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LOS NOBLES ODIOS
(02) Referencias
(03) Fuentes
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Tapa de la "Historia de la Confederación Argentina
Rozas y sus Campañas". Adolfo Salias (Edic.1892)
Rozas y sus Campañas". Adolfo Salias (Edic.1892)
BARTOLOME MITRE
Cuando Adolfo Saldías termina de escribir su notable obra “Historia de la Confederación Argentina”, le envía un ejemplar a su amigo Bartolomé Mitre . Éste, que esperaba una obra “distinta”, le reprocha a su antiguo discípulo liberal en una carta según los siguientes términos:
Buenos Aires, octubre 15 de 1887.
Sr. Dr. D. Adolfo Saldías.
Mi estimado compatriota:
Con su estimable de ayer he recibido el tercer volumen de su Historia de Rozas y de su época, con que usted termina este largo trabajo comenzado hace seis años.
He pasado parte del día y casi toda la noche leyéndolo, para poder acusarle recibo en conciencia, y puedo hacerlo ahora con perfecto conocimiento de causa.
Es un libro que debo recibir y recibo, como una espada que se ofrece galantemente por la empuñadura: pero es un arma de adversario en el campo de la lucha pasada, y aun presente; si bien más noble que el quebrado puñal de la mazorca que simbolizarla, por cuanto es un producto de la inteligencia.
Dice V. al finalizar su obra:— «No he escrito un libro de historia que agrade á los unitarios ó á los federales ó á los que tengan la tradición de éstos por haber recibiéndola en herencia moral, sin el beneficio de inventario que es el signo que acusa el esfuerzo propio de las generaciones nuevas.» Había dicho antes, que «se desprendía de la tradición de odio en que nos educaran los que nacieron cuando Rosas caía». Y luego, bajo la advocación del historiador Monimsem, equiparando á Rosas con César, disculpa indirectamente su teoría política de la tiranía necesaria ó fatal con el ejemplo del cesarismo romano explicado por las circunstancias.
Cuando Adolfo Saldías termina de escribir su notable obra “Historia de la Confederación Argentina”, le envía un ejemplar a su amigo Bartolomé Mitre . Éste, que esperaba una obra “distinta”, le reprocha a su antiguo discípulo liberal en una carta según los siguientes términos:
Buenos Aires, octubre 15 de 1887.
Sr. Dr. D. Adolfo Saldías.
Mi estimado compatriota:
Con su estimable de ayer he recibido el tercer volumen de su Historia de Rozas y de su época, con que usted termina este largo trabajo comenzado hace seis años.
He pasado parte del día y casi toda la noche leyéndolo, para poder acusarle recibo en conciencia, y puedo hacerlo ahora con perfecto conocimiento de causa.
Es un libro que debo recibir y recibo, como una espada que se ofrece galantemente por la empuñadura: pero es un arma de adversario en el campo de la lucha pasada, y aun presente; si bien más noble que el quebrado puñal de la mazorca que simbolizarla, por cuanto es un producto de la inteligencia.
Dice V. al finalizar su obra:— «No he escrito un libro de historia que agrade á los unitarios ó á los federales ó á los que tengan la tradición de éstos por haber recibiéndola en herencia moral, sin el beneficio de inventario que es el signo que acusa el esfuerzo propio de las generaciones nuevas.» Había dicho antes, que «se desprendía de la tradición de odio en que nos educaran los que nacieron cuando Rosas caía». Y luego, bajo la advocación del historiador Monimsem, equiparando á Rosas con César, disculpa indirectamente su teoría política de la tiranía necesaria ó fatal con el ejemplo del cesarismo romano explicado por las circunstancias.
Si su libro estuviese concebido y ejecutado según ese espíritu y con esa tendencia, sería la expresión de la imparcialidad de la justicia distributiva, ó la alta filosofía que domina hombres y cosas, ó la indiferencia que arregla mecánicamente los hechos sin apasionarse por ellos.
La prueba de que no es así, la tiene usted, ó la tendrá, en que no agradará á los que llama unitarios, entendiendo por tales á los que han profesado y profesan con Moreno y Rivadavia los principios del liberalismo argentino en que perseveran, con sus objetivos reales y sus ideales, habiendo hecho buena su doctrina.
En cuanto á los que llama federales, — comprendiendo bajo esta denominación á los que por herencia ó por atavismo no reniegan la tradición de Rozas, — su libro les agradará, y les agradará tanto más, cuanto que, por la anodina censura con que usted acompaña algunos de sus juicios respecto de su héroe y de hechos suyos cuya solidaridad no puede aceptarse, usted los limpia de la sangre que los mancha, y les entrega, —valiéndome de sus propias palabras,— «su herencia moral con beneficio de inventario».
Los dos primeros volúmenes de su historia han podido pasar bajo la bandera de parlamento, como el desarrollo de una tesis en que la vida nacional de una época con sus fenómenos espontáneos constituyese el argumento. Su tercer volumen es la glorificación de un hombre que fue un tirano, dominando un pueblo inerte, sin voluntad propia, movido por el terror ó por un fanatismo cristalizado; es la justificación de la existencia de un partido, que triunfante sólo alcanzó á fundar el cacicazgo irresponsable, sin ley y sin misericordia, y lo que es más, la teorización de un conjunto de hechos brutales (1)
levantados á la categoría de principios de gobierno orgánico; y para acentuar esta glorificación, esta justificación y esta teoría, viene la condenación sin remisión de los adversarios de la tiranía en sus medios y sus fines, negándoles hasta el instinto patriótico y desconociendo su obra aun después del éxito.
Antes de V. algunos se han propuesto la imposible tarea que se ha
impuesto sin ir tan lejos en la acusación. Un historiador español
pretendió rehabilitar la memoria aborrecida de Felipe II. Un historiador
alemán ha procurado vestir á Lucrecia Borgia con la túnica inmaculada
de la castidad. Últimamente el historiador inglés Fronde se ha propuesto
demostrar que Enrique VIII no fué un tirano ni un malvado, sino un gran
rey y un hombre bueno.
Estas tentativas para disfrazar la verdad ó alterar el juicio histórico de la humanidad, en nada absolutamente lo han modificado, y las mismas pruebas aducidas han servido para confirmarlo definitivamente. Y eso que se trataba de tiranos y de seres corrompidos, que tenían su explicación morbosa, cuando el mundo era gobernado por tiranos en medio de la corrupción universal; cuando los tiranos eran una institución de hecho; cuando la moral pública era la del príncipe de Maquiavelo, y cuando no había términos de comparación entre los buenos y malos gobiernos, y por lo tanto, las tesis eran relativamente sostenibles en presencia de su tiempo, aunque no ante la conciencia de su posteridad.
