martes, 2 de julio de 2019

LA TIERRA PROMETIDA


Estancia Jesuítica de Alta Gracia, hoy museo
 Alta Gracia es una pequeña ciudad serrana, próxima a la capital cordobesa, cuyos orígenes se remontan el siglo XVII, cuando los primero padres jesuitas llegados a la región, levantaron una estancia con el propósito de trabajar la tierra y dar impulso a la actividad ganadera.
Se encuentra asentada sobre un amplio valle, rodeada de cerros no demasiado altos, que constituyen uno de los paisajes más bellos y pintorescos de la provincia. La región estuvo habitada por los comechingones, tribu pacífica, cuyos individuos, de baja estatura y escasa talla, vivía de lo que producía la tierra y construían sus viviendas en cuevas que cerraban con aberturas de piedra que recordaban vagamente a las construcciones diaguitas y calchaquíes.
Después de tomar contacto con los sanavirones, que descendieron pacíficamente del norte, aquel pueblo aprendió los rudimentos del cultivo por riego y la cría de llamas, alpacas y vicuñas, sin descuidar otras actividades como la caza y la pesca.
Hay quienes sostienen que la región recibió influencia de los evolucionados pueblos del noroeste, con quienes practicaron un rudimentario intercambio comercial y que por breve espacio de tiempo cayó bajo el yugo de los incas, de ahí la denominación “Cosquín” para una de sus comarcas, que significa algo así como “Cuzco pequeño”.

 
La conquista española terminó por sojuzgar a los aborígenes y eso trajo aparejados grandes cambios. La población autóctona fue reducida a esclavitud y de las encomiendas de indios que se organizaron, quedó a cargo de don Juan Nieto, uno de los primeros pobladores blancos que llegó a la región para levantar sus casas, ranchos y corrales, dando origen a una estancia denominada Potrero de San Ignacio de Manresa, que alcanzaba los límites de Anisacate.
Nieto falleció en 1609 y su viuda contrajo enlace con don Alonso Nieto de Herrera (con quien, según algunos autores, no tenía parentesco), que fue quien heredó toda la extensión de tierras al fallecer tanto aquella como su hija.
Devoto de la Virgen de la Alta Gracia de Extremadura, don Alonso rebautizó la zona  con su nombre y en 1643 ingresó en la Compañía de Jesús como hermano coadjutor, donando todos sus bienes a la orden.
La estancia jesuítica domina Alta Gracia
La llegada de los religiosos trajo progreso y bienestar a la zona ya que junto con el edificio mayor, en 1653 iniciaron la construcción del Tajamar, una gigantesca cisterna alimentada por canales subterráneos y acequias que sirvió para llevar agua hasta los terrenos de cultivo. Si a ello agregamos la iglesia con su torre, la residencia de los religiosos, los paredones, el molino, los obrajes y la ranchería, no tardaremos en comprender que se trataba de un complejo de envergadura, similar a los que la Comoañía levantó en Jesús María, La Candelaria, Colonia Caroya, Santa Catalina y San Ignacio de los Ejercicios que hoy forman parte del rico patrimonio cordobés.
La estancia era administrada por dos o tres religiosos, quienes contaban con la ayuda de al menos 300 esclavos negros que habían reemplazado a los indios de las encomiendas por ser más fuertes y capaces para las tareas laborales. Cuando la orden fue expulsada en 1767, sus propiedades pasaron a manos de la Junta de Temporalidades que después de vender a la mayoría de los esclavos a terratenientes y particulares, las dejó prácticamente abandonadas.
En 1773 Alta Gracia fue comprada en subasta por don José Rodríguez, a quien se le concedió un plazo de nueve años para pagar su valor.
Rodríguez falleció tres años después dejando la propiedad a su hijo, Manuel Antonio, quien pese al esmero que puso en cumplir las cláusulas, no pudo cumplir con los acuerdos del contrato, razón por la cual, en 1796 la estancia fue rematada.
El nuevo comprador fue Juan del Signo, que tenía como apoderados a Victorino Rodríguez, hijo del anterior e integrante de la Junta de Temporalidades y a Antonio de Arredondo, quienes se adjudicaron las dos partes en las que fue dividida la propiedad.
La correspondiente a Victorino Rodríguez era la que incluía los añejos edificios de la estancia y la que pasó a manos de don Santiago de Liniers y Bremond1 cuando aquel la compró en 1810.
Al producirse la Revolución de Mayo, Liniers se pronunció decididamente en contra del movimiento, organizando la expedición que desde Córdoba debía marchar sobre Buenos Aires.
Fueron días de ajetreo e intenso movimiento en la estancia, con mensajeros que iban y venían, reuniones de urgencia y largas cavilaciones. Finalmente, reprimida la intentona, el héroe de la Reconquista y otros cuatro complotados fueron fusilado en Cabeza del Tigre, paraje próximo a la actual Cruz Alta y la añeja posesión pasó a manos de sus herederos, quienes por ser menores de edad y tener a sus tutores residiendo en Buenos Aires, la dejaron casi abandonada hasta agosto de 1820 cuando la pusieron a remate.
Se sucedieron, a partir de entonces, una serie de propietarios que fueron subdividiendo las tierras hasta darle forma a la actual ciudad.
Recién el 14 de enero de 1900, el gobierno provincial creó el Municipio de Alta Gracia, eligiendo a don Domingo Lepri como primer intendente. En 1905 se llevó a cabo la división de lo que fue el corazón de la Estancia Jesuítica, fraccioándola en tres grandes sectores y a partir de ese momento la zona comenzó a cobrar notable impulso.
Ese año, la Compañía de Tierras y Hoteles vinculada al ferrocarril, de la que era titular don Guillermo Franchini, antiguo empresario cinematográfico de Buenos Aires, compró a la familia Cámara 100 hectáreas de su propiedad, decidido a convertir la zona en un importante centro turístico. Fue así como surgió Villa Carlos Pellegrini, barrio ubicado en el paraje conocido como El Alto, donde en 1908 fue inaugurado el aristocrático Sierras Hotel, nervio motor de la actividad turística que ha caracterizado a Alta Gracia2.
A partir de ese momento, comenzó a afluir gente de todos los rincones del país y del exterior, destacando grandes personalidades del quehacer político, cultural y social, uno de ellos, el músico español Manuel de Falla, que adquirió un bello chalet del sector serrano donde se estableció permanentemente junto a una de sus hermanas3.

