DOS GOLPES DUROS
A 8000
kilómetros de distancia de allí, en la ciudad de La Habana, Fidel castro
decidió romper el silencio con respecto al Che y anunciar que se encontraba
bien, cumpliendo una misión para la revolución en alguna parte del mundo. En
ese momento, circulaban versiones de todo tipo, la mayoría disparatadas,
ubicándolo en diferentes escenarios, poniendo en duda su estado de salud y
hasta dándolo por muerto. Por esa razón, el 20 de abril de 1965, decidió hablar
con la prensa para despejar cualquier duda. Fue el día en que su hija Hildita
recibió la carta de su padre, refiriéndole que por un tiempo algo prolongado no
tendría noticias de él. Aún así, no todo el mundo creyó aquella declaración y
las versiones siguieron circulando.
La
tropa cubana se puso en marcha, trepando dificultosamente las laderas cubiertas
de niebla, nueve kilómetros de espesura a través de senderos angostos que por
su irregularidad y lo enmarañado del follaje, dificultaban notablemente el
avance.
Había árboles descomunales que emergían de la vegetación, lianas
colgando de sus copas, helechos inmensos y plantas reptadoras que impedían la
luz del sol, de ahí la agobiante humedad y el frío.
Detrás
quedaban “Nane” (sargento Eduardo Torres) y “Kumi”, éste último a cargo del
hospital de campaña donde “Tano”, yacía enfermo.
Aún
pese a su asma, el Che avanzaba en primer lugar, intentando dar el ejemplo.
Ese hombre no tenía techo –diría “Nane
de él–, hacía primero lo que quería que hicieran los demás. Tomaba el té sin
azúcar, y decía: “qué sabroso”. Al paso de los años, uno se da cuenta del tipo
de hombre que era1.
Cinco
horas después, la columna llegó al campamento. En su marcha, había atravesado
algunas aldeas de no más de diez o doce chozas, todas ellas pobladas por
ruandeses, gente primitiva de la etnia tutsi, quienes mantenían viva la memoria
de su tierra. Las rodeaban altos pastizales en donde las vacas, base de su
subsistencia, pastaban mansamente al rayo del sol.
Al día
siguiente, el Che le ordenó a su gente bajar nuevamente al litoral para traer
los víveres y las municiones. Los hombres lo hicieron sin pronunciar palabra
mientras él permanecía en el lugar, jugando partidas de ajedrez con “Ramón”.
El 11
de mayo llegó desde Kigoma un menaje de Mitoudidi, ordenando tener todo listo
para un ataque a Albertville (actual Kalemie), población distante unos 55 kilómetros al sur,
junto al río Lualaba. La idea era hacerlo en dos columnas, una a través del
litoral y la otra por la parte alta, siguiendo la ruta de Bendera2,
Pundu, Yomakitanga y Mahila, pero el Che ni bien recibió la noticia se opuso,
por considerarla inviable.
Ni su
gente ni los congoleños estaban preparados para una acción de semejante
envergadura; los cubanos acababan de llegar y apenas eran treinta, diez de los
cuales se hallaban enfermos, los congoleños no estaban motivados y lo que era
peor, su Estado Mayor no tenía idea de cuál era la situación en el frente. Aún así, mandó a sus hombres tener todo listo
y se dispuso a esperar.
Al día
siguiente Mitoudidi subió a hablar. En la reunión, en la que también estuvieron
presentes Chamaleso y “M’bili”, el jefe cubano expuso su punto de vista y al
cabo de un tiempo, logró convencer al africano, que el ataque era un
despropósito de consecuencias imprevisibles. Acordaron aguardar y planificaron
una serie de expediciones para reconocer el terreno y tener una idea más exacta
de la situación.
La
operación consistía en cuatro patrullas, la primera en dirección a Kabimba, al
mando de “Aly” (Santiago Terry Rodríguez); la segunda hacia Front de Forces
(Bendera), dirigida por “Inne” (Norberto Pío Pichardo), también llamado el
“Cuatro”; la tercera hacia Baraka, Fizi y Lulimba, encabezada por “Moja”
(Víctor Dreke) y Paulu y la cuarta hacia Uvire, comandada por el Che y el
propio Mitoudidi.
De esos cuatro pelotones, el último no llegó a realizarse debido a las dilaciones, la carencia de embarcaciones adecuadas, la falta de gasolina y la noticia de que Kabila se haría presente de un momento a otro (cosa que, como era costumbre, no sucedió).