Con el libro de V. sucederá con más razón lo mismo, porque no sólo no responde á la verdad relativa, sino que pugna con el espíritu universal que está en la atmósfera moral del planeta que habitamos.
Se ha propuesto V. la rehabilitación histórica, política y filosófica de una tiranía y de un tirano, en absoluto y en concreto, tratando de explicarla racionalmente por una ley anormal, dándole una gran significación nacional y orgánica y un carácter en cierto modo humano como potencia eficiente en la labor colectiva que constituye el patrimonio de un pueblo: y esto, en presencia del siglo XIX en que el mundo está gobernado por la libertad, por las instituciones, por la moral pública, que dan su razón de ser y su significación á los hombres que pasan á la historia marcando los más altos niveles en el gobierno de los pueblos libres.
Cree V. ser imparcial. No lo es, ni equitativo siquiera.
Su punto de partida, que es la emancipación del odio á la caída de la tiranía de Rozas, lo retrotrae al pasado, por una reacción impulsiva, y lo hace desandar el camino que lo conduciría al punto de vista en que se colocará la posteridad, colocándose en un punto de vista falso y atrasado.
De este modo, el espacio en que se dilatan sus ideas está encerrado dentro del círculo estrecho de acción á que subordina su teoría como derivada del hecho, que es su fórmula concreta, y es pura y netamente el campo de la acción federal de los sectarios de Rozas sin más horizontes que la perpetuidad de la tiranía. Dé aquí, que por un fenómeno psicológico que se explica por la ilusión óptica y por la limitación de vistas amplias, aprisionado dentro de este círculo de hierro, su corazón y su cabeza, —no obstante sus instintos generosos,— estén del lado de los verdugos triunfantes y no de las víctimas rendidas.
Estas tentativas para disfrazar la verdad ó alterar el juicio histórico de la humanidad, en nada absolutamente lo han modificado, y las mismas pruebas aducidas han servido para confirmarlo definitivamente. Y eso que se trataba de tiranos y de seres corrompidos, que tenían su explicación morbosa, cuando el mundo era gobernado por tiranos en medio de la corrupción universal; cuando los tiranos eran una institución de hecho; cuando la moral pública era la del príncipe de Maquiavelo, y cuando no había términos de comparación entre los buenos y malos gobiernos, y por lo tanto, las tesis eran relativamente sostenibles en presencia de su tiempo, aunque no ante la conciencia de su posteridad.
Con el libro de V. sucederá con más razón lo mismo, porque no sólo no responde á la verdad relativa, sino que pugna con el espíritu universal que está en la atmósfera moral del planeta que habitamos.
Se ha propuesto V. la rehabilitación histórica, política y filosófica de una tiranía y de un tirano, en absoluto y en concreto, tratando de explicarla racionalmente por una ley anormal, dándole una gran significación nacional y orgánica y un carácter en cierto modo humano como potencia eficiente en la labor colectiva que constituye el patrimonio de un pueblo: y esto, en presencia del siglo XIX en que el mundo está gobernado por la libertad, por las instituciones, por la moral pública, que dan su razón de ser y su significación á los hombres que pasan á la historia marcando los más altos niveles en el gobierno de los pueblos libres.
Cree V. ser imparcial. No lo es, ni equitativo siquiera.
Su punto de partida, que es la emancipación del odio á la caída de la tiranía de Rozas, lo retrotrae al pasado, por una reacción impulsiva, y lo hace desandar el camino que lo conduciría al punto de vista en que se colocará la posteridad, colocándose en un punto de vista falso y atrasado.
De este modo, el espacio en que se dilatan sus ideas está encerrado dentro del círculo estrecho de acción á que subordina su teoría como derivada del hecho, que es su fórmula concreta, y es pura y netamente el campo de la acción federal de los sectarios de Rozas sin más horizontes que la perpetuidad de la tiranía. Dé aquí, que por un fenómeno psicológico que se explica por la ilusión óptica y por la limitación de vistas amplias, aprisionado dentro de este círculo de hierro, su corazón y su cabeza, —no obstante sus instintos generosos,— estén del lado de los verdugos triunfantes y no de las víctimas rendidas.
Cierto es, que V. dispensa por excepción, justicia ó caridad á los
vencidos por la tiranía, aunque no les acompañe con sus simpatías en sus
dolores; pero es justificando por razón del número ó de los tiempos ó
de la fatalidad las victorias de la tiranía, y protestando más ó menos
explícitamente contra las victorias de sus adversarios en nombre de la
lógica, y hasta rehaciendo por la estrategia acrónica las batallas ó
campañas en que éstos triunfaron.
No es mi ánimo hacer el análisis de su libro al acusar recibo de él y de su atenta carta en que me califica de maestro; pero sin extendiéndose mucho en apreciaciones ó rectificaciones que me llevarían muy lejos, me bastará apuntar algunas observaciones á fin de comprobar con el texto de su mismo libro mis aseveraciones.
Considera V. el gran sitio de Montevideo del lado de los sitiadores. Hace mofa de la Aliada de la nueva Troya del Plata. Niega á sus defensores la representación de la libertad y la civilización, y á su defensa el carácter trascendental que los acontecimientos le han señalado en la historia. Pone por cuenta de la licencia práctica los degüellos de los sitiadores, de lo que como testigo puedo dar fe, asegurándole que fueron sin represalias por parte de la plaza. Por último, pone del lado de los sitiadores la razón del número por la razón del territorio dominado por sus armas. Es el criterio contemporáneo del campamento del Cerrito de Oribe. Según esto. Oribe era el derecho sostenido por la fuerza de la opinión del país, presidente legal vitalicio, — y debía lógicamente vencer, como representante de un principio superior que no encarnaban «los aventureros», como los llama, — aceptando implícitamente la calificación de Oribe,— que defendían dentro de las trincheras de Montevideo. Hace V. el proceso biográfico, literario y político de Rivera Indarte, estigmatizándolo sin caridad desde su niñez, y cargando las sombras sobre los accidentes de su inofensiva persona, á la par que se muestra benévolo con Marino, á quien levanta sobre su contendor, y borra con la mano del redactor de la Gaceta Mercantil las « Tablas de Sangre » del redactor de El Nacional; de lo que resulta que las manchas de sangre de la tiranía desaparecen, y que Rozas no mató á nadie, como lo aseguró Marino, ó que mató bien y legalmente á los que mató.
