LA TIERRA PROMETIDA
Estancia Jesuítica de Alta Gracia, hoy museo
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Alta
Gracia es una pequeña ciudad serrana, próxima a la capital cordobesa,
cuyos orígenes se remontan el siglo XVII, cuando los primero padres
jesuitas llegados a la región, levantaron una estancia con el propósito
de trabajar la tierra y dar impulso a la actividad ganadera.
Se
encuentra asentada sobre un amplio valle, rodeada de cerros no
demasiado altos, que constituyen uno de los paisajes más bellos y
pintorescos de la provincia. La región estuvo habitada por los
comechingones, tribu pacífica, cuyos individuos, de baja estatura y
escasa talla, vivía de lo que producía la tierra y construían sus
viviendas en cuevas que cerraban con aberturas de piedra que recordaban
vagamente a las construcciones diaguitas y calchaquíes.
Después
de tomar contacto con los sanavirones, que descendieron pacíficamente
del norte, aquel pueblo aprendió los rudimentos del cultivo por riego y
la cría de llamas, alpacas y vicuñas, sin descuidar otras actividades
como la caza y la pesca.
Hay
quienes sostienen que la región recibió influencia de los evolucionados
pueblos del noroeste, con quienes practicaron un rudimentario
intercambio comercial y que por breve espacio de tiempo cayó bajo el
yugo de los incas, de ahí la denominación “Cosquín” para una de sus
comarcas, que significa algo así como “Cuzco pequeño”.
La
conquista española terminó por sojuzgar a los aborígenes y eso trajo
aparejados grandes cambios. La población autóctona fue reducida a
esclavitud y de las encomiendas de indios que se organizaron, quedó a
cargo de don Juan Nieto, uno de los primeros pobladores blancos que
llegó a la región para levantar sus casas, ranchos y corrales, dando
origen a una estancia denominada Potrero de San Ignacio de Manresa, que
alcanzaba los límites de Anisacate.
Nieto
falleció en 1609 y su viuda contrajo enlace con don Alonso Nieto de
Herrera (con quien, según algunos autores, no tenía parentesco), que fue
quien heredó toda la extensión de tierras al fallecer tanto aquella
como su hija.
Devoto de la Virgen de la Alta Gracia de Extremadura, don Alonso rebautizó la zona con su nombre y en 1643 ingresó en la Compañía de Jesús como hermano coadjutor, donando todos sus bienes a la orden.
La estancia jesuítica domina Alta Gracia
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La
llegada de los religiosos trajo progreso y bienestar a la zona ya que
junto con el edificio mayor, en 1653 iniciaron la construcción del
Tajamar, una gigantesca cisterna alimentada por canales subterráneos y
acequias que sirvió para llevar agua hasta los terrenos de cultivo. Si a
ello agregamos la iglesia con su torre, la residencia de los
religiosos, los paredones, el molino, los obrajes y la ranchería, no
tardaremos en comprender que se trataba de un complejo de envergadura,
similar a los que la Comoañía levantó en Jesús María, La Candelaria, Colonia Caroya, Santa Catalina y San Ignacio de los Ejercicios que hoy forman parte del rico patrimonio cordobés.
La
estancia era administrada por dos o tres religiosos, quienes contaban
con la ayuda de al menos 300 esclavos negros que habían reemplazado a
los indios de las encomiendas por ser más fuertes y capaces para las
tareas laborales. Cuando la orden fue expulsada en 1767, sus propiedades
pasaron a manos de la Junta de
Temporalidades que después de vender a la mayoría de los esclavos a
terratenientes y particulares, las dejó prácticamente abandonadas.
En
1773 Alta Gracia fue comprada en subasta por don José Rodríguez, a
quien se le concedió un plazo de nueve años para pagar su valor.
Rodríguez
falleció tres años después dejando la propiedad a su hijo, Manuel
Antonio, quien pese al esmero que puso en cumplir las cláusulas, no pudo
cumplir con los acuerdos del contrato, razón por la cual, en 1796 la
estancia fue rematada.