  1. Casa de Manuel de Falla

Pero con la oleada turística que invadió Alta Gracia llegaron también decenas de enfermos de tuberculosis, atraídos por las bondades de su clima y la pureza de su aire.
Ese fue el nuevo destino que escogieron los Guevara Lynch para establecerse definitivamente en aquel lugar; el que recordarían con más cariño cuando la vida los condujese hacia nuevos destinos.
Ni bien llegó, la familia se instaló en dos habitaciones del Hotel de la Gruta, un agradable complejo al pie de las primeras estribaciones de las sierras, siempre impecable y muy bien atendido, cuyos dormitorios daban todos a una gran galería y un jardín desde el que se podían contemplar las montañas, los llanos, el cielo azul y parte de la ciudad.
Su propietario, Víctor Hauser, era uno de los tantos alemanes que había escogido ese lugar para vivir, un hombre obeso, rubio, de ojos azules, en extremo cordial y sumamente correcto, que para saludar se cuadraba como un soldado e inclinaba mecánicamente la cabeza hacia adelante.
Guevara Lynch había escogido ese sitio porque aunque la mayoría de los huéspedes eran enfermos pulmonares, no había ningún tuberculoso y eso lo tranquilizaba.
El primer susto de proporciones que se llevó en el nuevo destino, lo generó, para variar, Celia, su mujer.
A poco de instalados, una vez acomodadas sus pertenencias, Ernesto fue al centro de la ciudad a comprar unas cosas, dejando confiadamente a su familia en el hotel. Demoró poco más de una hora y al llegar, cerca de las 10.00, notó que ni su esposa ni sus hijos se encontraban presentes. Cuando le preguntó al dueño si sabía algo, este lo tranquilizó diciéndole que había visto a su familia salir en dirección a las sierras decidida a dar un paseo, lo que preocupó aún más a Guevara, porque ninguno de ellos era diestro en ese tipo de terreno. Aún así, decidió esperar, procurando no alarmarse.
Conversaba con el Sr. Hauser y algunos de sus huéspedes cuando se dio cuenta que habían pasado las doce y los suyos no aparecían. Entonces su inquietud se transformó en angustia y al pasar otra media hora, la misma derivó en temor. Le preocupaba que cruzando senderos, valles y quebradas su mujer y sus hijos se hubiesen extraviado y que no supieran regresar, razón por la cual, decidió salir en su busca.
Por aquellos días, como hasta hoy, la noche en los cerros puede ser peligrosa, no solo por el frío y la obscuridad sino porque aún rondaban pumas y gatos monteses y eso no era algo para tomar a la ligera.
El angustiado padre de familia se largó cuesta arriba, preguntando a cada transeúnte y a los habitantes de los ranchos que había en el camino, si habían visto a los suyos. Algo se tranquilizó cuando le manifestaron haberlos visto pasar, señalándole determinada dirección.
Siguiendo el curso de un arroyo, mientras mascullaba y lanzaba imprecaciones, Guevara dio con lo que parecían las huellas de los suyos, notando que al principio eran cuatro pero algo más adelante se transformaban en tres.
“Aquí Roberto se cansó y Celia lo tuvo que alzar”, pensó.
Al ver que se venía la noche, el angustiado padre aceleró el paso y siempre temiendo lo peor, porque en pleno invierno las temperaturas bajaban hasta los 0º, divisó a lo lejos un humilde rancho junto a un despeñadero, con sus paredes de adobe y techos de paja, rodeado por algunos árboles, hacia el que se dirigió resueltamente. Caía la noche y el frío comenzaba a hacerse sentir cuando desde afuera distinguió a su mujer dialogando despreocupadamente con la propietaria, una criolla que cebaba mate junto a varios niños, los propios y los Guevara entremezclados.