Presenta V. la Mazorca como una asociación inocente « desempeñando el mero papel de comparsa en las festividades en honor de Rozas», escudándola con los nombres expectables que figuraban en sus listas, y con esto la absuelve de las matanzas ejecutadas en abril de 1842, en las calles, por sus sicarios patentados, las que « se explican—me valgo de sus propias palabras con escenas de sangre que tuvieron lugar en « Buenos Aires en abril de 1842, como venganzas personales, las más ejercidas en circunstancias anormales, « en que el pueblo ineducado quería víctimas para alimentar sus rencores aguijoneados por un enemigo audaz, « que inmolaba igualmente víctimas en los altares de sus « odios. Esas escenas (sigue usted hablando) eran obra « de la propia intransigencia que la prensa de Montevideo « contribuía á mantener, siendo cierto que Rozas puso « un enérgico correctivo á esos atropellos incalificables, « lo que no impidió que la prensa de Montevideo dijese « que Rozas era el autor de esos degüellos por medio de « la Sociedad Popular Restauradora, ó sea la mazorca. »
He ahí la teoría del furor popular, de la efervescencia popular de Rozas, explicada por excesos del enemigo, según usted, por los excesos de la palabra, contrarrestados por el puñal, por la ineducación del pueblo que se permitía matar á la luz del día, sin licencia y contra la voluntad del Restaurador de las liyes, pregonando las cabezas de las víctimas como duraznos del mercado!
El asesinato de Florencio Várela es explicado por usted con los comentarios de sus asesinos, tomando el texto de un diario brasilero asalariado por Rozas, que ofrece á la posteridad «Según esos ecos levantados. Várela fue asesinado por sus opositores domésticos dentro de Montevideo, es decir, por sus mismos correligionarios políticos disidentes. La conclusión á que llega por este camino, es que « no es evidente que Oribe pusiera el puñal en manos de Cabrera y le ordenara que lo matase », por cuanto el proceso se ha perdido, y porque, además, á estar al testimonio de personas que dice usted bien impuestas y que no nombra, de él resultaban los hechos no tal como el doctor Juan Carlos Gómez, que entendió en él, lo ha asegurado. Es sin embargo un hecho de solemne notoriedad que el proceso se perdió cuando Oribe pactaba con sus antiguos enemigos—ó algunos de éstos con él—y son públicas en Montevideo las declaraciones del asesino Cabrera, estando en la ciencia y conciencia de todos quien fue el asesino.
Cuando el coronel Maza hace degollaciones en masa matando sin piedad ciudadanos inermes y prisioneros de guerra desarmados y capitulados, no es el sistema que representa y sirve la causa de estas bárbaras matanzas, sino el temperamento enfermizo ó la monomanía sangrienta del ejecutor; lo que salva científicamente de toda responsabilidad á la colectividad política y militar á que pertenece, callando que la ley federal era no dar cuartel y matar prisioneros de guerra.
Llama V. traidores, —y por varias veces, — á los que combatieron y derribaron la tiranía de Rozas por medio de alianzas y coaliciones, buscando fuerzas concurrentes, que al fin aceptaron los mismos federales que se alzaron contra Rozas. Olvida que el pueblo luchó cuarenta años contra su tirano salvando su honor con su resistencia; que Corrientes se levantó y cayó sola tres veces; que el sur de Buenos Aires, sin un solo soldado, se alzó como un solo hombre al grito de la libertad; siendo estas dos revoluciones las más populares de que haya memoria en los fastos argentinos. Olvida que la revolución argentina la inició Lavalle con un puñado de hombres á pie que recorrieron la República desde el Plata y sus afluentes, hasta los Andes del oeste y del norte, atravesando el Chaco desierto, sin dejar de sublevar una sola provincia argentina, cuando sus aliados los abandonaron, y regaron todo el territorio patrio con su sangre. Olvida hasta el martirio de los que prepararon el triunfo final, con su valerosa protesta cívica, olvidando la enseñanza de la parábola romana, de que el primero que intentó doblegar la encina, concurrió tanto ó más á derribarla que el último pigmeo que lo consiguió merced á los esfuerzos de los que le precedieron en el empeño.
No es mi ánimo hacer el análisis de su libro al acusar recibo de él y de su atenta carta en que me califica de maestro; pero sin extendiéndose mucho en apreciaciones ó rectificaciones que me llevarían muy lejos, me bastará apuntar algunas observaciones á fin de comprobar con el texto de su mismo libro mis aseveraciones.
Considera V. el gran sitio de Montevideo del lado de los sitiadores. Hace mofa de la Aliada de la nueva Troya del Plata. Niega á sus defensores la representación de la libertad y la civilización, y á su defensa el carácter trascendental que los acontecimientos le han señalado en la historia. Pone por cuenta de la licencia práctica los degüellos de los sitiadores, de lo que como testigo puedo dar fe, asegurándole que fueron sin represalias por parte de la plaza. Por último, pone del lado de los sitiadores la razón del número por la razón del territorio dominado por sus armas. Es el criterio contemporáneo del campamento del Cerrito de Oribe. Según esto. Oribe era el derecho sostenido por la fuerza de la opinión del país, presidente legal vitalicio, — y debía lógicamente vencer, como representante de un principio superior que no encarnaban «los aventureros», como los llama, — aceptando implícitamente la calificación de Oribe,— que defendían dentro de las trincheras de Montevideo. Hace V. el proceso biográfico, literario y político de Rivera Indarte, estigmatizándolo sin caridad desde su niñez, y cargando las sombras sobre los accidentes de su inofensiva persona, á la par que se muestra benévolo con Marino, á quien levanta sobre su contendor, y borra con la mano del redactor de la Gaceta Mercantil las « Tablas de Sangre » del redactor de El Nacional; de lo que resulta que las manchas de sangre de la tiranía desaparecen, y que Rozas no mató á nadie, como lo aseguró Marino, ó que mató bien y legalmente á los que mató.
