lunes, 26 de agosto de 2019

MISIÓN SUICIDA A BOLIVIA

El Che transformado en el empresario uruguayo Adolfo Mena González
junto a Aleida en el campamento secreto de Pinar del Río 

Otro asiduo concurrente al campamento de Pinar del Río fue Orlando Borrego, el joven ministro del Azúcar, a quien el Che le había confiado sus escritos de economía.
Enterado de que Jesús Suárez Mayol integraba la partida, él, que admiraba al argentino por sobre todas las cosas y se consideraba a la misma altura del “Rubio”, solicitó su incorporación. Para su desconcierto, el Che lo rechazó, explicándole que de momento era más necesario en Cuba, al frente de su cartera pero que sería convocado ni bien se pusiese en marcha la segunda fase del plan.
Borrego aceptó a regañadientes y a partir de ese momento se convirtió en un visitante casi permanente de la finca, yendo y viniendo con mensajes, recados y atenciones.
En uno de esos viajes, se apareció con las obras completas de Guevara, en las que había trabajado aceleradamente junto a Enrique Oltuski desde que Aleida trajera los borradores de Praga, El Che en la revolución cubana, siete volúmenes en tapa dura, que incluían La guerra de guerrillas, los Pasajes de la guerra revolucionaria, discursos, artículos inéditos, cartas, reflexiones y sus escritos económicos, con sus críticas a la política financiera leninista, incluyendo aquella increíble predicción según la cual, las formas de competencia introducidas por el líder ruso, destinadas a vigorizar y poner en marcha la producción nacional, llevarían a la Unión Soviética de regreso al capitalismo1.

 
El Che recibió complacido el presente y después de una rápida hojeada, dijo sonriente: “Hicieron un popurrí”.
Pero la edición, de escasos 200 ejemplares, tendría poca difusión. El primer ejemplar, como no podía ser de otro modo, le fue obsequiado a Fidel Castro; otros noventa y nueve repartidos entre los jerarcas del régimen y el centenar restante enviado a los depósitos pues, según la opinión del máximo dirigente cubano, se trataba de alegatos demasiado comprometedores como para sacarlos a la luz (se refería a las críticas económicas al manual de Lenín y la política soviética); incluso el mismo Borrego llegó a la conclusión de que en esa ocasión, el Che había ido demasiado lejos.
Según Jon Lee Anderson, Aleida visitaba el campamento los fines de semana y hasta cocinaba para la legión; incluso en una ocasión llevó a Celia y Ernestito, sus hijos más pequeños, por ser los únicos que no conocían a su padre.
Aquí, una vez más, las versiones no coinciden. Según las memorias de “Benigno”, que Pierre Kalfon reproduce en su libro, una mañana se encontraban los hombres concentrados en el entrenamiento, cuando llegó un auto trayendo a Ramiro Valdés y la propia Aleida. Enterado el Che de esa deferencia, puso el grito en el cielo argumentando que si ninguno de los combatientes podía ver a sus seres queridos, él tampoco lo haría. Y sin dejar que su mujer descendiese, los mandó a ambos de regreso a La Habana:

El Che montó un escándalo espectacular y lanzó veinte mil reproches a la cabeza del ministro del Interior. No permitió que Aleida bajara del coche, ni siquiera la saludó2.

En otra ocasión, Borrego se apareció por la finca con dos kilos de helado de fresa, el preferido de su jefe.
Al parecer, en determinado momento, el ministro del Azúcar se puso de pie para servirse una segunda porción y entonces el Che lo increpó frente a todos, poniéndolo en evidencia.

-Oye Borrego –le dijo en voz alta-, tú no vas a Bolivia, ¿por qué vas a servirte? ¿Por qué no lo dejas para los hombres que sí van?

El joven dirigente acusó el golpe y sin decir nada, se fue a sentar a un tronco, distante varios metros de la mesa donde el grupo almorzaba, escuchando a sus espaldas como las risitas de los combatientes, apenas audibles al principio, se tornaban carcajadas.
Allí estaba, llorando de impotencia cuando pasados algunos minutos, sintió que una mano se posaba en su cabeza.

-Perdona por lo que dije.

Cuando sumamente acongojado alzó la vista, vio que el en persona Che le estaba hablando.

-Vamos, no tiene importancia –volvió a insistir el argentino- Vuelve a la mesa.

-Vete a la mierda – le espetó Borrego y sin decir más, le dio la espalda.

