APRESTOS FINALES
El "Granma" navega por el río Tuxpán |
Poco
antes de Ernesto saliera de prisión, Ulises Petit de Murat y el
guatemalteco Alfonso Bauer Paiz intentaron interceder para obtener su
liberación. Hilda, por su parte, quiso acudir al tío de su marido, el
almirante Raúl A. Guevara Lynch, embajador argentino en Cuba, pero el
Che rechazó todos los ofrecimientos, argumentando que quería el mismo
trato que se les daba a sus compañeros cubanos.
Una vez fuera, siguiendo órdenes de Fidel, Calixto y él se dirigieron a Ixtapán de la Sal, una localidad a 135 kilómetros al sudoeste de la capital y allí se alojaron en un hotel con nombres falsos, en espera de nuevas directivas.
Permanecieron en ese pueblo cerca de tres meses y solo se trasladaron a la ciudad de México en escasas oportunidades.
Siguiendo
el relato de Jon Lee Anderson, a principios de septiembre pasaron a
Toluca, buscando un clima más benigno para el asma de Ernesto y tras una
breve estadía, siempre siguiendo indicaciones de Castro, continuaron a
Veracruz, donde debían reunirse con el resto de los expedicionarios. Fue
el rencuentro con varios compañeros, después de meses de separación;
sin embargo, la estadía no se prolongó demasiado ya que pocos días
después regresaron a la capital, para alojarse en otra de las tantas
casas-refugio que la legión había alquilado, en este caso, una muy cerca
del santuario de la Virgen de Guadalupe, en el barrio norteño de Linda
Vista.
Cuando
Fidel Castro informó a su gente que debían designar parientes o
personas cercanas para informarles en caso de muerte, los combatientes
tomaron conciencia de lo que estaba por suceder.
Hacía
pocos días que el jefe de la revolución y el recientemente llegado
dirigente estudiantil cubano José Antonio Echeverría, habían firmado la
célebre “Carta de México”, documento crucial en el que ambos se
comprometían a llevar a cabo la guerra contra Batista, aunque sin
establecer una alianza.
Entre
agosto y septiembre arribaron desde Cuba y Estados Unidos unos cuarenta
milicianos para sumarse a la legión. Como a esa altura el
rancho-campamento de “Santa Rosa” había sido abandonado, Castro
distribuyó a los recién llegados en bases alternativas, las principales,
Veracruz y Tamaulipas, éste último estado limítrofe con el país del
norte. Dice Anderson que para entonces, la mayor parte de los miembros
del estado mayor se encontraban en México, junto a su comandante
mientras el total de los jefes regionales coordinaban sus actividades en
la isla.
El
principal problema que padecía el grupo revolucionario era la falta de
fondos pero Castro lo solucionó pactando con el demonio. Viajó a Estados
Unidos y se entrevistó con su antiguo enemigo, Carlos Prío Socarrás, a
quien tantas veces había acusado de corrupto y de esa manera, obtuvo la
suma de cincuenta mil dólares y una suerte de cheque en blanco para ser
utilizado más adelante en caso de ser necesario.
El Che con su primera esposa y su hija |
Poco
le importó lo que entonces se dijera, en el sentido de que había
entrado en tratativas con el enemigo; se necesitaban imperiosamente esos
fondos y había que obtenerlos a cualquier precio. Prío Socarrás, por su
parte, anhelaba llegar al poder y veía en aquellos aventureros el medio
ideal para alcanzarlo; ellos harían el trabajo duro, se matarían con
las fuerzas de Batista y eso le abriría el camino para regresar
triunfante del autoexilio1.
A
esa altura era imperioso conseguir un medio adecuado para llegar a la
isla y para ello, Castro y sus agentes se movieron rápido. El proyecto
de adquirir una vieja lancha torpedera en desuso había fracasado y el
que menciona Jon Lee Anderson, de un avión Catalina no pasó de ser un
efímero plan2.
A
fines del mes de septiembre, Antonio del Conde, el “Cuate”, estableció
contacto con Robert Erickson, un norteamericano que se quería deshacer
de un viejo yate y de una casa ribereña en el río Tuxpán3 y
esa pareció ser la oportunidad esperada. Solo había un inconveniente, el
estadounidense les vendería la embarcación si le compraban la vivienda
también.
Fidel aceptó y a los pocos días se cerró la operación.
Cuando
los cubanos viajaron a Tuxpán y vieron la embarcación, muchos de ellos
pensaron que la travesía iba a ser imposible. E trataba de un viejo
trasto amarrado junto al jardín de la vivienda, una edificación ribereña
en el barrio sureño de Santiago de la Peña, al otro lado del río,
rodeada por un amplio jardín y abundante arboleda. Lo que menos daba la
nave era apariencia de solidez.
