OPERACIÓN GIBRALTAR
Portada de la revista española "Cambio 16" |
La noche del 1 de noviembre de 1974 dos automóviles que
circulaban con sus luces apagadas se detuvieron muy cerca de la guardería
Sandymar, sobre el arroyo Rosquete, contiguo al río Luján, en la norteña
localidad de Tigre. Se trataba de un Dodge Polara azul metalizado y un Torino 380
naranja, con techo vinílico negro, en los que viajaban cinco individuos, todos
ellos integrantes de los Grupos Especiales de Combate (GEC) de la organización
subversiva Montoneros, que desde 1970 hacía la guerra al gobierno nacional.
Lo integraban Horacio Mendizábal, jefe del grupo, Roberto
Cirilo “Nacho” Perdía, Norberto “Beto” Ahumada y dos expertos en buceo, el
“Gordo” Alfredito y “Pipo”, comandos anfibios de la agrupación.
Los
terroristas se disponían a asestar un golpe demoledor en el marco de la
guerra que habían reiniciado tras su regreso a la clandestinidad. Perón
había fallecido en el mes de julio, luego de desatar una feroz ofensiva
en su contra y bajo el mandato de su viuda la misma recrudecía con
mayor violencia.
El objetivo era el comisario Alberto Villar, uno de los creadores de la
temible Triple A, agrupación parapolicial de extrema derecha organizada
por el todopoderoso ministro de Bienestar Social José López Rega a
instancias de Perón, para combatir a las agrupaciones insurgentes.
Villar, escogido personalmente por el líder, se había tornado una figura
emblemática y su eliminación constituiría un mensaje contundente para
el gobierno y una prueba de la capacidad militar de la agrupación.
Los
sábados por la mañana, el máximo jefe de la Policía Federal tenía por
costumbre dirigirse a la localidad de Tigre, en compañía de su esposa,
para abordar su lancha y efectuar largos paseos de fin de semana. La
idea era instalar un dispositivo mecánico en la embarcación y volarlo
durante la travesía.
La operación, ideada y planificada por Rodolfo “Moncho”
Vázquez Conforti, se puso en marcha de manera inmediata. Los integrantes del
escuadrón descendieron con sus Itakas listas para disparar y al amparo de la
obscuridad, esperaron que los buzos se colocasen los trajes de neoprene, las
patas de rana, los tanques de oxígeno y las máscaras. Ni bien terminaron, los
ayudaron a colocarse sobre sus espaldas los 10 kilos de trotyl con los que
pensaban concretar el atentado y se quedaron observándolos mientras los veían alejarse hacia la orilla.
Alfredito y Pipo fueron muy prudentes. Se introdujeron en las aguas muy lentamente, sin hacer ruido y
después de sumergirse, comenzaron a nadar hasta el muelle de la guardería donde
se hallaba amarrada la “Marina”, lancha, de 10 metros de eslora,
propiedad Villar.
Caía una persistente llovizna cuando los buzos se perdieron
de vista y los tres subversivos restantes se introdujeron en los autos.
Esperaban a dos combatientes más, el “Pelado” Giménez y su esposa, Mirta “La Negra” Barrutti, estudiante
de Filosofía y Letras de la UBA,
quienes a esa altura, debían haberse hecho presentes para prestar apoyo.
A la 01.00 de la madrugada del 2 de noviembre los comandos alcanzaron la embarcación. Una vez allí, se quitaron las
cargas explosivas que arrastraban y las colocaron cuidadosamente bajo del
asiento del conductor, emprendiendo inmediatamente después el regreso, de la
misma forma sigilosa como habían llegado.
Una
vez en el punto de partida, emergieron de las aguas y se
acercaron a los vehículos donde sus compañeros, con las Itakas sobre las
rodillas, bebían café. Se quitaron los trajes de buceo, los cuales
arrojaron dentro de baúl del Dodge, se colocaron su indumentaria diaria y
se repartieron entre los
dos automóviles para echarse a dormitar en espera de la mañana.
Pese a la tormenta de la noche anterior, el día amaneció
despejado, con un sol magnífico y sin ninguna nube a la vista. El comisario Villar y su esposa, Elsa María
Pérez, cerraron con llave la puerta de su departamento en la Capital Federal y bajaron a la
calle para dirigirse al Tigre.
Antes de subir a su automóvil saludaron con amabilidad a su chofer, un agente de policía de apellido Ponce
que aguardaba sentado al volante, listo para partir. Estacionados cerca, dos Ford
Falcon verdes, cada uno con cuatro integrantes de la custodia esperaban también, fuertemente armados, vestidos de saco y corbata y con gafas obscuras cubriendo sus ojos.
Eran las 09.45 cuando la comitiva se puso en marcha. Uno de
los Falcon se ubicó delante del vehículo y el segundo
detrás, a modo de retaguardia tomando así la Av. Libertador, en dirección a
la provincia. Estuvieron en el Tigre en menos de una hora, dado el escaso
tránsito de aquella soleada mañana de sábado. Cruzaron el puente del río
homónimo (donde se encuentra el embarcadero de lanchas colectivas) y
tomando por la avenida costanera que corre paralela, primero al río Tigre y
después al Luján, siguieron por Luis Pereyra hasta el muelle de la
guardería, debiendo sortear previamente unos 200 metros de tierra y dejar atrás los
Astilleros Astarsa, con su febril actividad laboral.
