MISIÓN SUICIDA A BOLIVIA
El Che transformado en el empresario uruguayo Adolfo Mena González junto a Aleida en el campamento secreto de Pinar del Río |
Otro
asiduo concurrente al campamento de Pinar del Río fue Orlando Borrego, el joven
ministro del Azúcar, a quien el Che le había confiado sus escritos de economía.
Enterado
de que Jesús Suárez Mayol integraba la partida, él, que admiraba al argentino
por sobre todas las cosas y se consideraba a la misma altura del “Rubio”,
solicitó su incorporación. Para su desconcierto, el Che lo rechazó,
explicándole que de momento era más necesario en Cuba, al frente de su cartera
pero que sería convocado ni bien se pusiese en marcha la segunda fase del plan.
Borrego
aceptó a regañadientes y a partir de ese momento se convirtió en un visitante
casi permanente de la finca, yendo y viniendo con mensajes, recados y atenciones.
En uno
de esos viajes, se apareció con las obras completas de Guevara, en las que
había trabajado aceleradamente junto a Enrique Oltuski desde que Aleida trajera
los borradores de Praga, El Che en la
revolución cubana, siete volúmenes en tapa dura, que incluían La guerra de guerrillas, los Pasajes de la guerra revolucionaria,
discursos, artículos inéditos, cartas, reflexiones y sus escritos económicos,
con sus críticas a la política financiera leninista, incluyendo aquella
increíble predicción según la cual, las formas de competencia introducidas por
el líder ruso, destinadas a vigorizar y poner en marcha la producción nacional,
llevarían a la Unión Soviética de regreso al capitalismo1.
El Che
recibió complacido el presente y después de una rápida hojeada, dijo sonriente:
“Hicieron un popurrí”.
Pero la
edición, de escasos 200 ejemplares, tendría poca difusión. El primer ejemplar,
como no podía ser de otro modo, le fue obsequiado a Fidel Castro; otros noventa
y nueve repartidos entre los jerarcas del régimen y el centenar restante
enviado a los depósitos pues, según la opinión del máximo dirigente cubano, se
trataba de alegatos demasiado comprometedores como para sacarlos a la luz (se
refería a las críticas económicas al manual de Lenín y la política soviética);
incluso el mismo Borrego llegó a la conclusión de que en esa ocasión, el Che
había ido demasiado lejos.
Según
Jon Lee Anderson, Aleida visitaba el campamento los fines de semana y hasta
cocinaba para la legión; incluso en una ocasión llevó a Celia y Ernestito, sus
hijos más pequeños, por ser los únicos que no conocían a su padre.
Aquí,
una vez más, las versiones no coinciden.
Según
las memorias de “Benigno”, que Pierre Kalfon reproduce en su libro, una mañana
se encontraban los hombres concentrados en el entrenamiento, cuando llegó un
auto trayendo a Ramiro Valdés y la propia Aleida. Enterado el Che de esa
deferencia, puso el grito en el cielo argumentando que si ninguno de los
combatientes podía ver a sus seres queridos, él tampoco lo haría. Y sin dejar
que su mujer descendiese, los mandó a ambos de regreso a La Habana:
El Che montó un escándalo espectacular
y lanzó veinte mil reproches a la cabeza del ministro del Interior. No permitió
que Aleida bajara del coche, ni siquiera la saludó2.
En otra
ocasión, Borrego se apareció por la finca con dos kilos de helado de fresa, el
preferido de su jefe.
Al
parecer, en determinado momento, el ministro del Azúcar se puso de pie para
servirse una segunda porción y entonces el Che lo increpó frente a todos,
poniéndolo en evidencia.
-Oye
Borrego –le dijo en voz alta-, tú no vas a Bolivia, ¿por qué vas a servirte?
¿Por qué no lo dejas para los hombres que sí van?
El
joven dirigente acusó el golpe y sin decir nada, se fue a sentar a un tronco,
distante varios metros de la mesa donde el grupo almorzaba, escuchando a sus
espaldas como las risitas de los combatientes, apenas audibles al principio, se
tornaban carcajadas.
Allí
estaba, llorando de impotencia cuando pasados algunos minutos, sintió que una
mano se posaba en su cabeza.
-Perdona
por lo que dije.
Cuando
sumamente acongojado alzó la vista, vio que el en persona Che le estaba
hablando.
-Vamos,
no tiene importancia –volvió a insistir el argentino- Vuelve a la mesa.
-Vete a
la mierda – le espetó Borrego y sin decir más, le dio la espalda.
“Es lo peor que jamás me hizo”3, recordaría años
después. Esos arranques de maldad para con su gente eran frecuentes en el líder
revolucionario; hasta había algo de sadismo en ellos. Solía tenerlos seguido,
ensañándose con algún incauto, sin medir el mal que pudiera ocasionar. Sin
embargo, la amistad era grande y la admiración aún más. Las asperezas se
limaron y todo volvió a la normalidad.