Se trataba del “Granma” (diminutivo de abuela en inglés), un yate de 13 metros de
eslora, 4,76 de manga y 4,88 de puntal, construido por un astillero
estadounidense en 1943 para la Schuylkill Products Company Inc., que lo
pensaba utilizar como transporte de recreo y correo. Por otra parte, su
capacidad de combustible era de 8000 litros (2000 en cada uno de sus tanques) y su consumo por hora de 20 litros.
La
embarcación disponía de dos motores Gray GM de cuatro tiempos y 225 c/c
de potencia que le permitían alcanzar una velocidad de 9 nudos y una
autonomía de 43 horas; contaba con dos hélices de 18 cm de diámetro y 26 pulgadas de paso, su tonelaje bruto era de 54,88 y el neto de 39,23; estaba totalmente construida en madera y carecía de mástil.
Su
capacidad para veinticuatro pasajeros no lo convertía en el transporte
ideal, menos cuando en 1953, según explica Pierre Kalfon, un ciclón lo
había hundido, dejándolo bajo las aguas bastante tiempo, pero la
situación imperante y especialmente los escasos fondos del grupo
revolucionario, no permitían otra cosa.
Matriculado
en el Puerto de Tuxpán con la sigla X.C.G.E., el yate disponía de una
sola cubierta, sala de máquinas o cabina del timonel, una cocina en la
parte central, equipo de radio en la popa y una bodega no demasiado
amplia, en las que de un modo u otro deberían caber la carga, el
armamento, las municiones y los ochenta hombres escogidos para la
travesía.
El "Granma" se aproxima a la casa-cuartel del puerto de Tuxpan |
El grupo de cubanos seleccionado para trabajar en el acondicionamiento del yate se instaló en la casa de Tuxpán y sin perder tiempo, comenzó los trabajos. Mientras tanto, a finales de octubre, el Che y Calixto García se establecieron en un nuevo refugio sito en Colonia Roma, suburbio próximo al centro de la capital, donde se mantuvieron ocultos varias semanas, saliendo a la calle lo mínimo indispensable.
Las
visitas de Ernesto a Hilda y su pequeña hija se hicieron cada vez más
espaciadas, y eso llevaría ala peruana, varios años después, a
manifestarle a la revista “Time”, que a causa de la revolución había
perdido a su marido.
La
redada que la policía hizo en el refugio clandestino de Lomas de
Chapultepec, donde se ocultaba Pedro Miret, obligó a Fidel Castro a
acelerar los preparativos.
Durante
el allanamiento, fueron confiscadas armas y documentación y eso puso en
peligro toda la operación. Era evidente que la policía volvía a las
andadas y solo era cuestión de tiempo que fuesen a dar todos nuevamente a
prisión.
Anderson
dice que Fidel comenzó a sospechar de la presencia de un delator y que
todas las miradas recayeron en Rafael del Pino, un amigo y confidente
suyo que había desaparecido recientemente, después de ayudar algún
tiempo en la compra de armas.
Se
hizo imperioso volver a cambiar a la gente de lugar y por esa razón, el
Che y Calixto se mudaron al departamento de Alfonso Bauer, ubicado en la calle Anaxágoras, esquina Diagonal San Antonio, en Colonia Narvarte,
donde ocuparon la habitación de servicio que la propiedad tenía en la
azotea. Ese mismo día, se produjo un robo en el edificio y la policía
hizo varias redadas, incluyendo la morada de Bauer, donde una afortunada
“representación teatral” que hizo Ernesto, manteniendo oculto a Calixto
(que era negro) bajo la cama del cuarto, salvó la situación.
Apremiado,
Castro ordenó acelerar los proparativos y tener todo listo para la
partida. Pero entonces, llegaron mensajes desde Cuba sugiriendo detener
la operación.
Frank
País, que ya había hecho un viaje en agosto para convencer al jefe
revolucionario de demorar el cruce, volvió nuevamente en octubre para
insistir sobre lo mismo. A su entender, no estaban dadas las condiciones
para una acción y apresurar las cosas terminarían por desbaratarlo
todo. Fidel desoyó sus consejos y le ordenó regresar para continuar con
su labor, es decir, levantar toda la provincia de Oriente y tenerla en
estado de convulsión cuando ellos desembarcasen.