-¡¿Pero que hacés acá?!– preguntó el recién llegado en voz alta, más para desahogar el miedo que para manifestar su indignación- ¡¿Qué te pasó?!

-Veníamos muy divertidos juntando piedras y caracoles cuando nos dimos cuenta que estábamos muy lejos. Encontré este rancho y me quedé a descansar un poco- respondió su mujer tranquilamente mientras la dueña sonreía divertida.

La familia se estableció en Alta Gracia en 1932, pensando que solo iban a estar allí los cuatro meses que les había recomendado el Dr. O´Donnell, pero el tiempo se estiró más de lo imaginado y la estadía se prolongó años.
Uno de los principales entretenimientos del clan fueron los paseos y las largas caminatas, aprovechando la naturaleza y las bellezas del lugar.
A unas diez cuadras del hotel se levantaba una iglesia a la que acudía la mejor sociedad de Alta Gracia junto con los habitantes más modestos de los alrededores, y a ella iba Celia con Carmen y sus hijos pese a que su fervor religioso había mermado y ya no era la creyente devota de su infancia y juventud, que rezaba largas horas y se flagelaba.
Pese a lo agradable del lugar, el Hotel de la Gruta se estaba tornando una carga para la economía familiar y por esa razón, el matrimonio decidió mudarse a una casa. No tuvieron que buscar demasiado ya que Villa Carlos Pellegrini estaba plagada de chalets desocupados porque desde que el gobierno había lanzado el decreto que prohibía el juego en casi todo el ámbito nacional, el casino había cerrado y la afluencia de turismo mermado.
A través de su amigo Fernando Peña, el matrimonio dio con Villa Chiquita, una casa de dos plantas en muy buen estado, rodeada por un amplio espacio que más que jardín era, una suerte de potrero que ponía algo de distancia de sus vecinos.
La casa era agradable, pero que los decidió fue el valoro de su alquiler, bajísimo realmente porque hacía ocho años que estaba deshabitada y sus propietarios no encontraban ningún interesado.
Como la zona era residencia de tuberculosos, la preocupación de los Guevara era dar con una vivienda que tuviera el menor contacto posible con los enfermos y aquella parecía ser la adecuada. Se alzaba sobre la calle Avellaneda, el camino que conducía a las sierras, en un sector bastante despoblado, que la mayor parte del año era poco transitado y estaba rodeado por un tupido monte de cañas y espinillos que iba a servir de “campo de batalla” durante los juegos infantiles.
Así fue como aquella verdadera tribu errante encontró su asentamiento; el lugar donde echarían raíces por los siguientes dos años y eso fue no solo un alivio para el bolsillo de don Ernesto sino el primer indicio de que pertenecían a un sitio.
Una vez que pisaron la casa, pudieron constatar que se trataba de una propiedad muy bien construida, sumamente seca y que tenía sus cimientos y parte de la cocina semienterrada en las sierras. Era el sitio ideal para la salud de Teté y por sobre todo, de fácil acceso, pese a hallarse en uno de los extremos del ejido urbano.
Ahí fue donde los niños hicieron sus primeras amistades y donde comenzaron los juegos, siempre con el pequeño Ernestito liderando la barra, pero hubo un detalle que a sus padres les llamó la atención. Con el paso de los días, tanto Ernesto como Celia comenzaron a notar que los lugareños evitaban la casa, sobre todo los gauchos, casi todos peones de campo, quienes al pasar con sus cabalgaduras frente a la puerta, lo hacían por la vereda opuesta.
¿Qué era lo que ocurría? Pronto lo averiguaron por boca del propio Peña: la gente creía que la vivienda estaba embrujada ya que en los años en los que había estado cerrada, habían ocurrido cosas extrañas. Se hablaba de extraños ruidos, de golpes, de tenues luces que se desplazaban por las habitaciones y hasta de lamentos.
Los Guevara encontraron la historia divertida y no le dieron importancia, hasta que una noche el padre se llevó el susto de su vida, mientras leía en la cama.
Era una noche cerrada en la que el viento soplaba con fuerza. Don Ernesto se hallaba recostado, concentrado en el libro que sostenía en sus manos cuando de repente, sintió extraños golpes en la cocina. Preocupado y extrañado, se incorporó y bajó la escalera para ver de qué se trataba. Eran sonidos extraños, como si alguien intentara abrir una puerta y no lo lograba.