Ponce apagó el motor y el comisario descendió acompañado por su esposa, lo
mismo los miembros de la custodia que
viajaban en los otros automóviles a excepción de los choferes, quienes permanecieron
en sus asientos con los motores en marcha. Ponce ayudó a
la señora de Villar a cargar sus bolsos mientras los custodios se desplegaban
para cubrir la zona.
Acompañados por dos de ellos y el chofer, los Villar
recorrieron el muelle y llegaron hasta la lancha, donde ayudados por Ponce,
depositaron sus pertenencias.
Después de quitar las amarras y tras las salutaciones de
rigor, el comisario encendió el motor y la embarcación comenzó a alejarse, adentrándose lentamente en el río. Nadie imaginaba lo que estaba por ocurrir.
Ponce y los miembros de la custodia regresaban a los
automóviles cuando una tremenda explosión a sus espaldas hizo temblar el lugar. Aún
aturdidos y conmocionados, giraron sus cabezas y lo que vieron los
hizo estremecer.
El “Marina” se hundía consumido por las llamas, mientras desprendía una densa columna de humo.
Los pocos lugareños que se encontraban en la zona corrieron
hasta la orilla para ver lo sucedido en tanto uno de ello, algo entrado en
años, abordaba un pequeño botecito y remaba con fuerza en dirección al siniestro, vano intento por socorrer a las víctimas.
Envuelta en lenguas de fuego y una densa nube de humo
negro, la lancha desapareció en las aguas dejando algunos restos flotando en la
superficie.
El cuerpo de la señora de Villar voló hasta la otra orilla y
ahí quedó tendido, sin vida, en tanto el de su marido yacía esparcido por todas
partes, espantosamente mutilado.
Corroborado el éxito de la operación, los terroristas huyeron, dejando tras de sí dos nuevas víctimas de su
accionar y una nación conmocionada. Acababan de dar muerte a una de las figuras
más emblemáticas de la guerra antisubversiva.
Menos de un año después, la noche del 22 de agosto de 1975,
dos vehículos que circulaban en la obscuridad se detuvieron junto a la orilla,
a escasos metros de los Astilleros Navales de Río Santiago, próximos a La Plata. Una vez allí, apagaron
sus motores y aguardaron unos minutos en el más completo silencio.
En los grandes talleres navales, escenario de cruentos
enfrentamientos durante la
Revolución de 1955, la Armada Argentina
construía el destructor tipo 42 “Santísima Trinidad”, gemelo del ARA “Hércules”
y del HMS “Sheffield”, con el que pensaba reforzar su flota.
Las luces de los galpones destacaban a lo lejos cuando los
ocupantes de los rodados, integrantes todos de Montoneros, descendieron y se
encaminaron a los baúles mientras sus compañeros, fuertemente armado, montaban
guardia.
Los terroristas extrajeron algunos elementos y cerca de las
21.00 cuatro de ellos embarcaron en un bote inflable y comenzaron a remar
hacia el objetivo. Los dos restantes quedaron en tierra, haciendo las veces de
enlaces, provistos de un aparato de radio y un micrófono.
El “Santísima Trinidad” era la misma embarcación que seis
años después tomaría parte en la Operación Rosario junto al mencionado
“Hércules” y otras unidades de la flota de mar. Tenía 125 metros de eslora,
14,3 de manga y 5,8 de calado y estaba montado sobre pilotes en uno de los
diques del astillero.
Cuarenta y cinco minutos después, el bote llegó a un descampado que los subversivos habían escogido como punto de partida de
la misión, ubicado a 700
metros del objetivo y sus ocupantes echaron pie a tierra
al tiempo que su jefe, el "Gordo" Alfredito, impartía una serie de indicaciones.
Tres de los hombres, Alfredito entre ellos, se colocaron los
trajes de hombre-rana y en el más absoluto silencio, se introdujeron en el agua
llevando consigo varias cargas explosivas. El cuarto quedó en tierra, a
cargo del bote y las pertenencias de los buzos.
Cuando pasaban junto a la usina del astillero, los comandos
subversivos comprobaron que una de las minas que pensaban colocar en la parte
inferior del buque se empezaba a hundir debido a una falla en su válvula. Eso
los obligó a detenerse para intentar reflotarla pero pese a trabajar durante una hora, no lo lograron porque el artefacto de 150 kilogramos de peso
no era fácil de manipular. Decidieron abandonarlo a 5 metros de profundidad,
sin quitarle el seguro porque la luz de alerta estaba encendida, y de ese modo siguieron adelante.
Al llegar al muelle donde se hallaba montado el
destructor, los buzos se introdujeron entre los pilotes y nadando
cautelosamente llegaron a un punto en el cual se sumergieron. Se desplazaron un
trecho más y a los pocos minutos alcanzaron su casco, a la altura de lo que suponían era la Sala
de Máquinas. Emergieron
un momento para ver si estaban en posición y enseguida volvieron a
sumergirse buscando unas salientes donde amarrar los explosivos.