Ese
último mes, el comunista Partido Socialista Popular también envió
agentes para sugerirle detener la expedición. Según creían sus
dirigentes, las condiciones no eran las indicadas para la lucha armada
por lo que, en lugar de ello, ofrecían encarar una labor conjunta,
montando una campaña de concientización para lograr la insurrección de
manera gradual. Para peor, el comandante en jefe de las fuerzas armadas
de Cuba había lanzado declaraciones en extremo desafiantes, manifestando
que toda tentativa de desembarco iba a ser aplastada ya que unidades
navales y aéreas patrullaban las costas al tiempo que el ejército y la
gendarmería en tierra se mantenían en estado de alerta. Fidel no se dejó
persuadir y siguió adelante con sus planes.
Fidel junto a Juan Manuel Márquez |
Era
el momento indicado, la hora de entrar en acción y de esa manera, sin
perder tiempo, el 23 de noviembre, Fidel ordenó a su gente dirigirse a
Poza Rica, población petrolera al sur de Tuxpán, y esperar allí su
llegada.
Sin
perder tiempo, los revolucionarios abandonaron sus escondites de
Veracruz, Tamaulipas y ciudad de México y se encaminaron hacia el lugar,
llevando consigo sus armas y suministros.
Heberto Norman Acosta, investigador histórico de la Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado cubano, ofrece en su libro La Palabra Empeñada, un relato pormenorizado de lo que sucedió en los días previos a la partida.
Siguiendo
su completa relación, sabemos que el aquel jueves 22 de noviembre, Ñico
López llegó a Veracruz para informar a los cuadros que Fidel ordenaba
el inmediato traslado a Xalapa. Antes de regresar, el emisario planteó a
sus compañeros que aquel que no quisiera tomar parte en la expedición
podía quedarse pero para su sorpresa, ninguno se rehusó. Ese mismo día,
Armando Mestre, Miguel Cabañas, Armando Huau, Antonio Darío López,
Norberto Godoy, Pablo Hurtado, Luis Crespo, Norberto Abilio Collado,
Arnaldo Pérez, Alfonso Guillén Zelaya, Jaime Costa, Enrique Cuélez,
Arturo Chaumont y Evaristo Evelio Montes de Oca, responsable de la zona,
abordaron dos ómnibus y partieron hacia el destino indicado mientras en
Ciudad Victoria, aguardaban alojados en diversos hoteles los treinta y
dos combatientes que la noche anterior habían salido del campamento de
Abásolo, conducidos por Faustino Pérez.
En
la capital mexicana también se hacían aprestos. Siguiendo instrucciones
de Castro, Jesús Montané y Melba Hernández evacuaron la casa-refugio de
la calle Ingenieros, que custodiaba el italiano Gino Doné y se
dirigieron hacia el punto indicado.
Fidel Castro conversa con Pedro Miret |
Julito
Díaz y Ramiro Valdés hicieron lo propio en el apartamento de Nicolás
San Juan 125, en Colonia Narvarte, al sur de la ciudad y se encaminaron
al motel “Mi Ranchito”, de Xicotepec de Juárez, estado de Puebla,
acompañados por otros combatientes.
Fidel
Castro, que se hallaba de regreso en la capital mexicana, se reunió en
el apartamento de Coahuila 129-C, Colonia Roma, con el ingeniero
mexicano Alfonso Gutiérrez, Fofó y su esposa Orquídea Pino, para
analizar los últimos detalles y acordar la fecha de la partida. Esa
mañana, Cándido González pasó a buscar al matrimonio y le manifestó que
el jefe de la revolución quería hablarles. Durante el encuentro, Castro
se refirió a las características del yate que habían comprado y les
explicó que no era nada seguro pero que la situación se había tornado
tan apremiante y que, por esa razón, quería conocer su opinión respecto a
poner en marcha la operación. Les habló también de los diversos grupos
de combatientes que se movilizaban en esos momentos y luego convinieron
el día y la hora de partida.
Durante
la tarde, el jefe revolucionario regresó una vez más a la casa del
capitán Fernando Gutiérrez Barrios, sobre la calle Teziutlán 30, en el
barrio de Coyoacán para ponerlo al tanto de lo que sucedía y despedirse.
Conversaron en una obscura calle de los alrededores y luego se
separaron, estrechándose las manos.
Castro
también visitó al exiliado cubano Carlos Maristany, para decirle lo
mismo y por la noche citó a varios jefes de grupo a una reunión
clandestina en el Pedregal de San Ángel, con el objeto de ponerlos al
tanto de lo que estaba aconteciendo y transmitirles las últimas
directivas. Entre los que estuvieron allí presentes se hallaba Reinaldo
Benítez, a quien Fidel le ordenó recoger a su esposa Piedad Solís y
regresar a ese mismo punto para recibir nuevas órdenes.
Benítez
partió velozmente, y una vez en el apartamento de la calle Pedro
Baranda 18, le dijo a su mujer que lo siguiese. Una vez de regreso, se
les comunicó a ambos que debían llevar a Poza Rica dos grandes maletas
con armas y esa misma noche partieron en un automóvil conducido por
Jimmy Hirzel, tomando por la ruta que conducía hacia el sudeste.