Presenta V. la Mazorca como una asociación inocente « desempeñando el mero papel de comparsa en las festividades en honor de Rozas», escudándola con los nombres expectables que figuraban en sus listas, y con esto la absuelve de las matanzas ejecutadas en abril de 1842, en las calles, por sus sicarios patentados, las que « se explican—me valgo de sus propias palabras con escenas de sangre que tuvieron lugar en « Buenos Aires en abril de 1842, como venganzas personales, las más ejercidas en circunstancias anormales, « en que el pueblo ineducado quería víctimas para alimentar sus rencores aguijoneados por un enemigo audaz, « que inmolaba igualmente víctimas en los altares de sus « odios. Esas escenas (sigue usted hablando) eran obra « de la propia intransigencia que la prensa de Montevideo « contribuía á mantener, siendo cierto que Rozas puso « un enérgico correctivo á esos atropellos incalificables, « lo que no impidió que la prensa de Montevideo dijese « que Rozas era el autor de esos degüellos por medio de « la Sociedad Popular Restauradora, ó sea la mazorca. »
He ahí la teoría del furor popular, de la efervescencia popular de Rozas, explicada por excesos del enemigo, según usted, por los excesos de la palabra, contrarrestados por el puñal, por la ineducación del pueblo que se permitía matar á la luz del día, sin licencia y contra la voluntad del Restaurador de las liyes, pregonando las cabezas de las víctimas como duraznos del mercado!
El asesinato de Florencio Várela es explicado por usted con los comentarios de sus asesinos, tomando el texto de un diario brasilero asalariado por Rozas, que ofrece á la posteridad «Según esos ecos levantados. Várela fue asesinado por sus opositores domésticos dentro de Montevideo, es decir, por sus mismos correligionarios políticos disidentes. La conclusión á que llega por este camino, es que « no es evidente que Oribe pusiera el puñal en manos de Cabrera y le ordenara que lo matase », por cuanto el proceso se ha perdido, y porque, además, á estar al testimonio de personas que dice usted bien impuestas y que no nombra, de él resultaban los hechos no tal como el doctor Juan Carlos Gómez, que entendió en él, lo ha asegurado. Es sin embargo un hecho de solemne notoriedad que el proceso se perdió cuando Oribe pactaba con sus antiguos enemigos—ó algunos de éstos con él—y son públicas en Montevideo las declaraciones del asesino Cabrera, estando en la ciencia y conciencia de todos quien fue el asesino.
Cuando el coronel Maza hace degollaciones en masa matando sin piedad ciudadanos inermes y prisioneros de guerra desarmados y capitulados, no es el sistema que representa y sirve la causa de estas bárbaras matanzas, sino el temperamento enfermizo ó la monomanía sangrienta del ejecutor; lo que salva científicamente de toda responsabilidad á la colectividad política y militar á que pertenece, callando que la ley federal era no dar cuartel y matar prisioneros de guerra.
Llama V. traidores, —y por varias veces, — á los que combatieron y derribaron la tiranía de Rozas por medio de alianzas y coaliciones, buscando fuerzas concurrentes, que al fin aceptaron los mismos federales que se alzaron contra Rozas. Olvida que el pueblo luchó cuarenta años contra su tirano salvando su honor con su resistencia; que Corrientes se levantó y cayó sola tres veces; que el sur de Buenos Aires, sin un solo soldado, se alzó como un solo hombre al grito de la libertad; siendo estas dos revoluciones las más populares de que haya memoria en los fastos argentinos. Olvida que la revolución argentina la inició Lavalle con un puñado de hombres á pie que recorrieron la República desde el Plata y sus afluentes, hasta los Andes del oeste y del norte, atravesando el Chaco desierto, sin dejar de sublevar una sola provincia argentina, cuando sus aliados los abandonaron, y regaron todo el territorio patrio con su sangre. Olvida hasta el martirio de los que prepararon el triunfo final, con su valerosa protesta cívica, olvidando la enseñanza de la parábola romana, de que el primero que intentó doblegar la encina, concurrió tanto ó más á derribarla que el último pigmeo que lo consiguió merced á los esfuerzos de los que le precedieron en el empeño.
Tapa de la "Historia de la Confederación Argentina
Rozas y sus Campañas". Adolfo Salias (Edic.1892)
Rozas y sus Campañas". Adolfo Salias (Edic.1892)
¿Qué es lo que usted antepone á los objetivos y á los ideales de los que
por esos medios buscaban la libertad de la patria y la organización
nacional? Vamos á verlo.
No sólo admite los hechos consumados, teorizando sobre ellos, sino que acepta hasta las hipótesis más extrañas, que lo llevan hasta la ilustración de todos los principios de un gobierno regular, (repito sus propias palabras, extractando), que trataron de establecer los federales con doña Manuela de Rozas... fue un gobierno hereditario por lo que hace al poder ejecutivo solamente, ó por mejor dicho, una federación de estados con un poder ejecutivo inamovible... un régimen que anarquiza y resume sin violencia las dos grandes tendencias que se disputan el predominio en las sociedades políticas; del trasunto por lo que hace á la idea fundamental del gobierno inglés, tal como lo quiere y lo trabaja Gladstone; expresión acabada de la monarquía democrática de Noruega y Suecia; trasunto del ideal del gobierno conservador que á la larga aceptaremos quizás en el nuevo mundo para gozar positivamente de los beneficios del gobierno libre que dificultan y obstruyen hasta ahora los presidentes con facultades imperiales y las turbas demagógicas.»
He ahí su ideal realizado y coronado por una reina hereditaria por el derecho divino del tirano Juan Manuel de Rozas. Eso es lo que usted antepone al ideal de las libertades y á la realidad de la República democrática por ellos fundada, que es la última palabra de la lógica y de la experiencia en aquel gobierno! Así, desde que usted acepta hasta las consecuencias hipotéticas de la tiranía de Rozas más allá de sus días para legar un trono á su hija, no extraño que acepte la tiranía de Rozas como un gobierno orgánico y necesario, pues yo mismo si tuviese que optar, preferiría como imposición de la fuerza, la tiranía transitoria de Rozas á la herencia permanente por razón- de la tiranía erigida en principio eterno en nombre del derecho hereditario dé la tiranía.
Por último, cuando llega el día en que el tirano cae, forma V. en Caseros en espíritu con los que pelean no bajo la bandera de la tiranía; sigue sus maniobras militares con anhelo y simpatía ; asiste á sus consejos de guerra con pasión como parte interesada; exalta el ánimo de sus tropas. Sus héroes son los que combatían á las órdenes de Rosas, con excepción de uno solo de ellos, á quien presenta como imbécil ó como traidor por no haber ejecutado al tiempo de la invasión del general Urquiza al territorio de Buenos Aires, los movimientos que según V. y los documentos que exhibe, debieron ó pudieron dar el triunfo á Rozas.
