LOS KELPERS BAJO EL DOMINIO ARGENTINO
Mucho se habló de lo bien que los argentinos trataron a los
malvinenses durante la ocupación, constituyendo este uno de los argumentos más
esgrimidos por militares, historiadores, periodistas y participantes de los hechos;
sin embargo, relatos y testimonios surgidos a lo largo de los
años fueron mitigando esa versión, dejando entrever sucesos que se ignoraban.
No todo fue color de rosa para los habitantes de las islas después
de la invasión.
Si bien es verdad que el general Menéndez, por expresa
recomendación de la Junta,
puso todo su empeño en que a los isleños se les diese un trato correcto,
se
respetasen sus costumbres, se atendiesen sus necesidades y por sobre
todo, no se violase su propiedad, ello se debió a la necesidad de
mostrar al
mundo dos cosas: lo “benévolo” y “conveniente” que iba a resultarle el
dominio
argentino a los nativos y lavar la pésima imagen que las FF.AA. tenían
con
respecto al tema de los derechos humanos. “Somos buenos, miren como tratamos a nuestros hermanos isleños”, era la idea.
Por
supuesto nadie tuvo en cuenta ese buen trato a la
hora de juzgar la actitud argentina y adoptar sanciones contra ella pues
el nuevo régimen parecía borrar con el codo lo que escribía con la
mano. Y para corroborarlo, de movida, a poco
de dar a conocer al mundo que los derechos y las costumbres
de los pobladores iban a ser respetados, reemplazó los nombres de la toponimia
local por la propia, ordenó el tránsito por la derecha y puso en circulación
su propia moneda.
Los malvinenses vieron con verdadera indignación como su
capital pasaba a denominarse “Puerto Rivero” e
inmediatamente después, Puerto Argentino, dos nombres en
extremo desagradables para ellos; la isla Pebble se convirtió en isla Borbón, la isla Lively en la isla
Bougainville, Puerto Howard pasó a ser Puerto Mitre, el monte Osborne, el cerro
Alberdi y la cadena a la que pertenecía, las alturas Rivadavia, solo por citar
algunos ejemplos.
Hemos dicho que a poco de que las tropas se posesionasen de
las islas, los kelpers pusieron en marcha un tímido e intrascendente movimiento
de resistencia clandestina que poco y nada incidió en la guerra, aunque fue
magnificado con el correr de los años.
En
el capítulo octavo hicimos mención de la irrupción violenta que
hicieron los argentinos en la estación de radio local, mientras Patrick
Watts transmitía los pormenores de la invasión. Lo mismo el temor y la
incertidumbre generados por Patricio Dowling, jefe de los servicios de
inteligencia de la Policía Militar, durante su
estadía en la capital malvinense, sometiendo a varios de sus pobladores a apremios,
interrogatorios y presiones psicológicas.
Pero eso no fue todo.
En el capítulo titulado “La Batalla Diplomática”, dijimos que Dowling fue, sin dudas, el argentino más temido por los kelpers.
Con él no hubo gestos de desagrado, ni muecas de molestia, ni actitudes
“adrede”. Cuando lo veían, los isleños temblaban, en especial después de
conocer sus métodos y procedimientos. Como se recordará, fue él quien confiscó
varias banderas británicas, quien detuvo con violencia a buen número de ciudadanos
y sometió a malos tratos a otros, entre ellos Philip Rozee y Hill Luxton.
En su libro Falklands
Islanders at War, Graham Bound explica que Dowling poseía detallados
expedientes de los malvinenses y que llevaba a cabo inspecciones y arrestos
arbitrarios.
Uno
de los incidentes más graves tuvo lugar en la granja de
Neil y Glenda Watson en Long Island, cuando Dowling apuntó con su arma a
Lisa,
la pequeña hija del matrimonio, a quien varias veces le ordenó ponerse
de pie. Según el relato, la niña se mantuvo quieta en el sillón donde se
hallaba sentada, chupéndose el dedo, pero la versión parece magnificada.
¿Qué padre se queda quieto viendo como alguien
poco amistoso apunta a la cabeza a un hijo pequeño mientras le dan una
orden? Los Watson tomaron a su hija del brazo e hicieron lo que el
oficial
argentino les pedía.