Héctor
Aldama fue otro de los que estuvieron presentes en Pedregal de San
Ángel. Había llegado junto con otros combatientes desde su departamento
de Jalapa 68, y una vez allí, Fidel le entregó una pistola ametralladora
y un reloj, al tiempo que le planteaba la imposibilidad de que su
compañera, la mexicana Marta Eugenia López, tomase parte de la
expedición por el poco espacio del que disponía la embarcación. Para la
mujer, que había realizado todos los entrenamientos, incluyendo los de
lucha y tiro, fue un golpe duro, pero lo aceptó resignada.
El
viernes 23 de noviembre, comenzó la movilización, con los combatientes
confluyendo sobre Tuxpán desde distintas localidades. En horas de la
mañana, Cándido González condujo su Pontiac hasta el apartamento de la
calle Coahuila 129-C, en Colonia Roma y una vez allí recogió a Arsenio
García, Félix Elmuza y otros combatientes, para conducirlos hasta el
motel “Mi Ranchito, donde llegaron al mediodía.
Se
alojaron en tres cabañas previamente alquiladas, donde aguardaban
Ramiro Valdés, Ciro Redondo y Juan Manuel Márquez, con varias maletas de
piel llenas de armas y allí se mantuvieron a la expectativa.
Raúl Castro y Juan Almeida antes de la partida |
A
todo esto, los treinta y dos combatientes del campamento de Abásolo,
que aguardaban desde hacía varios días en distintos hoteles de Ciudad
Victoria, abandonaron sus alojamientos y abordaron los ómnibus para
viajar a Tampico, puerto sobre la desembocadura del río Pánuco. Viajaron
toda la tarde y llegaron de noche, hospedándose en varios hoteles de la
localidad, donde debían esperar nuevas instrucciones.
A
su vez, el grupo de Xalapa, reforzado por quienes habían llegado desde
Veracruz, partió también en dos autobuses en dirección a Tecolutla.
Salieron en horas de la mañana encabezados por el propio Ñico López, que
hacía las veces de coordinador y llegaron por la tarde, precedidos por
Evaristo Montes de Oca, que tenía instrucciones de conseguirles
alojamiento.
Casi
al mismo tiempo, Jimmy Hirzel, Reinaldo Benítez y la mexicana Piedad
Solís, arribaban a Poza Rica llevando consigo las dos maletas con armas
que habían retirado de un apartamento-refugio del Distrito Federal. Se
alojaron en el hotel “Aurora” mientras en Tuxpán, Carlos Bermúdez
custodiaba solo la casa de Santiago de la Peña, en espera del grupo de
legionarios, que debían comenzar a llegar de un momento a otro.
Los
primeros en hacerlo fueron Cándido González y un camarada, a bordo de
un automóvil que conducía un matrimonio amigo. Una vez junto a la cerca
de la propiedad, detuvieron el rodado y le pidieron a Bermúdez que les
abriera el portón para guardar el vehículo adentro.
A
pocos metros de allí, el Cuate supervisaba la maniobra de aproximaron
del yate hasta la amarra, más allá del jardín y ayudado por Jesús Reyes
García, alias “Chuchú”, procedió a supervisar la bodega. Inmediatamente
después, los hombres allí reunidos comenzaron a cargar los uniformes,
las botas, las mochilas, los víveres y todo el equipo de la expedición.
En
ciudad de México, mientras tanto, el grueso de los combatientes que aún
permanecían allí comenzaba a movilizarse. Previamente, Castro convocó a
varios jefes de grupo a una reunión en la casa de la calle Génova 14,
donde vivían dos señoras mayores, tías de Alfonso Gutiérrez, para
hacerles saber las últimas novedades.
Se
encontraban presentes Universo Sánchez, jefe de la casa-refugio Nº 5,
Calixto García y Raúl Castro. Al primero se le ordenó salir esa misma
noche y a su hermano le dio una suma de dinero para que se dirigiese con
Roberto Roque, al motel “Mi Ranchito”, donde debía reunirse al grupo de
Julito Díaz y Ramiro Valdés.
Raúl
y Roque, que a esas alturas había sido designado piloto del “Granma”,
abordaron un ómnibus y partieron hacia la ciudad de Pachuca, estado de
Hidalgo, donde al llegar, se alojaron en un hotel para pasar la noche.
Llegaron a destino al otro día, portando una maleta con cartas náuticas y
libros de navegación y allí permanecieron, en espera de nuevas
instrucciones.