Aquí desconoce V. una ley de la historia. Las grandes batallas finales que inauguran épocas, no son hijas del acaso. Representan el choque de fuerzas vivas que se condensan, en que prevalece siempre un principio nuevo y superior, que se convierte en fuerza eficiente. Estas batallas no se corrigen como partidas de ajedrez mal jugadas: son el jaque mate en regla. Las banderas del vencido se convierten en mortaja de la vida vieja. No sólo vencen: convencen, porque están en el orden regular de las cosas y de las necesidades nuevas á que corresponden. Por eso no se rehacen teóricamente, y porque son definitivas. Puede enmendarse la derrota de Cancha Rayada, que es un accidente casual de la guerra; pero no se enmiendan batallas como Maipo y Ayacucho, como no puede remendarse la bandera rota de Caseros cosiéndole tiras de papel que se lleva el viento.
Caseros es una batalla final, lógica, necesaria y fecunda. Es el punto de partida de la época actual, de la evolución de la organización nacional, complementada por otra batalla, también necesaria y fecunda, en que triunfó la reorganización nacional, asentando á la República en equilibrio sobre sus anchas é inconmovibles bases constitucionales.
Protestar contra el triunfo de Caseros, ó poner en duda su necesidad y su razón de ser, es protestar contra sus resultados legítimos, y es protestar contra la corriente del tiempo que nos envuelve, y lleva á la Nación Argentina hacia los grandes destinos que se diseñan claros en el horizonte cercano.
Considerada la batalla de Caseros por su faz moral, histórica y pintoresca, la desconozco. Como actor en ella, puedo asegurarle que la tisiología de las tropas que allí pelearon, sus peripecias y detalles, fueron muy distintos; así como que las pérdidas por una y otra parte fueron muy inferiores á las que resultarían de su relato, según el cual los muertos alcanzarían á más de 2.000.
La batalla de Caseros ofrece el singular fenómeno fisiológico de otras de su género: estaba ganada antes de darse, y vencidos y vencedores tenían esta evidencia anticipada, desde los generales hasta el último soldado de ambos ejércitos, como la tenía el mundo entero. De cualquier modo que se hubiese dado, se habría ganado por los aliados, y en las condiciones en que la presentó Rozas, se hubiera perdido cien veces.
Tocome ocupar el centro desde una altura (2)
y dominar desde ella todo el campo de batalla, como me tocó contestar por parte de los aliados con la artillería argentina los primeros tiros disparados por las baterías del coronel Chilavert dentro de la distancia de punto en blanco. La batalla de Caseros se reduce á un cañoneo preliminar, á una carga de caballería sobre una de las alas, y á un simulacro de carga de las tres armas sobre otra ala y sobre el centro. No hubo la encarnizada pelea que usted pinta, á no ser la última resistencia que opuso Chilavert.
Lamadrid no mandaba los diez mil hombres que V. dice, ni dio la carga que supone. Encargado de flanquear la línea se corrió tanto sobre su derecha, que no alcanza á ver al enemigo, y la caballería brasilera con Osorio, enfadada por esta carga en el vacío, retrogradó al camino de batalla, llegando á él cuando todo estaba terminado.
La carga inicial de la caballería argentina del ala derecha contra el ala izquierda de la caballería de Rozas fue instantánea: no hubo choques ni entreveros, y la resistencia que encontraron los vencedores, muy débil, tan débil que los muertos y heridos fueron poquísimos.
En ese encuentro supone V. 400 hombres de pérdida á la verdad es, que en la batalla de Caseros nadie peleó verdaderamente del lado de Rozas, exceptuando el coronel Chilavert. Sus batallones no tuvieron ocasión ni nervio para empeñar combate formal, y varios de ellos, los que no se sublevaron matando á su jefe ó se desbandaron, al rendirse en formación pasiva, ponían las baquetas en los cañones de los fusiles limpios, para mostrar que no habían descargado sus armas. Fue más que una dispersión, una disolución por su propia fuerza de inercia.
La explicación de esta fácil victoria está en que el ejército de Rozas era una masa inerte, sin alma y sin cabeza, que ni esperanza de resistir tenía. Era una línea inmóvil, á la defensiva pasiva, sin iniciativa posible, reatada á una posición falsa como la del palomar de Caseros, que por cualquier punto que fuera atacada, no podía variar su plan defensivo, de manera que, aislada esta posición, la batalla estaba ganada. Esto fue lo que comprendió el general Urquiza al primer golpe de vista, al lanzarse á deshacer la izquierda de Rozas. Pero de cualquier otro modo la batalla se hubiese ganado, y tal vez mejor. La prueba de ello es que el ataque se llevó de frente en las condiciones más ventajosas para los que la defendían, bajo los fuegos de sesenta cañones bien situados y bien mandados, sostenidos por toda su infantería intacta. Á pesar de esto, el núcleo sólido de las fuerzas de Rozas no ofreció casi resistencia, y su derrota sólo tuvo el honor de ser saludada valientemente por los cañones de Chilavert en las dos posiciones que sucesivamente ocupó, peleando él solo con sus artilleros como lo había hecho en la batalla de Arroyo Grande bajo la bandera de la libertad. Me es agradable tributar este homenaje póstumo á la memoria de mi antiguo jefe y maestro en artillería, cuya apostasía devolveré en vida, y cuya muerte (3) se produce en presencia del vencedor de Caseros.
No obstante estas observaciones y rectificaciones parciales, debo agradecerle los benévolos conceptos con que algunas veces me honra al nombrarme, aún cuando agregue, «que conservo sin saberlo mis tradiciones partidistas».
Si por tradiciones partidistas entiende usted mi fidelidad y los principios por que he combatido toda mi vida, y que creo haber contribuido á hacer triunfar en la medida de mis facultades, debo declararle, que conscientemente las guardo, como guardo los nobles odios contra el crimen que me animaron en la lucha. Admito con Lamartine, que las víctimas se den el abrazo de la fraternidad sobre las tumbas de sus verdugos ; pero pienso que el odio contra los tiranos es una fuerza moral, y pretender extinguirlo en las almas, es desarmar á los pueblos, y entregarlos como carneros sin iras en brazos de una cobarde mansedumbre.