El Che junto a dirigentes congoleños |
De esos cuatro pelotones, el último no llegó a realizarse debido a las dilaciones, la carencia de embarcaciones adecuadas, la falta de gasolina y la noticia de que Kabila se haría presente de un momento a otro (cosa que, como era costumbre, no sucedió).
Dreke
(“Moja”) y “Paulu” (combatiente cubano sin identificar) partieron en dos
piraguas, acompañados por tres congoleños armados. Lo hicieron hacia el norte,
bordeando la costa, pasando frente a varias aldehuelas y zonas de tupida
vegetación. Diez kilómetros más adelante, cerca de Kibamba, se aproximaron a la
orilla y desembarcaron; un gran terraplén dominaba la escena y algo más allá se
alzaba una casa abandonada, en medio de la selva, utilizada en otros tiempos
por los belgas, para extraer diamantes de la región.
Los
hombres echaron pie a tierra y se introdujeron en la espesura, trepando la
ladera con cierta dificultad. Casi tres horas después, alcanzaron la parte
alta, una meseta boscosa que se extendía por todas partes, bajo un cielo
despejado y un sol intenso.
La
patrulla se detuvo unos instantes para recuperar fuerzas y luego echó a andar
hacia el oeste, alcanzando Lulimba al mediodía. Fueron recibidos por el jefe
local, un hombre alto y cordial, que lucía uniforme y llevaba una pistola al
cinto.
Los
invitó a almorzar un pollo recién preparado y luego los presentó a la gente del
lugar. Esa noche hubo fiesta, con danzas, cantos típicos y los hombres “dándole
a la hierba” con ganas, según el relato que los cubanos hicieron
posteriormente. Al otro día tuvo lugar la ceremonia de la bandera, con los
soldados formados junto al mástil donde la misma sería izada y el jefe
pronunciando un discurso en el que los visitantes creyeron a distinguir la
palabra “Kuba”. Fuera de eso, la asistencia a una parturienta y un depósito de
armas almacenadas en el interior de una choza fue todo lo que pudieron recoger
de aquella visita.
El
grupo fue conducido hasta las inmediaciones de un retén enemigo, distante unos 5 kilómetros del
poblado. Algo más adelante, dieron con
una serie de trincheras a las que el Ejército Popular de Liberación solía
atacar desde Lulimba, con un cañón de 75 mm, limitándose a eso toda acción en ese
sector.
Antes
de salir de la aldea, se les había dicho que el número de enemigos ascendía a
miles pero ellos solo pudieron contar 80, todos askaris, es decir guardias del
ejército de Tshombe y ningún blanco.
No
estuvieron demasiado tiempo ahí. Luego de tomar nota mentalmente de todo lo que
veían, se pusieron de pie y siguieron avanzando.
A Fizi
entraron por el lago, internándose en lo más profundo de la selva. Los guiaba
Jerome, un soldado ruandés que, para su sorpresa, no conocía la zona. Por eso,
en determinado momento, propuso hacer un alto para ir en busca de algún
lugareño y luego partió, dejando a los cubanos escondidos entre el follaje.
El
africano salió antes del mediodía y regresó pasadas las 15.00, trayendo consigo
a un nativo y algo de carne de ciervo.
Alcanzaron
la meta al mediodía de la siguiente jornada, con mucho calor y bastante
agotados. El puesto militar consistía en una simple aldea con una casa
importante provista de patio en el centro; donde gente amable les dio la
bienvenida. Allí también hubo fiesta, danzas y cánticos tipo serie “Tarzán”, e
incluso algunos hombres llegaron a entonar marchas guerrilleras.
Lo que
más les impactó de ese lugar fue un ladrón enterrado hasta la cintura, cerca de
una choza, semiinconsciente a causa de los golpes, la manera típica de castigar
los delitos en esa zona.
Siguiendo
instrucciones del Che, hicieron varias recorridas para explorar los
alrededores, estudiaron el armamento, pusieron especial atención en la
instrucción militar que recibían los hombres y buscaron un sitio donde instalar
una escuela de entrenamiento.
El
campamento enemigo se hallaba a 55 kilómetros de allí. El grupo expedicionario
partió en esa dirección, acompañado por ocho congoleños, dos de lo cuales
desertaron por supersticiones a poco de andar.