Fidel
Castro, mientras tanto, viajó nuevamente al Pedregal de San Ángel,
porque quería despedirse de su gente. Lo hizo acompañado de Cándido
González y una vez allí, estrechó en un abrazo a cada uno de los
presentes quienes, emocionados y eufóricos, le desearon la mejor de las
suertes. Inmediatamente después, se colocó sobre su traje un abrigo azul
y se marchó con Onelio Pino que lo esperaba en el Pontiac obscuro en el
que había llegado, en busca del Che.
Se
dirigieron primero al apartamento de la calle Pachuca, casi esquina
Francisco Márquez, en plena Colonia Condesa donde recogieron a Enrique
Cámara. Un par de horas antes, habían partido desde ese mismo punto
Jesús Montané, Melba Hernández y Rolando Moya en dirección a Poza Rica,
tomando la misma ruta que la noche anterior hicieron el dominicano Ramón
Mejías del Castillo, Pichirilo y el italiano Gino Don.
La casa-cuartel de Tuxpán. Hoy Museo de la Amistad |
Fidel,
en compañía de Cámara, Cándido González y Onelio Pino, partieron en
busca del Che, que desde hacía varias horas aguardaba en el apartamento
de Alfonso Bauer Paiz.
Al
llegar, Fidel se bajó del auto y caminó hacia la puerta del edificio,
para oprimnir el timbre del departamento de Bauer. En esos momentos,
tenía lugar allí una reunión de la Unión Patriótica Guatemalteca en el
exilio y por esa razón, el dueño de casa le pidió a su esposa que fuera a
ver quien era el que llamaba. Cuando la mujer se asomó, el jefe de la
revolución le preguntó si Ernesto se encontraba allí, a lo que aquella,
ignorante de que el argentino se escondía en la habitación de servicio, dijo que allí no vivía ningún Ernesto.
Asustada,
la mujer intentó cerrar la puerta pero Castro se lo impidió colocando
el pie. El líder revolucionario corrió escaleras arriba y golpeó la
puerta de servicio donde Ernesto aguardaba desde hacía horas. A los
pocos minutos bajaron ambos presurosamente y sin decir palabra se
subieron al vehículo para partir con rumbo a Xicotepec de Juárez, a la
vista de la dueña de casa que observaba todo sin comprender nada. En ese
mismo momento, comenzó a caer una fina llovizna.
Cándido
González manejó toda la noche y en horas de la madrugada se detuvo
frente al motel. Juan Manuel Márquez y varios compañeros los esperaban
en una de las cabañas y al verlos arribar, salieron todos a recibirlos.
Conversaron
un buen rato y luego Fidel mandó a todo el mundo a dormir, para seguir
viaje por la mañana, en dirección a Santiago de la Peña4.
Ese
mismo día, Fidel envió a Cuba un mensaje cifrado cuyo destinatario era
Frank País. En el mismo decía que el desembarco iba a tener lugar el 30
de noviembre en un punto deshabitado al sur de Oriente, denominado playa
de Las Coloradas y que debían ultimarse los detalles para coordinar los
movimientos con los enlaces de las ciudades.
El
día 24 toda la legión se hallaba en Tuxpán, más precisamente en el
suburbio sureño de Santiago de la Peña, aguardando bajo una lluvia
torrencial la orden de embarcar.
Algunos
hombres esperaban en el interior de la casa mientras otros se dedicaban
a cargar las bodegas, aguardando la llegada de su máximo jefe.
Castro
se presentó en horas de la tarde y enseguida se puso a supervisar los
trabajos. Le preocupaban dos deserciones que acababan de producirse y el
hecho de que no todos los combatientes estuviesen allí.
En
un momento dado, él y Raúl llevaron al Che y a Camilo Cienfuegos a un
costado y se pusieron a hablar en voz baja y cuando terminaron, el mayor
de los hermanos impartió una serie de directivas en el sentido de tomar
posiciones en las afueras de la localidad para detectar la llegada de
los rezagados y orientarlos hacia la propiedad.
Cuando
faltaba menos de una hora para la partida, el Che le entregó a uno de
los cubanos que se iban a quedar en tierra otra de sus apologéticas
cartas para su madre. La nueva misiva era toda una despedida en ella
daba a entender que esa podía ser la última vez que escribía. No llevaba
lugar ni fecha pero se presupone que fue escrita entre fines de octubre
y principios de noviembre.