El nuevo comprador fue Juan del Signo, que tenía como apoderados a Victorino Rodríguez, hijo del anterior e integrante de la Junta de Temporalidades y a Antonio de Arredondo, quienes se adjudicaron las dos partes en las que fue dividida la propiedad.
La
correspondiente a Victorino Rodríguez era la que incluía los añejos
edificios de la estancia y la que pasó a manos de don Santiago de
Liniers y Bremond1 cuando aquel la compró en 1810.
Al producirse la Revolución de
Mayo, Liniers se pronunció decididamente en contra del movimiento,
organizando la expedición que desde Córdoba debía marchar sobre Buenos
Aires.
Fueron
días de ajetreo e intenso movimiento en la estancia, con mensajeros que
iban y venían, reuniones de urgencia y largas cavilaciones. Finalmente,
reprimida la intentona, el héroe de la Reconquista y
otros cuatro complotados fueron fusilado en Cabeza del Tigre, paraje
próximo a la actual Cruz Alta y la añeja posesión pasó a manos de sus
herederos, quienes por ser menores de edad y tener a sus tutores
residiendo en Buenos Aires, la dejaron casi abandonada hasta agosto de
1820 cuando la pusieron a remate.
Se
sucedieron, a partir de entonces, una serie de propietarios que fueron
subdividiendo las tierras hasta darle forma a la actual ciudad.
Recién
el 14 de enero de 1900, el gobierno provincial creó el Municipio de
Alta Gracia, eligiendo a don Domingo Lepri como primer intendente. En
1905 se llevó a cabo la división de lo que fue el corazón de la Estancia Jesuítica, fraccioándola en tres grandes sectores y a partir de ese momento la zona comenzó a cobrar notable impulso.
Ese año, la Compañía de
Tierras y Hoteles vinculada al ferrocarril, de la que era titular don
Guillermo Franchini, antiguo empresario cinematográfico de Buenos Aires,
compró a la familia Cámara 100 hectáreas de
su propiedad, decidido a convertir la zona en un importante centro
turístico. Fue así como surgió Villa Carlos Pellegrini, barrio ubicado
en el paraje conocido como El Alto, donde en 1908 fue inaugurado el
aristocrático Sierras Hotel, nervio motor de la actividad turística que
ha caracterizado a Alta Gracia2.
A partir de ese momento, comenzó a afluir gente de todos los rincones del país y del exterior, destacando grandes personalidades del quehacer político, cultural y social, uno de ellos, el músico español Manuel de Falla, que adquirió un bello chalet del sector serrano donde se estableció permanentemente junto a una de sus hermanas3.
A partir de ese momento, comenzó a afluir gente de todos los rincones del país y del exterior, destacando grandes personalidades del quehacer político, cultural y social, uno de ellos, el músico español Manuel de Falla, que adquirió un bello chalet del sector serrano donde se estableció permanentemente junto a una de sus hermanas3.
Pero
con la oleada turística que invadió Alta Gracia llegaron también
decenas de enfermos de tuberculosis, atraídos por las bondades de su
clima y la pureza de su aire.
Ese
fue el nuevo destino que escogieron los Guevara Lynch para establecerse
definitivamente en aquel lugar; el que recordarían con más cariño
cuando la vida los condujese hacia nuevos destinos.
Ni bien llegó, la familia se instaló en dos habitaciones del Hotel de la Gruta,
un agradable complejo al pie de las primeras estribaciones de las
sierras, siempre impecable y muy bien atendido, cuyos dormitorios daban
todos a una gran galería y un jardín desde el que se podían contemplar
las montañas, los llanos, el cielo azul y parte de la ciudad.
Su
propietario, Víctor Hauser, era uno de los tantos alemanes que había
escogido ese lugar para vivir, un hombre obeso, rubio, de ojos azules,
en extremo cordial y sumamente correcto, que para saludar se cuadraba
como un soldado e inclinaba mecánicamente la cabeza hacia adelante.