“Es lo peor que jamás me hizo”3, recordaría años después. Esos arranques de maldad para con su gente eran frecuentes en el líder revolucionario; hasta había algo de sadismo en ellos. Solía tenerlos seguido, ensañándose con algún incauto, sin medir el mal que pudiera ocasionar. Sin embargo, la amistad era grande y la admiración aún más. Las asperezas se limaron y todo volvió a la normalidad.
Junto a Orlando Borrego, ministro del Azúcar

A mediados de octubre el Che inició su nueva metamorfosis. Un peluquero especialmente seleccionado para la tarea, fue conducido al campamento “para un trabajo especial”. Imaginamos que tratándose de semejante misión, el sujeto debió haber sido adiestrado en el arte de hacer silencio e hizo la parte final del trayecto con los ojos cubiertos, aunque no tenemos constancia de ello al respecto. Lo cierto es que una mañana, después de rasurar al comandante, comenzó a quitarle pelo por pelo de su abundante cabellera, extrayéndolos de raiz, para que su calvicie durase más.
El trabajo fue arduo y en más de una oportunidad, el “paciente” se quejó por los agudos dolores que le ocasionaban.
Preocupado, Borrego le reclamó al atribulado barbero más prudencia pero antes de terminar la frase, el Che lo hizo callar.

-¡Tú no te metas! – dijo con tono de pocos amigos y le pidió al hombre que siguiese adelante.

La faena fue larga pero al cabo de un tiempo, el Che estaba irreconocible. Acto seguido, se colocó la prótesis bucal para desfigurar su rostro, se montó las gafas sobre la nariz, se vistió su traje, su corbata y su sombrero gris, se colocó los zapatos de suela gruesa y así se presentó a sus hombres, para ver sus reacciones.
En esas condiciones, Fidel Castro lo hizo conducir a La Habana y se lo presentó a sus ministros, ninguno de los cuales lo reconoció4. De regreso en San Andrés de Caiguanabo, comenzaron los preparativos finales en La Habana, el MININT trabajaba aceleradamente en la confección de los documentos que los hombres iban a necesitar para dejar el país y atravesar otros.
El Che es Adolfo Mena González

La noche anterior a la partida, tuvo lugar la última cena, un asado de carne vacuna y porcina con vino y cerveza, combinación de cocina argentina y cubana, donde las sensaciones y los sentimientos se manifestaron con más intensidad que nunca. Allí estaban todos; combatientes, instructores, encargados de la finca y allegados, conversando animadamente, riendo, haciendo chanzas, cantando, hasta que el Che se puso de pie para decir un par de cosas y luego Fidel se incorporó para pronunciar uno de sus ampulosos discursos. Sus palabras fueron tan sentidas, que el silencio se apoderó del campamento; solo su voz aguda quebraba la noche, dirigiéndose como un padre a aquellos hombres curtidos en cien batallas. Comenzó relatando hechos personales, pasó luego a los gloriosos días de Sierra Maestra, evocando hazañas y rememorando anécdotas, dio algunos consejos, lanzó ideas y terminó dándoles ánimo, con esa forma encendida que tenía de hablar, remarcando cada frase, gesticulando y mirando a cada uno directamente a los ojos.
Los presentes habían dejado de comer y observaban mudos la escena, absortos, fascinados y cuando faltaban apenas minutos para que comenzase a amanecer, vieron al Che ponerse de pie y dirigirse a Fidel para estrecharse en un afectuoso aunque breve abrazo.
Los presentes quedaron petrificados ante lo que les pareció cuadro irreal, más cuando sus líderes se separaron y manteniendo sus brazos sujetos, se miraron a los ojos, como diciéndose mil cosas a la vez. Comprendieron entonces, que las palabras sobraban, que no eran necesarias, que con esa mirada se estaban diciendo todo, evocando cada instante de aquella década intensa que habían vivido juntos, marcando a fuego la historia de América y el mundo.
Sin decir nada, el argentino tomó sus cosas y se dirigió al automóvil que aguardaba estacionado para conducirlo de regreso a La Habana.

-Vamos, carajo –le dijo al chofer, y este arrancó.

Fidel volvió sobre sus pasos y se sentó en el jardín, solo, lejos del grupo, bajo las estrellas de aquella noche despejada, sin luna, con la cabeza gacha, sumido en profundas cavilaciones.
Los hombres a la distancia lo observaban sin decir nada, sin atreverse a acercársele pues para más de uno, aquel hombre de hierro, que había hecho temblar a la humanidad, estaba llorando.
El Che fue conducido a una lujosa mansión en las afueras de La Habana, a medio camino entre Marianao y Niña Bonita, la misma que años después ocuparía Raúl Castro, según refiere “Benigno” en sus memorias. Allí se instaló fuertemente custodiado hasta el momento de la partida, y hasta allí se corrió una mañana Aleida, llevando a sus cuatro hijos, para que el padre los viese por última vez5. Fue presentado como el “tío Ramón”, un español que les traía noticias de su padre y pasaron con él buena parte del día, conversando, escuchando historias y haciendo bromas.
Ninguno lo reconoció, ni cuando la pequeña Celia se cayó y se dio un fuerte golpe en la rodilla y él la recogió, para lavarle la herida y calmarla.
“Pareces argentino”, le dijo Aleidita en determinado momento, poniendo una dosis de tensión al encuentro, lo mismo cuando dijo que la cabecera de la mesa era “el lugar de papá”. Lo más fuerte lo vivieron cuando la niña le comentó a su madre, ya de tarde, que aquel hombre extraño parecía enamorado de ella.
Al Che se le hizo un nudo en la garganta y Aleida casi se larga a llorar, pero ambos se contuvieron; las horas siguieron pasando y cuando el reloj señaló las 19.00, madre e hijos se dispusieron a partir.
El momento había llegado, era el tiempo de la separación, de una nueva despedida.
La abnegada mujer les dijo a sus hijos que tomasen sus cosas y se despidiesen del “tío Ramón”; este los saludó uno a uno, abrazándolos con afecto y luego los acompañó hasta la puerta para verlos partir.
La madre y los niños abordaron el automóvil que esperaba en la puerta para conducirlos de regreso a Nuevo Vedado en tanto “ tìo Ramón” los observaba desde el umbral. Una vez dentro del vehículo, Aleida se volvió hacia él y para su desazón, lo vio en la entrada, saludándolos con el brazo derecho en alto. Ella intentó contener las lágrimas pero no pudo, le devolvió el saludo agitando levemente una de las manos con las que sujetaba al pequeño Ernestito y se quedó mirándolo, hasta que se perdieron de vista. Fue la última vez que se vieron.