Tu
pinchurriente hijo, hijo de mala madre por añadidura, no está
semi-nada; está como estaba Paul Muni cuando decía lo que decía con una
voz patética y se iba alejando en medio de sombras que aumentaban y
música ad hoc. Mi profesión actual es la de saltarín, hoy aquí,
mañana allí, etcétera, y a los parientes… no los fui a ver por esa causa
(además, te confesaré que me parece que tendría más afinidad de gustos
con una ballena que con un matrimonio burgués, dignos empleados de
beneméritas instituciones a las que haría desaparecer de la faz de la
tierra, si me fuera dado hacerlo. No quiero que creas que es aversión
directa, es más bien recelo; ya Lezica demostró que hablamos idiomas
diferentes y que no tenemos puntos de contacto). Toda la explicación tan
larga del paréntesis te la di porque después de escrita me pareció que
vos te imaginarías que estoy en tren de morfa-burgués, y por pereza de
empezar de nuevo y sacar el párrafo me metí en una explicación
kilométrica y que se me antoja poco convincente. Punto y aparte. Hilda
irá dentro de un mes a visitar a su familia, en Perú, aprovechando que
ya no es delincuente política sino una representante algo descarriada
del muy digno y anticomunista partido aprista. Yo, en tren de cambiar el
ordenamiento de mis estudios: antes me dedicaba mal que bien a la
medicina y el tiempo libre lo dedicaba al estudio en forma informal de
San Carlos. La nueva etapa de mi vida exige también el cambio de
ordenación; ahora San Carlos es primordial, es el eje, y será por los
años que el esferoide me admita en su capa más externa; la medicina es
un juego más o menos divertido e intrascendente, salvo en un pequeño
aparte al que pienso dedicarle más de un medular estudio, de esos que
hacen temblar bajo su peso los sótanos de la librería. Como recordarás, y
si no lo recordás te lo recuerdo ahora, estaba empeñado en la redacción
de un libro sobre la función del médico, etcétera, del que solo acabé
un par de capítulos que huelen a folletín tipo Cuerpos y almas, nada
más que mal escrito y demostrando a cada paso una cabal ignorancia del
fondo del tema; decidí estudiar. Además, tenía que llegar a una serie de
conclusiones que se daban de patadas con mi trayectoria esencialmente
aventurera; decidí cumplir primero las funciones principales, arremeter
contra el orden de cosas, con la adarga al brazo, todo fantasía, y
después, si los molinos no me rompieron el coco, escribir.
A
Celia le debo la carta laudatoria que escribiré después de esta si me
alcanza el tiempo. Los demás están en deuda conmigo pues yo tengo la
última palabra con todos, aun con Beatriz. A ella decile que los diarios
llegan magníficamente y me dan un panorama muy bueno de todas las
bellezas que está haciendo el gobierno. Los recorté cuidadosamente para
seguir el ejemplo de mi progenitor, ya que Hilda se encarga de seguir el
ejemplo de la progenitora. A todos un beso con todos los aditamentos
adecuados y una contestación, negativa o afirmativa, pero contundente,
sobre el guatemalteco.
Ahora
no queda más que la parte final del discurso, referente al hombrín y
que podría titularse: “¿Y ahora qué?”. Ahora viene lo bravo, vieja; lo
que nunca he rehuido y siempre me ha gustado. El cielo no se ha puesto
negro, las constelaciones no se han dislocado ni ha habido inundaciones o
huracanes demasiado insolentes; los signos son buenos. Auguran
victoria. Pero si se equivocaran, que al fin hasta los dioses se
equivocan, creo que podré decir como un poeta que no conocés: «Solo
llevaré bajo tierra la pesadumbre de un canto inconcluso». Para evitar
patetismos «pre mortem», esta carta saldrá cuando las papas quemen de
verdad y entonces sabrás que tu hijo, en un soleado país americano, se
puteará a sí mismo por no haber estudiado algo de cirugía para ayudar a
un herido y puteará al gobierno mexicano que no lo dejó perfeccionar su
ya respetable puntería para voltear muñecos con más soltura. Y la lucha
será de espaldas a la pared, como en los himnos, hasta vencer o morir.
Te besa de nuevo, con todo el cariño de una despedida que se resiste a ser total.
Tu hijo5.
Era
el adiós, el anuncio de una partida que posiblemente no tuviera retorno
y esas fueron las sensaciones que experimentó la familia cuando la leyó
en Buenos Aires.
Yo no podía entender esa actitud de Ernesto –apuntaría años después su padre-
Todavía me resistía a creer que hubiera cambiado su derrotero, que lo
conducía a ser un científico, tirando por la borda todos sus trabajos y
conocimientos para embarcarse en lo que a mí me parecía una incierta
aventura en un país extraño6.
Pero
así de impredecible era aquel hijo errático y nadie iba a poder cambiar
su forma de ser, su idealismo, su filosofía de vida y su carácter
bohemio, siempre en busca de horizontes y de lo que él entendía era su
verdad, su meta, su razón de vivir.