Junto a Orlando Borrego, ministro del Azúcar |
A mediados de octubre el Che inició su nueva metamorfosis. Un peluquero especialmente seleccionado para la tarea, fue conducido al campamento “para un trabajo especial”. Imaginamos que tratándose de semejante misión, el sujeto debió haber sido adiestrado en el arte de hacer silencio e hizo la parte final del trayecto con los ojos cubiertos, aunque no tenemos constancia de ello al respecto. Lo cierto es que una mañana, después de rasurar al comandante, comenzó a quitarle pelo por pelo de su abundante cabellera, extrayéndolos de raiz, para que su calvicie durase más.
El
trabajo fue arduo y en más de una oportunidad, el “paciente” se quejó por los
agudos dolores que le ocasionaban.
Preocupado,
Borrego le reclamó al atribulado barbero más prudencia pero antes de terminar
la frase, el Che lo hizo callar.
-¡Tú no
te metas! – dijo con tono de pocos amigos y le pidió al hombre que siguiese
adelante.
La
faena fue larga pero al cabo de un tiempo, el Che estaba irreconocible. Acto
seguido, se colocó la prótesis bucal para desfigurar su rostro, se montó las
gafas sobre la nariz, se vistió su traje, su corbata y su sombrero gris, se
colocó los zapatos de suela gruesa y así se presentó a sus hombres, para ver
sus reacciones.
En esas
condiciones, Fidel Castro lo hizo conducir a La Habana y se lo presentó a sus
ministros, ninguno de los cuales lo reconoció4.
De
regreso en San Andrés de Caiguanabo, comenzaron los preparativos finales en La
Habana, el MININT trabajaba aceleradamente en la confección de los documentos
que los hombres iban a necesitar para dejar el país y atravesar otros.
La
noche anterior a la partida, tuvo lugar la última cena, un asado de carne
vacuna y porcina con vino y cerveza, combinación de cocina argentina y cubana,
donde las sensaciones y los sentimientos se manifestaron con más intensidad que
nunca.
Allí
estaban todos; combatientes, instructores, encargados de la finca y allegados,
conversando animadamente, riendo, haciendo chanzas, cantando, hasta que el Che
se puso de pie para decir un par de cosas y luego Fidel se incorporó para
pronunciar uno de sus ampulosos discursos.
Sus
palabras fueron tan sentidas, que el silencio se apoderó del campamento; solo
su voz aguda quebraba la noche, dirigiéndose como un padre a aquellos hombres
curtidos en cien batallas. Comenzó relatando hechos personales, pasó luego a
los gloriosos días de Sierra Maestra, evocando hazañas y rememorando anécdotas,
dio algunos consejos, lanzó ideas y terminó dándoles ánimo, con esa forma
encendida que tenía de hablar, remarcando cada frase, gesticulando y mirando a
cada uno directamente a los ojos.
El Che es Adolfo Mena González
|
Los
presentes habían dejado de comer y observaban mudos la escena, absortos,
fascinados y cuando faltaban apenas minutos para que comenzase a amanecer,
vieron al Che ponerse de pie y dirigirse a Fidel para estrecharse en un
afectuoso aunque breve abrazo.
Los
presentes quedaron petrificados ante lo que les pareció cuadro irreal, más
cuando sus líderes se separaron y manteniendo sus brazos sujetos, se miraron a
los ojos, como diciéndose mil cosas a la vez. Comprendieron entonces, que las
palabras sobraban, que no eran necesarias, que con esa mirada se estaban
diciendo todo, evocando cada instante de aquella década intensa que habían
vivido juntos, marcando a fuego la historia de América y el mundo.
Sin
decir nada, el argentino tomó sus cosas y se dirigió al automóvil que aguardaba
estacionado para conducirlo de regreso a La Habana.
-Vamos,
carajo –le dijo al chofer, y este arrancó.
Fidel
volvió sobre sus pasos y se sentó en el jardín, solo, lejos del grupo, bajo las
estrellas de aquella noche despejada, sin luna, con la cabeza gacha, sumido en
profundas cavilaciones.
Los
hombres a la distancia lo observaban sin decir nada, sin atreverse a
acercársele pues para más de uno, aquel hombre de hierro, que había hecho
temblar a la humanidad, estaba llorando.
El Che
fue conducido a una lujosa mansión en las afueras de La Habana, a medio camino
entre Marianao y Niña Bonita, la misma que años después ocuparía Raúl Castro,
según refiere “Benigno” en sus memorias. Allí se instaló fuertemente
custodiado hasta el momento de la partida, y hasta allí se corrió una mañana
Aleida, llevando a sus cuatro hijos, para que el padre los viese por última vez5.
Fue presentado como el “tío Ramón”, un español que les traía noticias de su
padre y pasaron con él buena parte del día, conversando, escuchando historias y
haciendo bromas.
Ninguno
lo reconoció, ni cuando la pequeña Celia se cayó y se dio un fuerte golpe en la
rodilla y él la recogió, para lavarle la herida y calmarla.