Cuando a mediados de mayo el comodoro Carlos Bloomer Reeve aconsejó a Menéndez
enviar a Dowling de regreso a la
Argentina,
los isleños respiraron aliviados, sobre todo porque tanto él como el
capitán Barry Melbourne Hussey, los oficiales argentinos más requeridos
por los kelpers según Bound, quedaron en
su lugar. Y no era para menos, se trataba de los “rostros aceptables del
país
invasor”, hombres valientes y humanos quienes hicieron mucho por
protegerlos de los
excesos de sus connacionales en lo que consideraban una "aventura
equivocada".
Los
isleños siempre acudían a ellos, no solo porque hablaban
perfectamente inglés sino por ser amigables y correctos, en especial el
primero quien siempre se presentaba con una sonrisa. Además, no tenía
motivos políticos para
estar allí y era conocido en el archipiélago. Entre 1975 y 1976 Bloomer Reeve vivió junto a su familia en Puerto Argentino,
pues tuvo a su cargo la supervisión del servicio de pasajeros de la Fuerza Aérea
Argentina entre el continente y las islas1. Melbourne
Hussey, por su parte, era un hombre de principios humanos, que también trabajó
con ahínco intentando aliviar la situación de los isleños.
Durante las noches, la situación se tornaba en extremo
peligrosa, en especial, porque los conscriptos le disparaban a cualquier cosa
que se movía. Incluso llegaron a perforar las paredes de varias casas y acribillar
la ropa tendida en la obscuridad al moverse por el viento. En
verdad, en esas circunstancias, no hubo muertos de milagro.
En otra oportunidad, un grupo de pobladores fue repentinamente rodeado para ser encarcelados y enviados a una
suerte de campo de prisioneros en Bahía Fox. Entre los detenidos se encontraban
Brian y Owen Summers, Gerald Cheek, Stuart Wallace, George y Velma Malcolm,
quien explicó que: “Un enorme, fornido y
presuntuoso bruto nos dijo: ‘se van a ir de campamento’... desenfundó su arma
mientras estaba frente a mi. Le dije: ‘No necesita su arma, es poco probable
que yo haga algo estúpido’”. Bound, que hace permanente hincapié en este
tipo de anécdotas, describe esas experiencias como “humillantes y aterradoras”.
Los malvinenses del interior la pasaron peor. Denzil Clausen fue golpeado brutalmente porque los argentinos creyeron
que estaba transmitiendo mensajes a la flota británica cuando en realidad sintonizaba el servicio exterior de la
BBC.
A Robin Pitaluga lo arrestaron, lo interrogaron y simularon
dispararle varias veces cuando hombres fuertemente armados irrumpieron en su
establecimiento rural (según hemos dicho, el más importante de las islas),
después de que retransmitiera por radio un mensaje de la Task Force, incitando a
la rendición. Los invasores lo ataron y lo obligaron a pasar la noche en una
fosa al aire libre de donde lo sacaron al día siguiente, semicongelado, para
ponerlo bajo arresto domiciliario2.
Como se recordará, los 115 habitantes de Prado del Ganso (entre ellos 43 niños), fueron encerrados en el edificio del Ayuntamiento, en un
primer momento sin comida y con solo dos baños, en abierta violación a la Convención de Ginebra.
El edificio era una construcción poco adecuada para albergar detenidos civiles,
no tenía marcas que lo identificasen y tampoco había refugios en los cuales cubrir a sus
moradores de los ataques de artillería y los bombardeos aéreos. Como se ha
dicho, los prisioneros levantaron el entablado del piso y cavaron defensas
improvisadas donde se protegieron mientras las bombas caían a su
alrededor.
Los argentinos estaban convencidos que los prisioneros
transmitían mensajes de radio y por eso irrumpían frecuentemente en sus
viviendas realizando inspecciones e incluso buscando hasta en el mameluco del pequeño
Matthew McMullen, de cuatro meses de edad.
El libro de Bound es tan tonto que repara en detalles como cuando los soldados rebuscaban entre los pañales del niño y “…los adultos que observaban esperaban que
Matthew tuviese una ‘pequeña sorpresa’ para ellos”.