La inspección arrojó resultados negativos. Las salientes no
existían y por consiguiente, era imposible sujetar las minas. Por esa razón,
volvieron a emerger y tras intercambiar unas palabras en voz baja, Alfredito
decidió sujetarlas en los pilones, a la altura de la Sala de Máquinas, casi
tocando el casco, lo que de seguro iba a provocar daños severos.
Volvieron a sumergirse y a dos metros por
debajo de la línea de flotación, ataron las cargas, desenroscaron los seguros e inmediatamente después,
iniciaron el escape.
Las minas estallaron con inusitada violencia, provocando graves
daños en la estructura del buque, especialmente en sus ejes y cunas,
además de aunque no su destrucción. La embarcación se hundió
parcialmente y allí quedó apoyada en el lecho, hasta su reflotamiento,
un mes después.
La operación resultó un éxito y sirvió para demostrar que
los Montoneros eran una organización poderosa, capaz de emprender operaciones
de envergadura y que disponía de los medios necesarios para desestabilizar al
gobierno.
Ese día, la agrupación terrorista, verdadero ejército
irregular, conmemoraba el renunciamiento de Evita a la vicepresidencia de la Nación en 1951 y la masacre
de Trelew acaecida en 1972, cuando 16 militantes de organizaciones subversivas
peronistas y de izquierda fueron fusilados en la prisión de la Base Aeronaval Almirante Zar, próxima a la mencionada ciudad patagónica, después de un espectacular intento
de fuga.
El 22 de abril de 1982, a veinte días de haber estallado el
conflicto del Atlántico Sur, el almirante Jorge Isaac Anaya convocó en su despacho
del Edificio Libertad, el imponente coloso blanco que la Armada Argentina posee como
sede en Puerto Nuevo (Retiro), al titular del Servicio de Inteligencia Naval
(SIN), almirante Eduardo Morris Girling.
El alto oficial, miembro de la junta de gobierno, tenía en
mente un ambicioso plan destinado a forzar a los británicos a retener su flota
en Europa y quería ponerlo en práctica.
La idea consistía en atacar en el viejo continente hundiendo
uno de sus buques de guerra, hecho que impulsaría a las naciones de la OTAN a exigir al Reino Unido mantener sus unidades en el hemisferio norte, dada la amenaza soviética.
En lo que al objetivo se refiere, Anaya descartó de lleno
una base en las Islas Británicas porque la presencia de argentinos en el lugar despertaría
grandes sospechas. El blanco de la incursión debía ser Gibraltar pues tratándose
de una posesión del Reino Unido en España, por la cual aquella nación también
mantenía un conflicto, se podía esperar algún tipo de apoyo, aunque fuera
pasivo; además, no habría problemas con el idioma y se podría operar desde
territorio neutral próximo, como la cercana Algeciras o alguna otra localidad.
Una vez presente en el edificio, el alto jefe naval se hizo
anunciar y poco después ingresaba en el despacho del integrante más duro e
intransigente de la Junta Militar,
principal impulsor de la captura de los archipiélagos.
Tras las salutaciones de rigor, Morris Girling tomó asiento y Anaya comenzó a hablar.
-Estamos elaborando un plan. Lo que necesitamos es golpear
en Europa.
-¿Exactamente con que fin? – preguntó el recién llegado.
-La idea es hundir una nave de guerra británica allá. Si
tenemos éxito, los europeos advertirán que los buques destinados a protegerlos
están a miles de millas de distancia, cerca del Polo Sur y por esa razón,
presionarán para que regresen.
El jefe del SIN permaneció unos segundos pensativos e
inmediatamente después manifestó que creía poder poner en marcha la
operación y tener la gente indicada para llevarla a cabo.
Antes de finalizar, Anaya le impuso las dos únicas
condiciones que exigía: discreción total y no comprometer de ninguna
manera al gobierno español.
Morris Gerling dio el “comprendido” y la conversación
finalizó.
Ese
mismo día, durante una reunión secreta, se puso en marcha lo
que iba a ser conocido como Operación Gibraltar, llamada posteriormente
Operación Algeciras, un golpe comando espectacular contra la flota
británica,
que podría llegar a cambiar el curso de la guerra. El objetivo: aquel
diminuto punto de la geografía ibérica controlado por Inglaterra contra
el cual operaron exitosamente buzos tácticos italianos durante la
Segunda Guerra Mundial.
Ni bien salió del despacho, Morris Gerling se dirigió a su
oficina y una vez en su escritorio, tomó el teléfono para ordenar la presencia
de sus asistentes. La directiva que impartió fue ubicar inmediatamente a Máximo
Nicoletti y mantener absoluta reserva del asunto.
Agentes del Servicio de Inteligencia Naval se movilizaron
para establecer contacto urgente con el aludido individuo, un experto en buceo
y lucha submarina, y tras minuciosa e intensa búsqueda dieron con él en Miami, donde vivía con su familia desde hacía unos años. La conversación fue breve y escueta; se
le dijo que regresara urgentemente al país y se pusiera en contacto con
determinada persona.
