martes, 2 de julio de 2019

INFANCIA ITINERANTE




En brazos de sus padres
Fueron pocos los recuerdos que Ernesto Guevara Lynch de la Serna conservó de Misiones. Solo alguno que otro pantallazo como la casa al borde de la barranca, la selva tupida, el río, los animales, los paseos por los arroyos a bordo del “Kid”, las cabalgatas junto a su padre y su niñera Carmen lavando la ropa en la orilla, como se acostumbraba hacer en su aldea natal de Galicia.
Y no podía ser de otro modo ya que la inconstancia de sus progenitores llevó a la familia a un nuevo destino.
Celia, como ya se ha dicho se hallaba en otra vez y eso decidió al matrimonio a regresar a Buenos Aires, tal como ocurrió cuando el nacimiento del pequeño Ernestito.
La idea era dirigirse a Posadas en el “Kid” y allí abordar el vapor que los llevaría a la Capital Federal pero como Curtido, el capataz paraguayo, había fundido el motor el día previo a la partida, debieron remontar los dos kilómetros el Paraná a remo, para llegar a Puerto Caraguatá antes de que el viejo “Iberá”, levase anclas.
Tuvieron suerte. Después de remar cerca de cuatro horas bajo un sol infernal, con Celia quejándose por lo bajo y abanicándose frenéticamente en el interior de la cabina y su marido lanzando esporádicas imprecaciones, cubrieron la distancia a tiempo y a las 11 de la mañana, arrimaron la lancha al vapor para pasar a la cubierta con la ayuda del capitán y algunos marinos.
La hazaña tuvo un final feliz, no solamente por el titánico esfuerzo realizado por Guevara Lynch, Curtido y Emilio Skpposted, un amigo brasilero que llevaban como pasajero, sino también porque el aludido capitán, que los conocía, los vio venir a lo lejos y los esperó.