Guevara
Lynch había escogido ese sitio porque aunque la mayoría de los
huéspedes eran enfermos pulmonares, no había ningún tuberculoso y eso lo
tranquilizaba.
El primer susto de proporciones que se llevó en el nuevo destino, lo generó, para variar, Celia, su mujer.
A
poco de instalados, una vez acomodadas sus pertenencias, Ernesto fue al
centro de la ciudad a comprar unas cosas, dejando confiadamente a su
familia en el hotel. Demoró poco más de una hora y al llegar, cerca de
las 10.00, notó que ni su esposa ni sus hijos se encontraban presentes.
Cuando le preguntó al dueño si sabía algo, este lo tranquilizó
diciéndole que había visto a su familia salir en dirección a las sierras
decidida a dar un paseo, lo que preocupó aún más a Guevara, porque
ninguno de ellos era diestro en ese tipo de terreno. Aún así, decidió
esperar, procurando no alarmarse.
Conversaba
con el Sr. Hauser y algunos de sus huéspedes cuando se dio cuenta que
habían pasado las doce y los suyos no aparecían. Entonces su inquietud
se transformó en angustia y al pasar otra media hora, la misma derivó en
temor. Le preocupaba que cruzando senderos, valles y quebradas su mujer
y sus hijos se hubiesen extraviado y que no supieran regresar, razón
por la cual, decidió salir en su busca.
Por
aquellos días, como hasta hoy, la noche en los cerros puede ser
peligrosa, no solo por el frío y la obscuridad sino porque aún rondaban
pumas y gatos monteses y eso no era algo para tomar a la ligera.
El
angustiado padre de familia se largó cuesta arriba, preguntando a cada
transeúnte y a los habitantes de los ranchos que había en el camino, si
habían visto a los suyos. Algo se tranquilizó cuando le manifestaron
haberlos visto pasar, señalándole determinada dirección.
Siguiendo
el curso de un arroyo, mientras mascullaba y lanzaba imprecaciones,
Guevara dio con lo que parecían las huellas de los suyos, notando que al
principio eran cuatro pero algo más adelante se transformaban en tres.
“Aquí Roberto se cansó y Celia lo tuvo que alzar”, pensó.
Al
ver que se venía la noche, el angustiado padre aceleró el paso y
siempre temiendo lo peor, porque en pleno invierno las temperaturas
bajaban hasta los 0º, divisó a lo lejos un humilde rancho junto a un
despeñadero, con sus paredes de adobe y techos de paja, rodeado por
algunos árboles, hacia el que se dirigió resueltamente. Caía la noche y
el frío comenzaba a hacerse sentir cuando desde afuera distinguió a su
mujer dialogando despreocupadamente con la propietaria, una criolla que
cebaba mate junto a varios niños, los propios y los Guevara
entremezclados.
-¡¿Pero
que hacés acá?!– preguntó el recién llegado en voz alta, más para
desahogar el miedo que para manifestar su indignación- ¡¿Qué te pasó?!
-Veníamos
muy divertidos juntando piedras y caracoles cuando nos dimos cuenta que
estábamos muy lejos. Encontré este rancho y me quedé a descansar un
poco- respondió su mujer tranquilamente mientras la dueña sonreía
divertida.
La
familia se estableció en Alta Gracia en 1932, pensando que solo iban a
estar allí los cuatro meses que les había recomendado el Dr. O´Donnell,
pero el tiempo se estiró más de lo imaginado y la estadía se prolongó
años.
Uno
de los principales entretenimientos del clan fueron los paseos y las
largas caminatas, aprovechando la naturaleza y las bellezas del lugar.
A
unas diez cuadras del hotel se levantaba una iglesia a la que acudía la
mejor sociedad de Alta Gracia junto con los habitantes más modestos de
los alrededores, y a ella iba Celia con Carmen y sus hijos pese a que su
fervor religioso había mermado y ya no era la creyente devota de su
infancia y juventud, que rezaba largas horas y se flagelaba.