Dice usted con tal motivo, al finalizar su libro, que « ha estudiado en treinta años de historia un cuerpo social y un hombre, haciendo la autopsia de uno para descubrir la naturaleza del engendro de la tiranía, y que esto le ha parecido más serio y más útil que lapidar la persona de Rozas, sin fruto para nadie, si no es para los que han querido acreditar con esto su odio á la tiranía y su amor á la libertad.» Empero, acaba por confesar el mismo odio que repudia, con estas palabras : « Yo no necesito acreditar en mi país mi odio á la tiranía.» Es el grito de la conciencia contra lo malo, complemento necesario del amor al bien. El odio al vicio, es un soplo que enciende la llama sagrada de la virtud, que se alimenta con los generosos humanos.
Si su llama reverberase en sus páginas, les comunicaría la vida, el calor y el sentido moral : condiciones tan esenciales en toda obra histórica como en toda conciencia bien equilibrada.
También me cita usted como historiador (4) invocando mí testimonio como actor en el gran sitio de Montevideo, que le suministra inconscientemente, según cree, argumentos en favor de su tesis cuando juzga ese sitio de su punto de vista, y reproduce como prueba mi cuadro de los defensores de Montevideo. Debo manifestarle que al trazarlo, me di cuenta de lo que hacía. En él quise hacer resaltar que dentro de los muros de aquella nueva Troya, no se defendía una causa local, sino la causa general del Río de la Plata, de un carácter cosmopolita y humano, como es su civilización, que envolvía la salvación de su libertad en su último é inexpugnable asilo, que fue y es el punto de partida de la época actual, en el orden doméstico y en el orden internacional.
Al aceptar con estas restricciones sus benévolos conceptos personales, debo además protestar contra dos aserciones suyas, dictada la una por una generosa intención y la otra por un simple descuido. Me compara usted con Rozas, á la par de Rivadavia y de Sarmiento, como administrador puro de los intereses públicos. No me considero muy honrado con el parangón.
Tengo á Rozas por un autómata en materia de administración, — fuera de la de sus estancias, —que no hizo en el gobierno sino continuar la forma externa de la rutina burocrática, sin alcanzar siquiera á comprender su mecanismo; y como administrador de los caudales públicos, lo tengo por un ladrón, como lo ha declarado la justicia. Detrás del presupuesto oficial de dos millones de pesos que usted trae, sin mencionar su registro falso de órdenes unipersonales del gobernador en que no se a toda la fortuna privada que subvenía á los gastos generales por medio de auxilios, ó sea exacciones de toda especie que pesaban como sobre un país conquistado, sin derecho á la propiedad inmueble, móvil ó semoviente; además de las emisiones, y de las confiscaciones de los salvajes unitarios. Todo era artículo, desde los ganados y la tierra hasta los hombres y sus mercancías, y esto constituía el verdadero presupuesto gratuito de Rozas sin cuenta ni razón.
Dice usted también que fui «partidario de Rivera». Nunca lo fui, y bien lo sabia él: por no serlo fui perseguido y sufrí destierros. Verdad es que serví algunas veces en sus ejércitos en campaña peleando como otros muchos argentinos por la causa de mi patria, pero no por la de él.
Todo esto no impide que haga justicia,—como la he hecho antes,—á la sana intención que haya podido inspirar su obra, al procurar estudiar los complejos y confusos fenómenos de nuestra sociabilidad al través de la historia, aun cuando no acepte su criterio histórico. Reconozco la inmensa labor que encierra su libro, verdaderamente extraordinaria en la compulsación de documentos comprobatorios, la metódica ordenación de las materias, la extensa exposición de los hechos,—á veces por demás prolija,—revelando en el estilo y los corolarios un notable progreso intelectual, que hace honor á usted como trabajador, escritor y pensador, haciéndolo á la literatura argentina como producción original de largo aliento que la enriquece, suministrando un nuevo contingente á la historia.
Con este motivo me es agradable repetirme de usted como siempre, su afectísimo amigo y S. S.
Bartolomé Mitre.
(La Nación del 19 de octubre de 1887.)
No sólo admite los hechos consumados, teorizando sobre ellos, sino que acepta hasta las hipótesis más extrañas, que lo llevan hasta la ilustración de todos los principios de un gobierno regular, (repito sus propias palabras, extractando), que trataron de establecer los federales con doña Manuela de Rozas... fue un gobierno hereditario por lo que hace al poder ejecutivo solamente, ó por mejor dicho, una federación de estados con un poder ejecutivo inamovible... un régimen que anarquiza y resume sin violencia las dos grandes tendencias que se disputan el predominio en las sociedades políticas; del trasunto por lo que hace á la idea fundamental del gobierno inglés, tal como lo quiere y lo trabaja Gladstone; expresión acabada de la monarquía democrática de Noruega y Suecia; trasunto del ideal del gobierno conservador que á la larga aceptaremos quizás en el nuevo mundo para gozar positivamente de los beneficios del gobierno libre que dificultan y obstruyen hasta ahora los presidentes con facultades imperiales y las turbas demagógicas.»
He ahí su ideal realizado y coronado por una reina hereditaria por el derecho divino del tirano Juan Manuel de Rozas. Eso es lo que usted antepone al ideal de las libertades y á la realidad de la República democrática por ellos fundada, que es la última palabra de la lógica y de la experiencia en aquel gobierno! Así, desde que usted acepta hasta las consecuencias hipotéticas de la tiranía de Rozas más allá de sus días para legar un trono á su hija, no extraño que acepte la tiranía de Rozas como un gobierno orgánico y necesario, pues yo mismo si tuviese que optar, preferiría como imposición de la fuerza, la tiranía transitoria de Rozas á la herencia permanente por razón- de la tiranía erigida en principio eterno en nombre del derecho hereditario dé la tiranía.
Por último, cuando llega el día en que el tirano cae, forma V. en Caseros en espíritu con los que pelean no bajo la bandera de la tiranía; sigue sus maniobras militares con anhelo y simpatía ; asiste á sus consejos de guerra con pasión como parte interesada; exalta el ánimo de sus tropas. Sus héroes son los que combatían á las órdenes de Rosas, con excepción de uno solo de ellos, á quien presenta como imbécil ó como traidor por no haber ejecutado al tiempo de la invasión del general Urquiza al territorio de Buenos Aires, los movimientos que según V. y los documentos que exhibe, debieron ó pudieron dar el triunfo á Rozas.