El vehículo en el que viajaba Juan Almeida Bosque se detuvo a unos 300 metros de la costa y cuando el conductor apagó el motor, sus ocupantes descendieron.
Dos
hombres emergieron de la obscuridad para señalarles la casa e
indicarles por dónde debían ir. Los recién llegados se despidieron del
matrimonio que los había llevado hasta allí y siempre bajo la lluvia
echaron a andar por un sendero, pisando con prudencia para no resbalar.
El distante ladrido de unos perros los sobresaltó, pero no detuvo su
marcha7.
Después
de cubrir un trayecto de aproximadamente ciento cincuenta metros,
llegaron a la moderna edificación, rodeada de árboles y vegetación y
casi enseguida distinguieron al yate amarrado al fondo y junto a él a la
figura de Fidel, cubierto por un largo capote impermeable. Lo rodeaban
varios hombres que iban y venían desde la casa hacia la orilla, llevando
cajas, bolsas, mochilas y otros objetos.
Almeida
se acercó a su jefe y cuando este lo vio, se estrecharon en un abrazo.
Lo notó algo nervioso y bastante preocupado ya que al tiempo que
impartía directivas, miraba constantemente su reloj.
Cuando
el recién llegado preguntó que ocurría, el corpulento líder dijo que el
grupo encabezado por Héctor Aldama aún no se había presentado y eso era
realmente grave. Estaba seguro de que se habían extraviado pero también
cabía la posibilidad de que la policía hubiera dado con ellos y por
consiguiente, que toda la operación estuviera en peligro.
Ansioso
y bastante agitado, Castro mandó a Carlos Bermúdez a vigilar los
caminos para ver si lo localizaba y le indicó que alguien lo acompañase.
El aludido partió junto a otro combatiente y después de caminar varias
cuadras, se apostó en las afueras del pueblo, intentando cubrir sus
accesos.
Esperaron
bajo la lluvia, en medio de la obscuridad, pero como nada sucedió, al
cabo de una hora emprendieron el regreso, atentos a cualquier
movimiento.
Para entonces, los trabajos de carga, que habían llevado buena parte de la tarde y toda la noche de aquel lluvioso 24 de noviembre, finalizaron cerca de las 0 horas. Dosmil cajas con naranjas, cuarenta y ocho latas de leche condensada, cien tabletas de chocolate, huevos, cuatro kilos de pan y tal vez algo de carne ahumada, se hallaban acomodados en el interior de la bodega, asegurados con sogas y tacos de madera8.
La casa-cuartel de los revolucionarios vista desde la vecina orilla De allí partió el "Granma" la noche del 25 de noviembre |
Para entonces, los trabajos de carga, que habían llevado buena parte de la tarde y toda la noche de aquel lluvioso 24 de noviembre, finalizaron cerca de las 0 horas. Dosmil cajas con naranjas, cuarenta y ocho latas de leche condensada, cien tabletas de chocolate, huevos, cuatro kilos de pan y tal vez algo de carne ahumada, se hallaban acomodados en el interior de la bodega, asegurados con sogas y tacos de madera8.
Fidel
volvió a mirar su reloj y en medio del aguacero, dio la orden de
abordar. Una intensa emoción embargó a los legionarios, sentimiento que
se contraponía con la profunda pena de quienes quedaban en tierra.
Hombres barbados, luciendo prendas comunes, comenzaron a caminar por el
improvisado pontón de madera que conducía a la cubierta del yate
mientras sus compañeros los palmeaban y les deseaban suerte.
Norberto
Collado Abreu se hallaba en el puente de mando cuando vio subir a la
gente. Sorprendido porque pensaba que los viajeros no iban a superar la
veintena, se lo comentó a Pichirilo, que se hallaba parado a su lado, pero este no atinó a decir nada.
En tierra Fidel miró una vez más la hora y al ver que la gente de Aldama no aparecía, también abordó la embarcación.
Almeida
caminó con mucho cuidado porque temía resbalar sobre el tablón y caer
al agua, pero para su fortuna, nada sucedió. Una vez en la bodega, vio a
un grupo considerable de hombres que intentaban acomodarse como mejor
podía, notando con cierta preocupación que no había nadie para controlar
y dar las indicaciones del caso.
De
repente, distinguió cerca suyo a Armando Mestre y alzando un tanto la
voz lo llamó por su nombre. Se estrecharon ambos en un abrazo y con
alguna dificultad se acomodaron uno al lado del otro mientras
conversaban animadamente.
Almeida reproduce en su libro el diálogo que entablaron con otros dos expedicionarios:
-¿Ustedes por dónde vinieron? - pregunta uno.
-En un grupo de seis, en bote - le contesta el otro.
-¿Cómo en bote?
-Sí, chico, nos dejaron del lado de allá del río y de ahí vinimos en bote, pues este río es ancho.