A 18 kilómetros de Fizi, el enemigo había montado una primera posta, consistente en tres chozas de adobe y techos de paja, rodeadas por una serie de trincheras.
A 18 kilómetros de Fizi, el enemigo había montado una primera posta, consistente en tres chozas de adobe y techos de paja, rodeadas por una serie de trincheras.
Cuatro
días después, alcanzaron el campamento principal; un complejo bastante más
sofisticados, con edificaciones importantes y hasta una pista de aterrizaje y
plataformas para helicópteros. Alcanzaron a distinguir varios hombres caminando
entre las barracas, muchos de ellos blancos, luciendo buen armamento y
vistiendo uniformes impecables.
Siguieron luego hacia Baraka, importante poblado litoraleño y al cabo de dos días, emprendieron el regreso, convencidos de que llevaban buena información.
Desde la izquierda, Víctor Dreke, "Kumi" (Rafael Zerquera) y el Che |
Siguieron luego hacia Baraka, importante poblado litoraleño y al cabo de dos días, emprendieron el regreso, convencidos de que llevaban buena información.
El
grupo de “Nane” alcanzó Fort Banderas dos días después de su partida. Medina y
Marianito eran de la partida, al igual que media docena de congoleños.
En
inmediaciones de la base enemiga, los nativos se asustaron y al grito de “¡Askaris Tshombe, askaris Tshombe!”,
salieron huyendo, aún cuando disponían de armamento de última generación.
Dos
semanas después, los grupos exploradores estaban de regreso. El informe de
Dreke fue el más esclarecedor; al parecer, la región se hallaba poblada por
gente amigable pero poco preparada y mucho menos dispuesta para la lucha. Los
jefes parecían proclives a la guerrilla pero demostraban una marcada hostilidad
hacia la dirigencia, en especial Kabila, Masego y Mitoudidi, a quienes consideraban
extranjeros en su propia tierra, porque nunca estaban donde se los necesitaba y
se la pasaban fuera del país, viviendo en hoteles costosos, con mujeres
fáciles, bebiendo, emborrachándose y buscando placeres.
El Che
no necesitó pensar demasiado para darse cuenta que la situación era crítica y
resultaba imperioso hallar una solución. Poco después cayó gravemente enfermo,
aquejado por altas fiebres, diarreas y vómitos que lo tuvieron a mal traer
durante tres o cuatro días, incluso delirando.
Dado el
cuadro de, situación, “Kumi” abandonó el hospital de campaña y subió al
campamento para hacerse cargo del él.
-¡¿Quién
te mandó subir?! ¡Yo también soy médico! – le dijo el Che al verlo llegar.
El
cubano se limitó a tranquilizarlo y aplicarle antibióticos pues de movida
comprendió que se trataba de paludismo.
-¡Coño,
soy alérgico a la penicilina. Ponme Calamicina! – alcanzó a decir el
comandante.
“Kumi”
le aplicó clorafenicol y como la fiebre no bajaba, le inyectó una dosis de
cloroquina, que dio buenos resultados.
Al
cuarto día, el Che se encontraba mejor. Para más, Omar trajo de Kibamba un
botiquín repleto de medicamentos y eso facilitó mucho las cosas. Sin embargo,
tres días después volvió a recaer, cuando intentó atender a un herido de bala
procedente de Front de Forces, cuyo brazo se hallaba quebrado y supuraba
constantemente. La humedad y sobre todo, caminar bajo la llovizna helada le
hizo mal y al cabo de unas horas, se encontraba nuevamente enfermo, vomitando y
delirando. Fue necesario que “Kumi” regresara y permaneciese tres días en el
campamento, para que el enfermo comenzase a dar señales de recuperación.
El
estado de salud del Che fue tal, que en determinado momento, uno de sus hombres
comentó que de seguir en esas condiciones debería regresar.
-Si el
comandante sigue así va a tener que irse.
-¡Yo no
me voy! –gritó aquel desde su camastro– ¡Primero me muero aquí y además esto se
me pasa, que solo es enfermedad!3.
Una vez
recuperado, Mitoudidi le hizo llegar un mensaje insistiendo con el ataque a
Albertville. En cumplimiento de esa directiva, el Che le ordenó a su gente
tener todo listo para emprender la marcha y se abocó a elaborar un plan de
acción esperando en lo más profundo de su persona, encontrar las palabras
adecuadas para convencer al congoleño de lo improductivo de aquella acción.