El hombre todavía estaba sorprendido por la invasión
argentina a los archipiélagos australes e hizo preguntas al respecto las cuales, por
teléfono, nadie quiso responder.
¿Quién era este Máximo Nicoletti a quien los altos jefes de la Armada convocaban con tanta
urgencia?, pues nada mas y nada menos que el mismísimo "Gordo" Alfredito, el
terrorista que en los años setenta asesinó al matrimonio Villar y hundió al destructor “Santísima Trinidad”.
¿Cómo era posible que un ex guerrillero, integrante de la organización subversiva más poderosa contra la que habían luchado el
gobierno argentino, en especial, la Marina, fuese citado en el Comando Naval? Muy sencillo; Nicoletti estuvo preso en la ESMA
donde sus captores lo
habían sometido a un plan de “recuperación” y “reeducación” puesto en
vigencia por la Armada en los años de la guerra antisubversiva,
tendiente a captar a aquellos
elementos que por sus conocimientos y habilidades pudiesen resultar
útiles. No fueron muchos pero Nicoletti figuraba entre ellos.
La vida de este verdadero hombre de acción es realmente
digna de una película.
Nacido en Mendoza el 5 de septiembre de 1950, fue criado
desde pequeño en Puerto Madryn, donde su madre, una española oriunda de Torre
de la Vega
(Castilla la Vieja),
se radicó con sus cuatro hijos (tres mujeres y un varón).
Según algunas fuentes, el apellido del ex guerrillero no es
el de su padre sino el de su padrastro. Pino Nicoletti era un inmigrante
italiano, ex combatiente de la Segunda
Guerra Mundial, integrante de los escuadrones de buzos
tácticos de la Regia
Marina organizados por Mussolini para operar contra buques de
la flota británica, los mismos que llevaron a cabo la exitosa misión en el
puerto de Alejandría.
Según
las fuentes, la madre del "Gordo" Alfredito se
casó con él en Chubut y formó un nuevo hogar, criando a sus hijos allí,
donde crecieron y se educaron. Cuando ella falleció, don Pino se fue al
Brasil para formar un nuevo hogar
perdiendo, a partir de entonces, todo contacto con sus hijastros.
Desde chico, Nicoletti manifestó vocación por las
actividades acuáticas. Siendo adolescente practicó natación con aletas y hasta
fue campeón nacional en esa especialidad, pero la política le interesó más y
por esa razón siendo estudiante, se incorporó a las filas de la Juventud Peronista
de Trelew, doctrina (la justicialista) que abrazó con fervor incentivado, tal
vez, por su padrastro fascista.
Su militancia activa le permitió ir escalando peldaños en la
organización y de ese modo, en los años setenta, volcado completamente a la izquierda, logró cierta relevancia en su
cúpula, de la que formaba parte al producirse hechos de resonancia como
el Cordobazo y el secuestro del general Aramburu.
Su
primera incursión tuvo lugar
durante la fuga de los presos políticos del penal de Rawson que
desencadenó la masacre de Trelew, en la que tuvo a cargo la apoyatura
logística. Fue por esa
época que pasó a Montoneros, alcanzando celebridad no solo por su nombre
de
guerra “Alfredito”, sino por su coraje y determinación.
Integrando esa organización puso a su servicio
su experiencia como buzo así como sus conocimientos y su capacidad para llevar
a cabo misiones submarinas de tipo comando.
De esa manera, encabezó los atentados contra el comisario
Villar y el destructor “Santísima Trinidad” y en mayo de 1977 intentó asesinar,
sin éxito, al vicealmirante Aníbal Guzetti, ministro de Relaciones Exteriores
del Proceso de Reorganización Nacional.
Después de haber tomado parte en otros hechos de gran impacto,
a fines de ese año fue capturado junto a su compañero de militancia Nelson
Latorre, por el Grupo de Tareas (GT) 33/2 de la ESMA a cargo del temible Jorge “El Tigre” Acosta.
Fue en ese centro de detención donde los marinos,
acaudillados por el almirante Massera, pusieron en marcha un plan tendiente a
rehabilitar a ciertos cuadros prisioneros de los cuales se podía sacar provecho, y
el más relevante de todos, dadas sus “cualidades” y conocimientos, resultó ser
Máximo Nicoletti, a quien no le costó mucho pasarse al bando enemigo y
convertirse en un ferviente servidor de la “dictadura”.
Al respecto, Nicoletti explicaría años después a Radio 10 y al
“The Sunday Times” de Londres, que al ver que de otros vehículos descendían
maniatadas su mujer y sus hijas, decidió negociar para salvarles la vida.
Una de las primeras misiones que se le encomendaron fue
delatar a sus ex compañeros y facilitar su detención. Junto a personal de la Armada, solía integrar las
patrullas que por las noches recorrían las calles de Buenos Aires para buscar e
identificar a sus antiguos co-militantes. Entre ellos se encontraba el “Negro”
Ricardo, uno de los jefes más importantes de la Sección Buenos
Aires de Montoneros a quien en 1978 condujo desarmado hasta una
casa deshabitada donde aguardaba emboscado un grupo de tareas naval.