El programa de entrenamiento en San Andrés de Caiguanabo finalizó el 15 de octubre de 1966. A partir de ese momento, la cuenta regresiva comenzó a correr. Los hombres fueron devueltos a La Habana y tras una licencia de cinco días, recibieron sus pasaportes y se prepararon para a salir del país.
"Pachungo"

Partieron de a dos para no llamar la atención. El Che lo hizo el 23 por la mañana, en compañía de “Pachungo”, abordando un vuelo de la línea española Iberia que lo llevó directamente a Madrid, donde hicieron trasbordo a Moscú y de ahí a Praga. Llevaba consigo el pasaporte diplomático Nº 476/6, a nombre de un funcionario cubano del INRA, luciendo traje gris y sombrero de fieltro del mismo tono.
Una vez en la capital checoslovaca, José Luis Ojalvo les cambió los documentos por otros cuatro uruguayos, entregándoles dos para cada uno, los primeros para circular por Europa y los otros dos para ingresar en Bolivia.
En Praga estuvieron pocos días; tal como había ocurrido tres meses atrás, tomaron un tren en la estación terminal y se dirigieron a Viena, el Che mostrando su pasaporte Nº 123890 a nombre del ciudadano uruguayo Ramón Benítez Fernández y “Pachungo” Nº 129918, al de Raúl Borges Mederos. En la capital de la música, descendieron del convoy y una vez fuera de la terminal, los destruyeron y reemplazaron por el Nº 130748  a nombre de Adolfo Mena González (el Che) y Nº 123924 a nombre de Antonio Garrido García (“Pachungo”), con el que ya había estado en el Altiplano durante su viaje del mes de agosto.
De Viena siguieron a Frankfurt y de ahí a París, donde pararon unos días antes de abordar un vuelo con destino a Madrid, escala previa a su cruce a San Pablo (Brasil).
El vuelo sobre el Atlántico se hizo de noche y duró cerca de once horas. Una vez en destino, los dos “uruguayos” obtuvieron el visado boliviano y con los sellos en sus pasaportes, adquirieron los boletos en ómnibus para viajar por carretera hasta Corumbá.
Fue una travesía larga y monótona a través del estado paulista y el Matto Grosso, que finalizó en la estación ferroviaria, donde tomaron un coche de alquiler que los llevó hasta el vecino Puerto Guijarro, al otro lado de la frontera y de allí a Puerto Suárez, a orillas de la laguna Cáceres, donde hicieron noche.
A la mañana siguiente, 3 de noviembre, subieron al avión del Lloyd Aéreo Boliviano que los llevó a Cochabamba (previa escala en Santa Cruz de la Sierra) y ese mismo día aterrizaron en La Paz, la cautivante capital del Altiplano, en la que el Che había estado trece años atrás, con Calica Ferrer. Mientras tanto, siguiendo el plan de operaciones, el resto de la legión comenzó a llegar a Praga. El propio Ojalvo los recogía en el aeropuerto para conducirlos a la casa de Lávdi y proveerles allí sus pasaportes. De esa manera, luego de adquirir vestimentas adecuadas, maletas y otros artículos necesarios para el cruce, emprendieron viaje a Bolivia, siguiendo los pasos de su jefe. La invasión había comenzado.
Con este pasaporte falso el Che ingresó en Bolivia

Notas
1 Jon Lee Anderson, op. Cit., p. 652.
2 Pierre Kalfón, op. Cit., cita a Dariel Alarcón Ramírez “Benigno”, op. Cit., pp. 131-132. Fue el propio Fidel quien puso fin al problema, explicándole al Che, que por orden suya, se le había concedido a la tropa cinco días de descanso para estar con sus familias y que eso lo incluía también a él.
3 Jon Lee Anderson, op. Cit., p. 653.
4 No está claro si este viaje a la capital se hizo antes o después de la cena de despedida en la finca de Pinar del Río.
5 Hildita, que estaba camino a cumplir 11 años, no fue llevada por temor a que reconociera a su padre.