El “Iberá”, veterano del Nilo y el Mississippi, empleó varias horas en llegar a la capital provincial, donde la familia y su criada hicieron el transbordo para alejarse definitivamente de aquel vergel inhóspito y exuberante.
Los primeros recuerdos de quien pasaría a la historia como el Che, datan de sus años en San Isidro, la elegante localidad suburbana al norte del Gran Buenos Aires, donde la familia se estableció a poco de su llegada. Lo hicieron en una propiedad de estilo normando aunque sin tejas, sobre la calle L. N. Alem 344, entre Acassuso y 25 de Mayo, que compartía el jardín con la magnífica casona colonial de los Martínez Castro, actual sede del Colegio de Abogados del distrito.
En un país que se ha “especializado” en destruir su historia y su pasado, demoliendo y haciendo añicos su patrimonio arquitectónico y cultural, el que esas dos edificaciones aún se conserven en pie es un verdadero milagro.
Martín Martínez Castro era un prestigioso abogado de San Isidro, casado con María Luisa Guevara Lynch (Maruja), hermana de Ernesto, con quien había tenido tres hijas.
Fueron años felices, que los recién llegados disfrutaron enormemente junto a la recién nacida Celia; los tiempos del Astillero San Isidro, los juegos en el jardín junto a sus primas, los días soleados en el Club Náutico, los paseos por el bajo, las excursiones por el cercano Delta del Paraná, las temporadas en la estancia de los Moore, en la provincia de Entre Ríos o las escapadas a la estanzuela que la abuela Ana Lynch poseía en Irineo Portela, localidad próxima a Baradero.
Los Moore eran un matrimonio realmente agradable. Ernesto, cabeza de la familia, era un individuo alto, delgado, rubio y de profundos ojos celestes; el nieto de un inglés y una irlandesa1, que se hallaba tan identificado con el campo, que vestía a la usanza de los gauchos, incluso practicando sus costumbres y tradiciones. Su esposa Edelmira de la Serna, era hermana de Celia y solían invitar a los Guevara muy seguido a su campo de Galarza, la ex San Guillermo, localidad entrerriana próxima a Gualeguay, donde solían pasar los fines de semana largos y buena parte de los veranos.
Allí Teté, apodo que la niñera Carmen le impuso al pequeño Ernesto, tomó su primer contacto con las faenas rurales y las costumbres de su país, siguiendo de cerca la fatigosa actividad de los gauchos entrerrianos, célebres y habilidosos jinetes, maravillándose con la doma de potros salvajes, la yerra, los enlaces, las marcas del ganado, el ordeñe de las vacas, los grandes asados, las cosechas y las cabalgatas junto a su padre, tíos y primos. La actividad era la misma en Irineo Portela, donde a menudo se reunía la parentela invitando amigos.
En Galarza se hicieron memorables las peleas con sus primos, en especial con el mayor. Cuando la cosa se ponía fea, el menor de los Moore intervenía y entonces el pequeño Teté se las veía en desventaja.
Misiones
Ernesto Guevara Lynch cuenta que ante tamaña injusticia, al querer intervenir para separar a los niños, su concuñado le decía divertido “Dejalos, así se hacen hombres” mientras disfrutaba del “espectáculo” con una sonrisa de oreja a oreja. Por esa razón, cansado de aquella desigualdad, una noche aleccionó a su hijo diciéndole que cuando fuese atacado por sus primos respondiese con saña y que, de ser necesario, aplicase fuertes golpes en tal o cual parte, incluyendo mordiscos y rodillazos, para amedrentarlos. Y así ocurrió.
En una de tantas, habiendo comenzado una nueva pelea, los Moore se abalanzaron al mismo tiempo sobre Teté sin imaginar que aquel se hallaba preparado. Y recordando las instrucciones de su padre, en los primeros golpes Ernestito se le prendió de la oreja del mayor con tan fuerte apretón de dientes, que eso lo anuló, permitiéndole devolver los golpes del hermano.
Entonces fue Moore quien quiso interceder pero Guevara, satisfecho y sonriente, lo contuvo con un grito: “¡Dejalos, así se hacen hombres!”. Fue la única vez que el anfitrión permaneció largo tiempo serio y en silencio.
En Irineo Portela nació el gran afecto entre el pequeño Ernesto y su abuela, sentimiento que llevaría a ambos a una profunda relación de amistad que iría cobrando fuerza con el paso de los años. Y es que Ernesto era un hombre de familia y ese sentimiento lo llevó a desarrollar un profundo apego por los suyos, ya fueran sus padres y hermanos como sus tíos, tíos abuelos y primos.
La de los Guevara era la típica vida familiar de la clase media de su tiempo, con el padre acudiendo a diario a su trabajo en el Astillero o efectuando furtivos viajes a su yerbatal de Misiones para supervisar su marcha y la madre ocupándose de los quehaceres hogareños junto con el cuidado de los hijos.
Los fines de semana se compartían con parientes y amigos, sobre todo en el Club Náutico San Isidro, la quinta de la familia Gamas en Morón o en el Delta del Paraná efectuando largos paseos, a veces solos, a veces en compañía de los Martínez Castro.
Ernesto Guevara Lynch dedica un espacio importante a esos recorridos isleños, casi siempre por la primera y segunda sección del Delta, pertenecientes a los partidos de Tigre y San Fernando respectivamente. Para ello, tomaban por el río Luján hasta los arroyos Capitán y Pajarito, buscando el Canal de la Serna y luego el Paycarabí, que los llevaba hacia los caudalosos Paraná Miní, Paraná Guazú y Paraná de las Palmas.
Aquellos paseos a través de lo que el padre del Che denomina el “Mekong argentino”, se hacían a veces a bordo del “Kid”, a veces en el “Ala”, otra embarcación de su propiedad o en el velero de los Martínez Castro y traían al recuerdo de todos la provincia de Misiones, cuando se adentraban por la espesura siguiendo el curso de algún arroyuelo o cuando hacían alto en alguna isla para disfrutarde un pic nic, nadar y pescar.
Eran tiempos felices, sin ninguna duda, que finalizaron abruptamente un frío día de otoño, cuando la inconciente Celia bajó hasta el Club Náutico para nadar, llevando con ella a su hijo mayor.
Junto a su niñera gallega
Aquella jornada de mayo fue particularmente ventosa pero eso no pareció preocupar a la madre cuando se introdujo en el agua, dejando al pequeño Teté tiritando en la playa. Cuando don Ernesto llegó al mediodía para recogerlos, los temblores del niño parecían espasmos, agravados por la alta fiebre. Esa noche comenzó la odisea familiar, al producirse el primer ataque de asma, un mal tortuoso que acompañaría al muchacho hasta el fin de sus días.