Sin
sospechar nada y confiando plenamente en su amigo, el "Negro" Ricardo
entró en la vivienda y una vez en su interior fue capturado y conducido a
la ESMA donde, al negarse a
delatar a otros subversivos, terminó ejecutado.
Según varias fuentes, Nicoletti se convirtió en uno de los
más leales hombres de Massera, tanto, que tuvo a su cargo la vigilancia y
delación de los prisioneros detenidos en el centro de detención.
En
1978, durante la crisis del Canal de Beagle, a "Alfredito" se le
encomendó una nueva misión: poner en marcha un plan destinado a hundir
un
buque chileno, cosa que no llegó a concretarse porque el conflicto fue
detenido
a último momento. Finalmente, cuando en 1979 la ESMA dejó de funcionar como prisión, Nicoletti,
que ya era un servicio de inteligencia naval, fue enviado a Caracas junto a
Nelson Latorre para realizar tareas de espionaje. Allí, en Venezuela, saldó su
deuda con los represores y finalizó su vínculo con ellos.
Una vez ubicado, Nicoletti viajó a Buenos Aires. En el
Aeropuerto Internacional de Ezeiza lo estaban esperando tres individuos de
gafas negras que lo condujeron hasta un vehículo particular para llevarlo
directamente a la sede del Servicio de Inteligencia Naval donde aguardaba el
almirante Morris Gerling.
Ni bien entró en la oficina, Nicoletti vio que junto al
alto oficial naval se encontraba una segunda persona, el capitán Luis
D’Imperio, sucesor del "Tigre" Acosta en el GT 33/2 de la ESMA (la unidad que lo había secuestrado en 1977), quien tenía a su cargo la organización de la
misión, a saberse, el envío de un grupo comando que debía
operar en Europa.
Morris Gerling presentó al recién llegado, lo invitó a tomar
asiento y sin más preámbulos, pasó a explicarle los motivos por los cuales
había sido convocado: debía hundir una nave de guerra británica en el Peñón de
Gibraltar.
Semejante baldazo dejó helado al ex subversivo. Morris Gerling le
pasó la palabra a D’Imperio y este dijo que acababa de llamar a
otros dos ex montoneros, el mismísimo Nelson Latorre, alias el “Pelado Diego” y
un sujeto conocido por el apodo de “El Marciano” para formar un grupo
comando al mando de un oficial de la Armada, el teniente de navío Héctor
Rosales, quien actuaría como enlace.
La misión se terminó de planificar a fines de abril, después
de varias reuniones en las que D’Imperio, junto a los integrantes del grupo de
tareas y unos pocos asesores navales, ajustaron hasta el más mínimo detalle
intentando no dejar nada al azahar.
El plan consistía en montar una base de operaciones en
Algeciras, por ser la localidad más cercana al objetivo, donde establecerían su
centro de operaciones haciéndose pasar por un grupo de turistas apasionados por
la pesca y el buceo, ajenos a toda cuestión política. Desde allí, procederían a
estudiar el terreno y observar detenidamente los movimientos en la base naval
mientras la embajada argentina en Madrid conseguía los explosivos con los que
se iba a volar la embarcación. Los mismos deberían llegar por valija
diplomática, camuflados en el interior de unas boyas color naranja, las cuales serían
entregados en un punto a determinar.
Una vez señalado el blanco (el buque a
hundir), se esperaría una noche obscura, nublada o sin luna para asestar el
golpe, previa autorización por parte del almirante Anaya. Lo más sugestivo era
que en caso de ser detectados por las autoridades españolas, los comandos
deberían “confesar” ser integrantes de un grupo de ex guerrilleros montoneros que
por cuenta propia había decidido operar en defensa de la patria.
Entre el 24 y el 25 de abril, Nicoletti y Latorre se trasladaron a Ezeiza y una hora después abordaron
un Boeing de Aerolíneas Argentinas llevando consigo trajes de buceo y un
mapa turístico de Algeciras. Volaron a París provistos de pasaportes
falsos -de no muy buena calidad-, elaborado
por Víctor Basterra, otro ex montonero experto en ese tipo de tareas y
después de atravesar medio mundo aterrizaron en el Aeropuerto
Charles De Gaulle, donde vivieron el primer momento de tensión cuando las
autoridades francesas sospecharon de esa documentación y los pusieron bajo
vigilancia. Sin embargo, al cabo de unas horas les devolvieron los pasaportes
y misteriosamente los dejaron seguir. Nicoletti dijo que estaban
en viaje turístico por la costa mediterránea y por consiguiente no había motivos para que
los tuviesen detenidos.
De
París volaron a Madrid y una vez en la capital española,
abordaron otro avión que los llevó a Málaga, donde alquilaron un
automóvil con la intención de viajar a Estepona, balneario ubicado entre
Algeciras y Marbella, a escasos 18 kilómetros de Gibraltar.
Los comandos realizaron el trayecto sin inconvenientes. Lo
primero que hicieron al llegar fue alojarse en un hotel modesto aunque muy bien
puesto y al día siguiente, después de una noche tranquila, fueron alquilar un auto
para recorrer los alrededores.
