificación y sacrificio «que no resulte en provecho de otro». Ni más ni menos que el renunciamiento que no esté destinado a satisfacer necesidades, no tiene sentido. Así, de un plumazo, es destruido el sentido sacrificial que siempre tuvieron desde Abel, las prácticas ascéticas (distintas y tan necesarias como la limosna, material o espiritual, con la que Evely viene a confundirlas). Lo que no se dice es que se lo hace porque la antigua concepción de la Divinidad y de nuestras relaciones con Ella, ha sido reemplazada por el inmanentismo mundanal del Teilhardismo.
[2] Ya inficionada por el nominalismo ¿y la paralela deriva de la devotio moderna?
[3] Por eso san Ignacio recelaba de Erasmo y el erasmismo, que reaccionaba también contra lo mismo
[4] Y
por eso abona el terreno de la neurosis de los escrúpulos. El psicólogo
Jordán Abud, en su libro Aproximación a los escrúpulos, afirma: “para
el escrupuloso sería curativa una profunda experiencia de amor” (p. 148)
De amor religioso en primer lugar.
[5] Tal
vez sea necesario insistir aquí en una cuestión importante que ofrece
cierta dificultad. Es bien sabido que, en principio, todos los
sobrenaturalismos desconfían de la razón y se les hacen sospechosas la
sabiduría y la ciencia humanas. ¿Cómo, pues, afirmar que el jansenismo
sea en el fondo un racionalismo religioso? Charles Moeller decía con
razón que el gnosticismo, arquetipo de dualismo sobrenaturalista, maniqueo, que se repite o resuena en los moralismo modernos, es una tentación racionalista. Es la aspiración a sustraerse al misterio, a dejarlo todo claro o explicado por la humana razón.
La renuncia a la razón[5] de los sobrenaturalismos proviene del fracaso de una razón a la que se le exigió más de lo propio. Eso es, precisamente, el racionalismo: la pretensión de agotar el Ser con la inteligencia humana. Es el fracaso de esta pretensión racionalista la que, después, llevará al escepticismo y desvalorización de la inteligencia. Extrema tangunt, de nuevo.
Así el irracionalismo, o el agnosticismo escéptico, suelen ser el refugio de una interna negativa de la propia razón a aceptar sus propios y humanos límites, a aceptar la realidad como misterio, sin rechazar por ello su esencial racionalidad.
Siempre le es difícil al orgullo humano reconocer que el que la razón no alcance ciertas realidades y las que alcanza las alcance imperfectamente no constituye una prueba de la irracionalidad de lo real, ni tampoco de una constitutiva imposibilidad de acceso racional a él.
http://info-caotica.blogspot.com.uy/2013/10/jansenismo-y-progresismo-segundo.html
La renuncia a la razón[5] de los sobrenaturalismos proviene del fracaso de una razón a la que se le exigió más de lo propio. Eso es, precisamente, el racionalismo: la pretensión de agotar el Ser con la inteligencia humana. Es el fracaso de esta pretensión racionalista la que, después, llevará al escepticismo y desvalorización de la inteligencia. Extrema tangunt, de nuevo.
Así el irracionalismo, o el agnosticismo escéptico, suelen ser el refugio de una interna negativa de la propia razón a aceptar sus propios y humanos límites, a aceptar la realidad como misterio, sin rechazar por ello su esencial racionalidad.
Siempre le es difícil al orgullo humano reconocer que el que la razón no alcance ciertas realidades y las que alcanza las alcance imperfectamente no constituye una prueba de la irracionalidad de lo real, ni tampoco de una constitutiva imposibilidad de acceso racional a él.
http://info-caotica.blogspot.com.uy/2013/10/jansenismo-y-progresismo-segundo.html
[6] Como
lector me permito comentar que la pérdida vital es a mi parecer, la
incapacidad para vincularse interpersonalmente, y una regresión hacia lo
tribal que es el nombre humano que equivale en el mundo animal a la
manada.
[7] Josef Pieper observa en Kant el rechazo de lo gratuito que se manifiesta en la doctrina del conocimiento, en la que el hombre fabrica el objeto y es una consecuencia en el terreno filosófico, del rechazo religioso de la gracia de cuño naturalista.