Pese a lo agradable del lugar, el Hotel de la Gruta se
estaba tornando una carga para la economía familiar y por esa razón, el
matrimonio decidió mudarse a una casa. No tuvieron que buscar demasiado
ya que Villa Carlos Pellegrini estaba plagada de chalets desocupados
porque desde que el gobierno había lanzado el decreto que prohibía el
juego en casi todo el ámbito nacional, el casino había cerrado y la
afluencia de turismo mermado.
A
través de su amigo Fernando Peña, el matrimonio dio con Villa Chiquita,
una casa de dos plantas en muy buen estado, rodeada por un amplio
espacio que más que jardín era, una suerte de potrero que ponía algo de
distancia de sus vecinos.
La
casa era agradable, pero que los decidió fue el valoro de su alquiler,
bajísimo realmente porque hacía ocho años que estaba deshabitada y sus
propietarios no encontraban ningún interesado.
Como
la zona era residencia de tuberculosos, la preocupación de los Guevara
era dar con una vivienda que tuviera el menor contacto posible con los
enfermos y aquella parecía ser la adecuada. Se alzaba sobre la calle
Avellaneda, el camino que conducía a las sierras, en un sector bastante
despoblado, que la mayor parte del año era poco transitado y estaba
rodeado por un tupido monte de cañas y espinillos que iba a servir de
“campo de batalla” durante los juegos infantiles.
Así
fue como aquella verdadera tribu errante encontró su asentamiento; el
lugar donde echarían raíces por los siguientes dos años y eso fue no
solo un alivio para el bolsillo de don Ernesto sino el primer indicio de
que pertenecían a un sitio.
Una
vez que pisaron la casa, pudieron constatar que se trataba de una
propiedad muy bien construida, sumamente seca y que tenía sus cimientos y
parte de la cocina semienterrada en las sierras. Era el sitio ideal
para la salud de Teté y por sobre todo, de fácil acceso, pese a hallarse
en uno de los extremos del ejido urbano.
Ahí
fue donde los niños hicieron sus primeras amistades y donde comenzaron
los juegos, siempre con el pequeño Ernestito liderando la barra, pero
hubo un detalle que a sus padres les llamó la atención. Con el paso de
los días, tanto Ernesto como Celia comenzaron a notar que los lugareños
evitaban la casa, sobre todo los gauchos, casi todos peones de campo,
quienes al pasar con sus cabalgaduras frente a la puerta, lo hacían por
la vereda opuesta.
¿Qué
era lo que ocurría? Pronto lo averiguaron por boca del propio Peña: la
gente creía que la vivienda estaba embrujada ya que en los años en los
que había estado cerrada, habían ocurrido cosas extrañas. Se hablaba de
extraños ruidos, de golpes, de tenues luces que se desplazaban por las
habitaciones y hasta de lamentos.
Los
Guevara encontraron la historia divertida y no le dieron importancia,
hasta que una noche el padre se llevó el susto de su vida, mientras leía
en la cama.
Era
una noche cerrada en la que el viento soplaba con fuerza. Don Ernesto
se hallaba recostado, concentrado en el libro que sostenía en sus manos
cuando de repente, sintió extraños golpes en la cocina. Preocupado y
extrañado, se incorporó y bajó la escalera para ver de qué se trataba.
Eran sonidos extraños, como si alguien intentara abrir una puerta y no
lo lograba.
Don
Ernesto entró en la cocina y encendió la luz sin notar nada raro y lo
que le resultó más molesto, sin dar con la causa de aquel extraño ruido.
Cerró la puerta y cuando subía las escaleras, notó que los sonidos
comenzaban otra vez y así sucesivamente hasta que a la cuarta intentona,
se dio cuenta que cuando cerraba la puerta, esta cortaba la circulación
del aire y por esa razón, dos tapas de madera que colgaban de una
bisagra comenzaban a agitarse.