Los darwineses lograron enviar un mensaje a
monseñor Daniel Spraggon, el sacerdote católico de Stanley, “…quien protestó ante los argentinos a fin
de aliviar la difícil situación de los cautivos”3.
Los
kelpers permanecieron encerrados en el Ayuntamiento de
Prado del Ganso hasta el 29 de mayo, cuando el ejército británico los
liberó. Tremenda fue su sorpresa cuando al regresar a sus hogares los
encontraron saqueados y completamente arruinados4.
Según cuenta June McMullen, una mujer nacida y criada en Prado del Ganso, casada
con un pastor del lugar y madre de dos niños, los pobladores se asustaron mucho
el día de la invasión. Al principio, ni bien llegaron los argentinos, la cosa no
parecía tan mala pero a medida que fue pasando el tiempo, fue empeorando5.
June
se
enfureció cuando los invasores comenzaron a tomar medidas y dar
directivas
arbitrarias pero nunca dijo nada por temor, lo mismo el resto de la
comunidad. La gente trató de evitar todo contacto con ellos y se
angustió mucho al verlos colocar sus helicópteros entre las casas, a
efectos de evitar
los bombardeos.
En
realidad, la resistencia mencionada por Bound no existió. Su
libro se limita a reproducir anécdotas puntuales, pequeñas por cierto, a
las cuales sazona y
sobredimensiona en extremo, tratando de justificar a los kelpers y
elevar su ego tras su nula y poco honrosa participación en la defensa y
reconquista del archipiélago.
Y la cosa perece haber surtido efecto pues a Patrick Watts
se lo propuso para recibir la condecoración MBE (Miembro de la Orden del Imperio Británico)
por la valentía y resistencia manifestada durante la transmisión que hizo la
noche de la invasión, “informando y
retransmitiendo los mensajes del gobernador Hunt mientras se desarrollaban los
combates hasta que los argentinos irrumpieron en su estudio, armados”. Según
quienes lo seleccionaron para entregarle el galardón, “sus transmisiones sostuvieron a los isleños durante la primera noche
de la invasión sin exhortaciones a la violencia, sin condenaciones motivadas
por los ánimos hacia los invasores y ciertamente, sin demostrar miedo o temor.
El tono había sido sutilmente subversivo y desafiante, pero dignificador;
indicación de una comunidad que había sido derrotada pero que no habría de ser
sometida”.
Por otra parte, Andrew Short y su hijo, radioaficionados de
Port Louis, “interceptaron, confundieron y bloquearon señales radiales argentinas”.
A su vez, el veterinario Steve Whitley, que la iba de bravo, andaba de
aquí para allá, amenazando con “apuñalar argentinos” pero sus bravatas
no
pasaron de eso aunque tanto él como el maestro de escuela Phil
Middleton,
llevaron a cabo “misiones de alto riesgo” al cortar líneas de
comunicaciones
con sus instrumentos de castración veterinaria y tomar fotografías
clandestinas de posiciones defensivas argentinas.
Otros miembros de la resistencia desactivaron vehículos del
gobierno para evitar su uso y en lo que parece una de las pocas tentativas
serias, el canadiense Bill Curtis intentó una incursión nocturna tendiente a
desviar las balizas de aeronavegación argentinas, misión que no pudo llevar a
cabo porque terminó arrestado.
En
Prado del Ganso y Puerto Darwin, Eric Goss y un grupo de pobladores,
escondieron combustible e inmovilizaron tractores buscando que los
argentinos no se
sirviesen de ellos, además de sabotear las redes de agua utilizadas por
las fuerzas de ocupación. Aún así, los invasores se las ingeniaron para
montar sobre esos vehículos las coheteras de los Pucará destruiros y
utilizarlas contra las tropas enemigas.
Según el mencionado libro, alguien estuvo haciendo señales
luminosas durante las noches (presumiblemente patrullas británicas) y cuando
los argentinos preguntaron acerca de ellas, Goss les dijo que se trataba de un “curioso fenómeno natural local motivado por
la luz de luna reflejándose en las rocas cubiertas de algas durante la marea
baja”.