Cuarenta
y ocho horas después regresaron a Madrid donde debían encontrarse con
Rosales y "El Marciano", quienes esperaban allí desde el día
anterior a su llegada. En la capital española establecieron contacto con
el
agregado naval de la embajada argentina y a través de él se enteraron
que las
minas magnéticas de fabricación italiana ya habían sido adquiridas y
estaban
listas para ser entregadas.
El día acordado, dos funcionarios de la legación cargaron
los explosivos en una furgoneta e inmediatamente después partieron hacia el
punto de encuentro convenido: una playa de estacionamientos en las afueras de la
ciudad.
Nicoletti y Latorre esperaban en el interior de un automóvil
recientemente alquilado cuando el vehículo de la representación diplomática se
les acercó lentamente y se detuvo a su lado. Uno de los ocupantes descendió y
se encaminó a ellos mientras el conductor permanecía sentado al
volante, con el motor en marcha.
Ningún
transeúnte notó nada. Los argentinos bajaron las
cajas con los explosivos, las pusieron en el automóvil de Nicoletti y
una vez concretada la operación, se retiraron por caminos diferentes.
Los
comandos se reagruparon en otro punto de la capital y
desde allí partieron rumbo a Algeciras, el coche de Rosales en primer
lugar,
seguido diez minutos después por el de Nicoletti y luego por el del
"Marciano" y Latorre, quienes debían esperar veinte minutos para salir a
la carretera. De esa
manera, lograrían burlar cualquier control caminero dando tiempo al
vehículo portador a tomar un camino alternativo.
Por entonces, España organizaba el campeonato mundial de
fútbol y temerosa de un atentado de la banda terrorista ETA, había reforzado la
seguridad, poniendo especial atención en rutas, autopistas y avenidas.
El viaje hasta Algeciras transcurrió sin problemas. Una vez en
la soleada ciudad portuaria, buscaron un nuevo hotel y frente su edificio estacionaron
los rodados. Concluidos los trámites de rigor, descargaron el “equipaje” y lo llevaron
hasta una de las habitaciones, donde lo depositaron con mucha cautela y extremo
cuidado.
Nadie pareció sospechar nada al ingresar con las
pesadas cajas con las
dos minas italianas de 60
centímetros de diámetro en si interior.
En el Corte Inglés de Algeciras, la tradicional cadena de
tiendas españolas, compraron un bote inflable Zodiac con su correspondiente
motor Yamaha y un trailer. A partir de ese
momento, comenzó su representación, haciéndose pasar por amigables turistas que
solo deseaban pescar y practicar buceo y eso les permitió ganarse la amistad de
los lugareños, quienes todas las mañana, muy temprano, los veían salir con su
gomón, sus equipos de pesca y sus trajes de inmersión para regresar bien
entrada la noche, siempre cargados de peces.
Sus excursiones se hicieron tan frecuentes, que los
lugareños se familiarizaron con ellos y hasta llegaron a tomarles aprecio. Después de todo eran un grupo pintoresco, conversador y extremadamente
extrovertido que para más, vendía el pescado a precios irrisorios.
Los
comandos navegaron por la bahía, acercándose
cautelosamente a la base británica, observando con sus prismáticos y
tomando nota de todo lo que sucedía ahí. También hicieron aproximaciones
subacuáticas,
guiándose por sus brújulas, comprobando la ausencia de redes submarinas y
de personal de vigilancia
en las garitas.
Para
transmitir sus observaciones a Buenos Aires, se dirigían a una cabina
telefónica y desde allí llamaban a una casa alquilada por la Armada en
las inmediaciones, utilizando un nombre falso1.
De acuerdo a la información recogida, la vigilancia en la
base era escasa y eso tornaba factible la operación; sin embargo, el
único buque inglés amarrado en los muelles era un viejo minador de madera
que no constituía un blanco rentable.
Nicoletti propuso volarlo igual pero Anaya desautorizó la
operación por considerar que no se iba a alcanzar la repercusión deseada.
Días
después, ingresó en Gibraltar un gigantesco buque petrolero de bandera
liberiana, proveniente del Canal de Suez. Rosales, que utilizaba el nombre en
clave de “capitán Fernández”, se comunicó entonces con su superior y lo puso al tanto de la
novedad pero una vez más, el integrante de la Junta Militar
rechazó la propuesta porque creía que la destrucción de esa nave iba a causar
un desastre ecológico y gran número de víctimas civiles y eso provocaría el
repudio internacional contra la
Argentina además de severas condenas. En esos días, Buenos
Aires intentaba una solución diplomática y de momento, no convenía ninguna
acción de ese tipo. Sin embargo, cuando el 2 de mayo los británicos hundieron
el “General Belgrano”, fue el mismísimo Anaya el que exigió premura y acción
inmediata.
De ese
modo, el día 3 de mayo se dispuso establecer contacto con los comandos para
ordenarles que el primer buque británico que ingresase en la base, fuese volado.
Según
Nicoletti, esos llamados a Buenos Aires nunca se realizaron y el día que se
disponía a llevar a cabo el ataque2, Buenos Aires suspendió la
acción porque en esos momentos el canciller Costa Méndez se hallaba reunido con
Alexander Haig y se aprestaba a defender la posición argentina en los foros
internacionales.