Aquí desconoce V. una ley de la historia. Las grandes batallas finales que inauguran épocas, no son hijas del acaso. Representan el choque de fuerzas vivas que se condensan, en que prevalece siempre un principio nuevo y superior, que se convierte en fuerza eficiente. Estas batallas no se corrigen como partidas de ajedrez mal jugadas: son el jaque mate en regla. Las banderas del vencido se convierten en mortaja de la vida vieja. No sólo vencen: convencen, porque están en el orden regular de las cosas y de las necesidades nuevas á que corresponden. Por eso no se rehacen teóricamente, y porque son definitivas. Puede enmendarse la derrota de Cancha Rayada, que es un accidente casual de la guerra; pero no se enmiendan batallas como Maipo y Ayacucho, como no puede remendarse la bandera rota de Caseros cosiéndole tiras de papel que se lleva el viento.
Caseros es una batalla final, lógica, necesaria y fecunda. Es el punto de partida de la época actual, de la evolución de la organización nacional, complementada por otra batalla, también necesaria y fecunda, en que triunfó la reorganización nacional, asentando á la República en equilibrio sobre sus anchas é inconmovibles bases constitucionales.
Protestar contra el triunfo de Caseros, ó poner en duda su necesidad y su razón de ser, es protestar contra sus resultados legítimos, y es protestar contra la corriente del tiempo que nos envuelve, y lleva á la Nación Argentina hacia los grandes destinos que se diseñan claros en el horizonte cercano.
Considerada la batalla de Caseros por su faz moral, histórica y pintoresca, la desconozco. Como actor en ella, puedo asegurarle que la tisiología de las tropas que allí pelearon, sus peripecias y detalles, fueron muy distintos; así como que las pérdidas por una y otra parte fueron muy inferiores á las que resultarían de su relato, según el cual los muertos alcanzarían á más de 2.000.
La batalla de Caseros ofrece el singular fenómeno fisiológico de otras de su género: estaba ganada antes de darse, y vencidos y vencedores tenían esta evidencia anticipada, desde los generales hasta el último soldado de ambos ejércitos, como la tenía el mundo entero. De cualquier modo que se hubiese dado, se habría ganado por los aliados, y en las condiciones en que la presentó Rozas, se hubiera perdido cien veces.
Tocome ocupar el centro desde una altura (2)
y dominar desde ella todo el campo de batalla, como me tocó contestar por parte de los aliados con la artillería argentina los primeros tiros disparados por las baterías del coronel Chilavert dentro de la distancia de punto en blanco. La batalla de Caseros se reduce á un cañoneo preliminar, á una carga de caballería sobre una de las alas, y á un simulacro de carga de las tres armas sobre otra ala y sobre el centro. No hubo la encarnizada pelea que usted pinta, á no ser la última resistencia que opuso Chilavert.
Lamadrid no mandaba los diez mil hombres que V. dice, ni dio la carga que supone. Encargado de flanquear la línea se corrió tanto sobre su derecha, que no alcanza á ver al enemigo, y la caballería brasilera con Osorio, enfadada por esta carga en el vacío, retrogradó al camino de batalla, llegando á él cuando todo estaba terminado.
La carga inicial de la caballería argentina del ala derecha contra el ala izquierda de la caballería de Rozas fue instantánea: no hubo choques ni entreveros, y la resistencia que encontraron los vencedores, muy débil, tan débil que los muertos y heridos fueron poquísimos.
En ese encuentro supone V. 400 hombres de pérdida á la verdad es, que en la batalla de Caseros nadie peleó verdaderamente del lado de Rozas, exceptuando el coronel Chilavert. Sus batallones no tuvieron ocasión ni nervio para empeñar combate formal, y varios de ellos, los que no se sublevaron matando á su jefe ó se desbandaron, al rendirse en formación pasiva, ponían las baquetas en los cañones de los fusiles limpios, para mostrar que no habían descargado sus armas. Fue más que una dispersión, una disolución por su propia fuerza de inercia.
La explicación de esta fácil victoria está en que el ejército de Rozas era una masa inerte, sin alma y sin cabeza, que ni esperanza de resistir tenía. Era una línea inmóvil, á la defensiva pasiva, sin iniciativa posible, reatada á una posición falsa como la del palomar de Caseros, que por cualquier punto que fuera atacada, no podía variar su plan defensivo, de manera que, aislada esta posición, la batalla estaba ganada. Esto fue lo que comprendió el general Urquiza al primer golpe de vista, al lanzarse á deshacer la izquierda de Rozas. Pero de cualquier otro modo la batalla se hubiese ganado, y tal vez mejor. La prueba de ello es que el ataque se llevó de frente en las condiciones más ventajosas para los que la defendían, bajo los fuegos de sesenta cañones bien situados y bien mandados, sostenidos por toda su infantería intacta. Á pesar de esto, el núcleo sólido de las fuerzas de Rozas no ofreció casi resistencia, y su derrota sólo tuvo el honor de ser saludada valientemente por los cañones de Chilavert en las dos posiciones que sucesivamente ocupó, peleando él solo con sus artilleros como lo había hecho en la batalla de Arroyo Grande bajo la bandera de la libertad. Me es agradable tributar este homenaje póstumo á la memoria de mi antiguo jefe y maestro en artillería, cuya apostasía devolveré en vida, y cuya muerte (3) se produce en presencia del vencedor de Caseros.
No obstante estas observaciones y rectificaciones parciales, debo agradecerle los benévolos conceptos con que algunas veces me honra al nombrarme, aún cuando agregue, «que conservo sin saberlo mis tradiciones partidistas».
Si por tradiciones partidistas entiende usted mi fidelidad y los principios por que he combatido toda mi vida, y que creo haber contribuido á hacer triunfar en la medida de mis facultades, debo declararle, que conscientemente las guardo, como guardo los nobles odios contra el crimen que me animaron en la lucha. Admito con Lamartine, que las víctimas se den el abrazo de la fraternidad sobre las tumbas de sus verdugos ; pero pienso que el odio contra los tiranos es una fuerza moral, y pretender extinguirlo en las almas, es desarmar á los pueblos, y entregarlos como carneros sin iras en brazos de una cobarde mansedumbre.