Bound
refiere que ninguno de los involucrados en “actos de
sabotaje y espionaje” estaba realmente al tanto de los riesgos que
corrían pero sin dudas habrían sido tratados duramente como espías. Y
enseguida menciona a los electricistas Les Harris y Bob Gilbert, quienes
cortaron las
redes de electricidad argentinas e instalaron fusibles de baja
tolerancia en
los transformadores que servían a sus tropas. En este caso, nadie se
percató de
estos hechos y nadie los recuerda tampoco.
La que realmente resultó valiosa fue la actuación de la Dra. Alison Bleaney,
por entonces madre de un bebé, quien tenía a su cargo los servicios
médicos del hospital. La facultativa resultó clave a la hora de intermediar entre las fuerzas
británicas cuando proponían un alto el fuego y las autoridades argentinas, siempre
a través de Bloomer Reeve y Melbourne Hussey. Lo mismo puede decirse del
superintendente de educación John Fowler, al evacuar varios niños de la
capital, aunque nada tengan que ver con la supuesta resistencia.
Es en ese punto donde el libro se torna interesante, al
rescatar hechos y actitudes de valor llevados a cabo por algunos pobladores
como Dennis Paice y Derek Rozee, los hombres que mantuvieron funcionales los
servicios de agua y electricidad y la de Des King y su familia, propietarios del hotel Upland Goose, quienes
acogieron a habitantes desplazados del interior de las islas, lo mismo
Terry Spruce al ofrecer el West Store como refugio de reserva y ayudar a
preparar paquetes de supervivencia. Casas seguras fueron designadas y
marcadas como refugios para los
civiles, equipadas todas con aparatos de onda corta destinados a captar
las
transmisiones del BBC.
Se percibe un toque sentimental en el libro cuando el autor refiere: “Los peligros compartidos y la ayuda entre
sus miembros mantuvieron a la comunidad unida. Personas que habían peleado
entre ellas toda su vida de pronto entablaron una sólida amistad. La compasión
también se extendió hacia los conscriptos argentinos, quienes recibieron comida
y víveres de parte de los Islanders”.
Es evidente que Bound manipula y magnifica los datos tratando de darles a los kelpers su parte en la
historia, una historia que, lo hemos dicho, los tuvo como meros espectadores.
Hugh Bicheno recoge algunos relatos de 74 Días, el diario de John Smith5, uno de
ellos protagonizada por Terry Peck, jefe de Policía de Puerto Stanley, quien
“se la jugó” al colocar una cámara con lente telefoto en un tubo, fotografiando
las posiciones de la artillería antiaérea argentina. Cuando alguien le informó
que Dowling lo buscaba, abandonó a toda prisa la capital y se dirigió a Green
Patch, donde estuvo escondido algunos días hasta enterarse que varios
lugares por los cuales había pasado habían sido atacados por comandos de la Compañía 601. Entonces se
retiró de allí, y después de vagar a la intemperie durante diez días, llegó a Brookfield Arm para esconderse en lo de su propietaria, Trudi McPhee, donde permaneció junto
a otros refugiados, hasta el día del desembarco inglés6.
Impulsado
por la petulancia propia de quienes no habiendo nacido en el Reino
Unido tratan de demostrar que son más
británicos que los propios británicos, Bicheno califica el accionar
preventivo
de los comandos como “campaña bizarra contra los caseríos remotos” así
como con
absoluta ligereza se refiere a las misivas publicadas por la familia de
David Tinker (el marino muerto a bordo del "Glamorgan"), como
“quejumbrosas cartas”, expresiones que
ponen al descubierto una forzada soberbia que solo le resta mérito a
su trabajo.
Peck
se dirigió directamente a San Carlos para encontrarse
con las tropas que estaban desembarcando: lo hizo por el camino que
atraviesa Aguas del Salvador, topándose en el trayecto con Saul
Pitaluga, el
efervescente hijo de Robin, quien deseoso de vengar los atropellos
sufridos por
su padre, lo guió hasta la bahía.
El oficial de policía tomó contacto con el alto mando
británico y además de proporcionarle mapas y fotografías, condujo al Para 3
hasta Puerto Argentino a través de Caleta Trullo y Estancia House.