“Pareces argentino”, le dijo Aleidita en
determinado momento, poniendo una dosis de tensión al encuentro, lo mismo
cuando dijo que la cabecera de la mesa era “el lugar de papá”. Lo más fuerte lo
vivieron cuando la niña le comentó a su madre, ya de tarde, que aquel hombre
extraño parecía enamorado de ella.
Al Che
se le hizo un nudo en la garganta y Aleida casi se larga a llorar, pero ambos
se contuvieron; las horas siguieron pasando y cuando el reloj señaló las 19.00,
madre e hijos se dispusieron a partir.
El
momento había llegado, era el tiempo de la separación, de una nueva despedida.
La
abnegada mujer les dijo a sus hijos que tomasen sus cosas y se despidiesen del
“tío Ramón”; este los saludó uno a uno, abrazándolos con afecto y luego los
acompañó hasta la puerta para verlos partir.
La
madre y los niños abordaron el automóvil que esperaba en la puerta para
conducirlos de regreso a Nuevo Vedado en tanto “ tìo Ramón” los observaba desde el
umbral. Una vez dentro del vehículo, Aleida se volvió hacia él y para su
desazón, lo vio en la entrada, saludándolos con el brazo derecho en alto. Ella
intentó contener las lágrimas pero no pudo, le devolvió el saludo agitando
levemente una de las manos con las que sujetaba al pequeño Ernestito y se quedó
mirándolo, hasta que se perdieron de vista. Fue la última vez que se vieron.
El
programa de entrenamiento en San Andrés de Caiguanabo finalizó el 15 de octubre
de 1966. A partir de ese momento, la cuenta regresiva comenzó a correr. Los
hombres fueron devueltos a La Habana y tras una licencia de cinco días,
recibieron sus pasaportes y se prepararon para a salir del país.
"Pachungo"
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Una vez
en la capital checoslovaca, José Luis Ojalvo les cambió los documentos por
otros cuatro uruguayos, entregándoles dos para cada uno, los primeros para
circular por Europa y los otros dos para ingresar en Bolivia.
En
Praga estuvieron pocos días; tal como había ocurrido tres meses atrás, tomaron
un tren en la estación terminal y se dirigieron a Viena, el Che mostrando su
pasaporte Nº 123890 a nombre del ciudadano uruguayo Ramón Benítez Fernández y
“Pachungo” Nº 129918, al de Raúl Borges Mederos. En la capital de la música,
descendieron del convoy y una vez fuera de la terminal, los destruyeron y
reemplazaron por el Nº 130748 a nombre
de Adolfo Mena González (el Che) y Nº 123924 a nombre de Antonio Garrido García
(“Pachungo”), con el que ya había estado en el Altiplano durante su viaje del
mes de agosto.
De
Viena siguieron a Frankfurt y de ahí a París,
donde pararon unos días antes de abordar un vuelo con destino a
Madrid, escala previa a su cruce a San Pablo (Brasil).
El
vuelo sobre el Atlántico se hizo de noche y duró cerca de once horas. Una vez
en destino, los dos “uruguayos” obtuvieron el visado boliviano y con los sellos
en sus pasaportes, adquirieron los boletos en ómnibus para viajar por carretera
hasta Corumbá.
Fue una
travesía larga y monótona a través del estado paulista y el Matto Grosso, que
finalizó en la estación ferroviaria, donde tomaron un coche de alquiler que los
llevó hasta el vecino Puerto Guijarro, al otro lado de la frontera y de allí a
Puerto Suárez, a orillas de la laguna Cáceres, donde hicieron noche.
A la
mañana siguiente, 3 de noviembre, subieron al avión del Lloyd Aéreo Boliviano
que los llevó a Cochabamba (previa escala en Santa Cruz de la Sierra) y ese
mismo día aterrizaron en La Paz, la cautivante capital del Altiplano, en la que
el Che había estado trece años atrás, con Calica Ferrer. Mientras tanto,
siguiendo el plan de operaciones, el resto de la legión comenzó a llegar a
Praga. El propio Ojalvo los recogía en el aeropuerto para conducirlos a la casa
de Lávdi y proveerles allí sus pasaportes. De esa manera, luego de adquirir
vestimentas adecuadas, maletas y otros artículos necesarios para el cruce,
emprendieron viaje a Bolivia, siguiendo los pasos de su jefe. La invasión había
comenzado.
Notas
1 Jon Lee Anderson,
op. Cit., p. 652.
2 Pierre Kalfón, op.
Cit., cita a Dariel Alarcón Ramírez “Benigno”, op. Cit., pp. 131-132. Fue el propio
Fidel quien puso fin al problema, explicándole al Che, que por orden suya, se
le había concedido a la tropa cinco días de descanso para estar con sus
familias y que eso lo incluía también a él.
3 Jon Lee Anderson,
op. Cit., p. 653.
4 No está claro si
este viaje a la capital se hizo antes o después de la cena de despedida en la
finca de Pinar del Río.
5 Hildita, que estaba
camino a cumplir 11 años, no fue llevada por temor a que reconociera a su
padre.