En eso
se hallaba ocupado cuando el día 22, llegó un mensajero con la noticia de que
un ministro cubano acababa de llegar trayendo refuerzos y que trepaba la ladera
en esa dirección. El Che dudó que la información fuera veraz, pero por las
dudas, se puso en marcha para ver que sucedía.
Se
trataba, ni más ni menos, que de Osmany Cienfuegos, con quien se topó a mitad
de camino, cuando aquel subía la pendiente junto a un grupo de combatientes.
La
sorpresa fue tal, que los abrazos, los saludos y las explicaciones duraron
varios minutos. Osmany venía a dialogar con los representantes del gobierno
tanzano y aprovechando la ocasión, había solicitado autorización para visitar
el frente. Según explicó, en un primer momento, se la habían negado, alegando
lo inconveniente de la decisión pero al final, tratándose de él, lo
autorizaron, aclarándole que en el futuro, a ningún funcionario cubano se le
daría permiso para llegar al teatro de operaciones. Mientras tanto, en Kigoma,
esperaban otros diecisiete efectivos para iniciar el cruce.
Subieron
todos hasta el campamento y una vez allí, Osmany se llevó al Che a un costado
para darle una muy mala noticia: su madre estaba muriendo.
Guevara
acusó el golpe, quedó como petrificado unos segundos y se retiró varios metros
para meditar. Si bien la novedad no confirmaba el deceso, dejaba entrever el
desenlace y la posibilidad de que el mismo ya hubiese ocurrido.
Cienfuegos
partió dos días después y eso le permitió a Guevara apuntar en su diario:
Personalmente, sin
embargo, trajo para mí la noticia más triste de la guerra: en conversaciones
telefónicas desde Buenos Aires informaban que mi madre estaba muy enferma, con
un tono que hacía presumir que éste era simplemente un anuncio preparatorio.
Osmany no había podido recabar ninguna otra. Tuve que pasar un mes en esa
triste incertidumbre, esperando los resultados de algo que adivinaba pero que
con la esperanza de que hubiese un error en la noticia, hasta que llegó la
confirmación del deceso de mi madre.
Había querido verme
antes de mi partida, presumiblemente sintiéndose enferma, pero ya no había sido
posible, pues mi viaje estaba muy adelantado. La carta de despedida dejada en
La Habana para mis padres, no la llegó a conocer, sólo la entregaron en
octubre, cuando se hiciera pública mi partida4.
Pese a
que en lo más profundo de su corazón tenía la certeza de que su madre había
fallecido, el Che aún conservaba cierta esperanza. En realidad, Celia de la
Serna ya estaba muerta cuando Osmany llegó al campamento; su fallecimiento se
había producido el 19 de mayo, luego de nueve días de convalecencia en la
Clínica Sampler de Buenos Aires, donde a decir de quienes la frecuentaron en
esos días, hasta el último minuto mantuvo su pensamiento fijo en él.
La
infausta noticia se la dio “Kumi”, unos días después. Como encargado de la
correspondencia, el médico cubano recibió un ejemplar de “Bohemia”, donde
aparecía la noticia. Sin perder tiempo, tomó un trozo de papel y escribió una
nota solicitándole al Che que bajase en cuanto le fuera posible pues había un
asunto que quería tratar con él. Así lo hizo aquel y una vez al pie de la
montaña, se presentó en el puesto sanitario, preguntando que sucedía.
-¿”Kumi”,
como andas?
-Tengo
algo para darte–respondió con tono grave el facultativo-, pero quería
entregártelo personalmente.
El
comandante se sentó en la hamaca, tomó el ejemplar que le extendía su colega y
se puso a leer.
Ni bien
terminó, alzó la vista y comentó que sabía sobre el estado de su madre.
Inmediatamente después, comenzó a recordar su infancia, luego pidió un té y se
quedó ahí sentado, meditando hasta la hora el anochecer. Regresó al campamento
a la mañana siguiente, muy temprano, sin pronunciar una palabra en todo el
trayecto.
Así
pasaron los días, prácticamente vegetando, mientras la dirigencia congoleña se
daba la buena vida en el extranjero. Para peor, los combatientes nativos daban
mayores evidencias de su carácter tribal y de la poca predisposición que tenían
para la lucha y eso comenzó a molestar a los cubanos.