Sin embargo, la “gran heroína de la resistencia” parece haber sido la mencionada Trudi
McPhee al conducir una caravana de Land Rovers encabezada por un tractor a
oruga conducido por su socio en las actividades rurales, Roddy McKay. Bicheno
proporciona los nombres de quienes formaron parte de aquel tropel, a saberse,
Vernon Steen de Puerto Stanley, también refugiado en Brookfield
Farm, Bruce May y Claude Molkenbhur de Puerto Johnson’s, Keith Withney de
Rincón Grande, Trevor Browning y Andrew Short de Puerto Soledad, Terence
Phillips de Monte Kent, Neil Watson y Mike Luxton de Long Island, Raymond
Newmann, Maurice Davis, Mike Carey, Patrick y Alistair Minto, Patrick Whitney,
Ferry Betts y Meter Gilding de Green Patch.
Parece que este grupo tomó contacto en Estancia House con el segundo del Para
3, un oficial llamado Roger Patton (ningún parentesco conocido con el célebre
general norteamericano de la Segunda Guerra
Mundial), quien vio en ellos una suerte de “maná del cielo”, porque
utilizó sus vehículos para conducir parte de la logística del batallón.
Según estas novedosas versiones, ¡el pelotón de Trudi estuvo
cerca del fuego de los cañones de 155 y 120 mm apostados en monte Longdon, corriendo
notable riesgo!, e incluso el tractor de McKay… ¡¡¡fue atacado por
los Canberra y un Skyhawk de la
FAA!!! Los kelpers de Trudi complementaron su accionar
haciendo las veces de taxis entre la retaguardia británica y el Puente Murrell.
La noche de la batalla del monte Longdon los isleños
transportaron en sus vehículos a efectivos de las compañías A y B hasta sus
líneas de partida, después de tomar por el camino hacia Fruze Bush Pass.
Incluso ahora sabemos que el “bravo” Terry "intervino" en la batalla junto a la Compañía A, conduciéndola como
guía de su flanco derecho, primero hasta Longdon y después hasta Puerto
Argentino. Enhorabuena, por fin alguien se ocupó de salvar el honor de los lugareños.
Pese a todo, el pobre ex jefe de policía de Stanley no la
sacó barata. Según Bicheno, murió a los 69 años víctima de una artritis aguda,
atormentado por los espantosos sueños que turbaron sus noches durante años debido a
los horrores que presenció en monte Longdon.
Al término de la guerra, la “combativa” Trudi McPhee (que al
parecer daba órdenes como un nuevo Wellington), recibió una mención, lo mismo los restantes voluntarios.
Es evidente que con el paso de los años, estas versiones
irán en aumento y para regocijo de turistas y agentes de viaje, aquel
insignificante movimiento alcanzará proporciones comparables a la
resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial.
Volviendo
al tema que nos ocupa, al margen de estas anécdotas, una cosa parece
haber sido cierta, y es que el tan publicitado “buen trato” hacia los
kelpers no lo fue tanto. El general Julian Thompson, en extremo
objetivo y despojado de pasiones a la
hora de relatar los hechos, dice en No Picnic,
al referirse a la recaptura de Puerto Darwin y Prado del Ganso: “Habían tratado a los pobladores muy cruelmente [los argentinos], saqueando sus casas y robando las cosas de
algún valor. La comunidad entera había permanecido encerrada en la escuela [en
realidad fue en el edificio del Ayuntamiento] durante cuatro días”.
Notas
1En la oportunidad, Bloomer Reeves hizo muchos amigos.
2 Nada de eso refiere el libro Comandos en Acción de Isidoro Ruiz Moreno.
3 Graham Bound, Falklands Islanders
at War.
4 Michael Bilton y Peter Kosminsky, Hablemos Claro. Testimonios inéditos sobre la guerra de Malvinas.
Emecé Editores, Bs. As. 1991.
5 Ídem.
6 Hugh Bicheno, Al
filo de la navaja, Debate, Buenos Aires, 2009.
Publicado 26th February 2015 por Malvinas.Guerra en el Atlántico Sur