La embestida duró varios días y eso llevó a los padres a acudir al médico (el Dr. Pestaña) para que elaborase un diagnóstico y tratase al pequeño. Sin embargo, todo sería en vano. Sin dar demasiada importancia al asunto, el facultativo determinó bronquitis asmática y explicó que el frío de la playa había despertado la vieja neumonía que había contraído al nacer. Recetó calor, cataplasmas, jarabes con adrenalina e inyecciones y recomendó mucho abrigo los días frescos.
El asma se tornó crónica y a partir de ese momento fue motivo de nuevas consultas otros con médicos de Buenos Aires. Comenzaba lo que la familia llamó su calvario o “vía crucis”, con infinidad de análisis, auscultaciones, sondeos y medicamentos, incluyendo el recomendado método Andrew que consistía en quemar unos cartones especiales que despedían un humo curativo para abrir los bronquios, pero el tratamiento no sirvió.
Así fue como llegaron los días del “papito, inyección”, el pedido de auxilio que el niño apenas balbuceaba cuando se empezaba a asfixiar, algo que dolía tremendamente a su progenitor. “…los niños tienen terror al pinchazo y él, en cambio, lo podía porque sabía que era lo único que le cortaba los accesos”2.
La vida de los Guevara cambió a partir de aquel fatídico día y el mal que contrajo su hijo se convirtió en su mayor preocupación ya que ni pastillas, ni remedios, ni inyecciones, ni tratamientos parecían surtir efecto.
Fue su amigo, el Dr. Mario O’Donnell el que primero les sugirió cambiar de clima en lugar de seguir con más tratamientos y de esa manera, el matrimonio se puso a pensar.
San Isidro, tan cerca del río, era un lugar extremadamente húmedo, lo mismo Misiones, con su tupida vegetación y sus calores sofocantes. La idea era permanecer en Buenos Aires, donde tenían todos sus afectos y contactos. De ese modo, el matrimonio alquiló un departamento en el barrio de Palermo, sobre la calle Bustamante, muy cerca de su intersección con Peña, pensando que eso mejoraría el estado del niño, pero no fue así.
De esa manera como comenzó el largo peregrinar de la familia pues aquella nueva mudanza no pareció cambiar demasiado las cosas; los ataques continuaron y los tratamientos siguieron siendo inútiles.
Por aquellos días nació Roberto, el tercer hijo del matrimonio que, al igual que Celia, no presentó problemas en lo que a salud se refiere.
Pese a todos esos contratiempos, aquellos fueron tiempos de dicha, sobre todo para los niños, que años después recordarían con nostalgia los paseos por los célebres bosques de Palermo en compañía de Carmen y los fines de semana en lo de los Gamas, donde disfrutaban del aire y el sol.
Pero el estado de salud de Teté no mejoraba y eso llevó a sus padres a adoptar una drástica determinación: era imperioso dejar Buenos Aires e ir en busca de un sitio benigno si lo que se quería era que el asma desapareciese. Y fue entonces que alguien les sugirió las sierras de Córdoba.
Guevara Lynch no había estado nunca en esa provincia pero, al parecer, según averiguaciones, su clima era en extremo benigno y eso lo convenció. Decidieron viajar por tandas, Celia, los chicos y la niñera en primer lugar y Guevara unos días después, porque tenía algunos asuntos que concluir, pero como el estado de salud del mayor de sus hijos era tan calamitoso aquel día, optó por acompañarlos. A último momento sacó boleto y con lo que tenía puesto abordó el tren.
Fue un viaje realmente difícil, con Teté tosiendo y jadeando permanentemente, sin poder concentrar el sueño e impidiendo que los demás lo hicieran.
Salieron de Retiro en las últimas horas de la tarde y llegaron a la estación de Córdoba a las 08.00 del día siguiente, el pobre padre urgido de zapatos nuevos porque los que llevaba, pese a ser flamantes, le quedaban chicos.
Se alojaron en dos habitaciones del Hotel Plaza, frente a la antigua Catedral y casi enseguida notaron que Teté comenzaba a mejorar.
Tanto Ernesto como Celia creyeron tocar el cielo con las manos porque después de la agonía del trayecto, el chico respiraba sin ningún tipo de inconveniente y lo siguió haciendo en los días siguientes, demostrando que aquel aire era realmente bueno.
Con se hermana Celia, posiblemente
en San Isidro
Resulta increíble a la distancia que impone el tiempo, que ante aquel cuadro de situación, pensando que su hijo mayor se había curado, la familia haya creído que el pequeño estaba curado y a tan poco tiempo de haber llegado, decidiesen regresar. Una vez más, la falta de madurez de aquel matrimonio de eternos adolescentes, le jugaría una mala pasada a la familia.
Permanecieron en Córdoba un tiempo no demasiado prolongado pero como nunca pensaron afincarse definitivamente, viendo que su hijo estaba repuesto, regresaron a Buenos Aires, pensando que el mal había sido superado. Fue un error garrafal ya que a poco de su arribo, el asma reapareció con más fuerza que nunca.
Desesperados, hicieron nuevamente sus valijas y dejaron la capital a toda prisa para volver a la provincia mediterránea, mentalizados e incluso resignados a radicarse permanentemente.
A poco de establecerse en un hotel, sometieron a Teté a la atención del doctor Soria, un excelente pediatra cordobés que tomó su caso y se interesó por él. Pasado un tiempo, alquilaron una casa en la localidad suburbana de Argüello y allí se dispusieron a seguir su vida, pero para su desazón, la cosa se puso peor.
Apareció entonces el doctor Fernando Peña, amigo del matrimonio, que les habló de Alta Gracia, pequeña ciudad serrana en la que residía, de su clima seco y su aire benigno. Y de ese modo, a cuarto meses de su llegada, la familia volvió a empacar y enfiló hacia su nuevo destino, no sin ciertos resquemores, aunque dispuesta a agotar todas las instancias.



Notas
1 Ernesto Guevara Lynch afirma erróneamente que Moore era hijo de padre inglés y madre irlandesa. Los padres de su concuñado eran argentinos, Guillermo Moore había nacido en Lobos en 1856 y María Elena Maguire y Murray en Salto, cuatro años después.
2 Ernesto Guevara Lynch, Mi hijo el Che, p. 140.

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