Cierto
día, mientras éstos últimos continuaban cayendo enfermos en buena parte a causa
de la inactividad, el Che les pidió a unos congoleños que cavasen trincheras
pero aquellos se negaron rotundamente, argumentando que abrir tumbas era malo;
en otra oportunidad, cuando les ordenó cargar unas cajas, le respondieron:
“nosotros no somos un camión” y a veces, incluso “nosotros no somos cubanos”.
Por esa razón, decidió hablar con Motoudidi y aquel adoptó una serie de medidas
tendientes a reencauzar la disciplina. Les retiró los fusiles a varios hombres, castigó a los que
se embriagaban y mandó efectuar prácticas de tiro.
Eso le
permitió al Che organizar nuevas expediciones, la primera a Front de Forces y
Katenga, al mando de “Inne” y “Nane”, la segunda a Kabimba, por la carretera
que unía esa localidad con Albertville, encabezada por “Aly” y una tercera
hacia Uvira, dirigida por él, para explorar detenidamente el camino. Mientras
tanto, continuaban llegando desde Kigoma embarcaciones con armamento de origen
chino y soviético.
Congoleños y ruandeses junto al Che, parado a su lado el médico cubano "Kumi" (Rafael Zerquera) |
El 3 de junio en la madrugada, un griterío despertó a los cubanos. Lo primero que el Che pensó fue en un ataque enemigo pero enseguida se dio cuenta que una de las chozas se estaba incendiando. Todo el mundo corrió para apagar las llamas y rescatar las armas que se encontraban en su interior, pero no pudieron evitar que el siniestro se propagase al bohío vecino.
Los
quince hombres que dormían en el interior lograron escapar, algunos en paños
menores, pero perdieron parte del arsenal y casi todo su equipo. Emilio perdió
una canana completa con todos sus proyectiles, se quemaron varias mochilas y
doscientas treinta cubetas de agua quedaron inutilizadas. Un análisis
posterior, permitió determinar que el viento había avivado las llamas en el
interior de la cabaña y al alcanzar el techo de paja, las chispas iniciaron el
siniestro.
Todo
era producto de la inactividad y la desorganización. Los días seguían pasando y
a más de un mes de su llegada, los cubanos seguían vegetando mientras los
soldados congoleños se hacían servir por los nativos como si fueran sus
esclavos, desentendiéndose de la campaña con mil pretextos.
El
segundo golpe que recibió el Che en esos días tuvo lugar la mañana del 7 de
junio, luego de acompañar a Mitoudidi hasta Kibamba, para abordar una lancha.
Acababa de convencerlo de no atacar Albertville y dado que Kabila seguía sin
asomar la nariz, lo conminó a obtener su autorización para iniciar acciones.
Antes
de cruzar el lago, Mitoudidi deseaba supervisar Ruandasi, paraje situado tres
kilómetros al norte, donde tenía pensado trasladar su Estado Mayor. Antes de
abordar, Guevara tomó por el hombro y le pidió que fuese sincero con él.
-Dime,
¿cuál es la causa por la que Kabila no viene?
Al
pobre Mitoudidi no le quedó más remedio que ensayar una nueva excusa.
-El
primer ministro Chow En-Lai está por llegar a Dar es-Salam y Kabila desea
hablar con él sobre la ayuda china.
Para
nada convencido, el Che inició el ascenso a Luluabourg mientras la lancha se
alejaba lentamente hacia el norte, llevando a bordo al jefe congoleño, dos
cubanos y tres o cuatro ruandeses de su escolta.
En ese
momento, soplaba un fuerte viento desde el sur, levantando grandes olas que
hacían bambolear la lancha.
Cuando
el timonel dobló un recodo, siempre contorneando el litoral, la nave dio una
fuerte sacudida y antes de que sus acompañantes pudiesen reaccionar, Mitoudidi
cayó al agua, desapareciendo de la vista por breves segundos.
Los
hombres se desesperaron y detuvieron el motor, casi en el mismo momento en que
el jefe congoleño emergía agitando los brazos. Había logrado quitarse las botas
pero como no era muy buen nadador, apenas lograba mantenerse a flote.
Parece ser que su caída al agua fue
accidental, todo lo indica así; a partir de ese momento se suceden una serie de
hechos extraños que uno no sabe si atribuir directamente a la imbecilidad, a la
extraordinaria superstición -ya que el lago está poblado de toda clase de
espíritus- o a algo más serio. El hecho es que Mituodidi, que nadaba un poco,
alcanzó a sacarse las botas y estuvo pidiendo auxilio durante unos diez o
quince minutos, según las afirmaciones de los distintos testigos5.