Dice usted con tal motivo, al finalizar su libro, que « ha estudiado en treinta años de historia un cuerpo social y un hombre, haciendo la autopsia de uno para descubrir la naturaleza del engendro de la tiranía, y que esto le ha parecido más serio y más útil que lapidar la persona de Rozas, sin fruto para nadie, si no es para los que han querido acreditar con esto su odio á la tiranía y su amor á la libertad.» Empero, acaba por confesar el mismo odio que repudia, con estas palabras : « Yo no necesito acreditar en mi país mi odio á la tiranía.» Es el grito de la conciencia contra lo malo, complemento necesario del amor al bien. El odio al vicio, es un soplo que enciende la llama sagrada de la virtud, que se alimenta con los generosos humanos.
Si su llama reverberase en sus páginas, les comunicaría la vida, el calor y el sentido moral : condiciones tan esenciales en toda obra histórica como en toda conciencia bien equilibrada.
También me cita usted como historiador (4) invocando mí testimonio como actor en el gran sitio de Montevideo, que le suministra inconscientemente, según cree, argumentos en favor de su tesis cuando juzga ese sitio de su punto de vista, y reproduce como prueba mi cuadro de los defensores de Montevideo. Debo manifestarle que al trazarlo, me di cuenta de lo que hacía. En él quise hacer resaltar que dentro de los muros de aquella nueva Troya, no se defendía una causa local, sino la causa general del Río de la Plata, de un carácter cosmopolita y humano, como es su civilización, que envolvía la salvación de su libertad en su último é inexpugnable asilo, que fue y es el punto de partida de la época actual, en el orden doméstico y en el orden internacional.
Al aceptar con estas restricciones sus benévolos conceptos personales, debo además protestar contra dos aserciones suyas, dictada la una por una generosa intención y la otra por un simple descuido. Me compara usted con Rozas, á la par de Rivadavia y de Sarmiento, como administrador puro de los intereses públicos. No me considero muy honrado con el parangón.
Tengo á Rozas por un autómata en materia de administración, — fuera de la de sus estancias, —que no hizo en el gobierno sino continuar la forma externa de la rutina burocrática, sin alcanzar siquiera á comprender su mecanismo; y como administrador de los caudales públicos, lo tengo por un ladrón, como lo ha declarado la justicia. Detrás del presupuesto oficial de dos millones de pesos que usted trae, sin mencionar su registro falso de órdenes unipersonales del gobernador en que no se a toda la fortuna privada que subvenía á los gastos generales por medio de auxilios, ó sea exacciones de toda especie que pesaban como sobre un país conquistado, sin derecho á la propiedad inmueble, móvil ó semoviente; además de las emisiones, y de las confiscaciones de los salvajes unitarios. Todo era artículo, desde los ganados y la tierra hasta los hombres y sus mercancías, y esto constituía el verdadero presupuesto gratuito de Rozas sin cuenta ni razón.
Dice usted también que fui «partidario de Rivera». Nunca lo fui, y bien lo sabia él: por no serlo fui perseguido y sufrí destierros. Verdad es que serví algunas veces en sus ejércitos en campaña peleando como otros muchos argentinos por la causa de mi patria, pero no por la de él.
Todo esto no impide que haga justicia,—como la he hecho antes,—á la sana intención que haya podido inspirar su obra, al procurar estudiar los complejos y confusos fenómenos de nuestra sociabilidad al través de la historia, aun cuando no acepte su criterio histórico. Reconozco la inmensa labor que encierra su libro, verdaderamente extraordinaria en la compulsación de documentos comprobatorios, la metódica ordenación de las materias, la extensa exposición de los hechos,—á veces por demás prolija,—revelando en el estilo y los corolarios un notable progreso intelectual, que hace honor á usted como trabajador, escritor y pensador, haciéndolo á la literatura argentina como producción original de largo aliento que la enriquece, suministrando un nuevo contingente á la historia.
Con este motivo me es agradable repetirme de usted como siempre, su afectísimo amigo y S. S.
Bartolomé Mitre.
(La Nación del 19 de octubre de 1887.)
(1)
Para cuando Mitre habla de “hechos brutales”, el propio Mitre ya había llevado a cabo una “guerra de policía” en el interior y había desencadenado y ejecutado la vergonzosa Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay.
(2)
Mitre se incorpora a las tropas uruguayas del “ejército grande”, recomendado por los generales Juan Gregorio de Las Heras y Eugenio Garzón, y siendo aceptado por Urquiza, se incorpora al frente de una batería uruguaya, al mando del coronel Pirán.
La historia oficial mitrista habla del heroico comportamiento de Mitre, que con su acción inclinó la balanza de la batalla al favor del invasor, con prescindencia del general en jefe, Urquiza, a quien de esta forma le resta mérito.
Alfredo de Urquiza, que investigó los hechos no llega a la misma conclusión:
“Vive en Entre Ríos un anciano coronel Espíndola, a quien en otro tiempo le oí decir que en Caseros encontró al comandante Mitre, con su batería, detrás de un monte y que habiéndole preguntado por lo que allí hacia, Mitre le contestó: Estoy economizando sangre” (Alfredo F. de Urquiza. “Campañas de Urquiza. Rectificaciones y ratificaciones históricas. Buenos Aires. 1924) (AGMK.PLA.p.301)
(3)
Mitre dice simplemente "la muerte" de Chilavert despúes de Caseros, por soslaya decir que Chilavert fue injusta y cobardemente fusilado en Caseros, sin explicación de ningun tipo.
(4)
“Sólo Mitre, no reelecto, y derrotado en sus nuevas tentativas de rebelión, fue superior a todos los fracasos. Excluido de la política, politiqueó con la historia, exigiendo un anticipo de gloria para hacerle coacción a la posteridad. Es el caso más notable que se conoce de voluntad perseverante para la propia glorificación. Napoleón falsificando la historia en Santa Elena, es un infeliz comparado con Mitre. Napoleón disponía de una epopeya y de un Memorial. Mitre se inventó a sí mismo. Toda su vida política, militar y literaria es la sugestión imperiosa de un megalómano”. (Carlos Pereyra. Francisco Solano López. Nota al pie p.118 / A. G. Mellid. Proceso a los falsificadores de de la historia del Paraguay, t. I, p.72)
Fuentes:
- www.lagazeta.com.ar
- Obras citadas
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Fuente: www.lagazeta.com.ar
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- Sociedades Secretas antes y despues de Caseros
Fuente: www.lagazeta.com.ar