-Y antes, ¿cómo fue? - vuelve a preguntar el primero.
- ¡Ah!, antes fue en auto desde Abásolo a Victoria, de allí a Tampico y luego a Tuxpan.
-Y tú, Mestre, ¿cómo llegaste? - le preguntó.
-En
auto, con un grupo de seis. Estuvimos ocultos entre las yerbas del
patio de la casa, cerca de una posta nuestra, hasta que nos dijeron que
entráramos al yate.
Mientras
tanto, los hombres continuaban ingresando y se apiñaban como mejor
podían bajo la cubierta. Según parece, en esos momentos al Che Guevara,
que ya se encontraba a bordo, le sobrevino uno de sus típicos ataques de
asma y eso llevó al Cuate a sugerir que lo más conveniente era quedarse
en tierra.
-Bájame si puedes – le habría dicho el argentino con cara de pocos amigos9.
Cierto
o no, cuando todo estuvo listo, mandaron llamar a quienes aún montaban
guardia armada en los accesos de la propiedad y les ordenaron subir. Así
lo hicieron y una vez a bordo, procedieron a retira el tablón que
permitía el acceso y Collado, con la asistencia de Pichirilo, encendió
los motores.
-¡Ahora
sí nos vamos! – dijo alguien en la bodega pidiendo por favor a quienes
todavía se movían que tuviesen la amabilidad de no pisarlo.
Una voz desde lo alto mandó hacer silencio y luego agregó:
-No se olviden que a menos de cincuenta metros de aquí, por esta misma ribera, hay unos soldados cuidando una patana10.
Con sus hélices a media potencia y las luces apagadas, el yate comenzó
a alejarse lentamente hacia el centro del río mientras seguía
lloviznando sobre Tuxpán y el viento mecía las aguas, agitando levemente
la embarcación.
Era
un momento sublime aunque también de tensión ya que se corría el riesgo
de ser interceptados y que la expedición acabase antes de comenzar.
En
ese preciso momento,Raúl Castro tomó el diario de campaña, abrió su
primera página y después de mirar su reloj apuntó en la parte superior: “A la 1:30 ó 2 de la mañana partimos a toda máquina”11.
Almeida
escuchó decir a alguien allá arriba, que navegarían con el motor en
baja hasta pasar el puesto de la aduana porque se desplazaban sin
permiso de salida, e inmediatamente después sintió a Fidel Castro
ordenando a los efectivos armados que estuviesen preparados.
Almeida
también miró la hora y vio que las agujas señalaban las 01.30 horas del
25 de noviembre, el día que había esperado durante tanto tiempo, la
hora de la verdad, el momento de poner a prueba su temple y su
capacidad.
La voz de Fidel en lo alto lo trajo nuevamente a la realidad:
-Si mandan a parar, hay que seguir.
Pese
a la tensión, pese al peligro de ser descubiertos, como bien dice
Almeida, la emoción que experimentaban todos a bordo era indescriptible
pues tenían plena conciencia de que estaban haciendo historia.
En
el puente de mando, la tripulación y sus jefes seguían atentamente las
incidencias del recorrido. Desde la orilla los hombres y mujeres que
habían quedado en tierra los saludaban12,
gesto que Fidel y sus compañeros devolvieron agitando sus brazos. Poco
después doblaron el recodo que formaba el río unos metros más adelante y
desaparecieron de la vista. La expedición había entrado en su punto de no-retorno y ya no había posibilidad de volver atrás.
Notas
1 Fondos CIA-KGB.
2 Jon Lee. Anderson, op. Cit, p. 200.
3 Se
trata del río Pantepec, que nace en las montañas de Hidalgo y al unirse
con el Vinazco en cercanía de Callejón, forma el Tuxpán.
4 Heberto Norman Acosta, La palabra empeñada, Tomo II, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 2006.
5 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, pp. 151-153.
6 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, pp. 153-154.
7 Juan Almeida Bosque, ¡Atención! ¡Recuento!, Edit. de Ciencias Sociales, La Habana, 1997, p. 117 y ss.
8 Israel Viana, “Las penurias de Fidel y el ‘Che’ a bordo del Granma”, ABC, Madrid, 28 de noviembre de 2011.
9 Juan Almeida Bosque, op. Cit.
10 Ídem.
11 Heberto Norman Acosta, op. Cit. (http://www.granma.cu/granmad/secciones/50_granma-80_fidel/ultima_semana/06.html).
12 Se hallaban entre ellos Antonio del Conde, Alfonso Gutiérrez, Melba Hernández, Piedad Solís y Orquídea Pino.
Publicado 31st August 2014 por Alberto N. Manfredi (h)