En su
desesperación, dos de los congoleños se tiraron al agua con la intención de
rescatarlo, pero se ahogaron ambos, antes de que el propio Mitoudidi
desapareciese de la vista, después de pedir auxilio infructuosamente. Según
relata el propio Che, el primero en morir fue su ordenanza y el segundo, el
comandante François, quien le seguía en el mando.
Al
haber detenido el motor, los africanos perdieron toda posibilidad de maniobra y
eso terminó por precipitar las cosas. Cuando quisieron encenderlo, “los espíritus
del lago” se lo impidieron, lo mismo cuando intentaron aproximarse remando. Lo
extraño fue que no tuvieron inconvenientes en acercarse a la costa, aún cuando
Mitoudidi seguía pidiendo auxilio.
De esa
manera, la guerrilla congoleña perdió al hombre más capacitado “…que había implantado un comienzo de
organización en aquel caos terrible que era la base de Kabimba”5.
Pero lo que más lamentó el Che fue su capacidad y experiencia y el hecho de no
contar más con aquel individuo joven, preparado, que había estado al lado de
Lumumba como funcionario de gobierno y tenía práctica de combate por haber
luchado junto a Mulele.
La
noticia corrió como reguero de pólvora y así fue como, al día siguiente, llegó
una nota de Kabila, lamentando lo sucedido.
Acabo
de conocer la suerte del hermano Mitu, así como de otros hermanos. Usted puede
verlo, esto me hiere profundamente. Lo que me inquieta es su seguridad; yo
quiero llegar enseguida. Pues para nosotros esta triste historia es nuestro
destino. Todos los camaradas con los cuales usted llegó deberán quedarse en el
lugar hasta mi retorno, salvo que quieran ir a Kabimba o hacia Mundandi, a
Bendera.
Confío
en su firmeza, nosotros activaremos todo para que en una fecha precisa
desplacemos la base.
Trate
con el compañero Muteba algunas cuestiones, así como con Bulengai y Kasabi
durante mi ausencia.
Amistad,
Kabila
Realmente el jefe africano era un caradura. Le rehuía a la situación, manteniéndose alejado del frente y recomendaba a un hombre que al cabo de unos días, desaparecería definitivamente cuando le llevaba una carta del Che.
Seguir
hablando de ese período en que la guerrilla cubana estuvo estancada, esperando
en vano entrar en acción, tornaría tedioso el relato. Nada positivo se puede
sacar de ello a no ser la torpeza y hasta ingenua sumisión del comandante
cubano al someterse a la autoridad de gente tan inoperante y poco decidida.
Kabila
siguió sin aparecer, los congoleños continuaron negándose a los ejercicios
militares o a acometer acciones y nadie parecía dispuesto a tomar una decisión.
Y a medida que pasaban las semanas, el enemigo se iba haciendo más fuerte,
confiado en el apoyo que recibía del exterior.
Insistir
con los sucesos que tuvieron lugar esos primeros meses, con el Che y sus
combatientes aguardando impacientes, las idas y vueltas de los dirigentes, las
conversaciones, las dilaciones, las clases de swahili y marxismo para matar el
tiempo y las subidas y bajadas de la ladera, no harán más que dilatar
innecesariamente la exposición de los hechos.
El Che
presentó un plan consistente en fraccionar su grupo para brindar instrucción en
el manejo de las armas, distribuirlo por las diferentes unidades del frente y
tener todo listo para iniciar acciones junto a las tropas congoleñas pero todo
cayó en saco roto.
La idea
de formar unidades mixtas al mando de efectivos caribeños para ampliar el radio
de acción de las fuerzas rebeldes mientras se formaban los cuadros de mando
congoleño, no convenció al Estado Mayor y las cosas siguieron como estaban.
-¡Coño…
¿a qué hemos venido aquí? – se preguntaban sus hombres.
Pero él
se negaba a ver la realidad.
Imágenes
Notas
1 Paco Ignacio Taibo
I, Froilán Escobar, Félix Guerra, op. Cit., p. 60.
2 Hoy Makungu.
3 Ídem, p. 72.
4 Ernesto Che Guevara,
Pasajes de la Guerra Revolucionaria:
Congo, op. Cit. p. 54.
5 Ídem, p. 61.