Durante
todo ese tiempo y en días posteriores, los comandos hicieron nuevas aproximaciones, atravesando el dispositivo de defensa de la base para acercarse a sus
muelles e inspeccionar las instalaciones.
Entre
el 29 y el 30 de mayo llegó el momento esperado. Una fragata clase Leander, la HMS “Ariadne” oriunda de
Chipre, hizo su ingreso en Gibraltar.
Nicoletti
y su equipo se dispusieron a operar y a tales efectos, revisaron sus
trajes,
chequearon las cargas explosivas, alistaron el equipo y siguiendo el
procedimiento propio en ese tipo de operaciones, se echaron a
descansar un par de horas3.
Mientras eso ocurría, Rosales y Latorre viajaban a Málaga a renovar el
alquiler de los vehículos y tener todo listo para escapar.
De
acuerdo al plan, Latorre conduciría el Zodiac hasta
la boca del puerto llevando a Nicoletti y "El Marciano"; una vez allí, los dos buzos se arrojarían al agua y
guiándose por una brújula, nadarían sumergidos hasta el objetivo, llevando consigo
las cargas explosivas. Una vez bajo la fragata, fijarían las minas en su casco y
después de programar su dispositivo de retardo para las nueve de la noche,
regresarán al gomón. Ya en tierra firme, se quitarían los
trajes de buceo, subirían a los automóviles y partirían hacia Madrid, más
precisamente al aeropuerto de Barajas, donde abordarían el avión que a las
19.00 horas los llevaría de regreso a Buenos Aires. Dos horas después, los mecanismos estallarían.
La operación, sin embargo, jamás se concretó.
Según la versión oficial, en la agencia de alquiler de
Málaga, el encargado de turno se extrañó de esos clientes que pagaban siempre
en efectivo, sin utilizar las tarjetas de crédito, tal como se
acostumbraba entonces. Eso despertó sus sospechas y dio aviso a la policía que
acudió al lugar de inmediato y arrestó a ambos.
La versión más corriente es la del temor que los argentinos
despertaron entre los empleados de la agencia porque unos días antes, una banda
de esa nacionalidad (reforzada posiblemente por uno o dos uruguayos), había
asaltado la sucursal del Banco Santander de Málaga y eso tenía en vilo a las
autoridades y la población en general, atenta a todo indicio de presencia
rioplatense.
Cuando Rosales y Latorre entraron en el local, los empleados
de la agencia dieron aviso a la comisaría y minutos después, fueron detenidos.
Al verse rodeado por personal policial, el primero se dio a conocer indicando
que era oficial de la
Armada Argentina y que cumplía una misión secreta:
- Soy el capitán Fernández, de la Armada Argentina,
y estoy en una misión secreta. Desde este momento me considero prisionero de
guerra y no diré una palabra más.
-Si tú eres marino argentino, yo soy sobrino del Papa.-le
contestó el comisario.
Acto seguido, le ordenó
a sus efectivos que se dirigiesen inmediatamente a Algeciras y detuviesen al resto del grupo que esperaban en el hotel.
A
las 12.30 de aquel 12 de mayo los agentes Francisco López
y Ricardo Luis Coll llegaron al pequeño albergue algecireño y apoyados
por otros dos agentes del Cuerpo Superior de Policía de
Málaga, irrumpieron en las
habitaciones donde Nicoletti y "El Marciano" dormían. Cuando el primero
los vio
entrar pensó para sí “perdimos” y enseguida se dio cuenta que todo había
terminado4.
Un vasto dispositivo policial se encargó de retirar del
lugar a los dos comandos, el equipo y la boya con los explosivos allí guardados.
Los argentinos fueron puestos a disposición de las
autoridades españolas pero al cabo de unas horas estaban en libertad,
almorzando con sus captores en un restaurante de la ciudad.
Fue un almuerzo muy divertido donde los policías
españoles trataron amigablemente a los argentinos y lamentaron que la operación
se hubiera desbaratado.
-Hombre, si yo hubiera sabido que ibais a hundir un barco
inglés os dejaba seguir. Después de todo, el Peñón de Gibraltar también es
territorio usurpado por Inglaterra – dijo uno de ellos.
Finalizado el almuerzo, Nicoletti y "El Marciano" fueron
conducidos a Málaga y alojados junto a sus compañeros en un destacamento policial, en espera de una resolución.
Por esos días, Leopoldo Calvo Sotelo, presidente del gobierno español, se
encontraba en plena gira electoral y hallándose de paso por Málaga, ordenó al
ministro del Interior, Juan José Rosón, que se hiciese cargo del asunto. Rosón,
a su vez, le ordenó a Miguel Catalán, comisario general de la policía de
Málaga, que asumiese la
coordinación de aquella operación y la mantuviese en el más estricto secreto.
Inmediatamente
después, Calvo Sotelo dispuso que ocho miembros de su custodia cediesen sus
asientos en el avión asignado para su campaña y que los mismos fuesen ocupados por los cuatro argentinos y los agentes que debían custodiarlos y
supervisar su salida.