Los
Guevara eran felices en Alta Gracia, aún cuando el dinero no alcanzaba y
don Ernesto no conseguía trabajo. Y pese a que fueron años difíciles,
en los que debieron arreglárselas con los pocos ingresos que generaba un
campo de Celia al sur de la provincia (que en esos momentos padecía una
profunda sequía) y la plantación de Misiones (la yerba mate atravesaba
una seria crisis a nivel nacional), varias décadas después los
recordarían con nostalgia.
Villa Nydia, la tercera casa de los Guevara Lynch en Alta Gracia, hoy museo
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La necesidad de alquilar una nueva casa los condujo a una segunda residencia, propiedad de Juan Carlos Fuentes Pondal4,
miembro de una distinguida familia de San Fernando, al norte de Buenos
Aires y poco tiempo después a Villa Nydia, cuyo dueño era un sujeto
conocido como el “Gaucho” Lozada, descendiente de Telesforo Lozada, el
albaceas testamentario que en 1868 intervino en la operación de
compra-venta de la vieja estancia jesuítica y de sus antiguos
propietarios, don Rafael Lozada y su hermana, doña Manuela Lozada de
Cámara, cuyos herederos la vendieron al mencionado Guillermo Franchini
entre 1905 y 1906.
El
“Gaucho”, representante de una elite tradicional de Alta Gracia,
conservaba numerosas propiedades en la región, tres de ellas el casco de
la vieja estancia jesuítica, su iglesia y Villa Nydia, la nueva
vivienda que los Guevara estaban por alquilar.
Se
trataba de una casona cómoda y confortable, que contaba con tres
dormitorios de considerables dimensiones, un living, un comedor diario,
escritorio, cocina, dos baños, dependencias de servicio y una gran
galería rodeada por un amplio potrero. Pero lo mejor eran los $70 de
arrendamiento que debían pagar por ella, una menudencia si se tomaba en
cuenta su tamaño y las comodidades que ofrecía.
El
cambio no fue brusco porque la nueva morada se hallaba frente a Villa
Chichita, allí donde la población terminaba y por esa razón los juegos
con la misma barra de amigos, las correrías, las cabalgatas y las
expediciones por la selva no se interrumpieron.
La
casa de los Guevara comenzó a ser llamada “Vive como quieras”, nombre
de una película en boga en aquellos días, porque allí cada uno coexistía
como le parecía (siempre manteniendo el decoro y la conducta adecuada),
en perfecta armonía y unidad, sin perder el respeto y conservando los
espacios como en toda comunidad civilizada.
Guevara
Lynch cuenta que por las tardes, la propiedad se transformaba en un
club de chiquilines, quienes a la hora del té caían en bandadas para
comerse lo que hubiera ya que, pese a la estrechez económica, nunca se
le negó nada a nadie.
Casi ninguno de esos niños pertenecía al estatus social de los Guevara Lynch-De la Serna y si bien había algunos de clase alta y burguesa, la mayoría eran hijos de peones, trabajadores y “…gente que no tenía siquiera para taparse mientras dormían”5.
Comenzaba
un nuevo ciclo en la historia de la familia; un período mucho más
prolongado, que tendría en la nueva morada al epicentro de una intensa
actividad social.
Notas
1 Militar francés al servicio de España, décimo virrey del Río de la Plata. Por su heroico desempeño en la Reconquista de la capital del virreinato durante las Invasiones Inglesas, el rey Carlos IV le concedió el título de Conde de Buenos Aires.
2 El 28 de junio de 1940, Alta Gracia fue elevada la categoría de ciudad (Ley Nº 3849), al alcanzar los 10.000 habitantes,.
3 El gran músico falleció en su casa de Alta Gracia el 14 de noviembre de 1946, a los 70 años de edad. Sus restos fueron repatriados a Cádiz.
4 Alberto N. Manfredi (h), Familias Tradicionales de San Fernando, Editorial Dunken, Bs. As. 2008, p. 143 y ss.
5 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit., p. 160.
Publicado 31st August 2014 por Alberto N. Manfredi (h)