Don Ernesto entró en la cocina y encendió la luz sin notar nada raro y lo que le resultó más molesto, sin dar con la causa de aquel extraño ruido. Cerró la puerta y cuando subía las escaleras, notó que los sonidos comenzaban otra vez y así sucesivamente hasta que a la cuarta intentona, se dio cuenta que cuando cerraba la puerta, esta cortaba la circulación del aire y por esa razón, dos tapas de madera que colgaban de una bisagra comenzaban a agitarse.
Los Guevara eran felices en Alta Gracia, aún cuando el dinero no alcanzaba y don Ernesto no conseguía trabajo. Y pese a que fueron años difíciles, en los que debieron arreglárselas con los pocos ingresos que generaba un campo de Celia al sur de la provincia (que en esos momentos padecía una profunda sequía) y la plantación de Misiones (la yerba mate atravesaba una seria crisis a nivel nacional), varias décadas después los recordarían con nostalgia.
Villa Nydia, la tercera casa de los Guevara Lynch en Alta Gracia, hoy museo
La necesidad de alquilar una nueva casa los condujo a una segunda residencia, propiedad de Juan Carlos Fuentes Pondal4, miembro de una distinguida familia de San Fernando, al norte de Buenos Aires y poco tiempo después a Villa Nydia, cuyo dueño era un sujeto conocido como el “Gaucho” Lozada, descendiente de Telesforo Lozada, el albaceas testamentario que en 1868 intervino en la operación de compra-venta de la vieja estancia jesuítica y de sus antiguos propietarios, don Rafael Lozada y su hermana, doña Manuela Lozada de Cámara, cuyos herederos la vendieron al mencionado Guillermo Franchini entre 1905 y 1906.
El “Gaucho”, representante de una elite tradicional de Alta Gracia, conservaba numerosas propiedades en la región, tres de ellas el casco de la vieja estancia jesuítica, su iglesia y Villa Nydia, la nueva vivienda que los Guevara estaban por alquilar.
Se trataba de una casona cómoda y confortable, que contaba con tres dormitorios de considerables dimensiones, un living, un comedor diario, escritorio, cocina, dos baños, dependencias de servicio y una gran galería rodeada por un amplio potrero. Pero lo mejor eran los $70 de arrendamiento que debían pagar por ella, una menudencia si se tomaba en cuenta su tamaño y las comodidades que ofrecía.
El cambio no fue brusco porque la nueva morada se hallaba frente a Villa Chichita, allí donde la población terminaba y por esa razón los juegos con la misma barra de amigos, las correrías, las cabalgatas y las expediciones por la selva no se interrumpieron.
La casa de los Guevara comenzó a ser llamada “Vive como quieras”, nombre de una película en boga en aquellos días, porque allí cada uno coexistía como le parecía (siempre manteniendo el decoro y la conducta adecuada), en perfecta armonía y unidad, sin perder el respeto y conservando los espacios como en toda comunidad civilizada.
Guevara Lynch cuenta que por las tardes, la propiedad se transformaba en un club de chiquilines, quienes a la hora del té caían en bandadas para comerse lo que hubiera ya que, pese a la estrechez económica, nunca se le negó nada a nadie.
Casi ninguno de esos niños pertenecía al estatus social de los Guevara Lynch-De la Serna y si bien había algunos de clase alta y burguesa, la mayoría eran hijos de peones, trabajadores y “…gente que no tenía siquiera para taparse mientras dormían”5.
Comenzaba un nuevo ciclo en la historia de la familia; un período mucho más prolongado, que tendría en la nueva morada al epicentro de una intensa actividad social.

Notas
1 Militar francés al servicio de España, décimo virrey del Río de la Plata. Por su heroico desempeño en la Reconquista de la capital del virreinato durante las Invasiones Inglesas, el rey Carlos IV le concedió el título de Conde de Buenos Aires.
2 El 28 de junio de 1940, Alta Gracia fue elevada la categoría de ciudad (Ley Nº 3849), al alcanzar los 10.000 habitantes,.
3 El gran músico falleció en su casa de Alta Gracia el 14 de noviembre de 1946, a los 70 años de edad. Sus restos fueron repatriados a Cádiz.
4 Alberto N. Manfredi (h), Familias Tradicionales de San Fernando, Editorial Dunken, Bs. As. 2008, p. 143 y ss.
5 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit., p. 160.
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