Los
comandos viajaron hasta la capital española junto al presidente del gobierno. Sin
salir del aeropuerto, abordaron otra aeronave y utilizando los mismos
pasaportes falsos con los que había ingresado a Europa partieron de regreso a
la Argentina. Los
cuatro agentes de policía volaron con ellos hasta las
islas Canarias, en cuya capital el aparato hizo su primera escala y regresaron en otro avión de línea.
El
suceso estuvo a punto de provocar un verdadero vendaval político y un
gran incidente diplomático ya que, por esos días, España acababa de
ingresar en la OTAN y la concreción de una
acción de tamaña magnitud en su territorio hubiese comprometido su situación, especialmente
con el Reino Unido y posiblemente, con el propio Estados Unidos.
La
oportuna intervención de Calvo Sotelo evitó que la cosa pasara a mayores aunque
creó una suerte de crisis en su gobierno. La misma fue tratada en dos ocasiones por su
Consejo de Ministros, el cual, tras largas deliberaciones, dispuso el envío de una
nota de protesta a Buenos Aires.
El
gobierno español decidió mantener el incidente en el más absoluto secreto,
tanto, que los agentes intervinientes, Coll y López entre ellos,
fueron apartados del caso y obligados a no decir una sola palabra, bajo pena de severas sanciones. Por directiva del ministro
Rosón, la documentación pertinente fue triturada y
quemada.
Los
argentinos intentaron emular las arriesgadas misiones italianas en el norte de África y Medio Oriente durante la Segunda Guerra Mundial, donde sus comandos anfibios inauguraron métodos y tácticas de increíble audacia que les permitieron asestar duros golpes al
enemigo.
Lo que pocos saben es que las minas submarinas que Nicoletti y su grupo
pensaban utilizar sobre la “Ariadne”, finalmente estallaron.
Abortada la operación y deportados los cuatros efectivos del
grupo, ambos ingenios fueron cuidadosamente retirados del lugar y
conducidas a la ciudad de Málaga, bajo rigurosas medidas de seguridad, en el
marco de un hermético operativo a cargo de los servicios de inteligencia españoles. Agentes del Grupo de Información de la Comisaría de la Costa del Sol las tuvieron
bajo su custodia algunos días hasta que agentes navales las retiraron para ser
desactivadas5.
Los explosivos fueron colocados en un camión policial y
trasladados a la provincia de Almería donde, tras una escala de veinticuatro
horas en la comisaría de El Ejido, llegó la orden de transportarlos hasta la Base Álvarez de
Sotomayor del Ejército español, en el municipio de Viator. El transporte cubrió los 6 kilómetros desde el
centro de Almería hasta la unidad, fuertemente custodiados. Una vez dentro, se detuvo en la plaza de armas donde personal militar procedió a descargarlo y conducirlo hasta el cercano campo de maniobras con el propósito de detonarlos.
La operación estuvo a cargo de los artificieros del ejercitó
español y se llevó a cabo bajo estricto hermetismo
Las fuertes explosiones que los habitantes de Almería
atribuyeron a maniobras de práctica en la base fueron, en realidad, las minas
de origen italiano que los argentinos pensaban utilizar para volar el buque
británico.
El Estado español rotuló al asunto como “secreto de guerra” y lo mantuvo oculto
hasta octubre de 1983 cuando la revista “Cambio 16” lo publicó como nota de
tapa, bajo el título “Alto Secreto”, brindando abundantes detalles del
incidente"6. Su portada multicolor mostraba a un comando argentino
emergiendo de las aguas del Mediterráneo con su traje de buzo y su máscara,
mientras gigantescas explosiones destruían naves de guerra británicas a sus
espaldas, iluminando fantasmagóricamente la noche del Peñón.
“Así querían volar
Gibraltar. La embajada argentina puso las bombas”, rezaban los titulares de
la edición. Con el paso de los años, otras publicaciones y hasta un documental
español dirigido por Diego Mas Trelles, ampliarían aquella historia que llegó a
conmover a la opinión pública de la nación ibérica y el mundo entero.
Notas
1 La casa figuraba a nombre de un jubilado.
2 El clima era favorable y se disponía de un blanco
factible.
3 Tal como había acontecido durante el atentado al
“Santísima Trinidad”.
4 La versión novelada de
Juan Luis Gallardo, Operación Algeciras,
difiere en varios puntos de la real. Según el autor, los comandos que tomaron
parte en la operación eran tres, dos oficiales de la Marina de Guerra y un ex militante
montonero. Con anterioridad, viajaron a España varios integrantes de la Armada con la misión de
alquilar una casa para el grupo operativo y el vehículo en el que se moverían.
Finalmente, el bote Zodiac adquirido por los comandos en el Corte Inglés
estaba impulsado por un motor Jonson y no un Yamaha como el que se utilizó.
5 Diario
de Almería (elalmeria.es), “Dos minas submarinas de la guerra de Las Malvinas
acabaron en Almería”, 8 de junio de 2008, http://www.elalmeria.es/article/almeria/149417/dos/minas/submarinas/
la/guerra/las/malvinas/acabaron/almeria.html
6 Revista “Cambio 16”, Nº 621 del 24 al 31 de octubre de 1983.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur