martes, 2 de julio de 2019

TRAS LAS HUELLAS DE LOS CONQUISTADORES


Por los caminos de la América profunda (Imagen: "Diarios de Motocicleta",  Walter Salles, Robert Redford)

“La Poderosa II” era una motocicleta Northon de 500 c.c., modelo 1939, que Alberto compró entre 1947 y 1948 para recorrer las llanuras, valles, esteros y montañas de su tierra natal. Sus características principales eran los 29 caballos de fuerza que le permitían alcanzar una velocidad de 93 mph, sus cuatro tiempos, su chasis rígido, la suspensión delantera en paralelogramo y su condición monocilíndrica que la hacían resistente y sumamente maniobrable. Su nombre evocaba a “La Poderosa I”, su bicicleta adolescente a la que siempre recordó con afecto, pese a los “porrazos” que le hizo pegar.
A traves del Granero del Mundo
A fines de diciembre de 1951 Ernesto estaba de regreso en Córdoba y el 29 del mismo mes, pasado el mediodía, Alberto y él se pusieron en marcha, después de cargar la motocicleta con mantas, ropa, impermeables, lonas, sogas, cadenas, palas, picos, calentadores y baterías de conjunto1.
Ernesto llevaba un perrito callejero (aunque él decía que era de raza) llamado Come Back, que pensaba regalar a Chichina, que en esos momentos veraneaba con su familia en Miramar, provincia de Buenos Aires.  

“Fue un 29 de diciembre de 1951; no salimos el 28 porque era Día de los Inocentes y la gente hubiera pensado que no iba en serio... Pero con el Che, de guasa, nada”2.
Ni bien partieron surgió el primer inconveniente. Tras las despedidas de rigor, ya transitando las calles de cordobesas, al llegar al primer semáforo, Alberto debió hacer una brusca frenada que casi termina con ellos en el pavimento. Fue solo un susto que provocó algunas imprecaciones y luego risas3.
El cuaderno de viaje comienza con la siguiente anotación: “Los primeros mil doscientos kilómetros –cuarenta de tierra- nos han enseñado al menos a respetar las distancias. No sé si llegaremos a la meta nominal de nuestro viaje, pero sé que, lleguemos o no, va a ser empresa dura. En los primeros kilómetros de tierra la moto, excesivamente cargada, se nos ha caído dos veces, una con consecuencias para la integridad física del armatoste que salió del tropezón con un farol abollado en mala forma”4.
Los amigos comenzaban a desandar un camino que Ernesto había hecho en numerosas ocasiones y así, después de atravesar 700 kilómetros de  interminable llanura, llegaron a Buenos Aires, donde finalizó el primer tramo del que iba a ser un prolongado tour continental. Permanecieron poco tiempo en la gran ciudad ya que apenas 24 horas después retomaban el camino en busca de la Ruta 2 cruzando la capital y el sur del Gran Buenos Aires, sector fabril y deprimente, en dirección a la rotonda de Florencio Varela, fin de la zona urbanizada.
Allí comenzaba la pampa húmeda, una de las regiones más fértiles del mundo, que abarca el sur de Santa Fe, el sudeste de Córdoba, toda la provincia de Buenos Aires y el extremo oriental de La Pampa, una tierra de llanuras y horizontes infinitos, en la que se internaron raudamente, exteriorizando con gritos de triunfo esa sensación de libertad que uno experimenta al tomar contacto directo con la naturaleza.
El primer punto a tocar era el balneario de Villa Gesell, donde el tío del Che, Martín Martínez Castro, tenía una casa de veraneo.
Dejando a un lado las históricas ciudades de Chascomús y Dolores, mojones de civilización durante la conquista del desierto y escenario de sucesos sangrientos en tiempos de las guerras civiles del siglo XIX, llegaron Las Armas, donde dejaron la Ruta 2 doblando hacia el este, en busca del mar.
Pasaron de largo por las afueras de General Madariaga, cabecera del partido del mismo nombre y en el acceso a Pinamar, que apenas tenía nueve años de existencia y unas pocas edificaciones que se alzaban aquí y allá, dejaron la Ruta 74 para tomar por la 11, que por entonces era de tierra.
A veinticinco kilómetros de allí se encuentra Villa Gesell, “… pueblo progresista en el sentido urbano […] que para los temperamentos solitarios como el mío no significa ninguna ventaja, pero la planificación asimétrica de sus manzanas perdidas entre los montículos de arena le dan una fisonomía propia”5, según apuntó Ernesto en su diario de viaje.
El lugar no era la pujante ciudad veraniega de hoy sino un caserío disperso, en medio de un paraje agreste, rodeado de dunas y bosques, donde convivían (y lo hacen aún) diversas especies animales, especialmente aves.
Pese a que se trataba de una población incipiente, la villa tenía en su fundador, don Carlos Gesell, a su héroe, el infaltable prócer regional, gestor y protagonista de una verdadera epopeya6.
Preparando "La Poderosa" para el gran viaje


Don Carlos era un pionero en todo el sentido de la palabra, un adelantado que supo avizorar las perspectivas que ofrecía la región; un personaje que parecía surgido de una de las tantas aventuras que Ernesto había leido en su juventud; un hombre que pudo haber inspirado a Defoe, Stevenson o Verne y por consiguiente, alguien que debía ser respetado.
Nacido en Buenos Aires el 11 de marzo de 1891 (según otras fuentes lo hizo el 17, como su progenitor), vivía como una suerte de Robinson Crusoe en el legendario chalet que él mismo se había construido en lo alto de un gran médano, en 1950. Desde allí dominaba el amplio panorama que se extendía entre la playa y los bosques, cuyas especies él mismo y su esposa habían cultivado en 1931, después de adquirir las 1648 hectáreas de tierra sobre las que se yergue la ciudad. Debió ser una de las primeras cosas en las que Ernesto y Alberto repararon ni bien entraron en la localidad, después de la magnífica vista del mar, porque debido a su ubicación, era fácilmente identificable.
La vista del mar dejó fascinado a Granado porque como muchos cordobeses de su edad, nunca lo había visto.
Cuando los amigos llegaron, la localidad comenzaba a tomar cuerpo.
Por entonces, después de la cena o en torno a las fogatas que se organizaban bajo las estrellas, la gente fantaseaba con submarinos alemanes llegados a esas playas al finalizar la Segunda Guerra Mundial, de las extrañas luces que se habían visto a la distancia en el mar, en las noches sin luna; de gomones cargados de personas navegando hacia la costa en la obscuridad; de Carlos Gesell ocultando prófugos nazis en su propiedad y cosas que el imaginario colectivo suele dimensionar sobre la base de sucesos verídicos, en este caso, la operación encubierta montada por el régimen peronista, para traer a la Argentina a técnicos y científicos del derrotado Eje y junto a ellos, a los más temibles criminales de guerra del III Reich, la Italia fascista y la Croacia ustacha.
Dada la premura de su paso, es difícil que Alberto y Ernesto hayan escuchado esas conversaciones pero tendrían tiempo de caminar por la orilla y apreciar los bancos de almejas que allí abundan.
Llegaron en la tarde del 6 de enero de 1952, cuando anochecía y lo primero que hicieron fue proveerse de aceite para la motocicleta. Quien lo hizo fue Alberto, que debió caminar hasta un almacén para que se lo vendieran y desde allí regresar al punto de partida para dirigirse a la casa de los Martínez Castro donde, seguramente, pasaron la noche. No hemos podido recoger ninguna impresión del encuentro ni de su estadía salvo que partieron al día siguiente, bordeando el mar por la Ruta 11, en dirección a Mar del Plata, la gran ciudad veraniega fundada en 1874, uno de los principales centros de turismo (sino el mayor) de la Argentina.
Durante el trayecto, desplazándose por lo que les parecía un interminable camino de tierra a través de campos cultivados, la “Poderosa” volcó y Ernesto voló por el aire junto a Come Back.

El topetazo no tuvo consecuencias y nos levantamos con la moral alta… Come Back se curó de golpe de su inapetencia al cambiar la leche por la carne. Un poco más lejos paramos a comer y hubo que sostener la moto que casi se nos cae; al mirar la bolsa Alberto se encontró con que el perro no estaba. En amargas discusiones sobre las culpas que cada uno tenía sobre la desaparición del bicho, en un arranque furibundo puse la primera para buscar al protagonista número uno o sus restos y en ese momento, al oír el ruido de la moto salió corriendo de una sombrita en la que se había refugiado de incógnito.
Allí probamos el asado de oveja, de una dulzura empalagosa que impide comerlo al que no está acostumbrado y que hizo las delicias de Come Back porque nosotros anduvimos con remilgos”7.

Siguieron por tierras descampadas durante varios kilómetros más y al mediodía arribaron a Santa Clara del Mar, otra incipiente localidad balnearia que había comenzado a  ser urbanizada apenas dos años antes, señal inequívoca de que estaban casi a las puertas de Mar del Plata.
La Perla del Atlántico no fue del agrado de Ernesto y así lo asentó en su diario: “... la misma ciudad sin fisonomía propia que tiene esa contra de dos cuadras de magnífica edificación como sebo estirado sobre las playas – me es antipática”8.
Siguieron de largo, casi sin detenerse y retomando la Ruta 11, se encaminaron hacia Miramar, un balneario menor, situado 40 kilómetros al sur.
En ese punto, el camino se torna increíble, con sus subidas y bajadas y la imponente vista del océano a la izquierda, único tramo de un recorrido de casi 500 kilómetros, que ofrece esa perspectiva.
A poco de salir de Mar del Plata, más allá del faro de Punta Mogotes se llega a Chapadmalal, donde pudieron apreciar el imponente complejo turístico construido por la Fundación Eva Perón, con sus colosales hoteles, sus bungalows, balnearios, casas de descanso, hosterías, restaurantes, confiterías, cines, campos de deportes, salas de primeros auxilios, servicios de correos, salas de asistencia, galerías comerciales, centrales telefónicas, capilla y juegos infantiles, uno de los tantos centros de esparcimiento y recreación que el régimen había erigido en diferentes puntos de la geografía argentina, siguiendo el modelo del “Dopo Lavoro” fascista que Hitler también copió con su programa “Fuerza por la Alegría”.
Poco más adelante se alzaba Miramar, célebre por sus amplias playas y el maravilloso bosque que se extiende al sur, más allá de su ejido, el denominado Vivero Dunícola “Florentino Ameghino”, un amplio predio de 500 hectáreas en el que abundan los pinos, eucaliptos y las más variadas especies de árboles y vegetales9.
En Miramar finalizó la segunda etapa del viaje y se cerró definitivamente el capítulo Chichina.
La familia Ferreyra veraneaba en la localidad10 y hacia allí se dirigía Ernesto, ansioso por ver a su amor y resolver, en lo más íntimo, su situación. Ese había sido el gran temor de Alberto a lo largo del trayecto pues no sabía, realmente, que iba a suceder cuando los enamorados se reencontrasen. Y esos temores parecieron confirmarse cuando la estadía, calculada en dos días, se extendió a ocho.
Al llegar a este punto, Jon Lee Anderson explica que el muchacho aún estaba enamorado y lo acosaban ciertas dudas sobre si debía abandonar a su novia o seguir con la relación. Esperaba recibir una promesa suya y en su cabeza había arreglado que si aceptaba como obsequio a Come Back, esa sería la señal de que lo esperaría hasta su regreso. Hubo algo que vaticinó el desenlace, “…tomados de la mano ‘en el enorme vientre de un Buick’…”, el joven viajero le pidió a su novia que le entregase su pulsera de oro para llevar como recuerdo pero inesperadamente, ella se negó11.
Si Alberto abrigaba alguna duda con respecto a su compañero en cuanto a si seguiría con él o, vencido por el amor, finalizaría ahí su viaje, aquel gesto la despejó. Pese a que la joven había aceptado a Come Back, “No había obtenido el recuerdo simbólico que pedía ni su bendición para emprender la travesía”12.
El 14 de enero abordaron nuevamente “La Poderosa” y después de despedirse, reiniciaron la marcha por la ruta provincial 77 hasta el empalme con la Nº 88, en dirección a Necochea, que después de Mar del Plata era el balneario más importante de la Argentina, célebre por su gran puerto de ultramar. Allí se alojaron un día en la casa de otro tío del Che, Mario Antonio Saravia, casado con Susana Guevara Lynch, otra hermana de don Ernesto y el 16 regresaron a la carretera para dirigirse a Bahía Blanca.
La Ruta Nacional 228 estaba poco transitada y eso les permitió alcanzar Tres Arroyos cerca del medio día. Nada se sabe de esa parte del trayecto salvo que, como apunta el padre del Che, continuaron viaje por la parte más árida de la Argentina13.
Es fácil imaginar a Ernesto sumido en profundas cavilaciones, con las dudas que le despertaron las actitudes de Chichina y los sentimientos que se contraponían. Aún así, apuntó en su diario:

Todo fue una miel continua con ese pequeño sabor amargo de la próxima despedida que se estiraba día a día hasta llegar a ocho. Cada día me gusta más o la quiero más a mi cara mitad. La despedida fue larga ya que duró dos días y bastante cerca de lo ideal. A Come Back también lo siento mucho”14.

Bahía Blanca es la segunda ciudad en importancia de la provincia de Buenos Aires, después de La Plata, su capital ya que, además de poseer un importante puerto de ultramar15, se halla a solo 29 kilómetros de Punta Alta y sus poderosas bases navales de Puerto Belgrano y Comandante Espora.
Algo más al noroeste, a escasos kilómetros de la ciudad, se hallaban los vestigios de la Zanja de Alsina, el “Muro de Adriano” de los argentinos, que toma su nombre del legendario ministro de Guerra y vicepresidente de la Nación, Adolfo Alsina, que mandó edificar esa impresionante obra para contener los avances del malón16
Cruzando Buenos Aires (Imagen: "Diarios de Motocicleta",  Walter Salles, Robert Redford)

Poco sabemos de paso de los amigos por Bahía Blanca; ambos fueron parcos en sus respectivos diarios y su padre solo se limita a señalar que a medida que avanzaban fueron dejando atrás Choele Choel, Cipoletti y Piedra de Águila, presurosos por alcanzar la cordillera de Los Andes. Es decir, que tomaron por la Ruta Nacional 22 para cruzar la provincia de La Pampa por el extremo sudoriental y entrar a Río Negro por la Ruta 22, después de cruzar el río Colorado por el puente que une a la localidad de ese nombre con La Adela y continuar por la monótona carretera que cruzaba la región en línea recta hacia Choele Choel.
Allí asaltó a Ernesto una fiebre de 40º que los obligó a dirigirse al Hospital Regional, y a permanecer internado cuatro días a base de penicilina. Se hallaban en el corazón del formidable valle de Río Negro, otra región de riquezas inigualables, donde las frutas, en especial sus manzanas, peras, duraznos y pelones, cobran tamaños dignos de las novelas de Verne.
Una vez repuesto, abordaron nuevamente la motocicleta y encararon hacia el oeste, en busca de la gran cordillera, siempre por la Ruta 22, mientras bordeaban el caudaloso río que fue el límite austral del poderoso Imperio de las Pampas, la gran confederación mapuche que hizo sentir su presión sobre un panal de naciones aborígenes, aniquilando a muchas de ellas, subyugando a la mayoría y llevando a cabo las feroces correrías que redujeron a cenizas a las poblaciones blancas de la provincia de Buenos Aires.
Para entonces, el nombre de su señor, Calfucurá, el emperador de las pampas, soberano de las Salinas Grandes, versión criolla de Atila, hacía un siglo que era historia, lo mismo el de su hijo y sucesor, Namuncurá, aquel a quien su padre recomendó desde su lecho de muerte, “No entregar nunca Carhué al huinca”17.
Precisamente, unos kilómetros más adelante, sobre la margen superior de la gran vía acuática, se halla Chimpay, pequeño poblado donde el gobierno nacional había establecido a Namuncurá con lo que quedaba de su gente, después de su estrepitosa derrota en Chilihué y Lihué Calle. Aquel pequeño poblado encerraba sobre sí la doble significación de representar el fin de una raza y el surgimiento de una esperanza pues allí nació el beato Ceferino Namuncurá, joven salesiano hijo y nieto de emperadores, que manifestaría desde niño su vocación religiosa para ingresar en la orden fundada por Don Bosco en calidad de aspirante18.
El Che y Alberto siguieron bordeando lo que alguna vez fue el límite entre la gobernación del Río de la Plata y al Capitanía General de Chile, y continuaron hacia el oeste, pasando por Villa Regina, General Roca, Cipoltti y Neuquén, la capital de la provincia del mismo nombre, donde se unen los ríos Limay y Neuquén, que dan origen al río Negro.
Siguiendo por un camino paralelo a la rivera norte, enmarcado por árboles gigantescos, pasaron por Picún Leufú, Piedra de Águila y San Martín de los Andes, en plena cordillera, internándose en la zona de los lagos, un paisaje alucinante solo equiparable a los de Austria y Canadá.
La localidad se halla enclavada sobre la costa este del paradisíaco lago Lacar que pese a desagotar sus aguas hacia el océano Pacífico, pertenece a la Argentina y desde ese punto, Ernesto le escribió una carta a su madre para ponerla al tanto de las vicisitudes del viaje:

Querida vieja:
Ya sé que están sin noticias mías, pero a la recíproca, yo tampoco tengo noticias de ustedes y estoy de intranquilo. Contarte todo lo que nos ha pasado escapa a la intención de estas pocas líneas, sólo te diré que a poco de salir de Bahía Blanca, dos días, me dio un fiebrón de 40 grados que me tiró en la “catrera” de campaña durante todo el día; al siguiente pude tenerme en pie y fui a parar al Hospital Regional de Choele Choel donde me curé en cuatro días previa administración de una droga muy poco conocida: penicilina.
Después de eso en medio de mil dificultades que salvamos con nuestra acostumbrada pericia, llegamos a San Martín de los Andes, en un lugar precioso, en medio de bosques vírgenes con un lago lindísimo; en fin hay que verlo porque vale la pena. Nuestras caras están adquiriendo la consistencia del carburundun, ya pedimos alojamiento, comida y lo que raye en cualquier casa con árboles que vemos a la orilla del camino. De casualidad fuimos a parar a la estancia de un Von Puthamer que eran amigos de Jorge, sobre todo uno que es peronista, borracho y el mejor tipo de los tres. De paso hice un diagnóstico de tumor de zona occipital de probable etiología hidatídica. Veremos lo que resulta. Dentro de dos o tres días partimos rumbo a Bariloche, con mucha calma si tu carta puede llegar alrededor del 10-2 escríbeme a Poste Restante allí. Bueno, vieja, la hoja que sigue está destinada a Chichina. Dale grandes abrazos a todos y contáme si el viejo está en el sur o no. Un cariñoso abrazo de tu hijo que te ama19.

Si a los viajeros el paisaje les pareció increíble, con sus apretados bosques de cipreses y robles esparciéndose interminablemente por las laderas de las montañas, junto al espejo del lago que se abría a sus pies, el pueblo no los impresionó tanto.
Lo primero que hicieron fue buscar alojamiento en el dispensario regional pero al no conseguirlo, alguien les señaló la Dirección de Parques Nacionales, hacia donde se dirigieron esperanzados. Tuvieron la suerte de que en ese mismo momento pasase por allí el encargado de la dependencia, que al verlos los saludó amablemente y los condujo hasta un galpón en el que se dispusieron a pasar la noche.
Se quedaron allí un par de días, admirando los alrededores, escalando pendientes y haciendo paseos por las orillas del lago y a la mañana del tercer día, abordaron nuevamente “La Poderosa” y se dirigieron a Bariloche, atravesando la región de los lagos (Hermoso, Torrentoso, Faulkner y Espejo Grande), hasta la magnífica ciudad a orillas del Nahuel Huapi, el destino turístico más concurrido del sur argentino. Se trataba, sin ninguna duda, de una amplia comarca, sin parangón en otras regiones de América, célebre por haber sido refugio de nazis y otros prófugos a los que el régimen peronista había dado cobijo.
Se detuvieron en el lago Mariquiña, en casa de un austríaco que se desempeñaba como casero de una estancia del lugar. El hombre, individuo amable, corredor de motocicletas en su juventud, casado con una alemana, les ofreció un galpón para dormir y se puso a su disposición para lo que necesitasen, pero cometió un grave error: se pasó un buen rato hablándoles de los pumas que merodeaban por la región y del temible tigre chileno, un depredador de rubia melena que hacía estragos por los alrededores.
Ernesto y Alberto se fueron a descansar pensando en el felino y a modo de precaución, el primero extrajo la Smith & Wetson que le había dado su padre al salir de Buenos Aires y la colocó junto a su almohada.
Los despertó uin ruido en plena noche. Eran arañazos y movimientos detrás de la puerta y eso los asustó. Para vpeor, la apertura solo cerraba la parte inferior de la entrada, dejando abierta la superior.
Ninguno dijo nada pero pensaron lo mismo: se trataba de un puma o un tigre chileno que pretendía ingresar el en galpón.
Permanecieron paralizados varios segundos hasta que Ernesto, juntando coraje, tomó muy lentamente el arma y se incorporó. Dos ojos luminosos lo observaban desde el umbral y casi enseguida, un bulto negro saltó sobre la puerta. Sin pensarlo dos veces, con el corazón a punto de salirle por la boca, el muchacjo apuntó y disparó.
Todavía sonaba el estampido cuando ambos se incorporaron y casi enseguida sintieron los gritos del austríaco y el llanto desconsolado de su esposa, que en esos momentos corrían hacia el galpón, alumbrándose con una linterna. Habían matado a Boby, el antipático y ladrador perro alsaciano del matrimonio y esa fue la causa por la que debieron correr cuesta abajo, con “La Poderosa” negándose a arrancar y el matrimonio europeo insultándolos en ambos idiomas.


En los días siguientes recorrieron los lagos, escalaron un cerro del que casi se desbarrancan y hasta cazaron patos silvestres con el “arma homicida”. “En la orilla de un lago particularmente hermoso fantasearon sobre la posibilidad de crear un instituto de investigaciones médicas a su regreso…”20. Y así llegaron a Bariloche, donde a Ernesto lo aguardaba una noticia que dejó su ánimo por el suelo.
En las oficinas del correo local lo esperaba una carta de Chichina. La abrió ansioso, con el corazón latiéndole de felicidad, pensando en el amor y en un futuro pletórico que lo aguardaba junto a su amada pero al leer las primeras líneas, sintió que el mundo se le venía abajo. Su adorada novia adolescente le anunciaba que ya no lo quería y que estaba saliendo con otro.
Fueron muchos los pensamientos que se le cruzaron por la cabeza y las emociones que experimentó: tristeza, desazón, furia, pena, angustia y dolor. No sabía qué hacer ni cómo encarar el problema; intentó escribir una carta pero no le salió; quiso convencerse de que la noticia apenas lo había turbado pero no lo logró y descorazonado, divagó por aquella geografía paradisíaca hasta que lo sorprendió la noche y el sueño lo venció. Pero antes de dormirse apuntó en su diario una frase que sus biógrafos han reproducido hasta el cansancio: “En la penumbra que nos rodeaba revoloteaban las figuras fantasmagóricas, pero ‘ella’ no quería venir… Debía luchar por ella, ella era mía,  era m… me dormí”.
Tal vez Chichina estaba molesta, hastiada de la vida errática de su novio, de las grandes distancias y de su actitud desafiante; tal vez la habían convencido de que no era un buen partido pese a que en cuanto a linaje, la superaba por mucho o posiblemente, nunca estuvo enamorada.
Lo que le había molestado, y mucho, fue haber sido humillada por su pretendiente cuando a la vista de todo el mundo se llevó a la mucama de su tía a la carpa que había levantado en la playa para tener una desenfrenada sesión de sexo; posiblemente eso fue la gota que rebalsó el vaso y lo que la decidió a adoptar aquella determinación.
Por entonces Bariloche, se hallaba sumida en el misterio porque en una pequeña isla Huemul, sobre el lago Nahuel Huapi, a solo un kilómetro de distancia de la ciudad, el gobierno llevaba a cabo un misterioso experimento que mantenía en el más estricto secreto.
Los pobladores todavía recordaban que poco más de un año atrás, había llegado a la estaciónferroviaria trenes cargados de equipo y materiales para transportarlos en camiones militares de la 2ª Compañía de Ingenieros del Ejército hasta Playa Bonita y ahí embarcarlos con destino a la isla. También mencionaban a un extraño científico extranjero y a su equipo de asistentes entre los que figuraban alemanes, italianos y argentinos, misteriosos personajes que iban y venían desde el promontorio hasta la ciudad y sobre todo, los extraños haces de luz que enfocaban las aguas en todas direcciones, como para evitar que alguien se acerque.
Era realmente un enigma lo que ocurría ahí y lo fue hasta la caída de Perón, cuando se descubrió todo.  

Ernesto (sentado) y Alberto con "La Poderosa" en algún punto de la Argentina

Interesado en poner a la Argentina al frente de un bloque de naciones destinado a enfrentar a los poderes que entonces dominaban la escena mundial, el líder justicialista había puesto en marcha un secreto programa nuclear, a cuyo frente se hallaba Ronald Richter, un demente científico austríaco que había trabajado para el III Reich en su búsqueda de la fusión nuclear.
A mediados de febrero de 1951 Richter y su asistente Heinz Jaffke creyeron percibir algo durante las pruebas y pese a que el segundo insistió en volver a repetirlas, el jefe del proyecto, eufórico, se apresuró a anunciar que había alcanzado el objetivo.
Perón también se apresuró y el sábado 24 de marzo convocó al periodismo a una rueda de prensa en la Casa de Gobierno,  para anunciar que el proyecto había sido exitoso, noticia que corrió como reguero de pólvora por el mundo, acrecentando las preocupaciones y los recelos de las potencias occidentales. “Nuestro país está en condiciones de producir energía atómica controlada”.
Congresistas de los Estrados Unidos trataron el tema en forma urgente y el senador Gordon Dean propuso el envío de una comisión a Buenos Aires para tratar el asunto directamente con Perón.
Como para reafirmar el anuncio, tres meses después el gobierno invitó a un grupo de periodistas a recorre las instalaciones del Centro Atómico de la Isla Huemul y observar con sus propios ojos el reactor nuclear, los laboratorios, los depósitos, la usina eléctrica, el puesto de guardia y el embarcadero, unidos todos por caminos y escalinatas.
Pero el diabólico proyecto no fue más que una quimera ya que los resultados no volvieron a repetirse y Richter comenzó a dar señales de desequilibrio mental.
Por eso, cuando Ernesto y Alberto llegaron al lugar, quebrando la calma lugareña con el sonido de su motocicleta, la ilusión del poder atómico de Perón comenzaba a desmoronarse y las autoridades nacionales investigaban si habían sido víctimas de un fraude.


El largo y angosto camino mapuche
Después de vagar por los alrededores de San Carlos de Bariloche, los raidistas abandonaron la región, embarcando en el vapor “Modesta Victoria” a bordo del cual cruzaron el imponente Nahuel Huapi en dirección a Puerto Blest, pequeña localidad en el extremo oriental del gran espejo de agua, desde donde siguieron por vía terrestre hasta la frontera con Chile, atravesando Puerto Alegre, Lago Frías y las laderas cordilleranas.
Dejaban atrás un panorama increíble, que los chilenos habían colonizado y explorado entre los siglos XVII y XIX y que inexplicablemente cedieron antes de la Guerra del Salitre21, y se dispusieron a cruzar la frontera para ingresar en territorio desconocido, tierra de araucanos y mapuches, escenario de las proezas del general San Martín, vencedor de Chacabuco y Maipú y artífice de su independencia.
Chile y Argentina eran países con una historia común, al menos en sus primeros años. Tan era así, que el gran libertador no fue el único argentino en descollar en aquel medio. Una pléyade de nombres dan cuenta de la enorme influencia que la Argentina ejerció sobre la naciente república y como su política estuvo, en buena medida, marcada por individuos llegados del otro lado de la cordillera.
Así, por ejemplo, mientras dejamos por un momento a Ernesto y a Alberto realizando sus trámites aduaneros, hemos de recordar, solo a título informativo, que además de los numerosos militares que tomaron parte en la emancipación de Chile, su primer presidente fue el porteño Manuel Blanco Encalada, que además, es uno de los padres de su Marina de Guerra; quien redactó el Acta de la Independencia fue el tucumano Bernardo de Monteagudo, uno de los máximos exponentes del jacobinismo de la Revolución de Mayo; que el mendocino Juan Martínez de Rozas fue artífice principal de la denominada “Patria Vieja”, donde desempeñó funciones tan relevantes como las de presidente de la Junta de Gobierno Nacional y presidente del Primer Congreso patrio, ambas en 1811; que el general Rudecindo Alvarado, oriundo de Salta fue gobernador de Valparaíso en 1817 y que el santafesino Bernardo de Vera y Pintado, fue el autor de su Himno Nacional, además de senador por Linares y presidente del Congreso Nacional en 1825. Por otra parte, el protagonista principal del Motín de Cambiaso, fue el también mendocino Benjamín Muñoz Gamero, uno de los héroes de la guerra contra la Confederación Peruano Boliviana, senador por Chiloé entre 1840 y 1849 y gobernador de la Región de Magallanes en 1850.
Pero pese a toda esa relación, a los numerosos vínculos que unen a ambos países y a la historia común que poseen, los dos amigos entraban en una tierra extraña, donde los recelos hacia los argentinos eran marcados. No hacía mucho, Perón había puesto en marcha un plan para absorber a esa nación, abortado a último momento por el Departamento de Estado norteamericano y las fuerzas armadas locales que respondían al presidente Gabriel González Videla. Para agravar la situación, en agosto del año anterior había tenido lugar otro intento, mucho más grave y peligroso, cuando líder justicialista alentó y puso en marcha un golpe de Estado encabezado por el general Carlos Ibáñez del Campo, infiltrando en el país elementos reaccionarios que contaron con el apoyo de cuadros autóctonos de conocida extracción fascista.
Después de cruzar el lago Frías, los viajeros alcanzaron la frontera, en plena cordillera y comenzaron a descender hacia el lago Esmeralda, donde abordaron un pequeño vapor22, hasta Peulla y Petrohué, diminutos poblados en la orilla occidental de otro espejo de agua, el lago Todos los Santos, un punto de colorida belleza desde donde pensaban seguir hacia Osorno, capital de la provincia homónima, a casi 1000 kilómetros al sur de Santiago.
En el lago chileno pudieron viajar sin pagar a cambio de manipular las bombas de desagüe de una barca que el vapor arrastraba a remolque. De ese modo, siguiendo el relato de Jon Lee Anderson, conocieron a un grupo de médicos trasandinos que se creyeron el cuento de que eran “leprólogos” en viaje de estudio y perfeccionamientoy les hablaron de la Isla de Pascua, de su leprosario y de sus hermosas y sensuales mujeres, siempre ávidas de novios blancos. Pero lo más importante fue la carta de presentación que consiguieron, destinada a la Sociedad Amigos de la Isla de Pascua que funcionaba en Valparaíso donde, según les dijeron, podían conseguir barcos para viajar gratis.
La navegación tuvo sus complicaciones, sobre todo para “La Poderosa”, porque el lago estaba movido y eso hizo necesario cubrirla con lonas.
Salvo ese inconveniente, llegaron a destino, sanos y salvos, para seguir por tierra hacia el norte, en busca de la Ruta 5.
Problemas con los frenos de la motocicleta los obligaron a buscar medios alternativos. El propietario de una camioncito les permitió cargar “La Poderosa” en la parte posterior, donde se acomodaron junto a dos indios que resultaron ser padre e hijo que viajaban junto a su vaca. Así fue como llegaron a Osorno, un enclave comercial de cierta importancia, donde entablaron tratativas con otro camionero que acordó llevarlos a Valdivia, una ciudad mayor, a orillas del océano Pacífico. Fue un trayecto interesante, a través de paisajes agradables, con “La Poderosa” sujeta al techo del rodado y el conductor y sus ocasionales pasajeros, conversando animadamente en la cabina.
Una vez en destino, se dirigieron al consulado argentino con la intención de tantear el ambiente pero, como siempre ha sucedido y seguirá sucediendo con las representaciones diplomáticas de nuestro país, sus autoridades se desentendieron olímpicamente de la suerte de aquellos compatriotas, sin siquiera preocuparse por averiguar sus necesidades básicas o si podían aliviar en algo su situación.
Les fue mejor en el “Correo de Valdivia”, uno de los periódicos de la ciudad, donde, haciendo gala de su verborragia argentina, se presentaron hablar de su viaje y sus “proyectos”. Se despacharon a gusto hablando de ambas cosas y lo hicieorn con tanta convicción, que las ingenuas autoridades del diario redactaron un artículo en el que daban cuenta del periplo y los “móviles científicos” que lo movían. “Dos animosos viajeros argentinos en motocicleta, pasan por Valdivia” rezaba el título de la nota y a continuación se leía: “Los dos viajeros se especializan en causas y consecuencias de la lepra, la peste blanca que aflige a la humanidad. En la entrevista concedida a este diario explicaron como habían visitado los leprosarios de Brasil, Uruguay y los de su propio país. Les interesa
conocer los de Chile, en especial el de la isla de Pascua”
 y más adelante: “Ambos viajeros piensan llegar a Caracas, la capital de Venezuela, o hasta donde permitan los medios económicos a su disposición, porque ellos mismos se pagan la gira”23
Como refiere Anderson, los lenguaraces argentinos aprovecharon la oportunidad para “teorizar” sobre la situación política y social de aquel país que no conocían y verter opiniones enjundiosas, como si de dos expertos analistas se trataran, mofándose en lo más profundo, de la inocencia autóctona. “...durante su brevísima estadía en nuestro país, se compenetraron de sus problemas sociales, económicos y sanitarios”24.
Para cerrar el encuentro, los aventureros le dijeron al diario que pensaban dedicar su estadía en Valdivia a los 400 años de su fundación (¿?) y se fueron a recorrer la ciudad.
Mucho se deben haber reído cuando al día siguiente abrieron la página del “Correo” y vieron aquel artículo en el que se los trataba poco menos que de altas eminencias en viaje de estudios.
Tras una visita al mercado de la ciudad, siguieron viaje hacia Temuco, con “La Poderosa”, funcionando cada vez peor. Se trataba de otra población relativamente importante, en la provincia de Cautín, distante a unos 615 kilómetros de la capital, donde también hicieron de las suyas. Guardaron la moto en un garaje y se dirigieron al periódico “El Austral”, donde pidieron  hablar con algún periodista. Cuando lo tuvieron delante y éste los invitó a tomar asiento en su escritorio y les preguntó que deseaban.
Seguros de si mismos, los argentinos se largaron con todo mientras el periodista los escuchaba fascinado.
La nota que el vespertino publicó al día siguiente, 19 de febrero de 1952, llevaba por título “Dos expertos en leprología argentinos recorren Sudamérica en motocicleta: están en Temuco y desean visitar Rapa Nui” y la ilustraba una fotografía en la que aparecían los “especialistas” posando para la cámara, Ernesto sumamente apuesto, con mirada de galán y los pulgares sobre el cinturón y Alberto, una cabeza más bajo, luciendo una chaqueta obscura.
“Desde ayer se encuentran en Temuco el Dr. En bioquímica, señor Alberto Granados y el estudiante de 7º año [sic] de medicina de la Universidad de Buenos aires, señor Ernesto Guevara…”.
Aquí también los argentinos hablaron de política, de economía, de higiene, opinaron con absoluta seguridad sobre el estado sanitario del país vecino y teorizaron sobre su situación social y su gobierno.

Allí estaba la condensación de nuestra audacia [apuntaría Ernesto en su diario]. Nosotros, los expertos, los hombres claves de la leprología americana, con tres mil enfermos tratados y una vastísima experiencia, conocedores de los centros más importantes del continente e investigadores de las condiciones sanitarias del mismo, nos dignábamos hacer una visita al pueblito pintoresco y tristón que nos acogía ahora. Suponíamos que ellos sabrían valorar en todo su alcance la deferencia que para el pueblo tuvimos, pero supusimos poco. Pronto toda la familia estaba reunida en torno al artículo y todos los demás temas del diario eran objeto de un olímpico desprecio. Y así, rodeados de la admiración de todos nos despedimos de ellos, de esa gente de la cual no conservamos ni el recuerdo del apellido25.

Aquellas dos notas y su carácter extrovertido, hicieron de los viajeros dos verdaderas celebridades. Ni que hablar en el ámbito femenino, donde Ernesto comenzó a hacer estragos.
La primera señal de aquella no muy bien ganada fama que tienen los argentinos la tuvieron en Valdivia, después de la nota en el “Correo”, que les generó el respeto de la gente pero ahora, en Temuco, la cosa pintaba mejor. Habían dejado la motocicleta en el taller de un hombre que vivía en las afueras, a quien habían solicitado permiso para guardarla ahí y, de ese modo, recorrer un poco la ciudad. Cuando la fueron a retirar, el trato de aquel hombre era otro.

Habíamos pedido permiso para dejar la moto en el garaje de un señor que vivía en las afueras y allí nos dirigimos encontrándonos con que ya no éramos un par de vagos más o menos simpáticos con una moto a la rastra, no; éramos LOS EXPERTOS, y como a tales se nos trataba. Todo el día pusimos en arreglar y acondicionar la máquina y a cada rato la morocha mucama se acercaba a traer algún regalito comestible. A las cinco, luego de un opíparo “once”, con que nos invitara el dueño de casa, nos despedimos de Temuco saliendo con rumbo norte26.

El atractivo de Ernesto comenzó a hacer de las suyas a lo largo del recorrido. Según refiere Alberto, las muchachas (y las que no lo eran tanto), morían por él y al parecer, no podían dejar de mirarlo y sonreír al verlo pasar.
“Pese a su mono mugriento y una barba de varios días, el Pelao era una presa deseada”, apunta Alberto en su diario27.
En el pueblo de Lautaro enfilaron directamente a un taller mecánico para dejar en reparación a “La Poderosa”. Tan bien les cayeron a su dueño y a los vecinos que se reunieron en torno a ellos para escucharlos referir sus hazañas, que les pagaron el almuerzo y los invitaron al baile que se organizaba esa noche en el club social, junto al ayuntamiento. 
Seguros de que la iban a pasar “bárbaro” y que gozarían de lo lindo de la hospitalidad chilena, los viajeros aceptaron.
Como siempre sucede en esos casos, la gente se vistió con las mejores prendas y acudió ansiosa, atraída por la presencia de los dos “científicos”, en especial las muchachas que morían por el simpático Alberto y el ultra buen mozo Ernesto.
Y en ese clima llegaron ambos, cuando la música hacía rato que sonaba y el baile arreciaba. Los recibieron como a s estrellas de cine, incluso con aplausos mientras ellos entraban saludando a todo el mundo, sonriendo, gesticulando y haciendo comentarios jocosos. Y de movida comenzaron a beber.
Tal como relata Ernesto en su diario, el vino chileno era exquisito y sin darse cuenta, comenzó a beberlo a una velocidad pasmosa.
Fue al rato, después de bailar varias piezas con diferentes muchachas, que uno de los mecánicos que trabajaba en el taller cometió la locura de pedirle que se ocupase de su mujer porque él no se sentía bien. El argentino estaba pasado de copas y a esa altura ya no era responsable de sus actos. En esas condiciones se dirigió a la joven esposa, que desde que había llegado se lo comía con los ojos, la tomó de la mano y se la llevó al centro de la pista, notando enseguida “…que estaba calentita y palpitante y tenía vino chileno”28.
Ernesto y Alberto en "El Austral" de Temuco
Así fue como entre un paso y otro, apretones, arrumacos y palabritas al oído, la muchacha levantó presión y eso dio bríos a su ocasional acompañante para tomarla nuevamente de la mano y llevárserla afuera, “para seguirla ahí”, lejos de miradas indiscretas.
La mujer agarró viaje pero cuando se dirigía con Ernesto hacia la puerta, notó que el marido la mirada furioso y eso la acobardó. Le pidió al muchacho que la soltase pero este se negó y completamente alcoholizado, insistió, dándole un fuerte tirón. La chilena volvió a negarse porque ya veía a su esposo presa de la ira pero al no percatarse de ello, Ernesto comenzó a forcejear y entonces ella, al intentar lanzar una patada, cayó estrepitosamente al suelo, lanzando imprecaciones contra todos los argentinos.
Alberto, que bailaba muy bien acompañado en el centro de la pista, vio al mecánico incorporarse y dirigirse hacia su amigo, armado con una botella y como en el mejor de los partidos de rugby, se precipitó a la carrera contra él y lo tumbó de un topetazo.
La batahola que se armó fue tal, que los forasteros estuvieron a punto de ser linchados. Hechos una furia al ver a una de sus mujeres mancillada, los chilenos se abalanzaron en maza sobre los dos argentinos y comenzaron a arrojarles todo lo que tenían al alcance, desde vasos y botellas, hasta piedras, palos y trozos de hierro. Querían vengar a su convecino e incentivados por el alcohol, estaban dispuestos a todo.
Perseguidos por la turba, Ernesto y Alberto llegaron con lo justo al taller, saltaron sobre la motocicleta con el primero al volante y salieron a toda velocidad, mientras les llovía de todo menos agua.
Pese a sus problemas mecánicos, en esa oportunidad, la noble máquina respondió, demostrando una fidelidad a toda prueba al sacarlos de aquel apuro.
Al día siguiente, el futuro líder revolucionario apuntaría en su diario e viaje un lacónico: “Debemos proponernos formalmente no conquistar más mujeres en los bailes populares”.
Huyeron por la ruta muertos de risa hasta que a varios kilómetros de distancia, los frenos fallaron y al intentar esquivar una manada de vacas, pegaron contra una de ellas y se estrellaron contra el terraplén.
El golpe sirvió para que los frenos se arreglasen solos y eso les permitió seguir hasta la granja de unos alemanes cuyas hijas, fascinadas, los reconocieron como los “expertos” de los que hablaba el diario. Como dice Pierre Kalfon, al comentárselo a sus padres, los trataron como a señores y les dieron la habitación reservada para los huéspedes, además de comida y la posibilidad de higienizarse, pero debieron huir al día siguiente porque al defecar por una de las ventanas de la pieza, lo hicieron sobre un techo se zinc que se hallaba dos metros debajo, en el que los dueños de casa secaban decenas de duraznos.
Dos días después, “La Poderosa” volvió a fallar, al subir las pendientes de aquel camino sinuoso, por lo que fue necesario recurrir a ayuda. Fue nuevamente un camionero quien les dio una mano, al permitirles cargar la moto en la parte trasera y conducirlos hasta otro poblado llamado Los Ángeles, donde volverían a lucirse como galanes al conquistar a las tres hijas del jefe de los bomberos para alojarse en el cuartel y pasar allí la noche.
Una salida con aquel trío de hermanas les permitió comprobar que las chilenas (al menos en aquellos días), eran mucho más desinhibidas y entradoras que las argentinas, de ahí sus anotaciones: Aquellas jovencitas eran dignos “…exponentes de la mujer chilena que, fea o linda, tiene un no sé qué de espontáneo, de fresco, que cautiva inmediatamente” (Ernesto); “Después de la cena salimos con las muchachas. Una vez más quedó comprobada la diferente mentalidad respecto a la libertad entre las mujeres chilenas y las nuestras, en relación con el otro sexo. Tal vez el hecho de ser nosotros ‘aves de paso’ haga más viable cualquier cosa, pero creo que la diferencia es de formación” (Alberto).
Lo que ocurría en realidad, era que ambos viajeros eran argentinos y todo el mundo sabe el “arrastre” que siempre han tenido con las mujeres fuera de su país, mal que les pese a muchos.
En lo que a sexo se refiere, parece que esa noche también hubo y bastante intenso. “Volvimos al cuartel laxos y silenciosos, cada cual rumiando su experiencia… se acostó Fuser, que estaba bastante agitado, no sé si por el asma o por la piba”29.
A la mañana siguiente, antes de partir, Ernesto llevó a cabo un acto de heroísmo que impresionó a los habitantes de aqiel pueblo.
Cerca de las seis de la mañana, comenzaron a sonar las alarmas del cuartel y los bomberos saltaron de sus literas. Los argentinos se “prendieron” y trepados a la parte posterior del autobomba, llegaron a una casa de madera y adobe a la que estaban consumiendo las llamas.
Mientras los abnegados servidores públicos desenrollaban sus mangueras y comenzaban su labor, alguien gritó que había un gato atrapado en el interior de la vivienda y entonces Ernesto, sin detenerse a pensar, corrió hacia el interior y se perdió entre las el humo, las loenguas de fuego y los escombros, emergiendo minutos después con el animal en sus manos. La gente se congregó a su alrededor, palmeándolo y aplaudiendo mientras él, sonriente, se hacía el modesto diciendo que no había sido nada.
La despedida con las tres hermanas fue más que cariñosa y con el recuerdo de sus sonrisas y “favores”, ganaron nuevamente la ruta y enfilaron directamente a Santiago, esta vez a bordo de otro camión, porque la noble motocicleta no daba más.
Llegaron a destino el 1 de marzo de 1952. La ciudad no los impresionó en absoluto porque les recordó a una capital de provincia argentina. “No puede compararse con la inmensa Buenos Aires”, dice Kalfón.
Dejaron la maltrecha “Poderosa” en un galpón y se fueron derecho al consulado de Perú para tramitar las visas. Les rondaba en la cabeza una idea y era seguir hacia Valparaíso, para abordar un buque que los llevase a la Isla de Pascua.
Podemos decir que su paso por Santiago fue breve porque la ciudad no les interesó demasiado. A poco de llegar, salieron para el importante puerto chileno, distante a 120 kilómetros hacia el noroeste, que para mayores datos era sede del Congreso, del Servicio Nacional de Aduana y de la Comandancia de la Armada.
No hay mucho para contar de su paso por ahí salvo que se alojaron gratuitamente en la habitación de un bar llamado “La Gioconda”, cuyo dueño resultó ser un individuo servicial y amable. Ni bien dejaron su equipaje, se encaminaron al puerto para ver si conseguían transporte gratuito a Rapa Nui (la isla de Pascua) y mientras lo hacían, recorrieron las empinadas calles de la población para curiosear un poco. De lo que no parecían tener mucha idea era de la historia local ya que ignoraban por completo que en 1866, una reducida flotilla española había bombardeado Valparaiso sin hallar ningún tipo de resistencia, pese a las 96 horas de preaviso que había lanzado el almirante Casto Méndez Núñez, dando tiempo de evacuar hospitales, asilos, escuelas y conventos.
Ernesto (al centro con gorra) y Alberto (derecha, manos en la cintura) en algún lugar de Chile

El hecho tuvo lugar en el marco de una suerte de contienda conocida como “guerra hispano-sudamericana” que enfrentó a España contra una coalición formada por Perú, Chile, Bolivia y Ecuador por el dominio del guano de las islas Chincha.
Ese día, como se dijo, los buques hispanos no hallaron resistencia y eso les permitió arrasar a sus anchas el sector portuario y el barrio La Planchada, además de enviar a pique a buen número de buques mercantes salvo aquellos cuyos patrones se apresuraron a arriar sus banderas para reemplazarlas por las de naciones extranjeras.
El peso de aquel conflicto corrió a cargo de Perú y en lo que a Chile se refiere, salvo la poco honrosa captura de la “Virgen de Covadonga” por la corbeta “Esmeralda” (la nave chilena se aproximó a la española enarbolando bandera británica para solicitar ayuda), y a alguna que otra escaramuza más, a eso se redujo todo su accionar.
El sondeo por el puerto no arrojó resultados; ningún buque partía hacia la mítica isla en menos de seis meses, por lo que, bastante decepcionados regresaron al bar, trepando las calles empinadas, enmarcadas por las características casas de cinc multicolores y mientras lo hacían, decidieron àrtir cuanto antes hacia el norte, en algún buque que los llevase hasta Antofagasta.
Esa noche, antes de la cena, el dueño de “La Gioconda” les habló de una vieja empleada que yacía postrada por el asma en una de las habitaciones. Les preguntó si podían hacer algo por ella y los dos jóvenes decidieron ir a ver.
El cuadro era desolador. Se trataba de una mujer muy mayor, en extremo pobre y que para mayores males, padecía una insuficiencia cardíaca.
El hedor que imperaba en la habitación era insoportable y para enrarecer aún más el clima, la familia de la enferma no veía con buenos ojos a aquellos dos extraños. “…era evidente que la pobre vieja había debido estar sirviendo hasta hacía un mes para ganarse el sustento”, apuntó Ernesto horas más tarde.
La anciana agonizaba y no había nada que hacer. Como dice Jon Lee Anderson, el joven estudiante le recetó una dieta, le dejó sus propios comprimidos de dramamina con otros medicamentos y se fue, llevándose consigo las palabras de gratitud de la pobre mujer y las miradas torvas de sus desagradables parientes30.


El 8 de marzo, tras una semana de su llegada a la ciudad portuaria, dieron a un capitán que se comprometió a llevarlos a Antofagasta. Su buque era un carguero llamado “San Antonio”, que se disponía a zarpar ni bien terminase de estibar. Pero ocurrió que los trabajos duraron más de la cuenta y debieron permanecer allí otra noche, al amparo de un vagón ferroviario primero y una grúa del muelle después.
Al día siguiente, bien temprano, cruzaron sin problemas la Aduana y cuando se disponían a subir por la rampa en dirección a la cubierta, se les interpuso la fiera estampa de un capataz que con voz de pocos amigos les preguntó a donde iban. Debieron desandar el camino y elaborar un “plan B”, pero para su fortuna, el fiel conductor de la grúa les aconsejó aguardar por ahí cerca porque de un momento a otro, el individuo se iba a retirar. Y así sucedió, aunque varias horas después, en plena noche.
Ayudados por uno de los marineros, los polizones subieron a bordo y se ocultaron en la pestilente letrina del buque, donde permanecieron escondidos hasta la tarde siguiente (17.00), cuando el olor nauseabundo los obligó a salir, agotados y famélicos.
Se encontraban en alta mar, rodeados por agua hasta donde alcanzaba la vista. Ernesto estaba más o menos bien pero Alberto estaba medio mareado y le costaba mantenerse en pie. Aún así, se pudo sobreponer y en esas condiciones, se presentó al capitán, que al verlo con su amigo, ahí parados, los reconoció.
Intentando disimular ante el resto de la tripulación, el buen hombre los amonestó con voz de guardiacárcel e inmediatamente después, haciéndoles un guiño para indicarles que todo estaba bien, ordenó que los alimentasen y les asignasen una tarea porque, como les dijo, no iban a viajar “de arriba”.
A Alberto le tocó la más liviana cuando le señalaron un lampazo y lo mandaron a limpiar la cubierta. El futuro Che, en cambio, corrió con la más fea pues le ordenaron encargarse de las letrinas, tarea injusta y desagradable, que le llevó varias horas y hasta le provocó náuseas.
Antofagasta es la ciudad más importante del norte de Chile. Capital de la provincia del mismo nombre, sus actividades más importantes son la portuaria y la minera, factor principal de su notable crecimiento, sobre todo la segunda, focalizada principalmente en el cobre, cuando el salitre dejó de rendir y sumió al país en años de depresión.
Fundada por los bolivianos en 1868, fue la capital del departamento de Mejillones y el puerto marítimo por excelencia del país del altiplano, que sacó grandes provechos de la explotación mineral. Sin embargo, tras la derrota de 1879/1883, quedó en poder de Chile y de esa manera, Bolivia se quedó sin mar.
Alberto y Ernesto vieron surgir sus luces en plena noche, al cabo de tres días de navegación.
Cuando el “San Antonio” atracó en la mañana, los dos viajeros, que habían confraternizado con su capitán jugando varias partidas de naipes, fregando las cubiertas y ayudando en la cocina, intentaron buscar otro barco para seguir hasta Perú (el carguero en el que habían llegado regresaba a Valparaíso).
Recorriendo los muelles dieron con el “Apolo”, un carguero chileno que se dirigía a Arica, en el límite con Perú, pero al no llegar a un acuerdo con su capitán, continuaron en busca de otra embarcación.
Como no la encontraron, decidieron alterar sus planes y conocer las célebres minas a cielo abierto de Chuquicamata, el yacimiento de cobre más grande del mundo, principal ingreso del tesoro nacional chileno que, como acertadamente dice Jon Lee Anderson, representaba el símbolo máximo de la dominación extranjera sobre la economía chilena. En aquellos días, el yacimiento era explotado y operado por los grandes monopolios norteamericanos Kennecott y Anaconda, e incluso la Braden Copper Company, subsidiaria chilena de aquellas dos, propiedad de la familia de quien fuera embajador de los Estados Unidos en la Argentina cuando Perón ganó sus primeras elecciones31.
Las empresas americanas eran las que acaparaban las mayores ganancias y los ingresos chilenos se limitaban, prácticamente, a los impuestos que les cobraban.
Ernesto y Alberto lo sabían y también estaban al tanto de que esos ingresos dependían de las alzas y bajas del mercado cuprífero.
Los amigos estaban convencidos de que atravesar Chile sin conocer el gran yacimiento era un despropósito, de ahí su decisión de probar fortuna nuevamente en la carretera, intentando dar con un medio de locomoción que los llevase hasta allí.
Esperaron varias horas el paso de un tr5ansporte, a la sombra de un raquítico poste de electricidad, buscando cubrirse del sol. Lo primero que apreció fue un camioncito que se detuvo y los hizo subir. Se dirigieron por las montañas a la aldea de Baquedano, un punto perdido en las inmensidades del desierto de Atacama, y al cabo de varias horas, tras cruzar una de las regiones más inhóspitas del continente, llegaron a destino. Nueva detención, nueva espera.

En el pueblo esperamos pacientemente un nuevo camión que nos llevara a Loma, pueblo inmediato a la mina, lo que no ocurrió en todo el día.
Al anochecer nos hicimos amigos de un matrimonio de obreros chilenos, que eran comunistas. A la luz de una vela con que nos alumbrábamos para cebar el mate y comer un pedazo de pan y queso, las facciones contraídas del obrero ponían una nota misteriosa y trágica; en su idioma sencillo y expresivo contaba de sus tres meses en la cárcel, de la mujer hambrienta que lo seguía con ejemplar lealtad, de sus hijos, dejados en la casa de un piadoso vecino; de su infructuoso peregrinar en busca de trabajo, de los compañeros misteriosamente desaparecidos, de los que se cuentan que fueron fondeados en el mar32.

La visita al yacimiento, que fue referida por ambos y por la infinidad de biografías que se escribieron en años posteriores, los marcó profundamente.
Al respecto Alberto apuntó:

Alumbrado por un quinqué de carburo en un "hotel", de este pueblucho, escribo mientras espero que un camión nos lleve a Chuquicamata.
Hemos encontrado una pareja de trabajadores, desempleado él, fue detenido por presunto comunista y lo encerraron por tres meses y ahora está luchando por que lo dejen trabajar en alguna mina. Hace unos instantes recorrí el pueblo: una larga hilera de casas de paredes de zinc, colocadas a lo largo de una sola calle, bordeada por las colinas salitrosas, son en su mayoría exp4endio de bebidas a donde vienen a “curarse” todos los trabajadores de las minas y del ferrocarril. Llegué a un rincón formado por dos camas y me detuve a contemplar el cuadro que formaban Ernesto y nuestros dos huéspedes. Apenas iluminados por un pedacito de vela y por la luna que recién transponía los cerros, Ernesto cebaba mate y, acurrucados, tiritando, apenas recubiertos por sus harapientos vestidos, él trataba de explicarnos, con su reducido lenguaje, las injurias de que había sido objeto, él y sus compañeros, muchos de los cuales habían sido muertos o fondeados en el océano. Mientras él hablaba, ella, sin saberse observada, lo miraba con una especie de arrobada admiración que tocó mi fibra sensiblera y sentí admiración por esa pobre mujer, que afrontaba toda esa serie de contratiempos y calamidades, acompañando a su compañero en la desgracia33.

Como dice Ernesto en su diario, aquellos dos pobres miserables, hambrientos y abandonados a su suerte, no tenían ni siquiera una manta para cubrirse, por lo que les cedieron una de las suyas, reservándose la restante para ellos dos. “Fue esa una de las veces que he pasado más frío, pero también en la que me sentí un poco más hermano con esta, para mí, extraña especie humana…”. Aún así, despertaron en ambos una profunda estima y sobre todo, admiración.
A la mañana siguiente los viajeros treparon a otro camión y se dirigieron a Loma, diminuta aldea que oficiaba de antesala de la gran montaña de cobre, el “oro rojo” que proveía a Chile de sus principales ingresos.


Si se las observa desde el aire, las minas parecen un colosal anfiteatro e incluso un cráter abierto por un meteorito de proporciones ciclópeas. Largas hileras de camiones suben y bajan lentamente hacia su interior para llenar sus cajas de metal y retirarse a la misma velocidad, trepando desde una profundidad de hasta 850 metros34.
Temprano, por la mañana, Ernesto y Alberto abandonaron Loma y se dirigieron al gran yacimiento.
Al verlos llegar, los administradores norteamericanos mostraron recelo; dudaron entre dejarlos pasar o pedirles que se retirasen pero al final accedieron, con la sola condición de que su visita fuera breve porque las minas no eran un lugar turístico.
Les pusieron un guía chileno, hombre manso y sumiso y les franquearon el paso, observando sus movimientos con atención hasta que se perdieron de vista.
Se trataba, realmente, de un panorama colosal; algo similar a la huella de un ciclópeo caracol prehistórico grabada en la superficie terrestre, hacia cuyas profundidades descendían lentamente en hilera monstruosos camiones de fabricación norteamericana, bestias mecánicas de casi dos pisos de altura y seis enormes ruedas (cuatro en la parte posterior, dos a cada lado), sobre los que unas enormes grúas amarillas de la misma procedencia dejaban caer toneladas de piedras.
Ernesto le dedicaría un capítulo completo a la visita.
Ni bien se alejaron de la administración, el guía chileno, “un perro fiel de sus amos yanquis”, según el decir de nuestro personaje, se despachó a sus anchas contra aquellos, tratándolos de gringos imbéciles, explotadores y desalmados, incapaces de sensibilizarse con las necesidades básicas del trabajador.

Eficacia fría y rencor impotente van mancomunados en la gran mina, unidos a pesar del odio, por la necesidad común de vivir y especular de unos y otros. Veremos si algún día, algún minero tome un pico con placer y vaya a envenenar sus pulmones con consiente alegría. Dicen que allá es de donde viene la gran llamarada roja que deslumbra hoy al mundo, as así, eso dicen. Yo no sé35.

He aquí algunas otras cosas que apuntó el futuro líder en su diario de viaje:

Empecemos por nuestra especialidad médica: El panorama general de la sanidad chilena deja mucho que desear (después supe que era muy superior a la de otros países que fui conociendo). Los hospitales absolutamente gratuitos son muy escasos y en ellos hay carteles como el siguiente “¿Por qué se queja de la atención si usted no contribuye al sostenimiento de este hospital?”. A pesar de esto, en el norte suele haber atención gratuita pero el pensionado es lo que prima; pensionado que va desde cifras irrisorias, es cierto, hasta verdaderos monumentos al robo legal. En la mina de Chuquicamata los obreros accidentados o enfermos gozan de asistencia médica y socorro hospitalario por la suma de 5 escudos diarios (chilenos), pero los internados ajenos a la Planta pagan entre 300 y 500 diarios. Los hospitales son pobres, carecen en general de medicamentos y salas adecuadas. Hemos visto salas de operaciones mal alumbradas y hasta sucias y no en puebluchos sino en el mismo Valparaíso. El instrumental es insuficiente. Los baños muy sucios. La conciencia sanitaria de la nación es escasa. Existe en Chile (después lo vi en toda América prácticamente), la costumbre de no tirar los papeles higiénicos usados a la letrina, sino afuera, en el suelo o en cajones puestos para eso36.

Y con respecto a las diferencias que encontró con su país:

El estado social del pueblo chileno es más bajo que el argentino. Sumado a los bajos salarios que se pagan en el sur, existe la escasez de trabajo y el poco amparo que las autoridades brindan al trabajador (muy superior, sin embargo, a la que brindan las del norte de América del Sur), hecho que provoca verdaderas olas de emigración chilena a la Argentina en busca del soñado país del oro que una hábil propaganda política se ha encargado de mostrar a los habitantes del lado oeste de los Andes. En el norte se paga mejor al obrero en las minas de cobre, salitre, azufre, oro, etc. , pero la vida es mucho más cara, se carece en general de muchos artículos de consumo de primera necesidad y las condiciones climáticas son muy bravas en la montaña. Recuerdo el sugestivo encogimiento de hombros con que un jefe de la mina Chuquicamata contestó a mis preguntas sobre la indemnización pagada a la familia de los 10 000 o más obreros sepultados en el cementerio de la localidad37.

Desde Chuquicamata, Ernesto y Alberto regresaron a Loma y de allí siguieron hasta el puerto de Arica, en la frontera con Perú, ciudad de clima agradable, célebre por su diversidad cultural, étnica y social.
No se detuvieron mucho tiempo allí pero la visión de esas regiones y un rápido repaso de su itinerario llevó a Ernesto a evocar la gran epopeya de la conquista de Chile por un puñado insignificante de españoles.

En estas pampas de una aridez absoluta hace de día un calor bochornoso y refresca bastante al llegar la noche, características de todo clima desértico, por otra parte. Realmente impresiona el pensar que por estos lados cruzó Valdivia con un puñado de hombres, recorriendo cincuenta o sesenta kilómetros sin encontrar una gota de agua y ni siquiera un arbusto para guarecerse en las horas de más calor. El conocimiento del lugar por donde pasaran aquellos conquistadores, eleva automáticamente la hazaña de Valdivia y sus hombres para colocarla a la altura de las más notables de la colonización española, superior sin duda a aquellas que perduran en la historia de América, porque sus afortunados realizadores encontraron al fin de la aventura guerrera el dominio de reinos riquísimos que convirtieron en oro el sudor de la conquista. El acto de Valdivia representa el nunca desmentido afán del hombre por obtener un lugar donde ejercer su autoridad irrefutable. Aquella frase atribuida a César, en que manifiesta preferir ser el primero en la humilde aldea de los Alpes por la que pasaban, a ser el segundo en Roma, se repite con menos ampulosidad pero no menos efectivamente, en la epopeya de la conquista de Chile. Si en el momento en que el indómito arauco por el brazo de Caupolicán arrebatara la vida al conquistador, su último momento no hubiera sido rebasado por la furia del animal acosado, no dudo que en un examen de su vida pasada encontraría Valdivia la plena justificación de su muerte como gobernante omnímodo de un pueblo guerrero, ya que pertenecía a ese especial tipo de hombre, que las razas producen cada tanto tiempo, en los que la autoridad sin límites es el ansia inconsciente a veces que hace parecer natural todo lo que por alcanzarla sufran38.


El trono del Inca
Perú es un país realmente fascinante, sobrecargado de historia, tradición y contrastes. La naturaleza lo ha dotado de bellezas que lo hacen único, incomparable, cautivante, mil veces más fascinante que Chile y la misma Argentina.
Ni bien traspusieron la frontera, los viajeros apalabraron al conductor de un nuevo y desvencijado camión y tras acomodarse lo mejor que pudieron entre los indios mudos e inexpresivos en la parte posterior, se encaminaron a Tarata, un poblado de 2000 habitantes situado a unos 3100 metros de altitud sobre el nivel del mar, cuyo templo, la iglesia de San Bernardo Abad, se remontaba al año 1611.
Ernesto entró en el Perú atraído por su glorioso pasado precolombino y las historias de la conquista y se dio de frente con ambas cosas ni bien llegó al pueblo.
Allí, en Perú, como en México y Centroamérica, se podía apreciar lo que el hombre blanco había significado para las civilizaciones autóctonas.

En las callecitas estrechas del pueblo, con sus calles de empedrado indígena y de enormes desniveles, sus cholas con los chicos a cuestas... en fin, con tanta cosa típica, se respira la evocación de los tiempos anteriores a la conquista española; pero esto que tenemos enfrente no es la misma raza orgullosa que se alzara continuamente contra la autoridad del Inca y lo obligara a tener permanentemente un ejército sobre esas fronteras, es una raza vencida la que nos mira pasar por las calles del pueblo. Sus minadas son mansas, casi temerosas y completamente indiferentes al mundo externo. Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una costumbre que no se puede quitar de encima. El guardia nos lleva a la policía y allí nos dan alojamiento y unos agentes nos invitan a comer algo. Recorremos el pueblo y nos acostamos un rato, ya que a las tres de la mañana salimos rumbo a Puno en un camión de pasajeros, que nos lleva gratis por conducto de la Guardia Civil39.

A partir de este punto, las observaciones de ambos amigos se tornarán más incisivas y al respecto, las palabras de Anderson y Kalfon, son esclarecedoras.

Durante las semanas siguientes, al recorrer los Andes, el contacto constante con la ‘raza vencida’ afectó fuertemente a Ernesto. Las amargas realidades de cuatro siglos de dominación blanca saltaban a la vista. En su propio país la población indígena prácticamente había desaparecido, devorada por el gran crisol de la Argentina moderna con sus millones de inmigrantes europeos. Pero en el altiplano del Perú era una mayoría visible, cuya cultura estaba en gran medida intacta, pero dolorosamente sometida40.

Los argentinos comenzaron a trepar en dirección al mítico lago Titicaca, cuna de la civilización incaica, siempre amontonados en vetustos y destartalados camiones, entre indios mansos y silenciosos que apenas se atrevían a pronunciar palabra e inclinar la cabeza a modo de saludo. Atrás quedaban la europea Argentina y el mestizo Chile y ante ellos se abría la porción más indígena del continente, que se extendía ininterrumpidamente hasta la frontera con los Estados Unidos.
Como bien dice Anderson, por ser blancos y argentinos, generalmente los invitan a subir a la cabina junto a los conductores, lejos de aquellos “seres inferiores” que despedían olor y miraban a la distancia con rostro impasible.

Como blancos, profesionales y argentinos eran los ‘”superiores sociales” de quienes los rodeaban y por eso tenían a su alcance favores y concesiones que los ciudadanos indígenas de Perú ni siquiera podían imaginar41.

Quienes más remarcaban esas diferencias eran los agentes de la Guardia Civil, la policía peruana, que solía darles alojamiento y comida en sus propios cuarteles o estaciones. En una ocasión, al enterarse el jefe de la delegación local que los dos trotamundos acababan de llegar exclamó: “¿Cómo?, ¿Dos doctores argentinos van a dormir incómodos por no tener dinero? No puede ser…”, y les pagó de su bolsillo una habitación en el mejor hotel de la localidad, ignorando sus “tímidas protestas”42.
En un bar de Juliaca, capital de la provincia de San Román, trabaron amistad con un guardia civil que en completo estado de ebriedad, alardeaba de bravo y experimentado. Era un sargento al que Ernesto y Alberto le “daban cuerda” para divertirse un rato y hacerlo pagar la comida y algunos tragos.
En un momento dado, mientras intentaba demostrar su “hombría”, el sujeto extrajo el arma reglamentaria e incentivado por sus ocasionales acompañantes, disparó contra una pared del local, generando el correspondiente revuelo entre los presentes.
La dueña del lugar, una india entrada en años, salió corriendo hacia la comisaría en busca de ayuda y regresó acompañada por el teniente a cargo. El oficial vio a su subalterno junto a los dos muchachos blancos y enseguida los encaró.

-¡¡Pero… ¿qué están haciendo?!!- preguntó con tono enérgico.

-Nada mi teniente - respondió el suboficial intentando disimular su borrachera y cubrir con su gorra el agujero que había hecho en la pared - hablábamos nada más.

-¡No es verdad! –se interpuso la dueña- ¡Él extrajo su arma y disparó!

-Pero… no señora. Usted…está equivocada. ¿No es cierto muchachos?... Anda… cuéntale al teniente como explotó el cuete que traías- dijo el beodo guiñándole un ojo a Alberto.

-Así es, señor –respondió aquel- Quise hacer explotar un cohete y se me fue de las manos.

Ernesto apoyó la versión con mucha convicción y el oficial los dejó ir mientras se llevaba del brazo al sargento alcoholizado.

-¡Estos argentinos se creen los dueños de todo! – gritó la mujer indignada.

Al respecto dice Anderson: “Eran blancos, ella india. Tenían poder, ella no”43.
Durante los interminables viajes en camión, a través de caminos sinuosos y abruptos, los indios casi no hablaban pero cuando lo hacían, siempre preguntaban lo mismo: querían saber sobre Perón y Evita, sobre su gobierno, su revolución y sus conquistas sociales. Les fascinaba saber sobre aquella tierra lejana, en la que los pobres y los desposeídos eran tenidos en cuenta. Y al respecto, tanto Ernesto como Alberto se despachaban a gusto, a veces, más de la cuenta.
En este punto, Anderson compara a la Argentina de Perón con el Perú de Manuel Odría, donde las diferencias entre ricos y pobres eran mucho más marcadas; donde el asalariado, el campesino y el indio ni siquiera podía soñar con ningún tipo de prebenda ni beneficio, ni tan siquiera gozar de una muerte digna. Según su opinión, a partir de ese momento, los dos amigos comenzaron a ver al líder justicialista con otra óptica, sin embargo, el autor estadounidense omite un detalle importante, clave en la historia de América del Sur: Perón había incentivado y financiado numerosos golpes de Estado, colocando en los países vecinos, regímenes sumisos, obedientes a su política, uno de ellos, el de Manuel Odria44, fuertemente influenciado por él, como lo estaban también los de Bolivia, Paraguay y el Chile del general Carlos Ibáñez del Campo.


El camino a Cuzco fue arduo. Lo primero que tocaron después de Juliaca fue Llave, un pueblito miserable en el que apenas estuvieron el tiempo suficiente como para trepar a otro camión y dirigirse a Puno, junto al lago Titicaca, “el mayor puerto lacustre del Perú”, según la escueta definición de don Ernesto Guevara Lynch, que solo se limita a agregar “No tenían nada importante que hacer”.
Los viajeros recorrieron sus calles, visitaron su catedral, frente a la Plaza de Armas y hasta tuvieron tiempo de abordar una de las canoas que al igual que sus islas flotantes, los indios uros tejen utilizando totora. A bordo de ella dieron una vuelta por las aguas y luego regresaron, ignorando que a 34 kilómetros de allí se yerguen las magníficas chullpas de Sillustani, imponentes construcciones de un olvidado cementerio incaico, sobre la orilla oriental de la pequeña laguna Umayo, colosales sepulcros de piedra en forma de vasos, con una pequeña abertura en su base, que en tiempos remotos fueron las tumbas de olvidados reyes y señores aimarás.
Jon Lee Anderson prácticamente omite el paso de los viajeros por el lago Titicaca, ubicado a 3827 metros sobre el nivel del mar, no así Pierre Kalfon, que se detiene a transcribir algunas de sus observaciones.
“…inmenso, silencioso y sereno…” dijo de él Alberto “Para el Pelao y para mí era uno de los hitos del viaje”.
Tanto los impactó la magnífica vista de aquel verdadero mar en lo alto de las montañas, que estrecharon fuertemente sus manos como diciendo, “esto es impresionante y aquí estamos”. Y no era para menos; el gran espejo de agua es una de las maravillas naturales de nuestra América profunda.
El viaje continuó por Suboca, Ayacuni y Sicuani, donde soportaron lluvias y fríos intensos y finalmente Cuzco, la increíble capital del imperio incaico, equivalente precolombino de la Roma de los césares, con sus edificios milenarios, sus templos imponentes, sus palacios colosales y su impronta de grandeza.
Lo primero que percibieron al llegar fue el “mestizaje” de las construcciones, la porción inferior netamente aborigen y la superior española.
La población fascinó a los viajeros, quienes de entrada, se largaron a recorrer sus calles empinadas y estrechas.
Conocieron su centro histórico (aunque todo allí lo es), con la Catedral, la Plaza de Armas, los vestigios del palacio de Inca Roca, el sexto emperador del Tahuantinsuyo, sucesor de Cápac Yupanqui con su increíble piedra de los doce ángulos perfectamente encastrada; el convento e iglesia de La Merced, la iglesia de la Compañía de Jesús, edificada sobre el palacio de Huayna Cápac; el legendario Coricancha, antiguo Templo del Sol, el santuario más venerado por los antiguos peruanos, sobre el que los españoles edificaron el Convento de Santo Domingo, con su fabulosa colección de pinturas de la Escuela Cusqueña, sus museos con sus vasijas finamente decoradas y sus momias. También visitaron la Biblioteca Nacional, a la que tantas veces acudieron, la Casa de Pizarro y todo lo que la urbe ofrece al viajero, que nunca llega a descubrir el total de sus tesoros.
Por los milenarios caminos del Perú. Ernesto parado detrás del colla de saco obscuro

A poco de su arribo, Alberto estableció contacto con el doctor Hermosa, un especialista al que había conocido durante un congreso organizado en Buenos Aires y este se dispuso amablemente a facilitarles la estadía, poniendo a su disposición un Land Rover con su chofer, para que recorrieran a sus anchas la ciudad y sus alrededores. Además, les entregó una carta de presentación para el Dr. Hugo Pesce de Lima, eminencia local en materia de leprología.
Disponer de un vehículo con su chofer lugareño les permitió conocer la impresionante fortaleza de Sacsayhuaman, a dos kilómetros al norte de Cuzco, sobre las montañas, con su increíble panorámica de la otrora capital imperial, recorrer a sus anchas los centros arqueológicos de Qenko, Tambomachay (los Baños del Inca), lugar de retiro de los emperadores, equivalente a las termas romanas, reservadas para la realeza y la alta aristocracia del imperio; el bastión militar de Puca Pucara, fortaleza compuesta por varios bloques de edificios, torreones, murallas y escalinatas, equiparable al Campo de Marte de los césares, destinado al entrenamiento de la tropa y el servicio militar; las imponentes terrazas de cultivo, los canales, las acequias y los diques que surtían de líquido elemento a la ciudad.
Gestiones del Dr. Hermosa les permitieron obtener pasajes gratuitos para Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas, otra de las grandes metas del viaje, centro arqueológico de América, núcleo del saber incaico, que al preservarse de las garras del conquistador, logró mantener intacta y sin mácula, la grandeza de una cultura sin precedentes.
El 3 de abril, temprano por la mañana, los viajeros abordaron el tren que salía de la estación local de Poroy e iniciaron el lento ascenso hacia el lugar más misterioso de los Andes, avanzando y retrocediendo a medida que trepaban las montañas. Así fueron dejando atrás lugares a los que Ernesto califica de poco importantes, hasta alcanzar finalmente el valle del Urubamba, punto mágico y misterioso entre montañas, brumas y espesura, donde el tiempo y el silencio parecen haberse detenido. No hay nada similar en todo el continente.
Si Cuzco los maravilló, Machu Picchu los encandiló y los sumió en profundas meditaciones.  “Lo cierto es que nos encontramos aquí, frente a la más pura expresión de la civilización indígena más poderosa de América, inmaculada por el contacto de la civilización vencedora y plena de inmensos tesoros de evocación entre sus muros muertos…”45.
Era la gran ciudadela sagrada de los incas, lugar de retiro y descanso de los emperadores, posiblemente monasterio y centro de estudios de la clase privilegiada del Tahuantinsuyo46.


No les alcanzó el tiempo para verlo todo ni los ojos para contemplar; caminaron lentamente por sus calles, en el más solemne silencio, descendiendo escalinatas y pendientes, deteniéndose en el Templo del Sol, el Mausoleo, el Templo Principal, el Palacio Real, la pirámide de Intihuatana y su extraña piedra, las Tres Portadas con igual número de niveles escalonados frente a la plaza mayor, el conjunto edilicio de los Morteros o Acllahuasi, las avenidas, murallas y canteras, admirando sus terrazas de cultivo en el sector agrícola, la Piedra del Cóndor, el área de las viviendas y sus defensas. Y movidos por la fascinación, se sentaron a reflexionar y a volcar en el papel sus sensaciones.
“Conquistador orgulloso y analfabeto”, llama Ernesto a los españoles47, pero se guarda bien de decir que los iletrados fueron los incas porque además de no haber desarrollado la escritura, tampoco conocieron la rueda48. Aún así, su cultura es asombrosa y su legado impresionante.
Permanecieron en Machu Picchu hasta el 5 de abril y el regresaron a Cuzco, donde se quedaron otros tres días.
Finalmente, llegado el día 11 partieron hacia Lima, atravesando Abancay, la ciudad natal de la célebre Chabuca Granda, en cuyo hospital pernoctaron; Huancarama, donde a Ernesto le sobrevino uno de sus peores ataques de asma, tratado oportunamente por su amigo (13 de abril); el leprosario de Huambo, fundado por el Dr. Pesce, con sus chozas de paja y adobe y sus rudimentarias instalaciones (14 de abril); Andahuaylas, donde se alojaron en la finca de un poderoso hacendado que se regodeaba relatando sus robos a los indios; Huanta (20 de abril), Ayacucho (22 de abril), escenario de la célebre batalla que selló la suerte de España en América; Huancayo (23 de abril), La Merced (entre el 25 y 26 de abril), Oxapampa (27 de abril), San Ramón (28 de abril), Tarma (30 de abril) y finalmente Lima, a donde llegaron el 1 de mayo, cuando la ciudad conmemoraba el día del trabajador. Habían pasado hambre, frío y cansancio pero estaban exultantes porque acababan de completar otra etapa importante de su derrota.
Si bien no tanto como Cuzco y Machu Picchu, la Ciudad de los Reyes también los impresionó.
La añeja capital fundada por Francisco Pizarro en 1535, aún conservaba parte de su grandeza y una magnificencia, magnificencia que, salvando las distancias, la equiparaba con Roma, no solo por haber sido el epicentro del poder español en esta parte del mundo sino por su glorioso pasado, por sus monumentos, sus edificios, sus palacios y sus puentes sobre el Rimac, suerte de Tíber latinoamericano.
Tal fue la importancia histórica y política de Lima, que en tiempos del Virreinato del Perú, del que fue capital y sede episcopal, su jurisdicción nominal llegó a abarcar toda Sudamérica (incluyendo Panamá) a excepción de Venezuela y la franja costera del Brasil. Incluso llegó a ejercer cierto control e influencia sobre éste último cuando entre 1580 y 1641, España se anexó Portugal y todo su imperio ultramarino.
Tal vez la ciudad tocó las fibras más íntimas de ambos viajeros si tomamos en cuenta que el general San Martín, libertador y protector del Perú, fue la primera autoridad independiente del país, que creó su primera bandera (base de la actual), que fundó su Biblioteca Nacional, estableció su moneda, organizó su escuadra e hizo lo propio con sus fuerzas armadas. Tal vez recordaron que otros dos argentinos, Bernardo de Monteagudo y Tomás Guido, ocuparon cargos de relevancia durante el año y medio que el Santo de la Espada rigió los destinos de aquella nación, el primero como ministro de Guerra y Marina primero y de Gobierno y Relaciones exteriores después (1821-1822) y el segundo como consejero de Estado y ministro de Guerra en el mismo período. Tal vez el detalle se les pasó por alto o no le dieron importancia, lo cierto es que no hay argentino que no experimente cierta emoción al recorrer las calles de la gran ciudad y no asocie su propia historia a la del país que está visitando.


El Dr. Hugo Pesce, eminencia peruana en leprología, los recibió como a reyes y se convirtió en su referente y mentor durante los dieciocho días que permanecieron en la ciudad de los virreyes.
Lo primero que hizo, además de presentarles a su familia e invitarlos a almorzar, fue hablarles de sus experiencias como médico y militante comunista y después de enseñarles su biblioteca particular y recomendarles algunas lecturas, los condujo hasta el Hospital de Guía de leprosos, del que era máxima autoridad, para presentarles a su asistente, Zoraida Boluarte y brindarles alojamiento.
La experiencia les resultó fascinante, como las cenas en lo de su anfitrión o en casa de la familia Boluarte, lo mismo sus recorridas por la histórica capital.
Dr. Hugo Pesce, eminencia
en leprología admirado por el Che
Las diferencias entre Lima y Buenos Aires eran notorias. Mientras la primera es un verdadero tesoro artístico y cultural, con su magnífica arquitectura, sus bellos paseos, sus iglesias, palacios y conventos, sus puentes y avenidas museos y bibliotecas, todo muy bien cuidado y preservado, la segunda, que la triplica en tamaño, movimiento y población, es solo un conglomerado de edificios grises y de escaso atractivo, con pocos lugares de interés, ninguna construcción emblemática y todo su patrimonio cultural, artístico e histórico arrasado sin miramientos.
Por más que los porteños se afanen en repetir una y mil veces que su ciudad es la
“París de América”, de París no tiene nada salvo lo que se puede apreciar en cualquier otra ciudad, es decir, algunos edificios y palacetes de estilo francés (hoy casi todos demolidos), que se alzan de manera discontinua entre otros sin estilo, que se han ido construyendo uno tras otro, sin ningún orden ni lineamiento.
En Buenos Aires, la historia y la tradición han desaparecido y los barrios deprimentes se suceden uno tras otro desde la avenida Córdoba hacia el sur, potenciándose a medida que se llega al Riachuelo.
Con Lima no ocurre lo mismo. El patrimonio histórico, artístico y arquitectónico se ha preservado y hoy asombra al viajero, como lo hacía en 1952 cuando Ernesto y Alberto caminaron por sus calles, admirando su pasado y su grandeza.
De esa manera, deslumbrados por tanta belleza, atravesaron la Plaza de Armas, en cuyo centro se alza la gran estatua del general San Martín, para apreciar la magnificencia del Palacio de Gobierno (antigua residencia de Francisco Pizarro) y observar el cambio de guardia, que nada tiene que envidiar al del Palacio de Bukingham, lo mismo la elegancia del Hotel Bolívar, el Palacio de la Inquisición, el Palacio Torre Tagle, el Puente de los Suspiros, la Casa de Osambela, el Palacio Arzobispal, el edificio de Correo, el Palacio de Justicia, tan similar al Congreso argentino, la célebre Alameda de los Descalzos y la terminal ferroviaria de Desamparados.
En esos días Ernesto vivió un breve aunque intenso romance con Zoraida Boluarte, su anfitriona, la amable asistente del Dr. Pesce, que le abrió de par en par las puertas de su casa y cayó presa de su presencia y personalidad. La mujer quedó fascinada con el joven argentino y no pudo resistir sus encantos. Y de ese modo, pese a ser mayor que él, comenzó a cortejarlo y el muchacho, movido por sus instintos, no se hizo esperar.
Por otra parte, el Dr. Pesce fascinó a los jóvenes viajeros, especialmente a Ernesto, que encandilado por su prestigio (fue el creador del programa para el tratamiento de la lepra en su país), su activismo y sus amplios conocimientos en disciplinas tan dispares como política, filosofía, literatura e incluso economía, comenzó a llamarlo “maestro”.
Discípulo del marxista peruano José Carlos Mariátegui, el Dr. Pesce les recomendó varios libros de su biblioteca, entre ellos Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, que Mariátegui había escrito en 1927 y les pidió (por no decir les rogó) que leyeran el boceto de una novela que estaba terminando.
Ernesto quedó fascinado con aquel sabio al que considera además, un pensador, filólogo, científico e incluso héroe, pero destrozó su ánimo cuando aquel, poco antes de partir, le pidió su opinión sobre la novela.
La película Diarios de Motocicleta, producida por Robert Redford y dirigida por el brasilero Walter Salles, recoge ese duro momento y nos ofrece una escena por demás elocuente al mostrar la desazón del facultativo y su inmediata reacción:

-Caramba hijo –responde Pesce sosteniendo un pañuelo en sus manos y el saco en su brazo izquierdo- Nadie había sido así de franco conmigo. Tú has sido el único. ¡El único! – remarca mirando fijamente a Alberto que, sin haber leído el trabajo, le había asegurado que nadie podía relatar una historia como esa, salvo él.

Posiblemente el capítulo del lazareto de San Pablo, ubicado en plena selva amazónica, haya siso el más emotivo del viaje. Es al que ambos amigos dedicaron más líneas y al que la película de Salles concedió más espacio.
El 18 de mayo Ernesto y Alberto volvieron a trepar a un camión y abandonaron Lima, después de dieciocho días de aprendizaje y enriquecimiento. Durante el trayecto a través
de las montañas, estuvieron a punto de caer en un precipicio cuando el conductor tomó mal una curva y dejó una de sus ruedas en el aire. Para su fortuna, nada ocurrió y pudieron continuar sin mayores contratiempos.
A su paso por Junín vinieron a su mente las lecciones escolares, al evocar la gran batalla en la que Bolívar derrotó a las fuerzas españolas del general Canterac (6 de agosto de 1824), gracias a la impresionante carga de caballería del porteño Manuel Isidoro Suárez, comandante del primer escuadrón de Húsares de Perú49.  Pero esas eran historias que no atraían mucho a los viajeros. Ellos buscaban otra cosa, aquello que el turista común no ve, la problemática del hombre, el drama del aborigen, su explotación de los miserables por los grupos de poder, las desdichas e injusticias, las costumbres e idiosincrasia de las regiones que atravesaban y cosas por el estilo.
El puerto de Pucallpa, en plena región amazónica, se alza sobre la margen izquierda del río Ucayali, importante vía acuática que al unirse al Marañón, varios kilómetros al norte, da origen al Amazonas, “Dos masas de agua barrosa  que se juntan para formar una sola”, según la carta que Ernesto le escribió a su padre.
Se trataba de un centro comercial de relativa importancia, netamente tropical, con sus edificaciones de madera y sus calles de tierra, en uno de cuyos muelles se hallaba amarrada “La Cenepa”, embarcación de dos pisos, que se aprestaba a partir hacia Iquitos, la antigua capital del caucho peruano.
Los viajeros sacaron pasaje en tercera clase y después de un refrescante baño en el río, se dispusieron a abordar el lanchón que la nave llevaría a la rastra, con su carga de bolsas, cajas e indios imperturbables. Pero ocurrió que al verlos dirigirse hacia allí, el capitán les indicó abordar la nave mayor. Eran blancos y, pese a que habían sacado un boleto inferior, no podían viajar junto a aquellos seres de segundo orden, sucios, malolientes y analfabetos. Ni Alberto ni Ernesto se opusieron sino que, por el contrario, estuvieron encantados y sumamente agradecidos con aquel hombre que les permitía viajar dignamente junto a comerciantes de madera, productores de caucho, turistas y viajeros ocasionales.
Cuando “La Cenepa” soltó marras y se empezó a alejar lentamente del muelle, Ernesto y Alberto se apoyaron sobre la baranda, para observar como el caserío se perdía en la distancia al tiempo que se internaban en un río caudaloso, enmarcado por la espesura.
El paisaje era realmente majestuoso y mucho le recordaba a Ernesto la provincia de Misiones y el Delta del Paraná. Tenían interés por conocer Iquitos, capital de la provincia de Loreto enclavada en la selva, epicentro de la industria del caucho, lo mismo a los indios yaguas, expertos cazadores con cerbatanas, que moraban a su alrededor y al gran Amazonas, que además de los mencionados Ucayali y Marañón, se nutría del Nape y el Putumayo, este último, límite con Colombia.
La embarcación fue tocando distintos puertos, casi todos poblaciones insignificantes, y de tanto en tanto amainaba la velocidad para enviar por delante un chinchorro con dos marineros que debían medir la profundidad.
El 1 de junio, luego de tres días de navegación, llegaron a Iquitos. Alberto y Ernesto aprovecharon para conocerla y casi enseguida comprendieron que su época de esplendor había pasado y que en esos días se hallaba en franca decadencia debido a la hecatombe del mercado del caucho, algo similar a lo que le ocurría a la mucho más importante Manaos, en el corazón del amazonas brasilero.
Desde ese punto, Ernesto volvió a escribirle a su padre: “Recién estos días tuve por primera vez algo de añoranza del hogar, pero fue una cosa efímera; verdaderamente tengo espíritu de trotamundos y no sería nada raro que después de este viaje me dé una vuelta por la India y otra por Europa. Con Alberto tenemos mil proyectos en el mate pero recién después de ver qué hay en Venezuela vamos a decidir”.
La carta llevaba por fecha 4 de junio de 1952, es decir, dos días antes de embarcar en “El Cisne”, una pequeña lancha algo menor, en la que se internarían aún más en la región, serpenteando por ríos increíbles y paisajes de leyenda.
Alberto y Ernesto seguían una ruta similar a la que cuatro siglos atrás emprendiera Francisco de Orellana, el temerario conquistador español que descubrió y recorrió íntegramente el Amazonas, desde su nacimiento hasta su desembocadura. Durante aquel épico trayecto, soportó toda suerte de penurias y hasta llegó a combatir con lo que creyó ser una misteriosa tribu de mujeres guerreras, después de recorrer 4800 kilómetros río abajo, para salir al Atlántico (26 de febrero de 1542) y remontar el litoral sudamericano hasta Venezuela. Diecinueve años después hizo lo propio el feroz Lope de Aguirre al frente de sus “Marañones”, aquel que en pleno Amazonas, tras rebelarse a la autoridad de su rey, inició una impresionante travesía por selvas, montañas y pantanos hasta alcanzar el Orinoco y cruzar todo el territorio de la actual Venezuela para ganar el Caribe y dedicarse a la piratería.
Durante los dos días que duró la travesía, siempre a través de regiones prácticamente vírgenes, los amigos rememoraron esas epopeyas.


El lazareto de San Pablo se encuentra en plena selva, 1500 kilómetros al noreste de Lima, cerca de la frontera con Brasil y Colombia. Allí, en uno de los lugares más apartados de la Tierra, se trataban unos 600 enfermos de lepra, casi todos peruanos aunque también había colombianos y brasileros, gente humilde y olvidada, sin más recursos que los que obtenían en aquel apartado paraje.
El personal sanitario (médicos, enfermeras, religiosas) vivía al otro lado del río, alejado del lazareto, lejos de las chozas de madera y en algunos casos, techos de paja, que les servían de viviendas. Formaban una suerte de aldea tropical en la que iban y venían libremente, aunque aislados del mundo, incluso de sus propios hijos, a quienes se los quitaban al nacer para prevenir males mayores.
El Dr. Bresciani, médico en jefe de la colonia, fue quien los recibió y los presentó al resto del personal.
La acogida fue más que cordial. Venían recomendados por el Dr. Pesce y eso era suficiente como para que los tratasen de manera especial.
Su llegada había sido anunciada con tiempo y por esa razón, la curiosidad era mucha.
Después de dejar el equipaje en la cabaña que se les había asignado, el Dr. Bresciani los llevó a conocer a los enfermos en la orilla opuesta del río.
El cruce del Amazonas se hizo a bordo de una endeble chalupa y constituyó toda una experiencia. El contacto con los leprosos fue otra, aún mayor.
Enseguida supieron confraternizar; negándose a usar los guantes obligatorios, estrechando las manos y palmeando a aquellos miserables, que en algunos casos, sentían una muestra de afecto por primera vez. Lo mismo ocurría cuando se sentaban a conversar con ellos y, sobre todo, a escucharlos y compartir sus almuerzos y cenas. Los leprosos sentían que se los trataba como a seres humanos y eso los dignificaba, en especial, porque esos dos extraños les hablaban de igual a igual.
Muchos de aquellos pobres seres vivían con sus familias, a otros los habían separado de sus hijos, como se ha dicho, pero la mayoría estaban solos, abandonados a la buena de Dios.
Fueron quince días intensos en los que ambos viajeros ayudaron a médicos y enfermeros en la atención de los pacientes, exploraron los alrededores, se internaron en la selva para cazar, pescar, bañarse en el gran río americano o seguir a los indios yaguas con sus cerbatanas hacia el interior de la espesura. Incluso hubo tiempo para un picado de fútbol que los enfermos disfrutaron mucho y hasta atendieron a un aborigen vestido con una simple pollerita de paja al que le habían pegado un tiro por venganza.
En cierta oportunidad, Ernesto se arrojó al agua desde el sector habitado por los médicos y comenzó a nadar hacia la orilla opuesta, decidido a cumplir un sueño: cruzar el Amazonas. Lo logró al cabo de dos horas, después de cubrir los 1400 metros que separaban a ambas orillas, superando las corrientes y el peligro que entrañaban pirañas, rayas y cocodrilos.
Alberto pasaba horas con el microscopio en tanto Ernesto ayudaba a las enfermeras, acompañaba a los médicos en sus recorridas y se quedaba charlando con los leprosos. El único momento de tensión surgía siempre a la hora del almuerzo, cuando la severa religiosa a cargo de las hermanas de la caridad se negaba a darles alimento porque no asistían a misa. Pero el inconveniente era sorteado cuando las enfermeras y las mismas monjas les pasaban algo a escondidas.
El sábado 14 de junio Ernesto cumplió 24 años. La gente del lazareto le organizó una fiesta y esa noche hubo cena y baile hasta las 3 de la mañana, amenizado por una orquesta especialmente invitada.
La película de Walter Salles y Robert Redford, aunque bien interpretada, muestra a un Ernesto un tanto pacato que no se ajusta a la realidad. Si bien no bailaba muy bien y tenía un oído espantoso para la música, sabía divertirse y no dejaba escapar nunca la posibilidad de “buena compañía”.
Como en tantas ocasiones, las enfermeras morían por él pero había una en especial, morocha y atractiva, que se lo comía con la mirada.
Ernesto se percató de ello e incentivado por algunos piscos, la bebida típica del Perú, la tomó de la mano y la sacó a la pista, aunque confundiendo el ritmo. Por esa razón, pasado un tanto de copas, la tomó por la cintura y se puso a bailar un tango en lugar de la zamba brasilera que se estaba ejecutando, cosa que generó ruidosas carcajadas, especialmente por parte de Alberto.
Al final hubo brindis y discursos. Se le pidió al agasajado que pronunciase unas palabras y entonces ponéndose en extremo serio, improvisó un discurso pan-latinoamericano que emocionó a los presentes por igual.

Creemos, y después de este viaje más firmemente que antes, que la división de América en nacionalidades inciertas e ilusorias es completamente ficticia. Constituimos una sola raza mestiza, que desde México hasta el estrecho de Magallanes presenta notables similitudes etnográficas. Por eso, tratando de quitarme toda carga de provincialismo exiguo, brindo por Perú y por América Unida50.

La partida fue más que emotiva. Para agradecer tantas atenciones y dedicación, tantas horas de charla y buena predisposición, internados y personal construyeron una balsa, a la que bautizaron “Mambo-Tango”, debido a la extraña danza que Ernesto había protagonizado con la enfermera el día de su cumpleaños. La ocurrencia fue muy festejada y quedó plasmada en un vistoso cartel que los constructores clavaron en el palo mayor, bajo el techo de paja a dos aguas que hacía las veces de camarote y puente de mando.
Se trataba de una embarcación de madera, digna de una novela de aventuras, a la que sus benefactores llenaron de alimentos, bebidas, mantas, implementos de pesca y demás enseres, necesarios para el largo viaje hasta Colombia.
Tras los abrazos, los apretones de mano, los besos y las palabras de despedida, una orquesta de leprosos que había llegado hasta el lugar en canoa, ejecutó algunas piezas e inmediatamente después, Alberto improvisó un discurso al mejor estilo Perón, utilizando palabras que dejaron pasmada a la audiencia. Inmediatamente después, se lanzaron tres vivas por los “doctores” y enseguida embarcaron para comenzar a empujar con sus largas varas de madera hacia el centro del río, buscando la corriente que los llevaría aguas abajo.
Mientras el leprosario perdiéndose a la distancia, los aventureros agitaban sus brazos, recibiendo como respuesta gestos similares.
Por el Amazonas en la "Mambo-Tango"

En algún momento, durante el trayecto, los argentinos pensaron seguir por el Amazonas hasta Manaos y desde ahí subir hacia Venezuela, siguiendo, más o menos, la misma ruta de Lope de Aguirre, el mencionado aventurero español del siglo XVI, pero la idea fue descartada y mantuvieron en el plan original: poner proa a Colombia y desde allí continuar hasta Caracas.
Navegaron durante tres días, siempre arrastrados por la corriente, mientras hacían guardias para evitar encallar o llevarse por delante algún manojo de ramas flotantes, de los tantos que se deslizaban sobre las aguas. En cierta oportunidad, algo picó en uno de los anzuelos y al extraer el cordel, sacaron un enorme y furibundo pacú que se sacudía con fiereza intentando liberarse de la trampa. El espécimen les sirvió de alimento durante un par de días y sirvió para ahorrar víveres. Lo peor sobrevino después, cuando en una de sus guardias, Ernesto se quedó dormido y dejó caer al agua el pollo que pensaban comer.
El “rosario” que le lanzó Alberto resultó peor que arrojarse al Amazonas y desafiar a los caimanes o las pirañas, pero el futuro líder revolucionario no estuvo a la altura de su legendario coraje y aguantó estoicamente los insultos, sin chistar.
Al día siguiente atracaron en la orilla y después de una siesta bajo el follaje, al ver que los anzuelos que arrojaron antes de dormirse habían desaparecido, se dirigieron a la cabaña de un poblador de la zona para solicitar ayuda.
Después de golpear las manos salió un hombre obscuro y enjuto que en perfecto portugués les preguntó que deseaban. Cuando le preguntaron si faltaba mucho para el puerto de Leticia (el extremo austral de Colombia), el hombre rió para sus adentros y les dijo que se hallaban a más de siete horas de distancia pues el suelo que pisaban era Brasil.
Los amigos se miraron y se reprocharon mutuamente haber errado el camino y así hubieran seguido por varias horas si el brasilero no les hubiese propuesto llevarlos en su lancha, a cambio de la balsa.
Aceptaron y después de pasar la noche en la cabaña, retomaron la marcha. De esa manera, mientras remaban, vieron con mucha nostalgia, alejarse a la que había sido su casa por espacio de una semana. El cartel con la inscripción “Mambo-Tambo”, bajo el techo de paja de la querida embarcación, fue lo último que divisaron.
El 21 de junio, después de remar siete horas, distinguieron en la lejanía las primeras edificaciones de Leticia, ciudad tropical y selvática en la que Ernesto y Alberto echaron pie a tierra para iniciar su travesía colombiana.
Se trataba de un típico enclave fronterizo entre aquella nación, Brasil y Perú, que al momento de su llegada, disfrutaba de la reciente apertura de una embotelladora de gaseosas que daba trabajo a numerosas familias de la región.

La apacible Leticia recibe con su embrujo tropical a los argentinos. Sin un peso, tenían que ganarse la vida, mientras esperan un avión militar primera paradoja en Colombia para el futuro guerrillero que los transportara a Bogotá. Se dedicaron al fútbol. Guevara hacía de portero, lo que hoy se conoce como portero líbero y Granados de delantero, este con mucha facilidad para la gambeta, tanto que los aficionados le dan el remoquete de Pedernerita, en alusión a Adolfo Pedernera, jugador excepcional de la época del Dorado. Igualmente, se alojan segunda paradoja en la guarnición de la policía, que es la que organiza el torneo relámpago, e invitados por el policía Francisco Salamanca llegaron al acuerdo de entrenar el equipo. El campeonato se llevó a cabo en la cancha popular, hoy ocupada por una entidad estatal. Participaron cinco equipos, en partidos de quince minutos cada tiempo, con decisión en penales en caso de empate. Para no correr demasiado era asmático crónico, Che resolvió ser arquero. Su equipo llegó a la final, empatado con otro equipo y la decisión fue en penales51.

En Leticia los argentinos volvieron a recurrir a su mejor arma, la oratoria, y de ese modo lograron convencer al jefe de policía de que eran dos afamados médicos leprólogos en viaje de estudios por el continente y que llegaban de Brasil y Perú para compenetrarse de la situación colombiana.
Al parecer les creyeron ya que en la comisaría no sólo les dieron alojamiento y comida sino también trabajo como entrenadores del peor equipo de fútbol de la región, el Independiente Sporting Club, humilde institución deportiva, famosa por goleadas que recibía.
Fanáticos del rugby ambos, pero caraduras en extremo y para colmo, siempre “necesitados”, aceptaron de buena gana pues faltaban varios días para que el avión que los llevaría a Bogotá aterrizase en el aeródromo local. Incluso decidieron reforzar el plantel de jugadores incorporándose ellos mismos.
La carta que Ernesto escribió a su madre desde la capital colombiana, dice al respecto:

En Leticia en principio nos trataron bien, nos alojaron en la policía con casa y comida, etc., pero en cuanto a cuestiones de pasajes no pudimos obtener nada más que un 50% de rebaja, por lo que hubo que desembolsar ciento treinta pesos colombianos más quince por exceso de equipaje, en total mil quinientos pesos de los nuestros. Lo que salvó la situación fue que nos contrataron como entrenadores de un equipo de fútbol mientras esperábamos el avión que es quincenal52.

Según Pierre Kalfón, los amigos aprovecharon que la Argentina poseía fama de tener los mejores jugadores del mundo y por esa razón “agarraron viaje”. La realidad es otra. Los mejores futbolistas del mundo en esos momentos eran los uruguayos, ganadores de las copas mundiales de 1930 (la primera), disputada en Montevideo y 1950 (la de Brasil), cuando vencieron a los locales en una final de antología. Le seguían, en el siguiente orden, Italia, campeón del mundo en 1934 y 1938, (Uruguay no participó en ninguno de los dos torneos), Brasil que se perfilaba para 1954 y Alemania que crecía cada vez más.
Lo que ocurría en realidad, era que en 1949 una huelga de jugadores forzó a los mejores futbolistas argentinos a emigrar a Colombia y otras naciones de Europa y América y eso tenía encandilados a los lugareños. “Los colombianos vivían alucinados con Adolfo Pedernera, el líder de La Máquina de River Plate de los años 40, y bautizaron a Granado como ‘Pedernera’”53.
Ernesto es todavía más grafico en la carta que le envió a su madre:

Al principio pensábamos entrenar para no hacer papelones, pero como eran muy malos nos decidimos también a jugar, con el brillante resultado de que el equipo considerado más débil llegó al campeonato relámpago organizado, fue finalista y perdió el desempate con penales […] Yo me atajé un penal que va a quedar para la historia de Leticia54.

Nueve días permanecieron varados en Leticia, aguardando al avión militar que debía llevarlos a Bogotá. El mismo aterrizó el 2 de julio de 1952 trayendo en sus bodegas carga de todo tipo, correspondencia y pasajeros.
Se trataba de un Douglas de la Fuerza Aérea Colombiana, que luego de permanecer varias horas remontó vuelo y comenzó a deslizarse sobre montañas, selvas, ríos y poblaciones de la más variada índole y tamaño.
Durante el trayecto hablaron hasta por los codos, en especial Alberto, que entretuvo a los pasajeros relatándoles un imaginario cruce del Atlántico para asistir a un congreso de leprología en París, y de las peripecias que vivieron cuando al fallar tres de los cuatro motores de la aeronave en la que viajaban, estuvieron a punto de precipitarse al océano (¡¿?!).
El pasaje escuchaba fascinado cuando el piloto informó que estaban a punto de aterrizar en Tres Esquinas, su primera escala. Estuvieron allí solo una hora y tras remontar vuelo nuevamente, siguieron hasta el aeropuerto de Madrid, base militar situada a 30 kilómetros de la capital.
Al igual que Lima, Bogotá es una ciudad fascinante, recostada sobre las montañas, cuyo casco histórico se halla muy bien preservado, lo mismo los sectores más modernos y confortables.
Como Buenos Aires, fue capital de uno de los cuatro virreinatos del imperio español y al estallar las guerras de la independencia, lo fue de la Gran Colombia, una incipiente nación de la que también formaron parte Venezuela, Ecuador y Panamá. Sin embargo, como toda ciudad latinoamericana, poseía amplios sectores marginales, donde la pobreza, la miseria y el crimen eran cosa de todos los días, marcado contraste con los barrios aristocráticos y el centro financiero.
Dominada por la Plaza de Bolívar, con su magnífica Catedral Primada, donde yacen los restos del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad, llaman la atención también, la Casa de Nariño, el Colegio de San Bartolomé, el Museo del 20 de Julio, el gran Teatro Colón, el Palacio de la Cancillería, la Casa de la Moneda, la Quinta de Bolívar, el observatorio astronómico (es el más antiguo del continente), la plazoleta del Chorro de Quevedo, lugar donde se estableció Jiménez de Quesada cuando recorría la región en busca de El Dorado, y otros puntos de interés en los que, al contrario de la gris y monótona Buenos Aires, todo está perfectamente cuidado y preservado.
Otra en la "Mambo-Tambo" a punto de iniciar su viaje por el gran río amazónico

Gracias a la generosa iniciativa de un estudiante uruguayo, que organizó una colecta para juntar fondos, Ernesto y Alberto almorzaron en la Ciudad Universitaria, aunque no consiguieron alojamiento porque la misma estaba al tope de estudiantes becados por las Naciones Unidas y no había lugar para nadie y menos para dos aventureros. Recién a la una de la mañana del día siguiente hallaron un hospital y allí pasaron su primera noche, sentados en sendas sillas. A la mañana siguiente se dirigieron al servicio de leprología local y haciendo valer la carta de presentación que les había dado el Dr. Pesce, lograron hospedaje.
En la ciudad aún se respiraba el célebre “Bogotazo” 55, acaecido el 9 de abril de 1948. Lo persibieron tanto en el centro como en las afueras, viniendo desde el aeropuerto, cuando la policía los arrestó porque Ernesto sacó el cuchillo que le había obsequiado su hermano Roberto para dibujar sobre la vereda una suerte de itinerario hasta la capital.
Trasladados a una comisaría, se los trató de manera humillante y recién con la intervención del cónsul argentino lograron su libertad, posibilitando incluso que l empecinado Ernesto recuperase el mencionado cuchillo.
El 6 de julio de 1952 asistieron al estadio “Nemesio Camacho”, en El Campín, para presenciar un encuentro de fútbol entre el club Millonarios y el Real Madrid.

El 6 de julio de 1952 se alistaba para ver el partido entre Millonarios y Real Madrid “desde la más popular de las tribunas”. En una de las tantas versiones sobre esa parte de la historia, el Che había recibido las entradas de manos de Alfredo Di Stéfano [sic], entonces ídolo del cuadro colombiano. Dicen, incluso, que Julián Córdoba, un estudiante de medicina que sabía dónde hallar al ídolo, habría sido quien propició el encuentro entre dos de los argentinos más famosos en el mundo56.

El 10 de julio, los viajeros abordaron un ómnibus y partieron hacia Cúcuta, ciudad ubicada sobre un valle, al noreste, en la Cordillera Nororiental, límite con Venezuela.
Algo para destacar de su paso por Colombia fue que en más de una oportunidad, ocasionales interlocutores hicieron referencia a Carlos Gardel, el gran cantante uruguayo al que los argentinos se empeñan en afrancesar, aún cuando toda la documentación existente apunta a que era oriental y oriundo de Tacuarembó.
El “Zorzal Criollo” era otra suerte de mito en Colombia, no solo por su bien ganada fama y talento sino por su trágica muerte, acaecida el 24 de junio de 1935 en el aeropuerto de Medellín, donde perdió la vida  junto al célebre compositor brasilero Alfredo Le Pera y los guitarristas Barbieri, Aguilar y Riverol. De ahí que a diecisiete años de aquella catástrofe, las radios y los tocadiscos de tod el país pasasen frecuentemente sus tangos57.
Los amigos apenas hicieron noche ahí. Al día siguiente atravesaron el Puente Internacional sobre el río Tachira y con Ernesto aquejado por un fuerte ataque de asma, pasaron a San Cristóbal, donde consiguieron que el dueño de una camioneta los llevara hasta Caracas.
Atravesasron paisajes variados a través de caminos sinuosos y después de cruzar un importante cordón montañoso, rodearon la base del Pico del Águila, de 4180 metros de altura, y arribaron a Barquisimeto primero y a la capital después (16 de julio), donde, alquilaron una habitación en una pensión “rasposa”, tal como dice Ernesto padre en Mi hijo el Che.
Los viajeros se encontraron con una ciudad pujante, moderna y en pleno desarrollo debido al boom del petróleo. La recorrieron con atención, interesados en estudiar su novedosa arquitectura, sus rascacielos y sus edificios históricos.
No hay mucho para contar de su paso por Venezuela, salvo que Caracas fue el punto en el que ambos se separaron. Alberto había conseguido trabajo en el leprosario de Cabo Blanco, en las afueras de la capital y Ernesto decidió regresar a su tierra para completar sus estudios.
La separación fue más que emotiva, con abrazos, lágrimas, palabras maduras y la promesa de un próximo encuentro. Walter Salles la reproduce magníficamente en su película, cuando los amigos se despiden en el aeropuerto de Caracas.

Alberto: Che, todavía estás a tiempo de venirte a trabajar conmigo a Cabo Blanco eh, así que recibite y venite, que te espero.

Ernesto: No sé… No lo sé… Mirá Mial… todo este tiempo que pasamos en la ruta… sucedió algo. Algo que tengo que pensar por mucho tiempo. ¿Cuánta injusticia, no?

Y tras un emotivo abrazo, después que Alberto le entregara la hoja de ruta que habían hecho juntos:

Alberto: Te escribo, ¿eh?

En la escena siguiente se ve al avión levantando vuelo y a continuación se escuchan la voz en off diciendo siguientes palabras: “No es este el relato de hazañas impresionantes. Es un trozo de dos vidas tomadas en un momento en que cursaron juntas un determinado trecho, con identidad de aspiraciones y conjunción de sueños. ¿Fue nuestra visión demasiado estrecha, demasiado parcial, demasiado apresurada? ¿Fueron nuestras conclusiones demasiado rígidas? Tal vez. Pero ese vagar sin rumbos por nuestra mayúscula América me ha cambiado más de lo que creí. Yo ya no soy yo. Por lo mismo no soy el mismo yo interior”58.
Ernesto y Alberto lo ignoraban, pero en el momento en que se abrazaban y se despedían, una noticia comenzaba a dar la vuelta al mundo.
Eva Perón había muerto y Buenos Aires se preparaba para montar los funerales más imponentes desde la época de los faraones, solo comparables con los del mahatma Gandhi en 1948.
Ernesto no dice una palabra de ello, como tampoco su padre en Mi hijo el Che, soslayando de ese modo un hecho que marcó profundamente a la sociedad argentina.


El avión que abordó el futuro líder revolucionario era un Douglas DC3 que antes de partir hacia Buenos Aires, debía dejar unos caballos de carrera en Miami. El mpasaje lo había conseguido a través de un tío suyo y aquella escala le permitiría conocer un país que estaba fuera de la ruta original, tierra natal de sus abuelos y, aunque aún no lo sabía, blanco de su odio en menos de una década.
En pleno vuelo, cuando atravesaban el Golfo de México, uno de sus motores de la aeronave comenzó a fallar y esa fue la causa por la que una vez en destino, debió permanecer en tierra más de la cuenta.
En el Aeropuerto Internacional de Miami aterrizaron sin problemas pero lo que iba a ser una escala de 24 horas se prolongó un mes, contingencia que obligó al muchacho a alterar sus planes y buscar ayuda para sobrevivir pues apenas le quedaba un dólar en el bolsillo y con eso no hacía nada.
Para su fortuna, en esos días se encontraba en la ciudad Jaime “Jimmy” Roca, un primo de Chichina que estudiaba arquitectura en Estados Unidos, quien le consiguió alojamiento en una pensión de segunda y le facilitó algo de dinero.
De acuerdo a algunas versiones, el recién llegado se comprometió a pagar su estadía una vez en Buenos Aires, pero de acuerdo a otras fuentes, Roca le ofreció albergue provisorio y le consiguió dos trabajos, el primero, limpiar el departamento de una azafata cubana que, al cabo de un día, le pidió que no fuese más porque era más lo que desarreglaba que lo que ordenaba y el segundo, como lavacopas de un restaurant, actividad que le permitió embolsar unos pesos y pagar la mentada pensión.
Dos simpáticos caraduras. Ernesto y Alberto "entrenadores" del peor equipo  de fútbol de Leticia

De esa manera, Ernesto logró sobrevivir, efectuando largas caminatas por las playas (a veces recorría hasta 15 kilómetros), dándose alguno que otro chapuzón en el mar (no olvidemos que era verano), almorzando generalmente un pancho y una gaseosa y meditando mucho sobre lo que había visto a lo largo de su viaje, sobre su carrera y su porvenir.
Escribiría tiempo después que lo que más lo afectó durante su estadía en Miami fue el marcado racismo hacia los negros, las abismales diferencias sociales, la pasión por el dinero y otras facetas feroces del capitalismo. Incluso, según sus notas, fue detenido e interrogado sobre su filiación política, algo que Roca niega asegurando que en aquellos días, solo se divirtieron e intentaron pasarla bien.
Transcurrido aquel largo mes, el avión estuvo listo. Ernesto lo abordó ansioso y se acomodó entre los cajones de fruta que transportaba de regreso, en compañía de un empleado de las caballerizas.
La aeronave se elevó y atravesó el Caribe sin problemas, sobrevolando un mar color turquesa y varias islas dispersas, pero en cercanías de Caracas, su única escala, volvió a experimentar fallas.
Enterado del inconveniente, su compañero de viaje lo despertó y le dijo que había problemas con el tren de aterrizaje. Cuando Ernesto le preguntó que pasaba, el empleado le explicó que, al parecer, no se desplegaba.
Nuestro personaje estaba tan cansado que se volvió a dormir pero pasado un tiempo se despertó y comprobó que, efectivamente, estaban volando en círculos sobre la capital venezolana y que había problemas.
El piloto hablaba con la torre cuando el joven aventurero se asomó por la escotilla y notó que comenzaban a descender. Que se trataba de un aterrizaje de emergencia se lo mostró claramente la cantidad de vehículos que se desplazaban por los caminos laterales, en dirección la pista (autobombas, camiones, ambulancias y automóviles), pero para su fortuna, los pilotos lograron destrabar el tren y de esa manera, tocaron tierra. Los ocasionales pasajeros notaron el accionar de los frenos y minutos después que rodaban suavemente en dirección a la plataforma, donde debían cumplir los requisitos de la escala y solucionar el inconveniente.
Despegaron varias horas después, y sin más incidencias atravesaron Venezuela, el inmenso Amazonas, el Matto Grosso, Paraguay y el litoral argentino. Pasadas las 16.00 del 27 de julio, estaban en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, donde  la familia Guevara aguardaba expectante bajo un cielo plomizo.
Aquí Anderson evidencia un desfasaje temporal porque según asegura, el viajero llegó cinco días después de la muerte de Evita, lo que no es así. Ernesto salió de Caracas hacia Miami el 26 de julio (día del fallecimiento de la primera dama) y permaneció un mes allí, esperando que el avión fuese reparado. De haber arribado en el lapso que el autor norteamericano señala, se habría encontrado con los funerales en pleno y eso no fue lo que ocurrió.
Los Guevara Lynch esperaban el arribo desde las dos de la tarde, pero el vuelo se demoró y por eso, cuando el DC3 se detuvo en la plataforma, frente al edificio principal, la ansiedad los carcomía.
Llovía, como se ha dicho y el frío calaba hasta los huesos pero ello no fue impedimento para que permaneciesen allí, atentos a todo lo que ocurría.
De repente, la compuerta del avión se abrió y una figura desalineada, cubierta por una capucha y un impermeable, descendió la escalerilla y corrió hacia el hall central del aeropuerto, llevando un bolso al hombro.
Padres y hermanos prorrumpieron en alaridos llamando a los gritos al ercién llegado pero el muchacho no alcanzó no se pecató de su presencia.
Era de esperar que después de ocho meses, el encuentro fuese más que emotivo, con abrazos, besos, palmadas, gritos y lágrimas; bien latino y bien argentino.
Sonrientes y felices fueron todos hacia el estacionamiento donde sin dejar de reir y parlotear, abordaron el automóvil de don Ernesto y partieron hacia el centro de la ciudad por la interminable Autopista General Richieri. La familia estaba exultante, la oveja perdida había vuelto al redil.

Notas
1 Ernesto Guevara Lynch, op. cit, p. 278.
2 Mauricio Vicent, “Alberto Granado, compañero de viaje del Che Guevara”, “El País”, Internacional, La Habana, 5 de marzo de 2011 (http://internacional.elpais.com/ internacional/2011/03/05/actualidad/ 1299 279609_850215.html).
3 La película Diario de Motocicleta, del director brasilero Walter Salles, ambienta este suceso en Buenos Aires.
4 Ernesto Guevara Lynch, op. cit, p.279.
5 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, p. 279.
6 Nacido en su casa paterna de la calle Paraguay 3033, Buenos Aires, el 11 de marzo de 1891, era el tercer hijo de un hogar de inmigrantes alemanes de buena posición, formado por Silvio Gesell y Anna Boettger, padres de otros tres vástagos.
Pese a que estudió en Alemania y Suiza, don Carlos jamás terminó el secundario, lo que no fue impedimento para que, radicado en los Estados Unidos, aprendiese las técnicas de fijar las dunas a través de la forestación. De regreso en el país, ya casado y con seis hijos, fundó la célebre empresa dedicada a artículos de bebés, Casa Gesell, donde contó con la colaboraciónd e su hermano Silvio, destacado economista y en 1931 adquirió 1648 hectáreas de tierra sobre las que hoy se asienta el balneario. El loteo comenzó en 1940 y fue el génesis de Villa Gesell.
La fijación de médanos representó un trabajo arduo, que el propio fundador llevó a  cabo con sus propias manos, reservándose un espacio de 14 hectáreas al que llamó Pinar del Norte, para edificar su casa.
7 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, p. 280.
8 Ídem. Hoy Mar del Plata es una de las ciudades más bellas y pujantes de la Argentina, con una población estable que supera el medio millón de habitantes que en época estival llega a superar los tres millones.
9 En la provincia de Córdoba, sobre la orilla sur de la laguna Mar Chiquita, existe otra localidad balnearia del mismo nombre. La misma resurgió a 5 kilómetros de un emplazamiento anterior, arrasado por la gran inundación del río Dulce, en 1977. Hoy se halla en ruinas y parte de sus edificios están sumergidos bajo las aguas. La tala indiscriminada que se llevó a cabo durante años en las provincias del norte, fue lo que provocó el gran desborde.
10 Aquí también la película de Salles altera los hechos. En la cinta, se ve a los amigos llegar a una gran residencia veraniega donde tiene lugar un baile con allegados de la familia. En realidad, Chichina veraneaba junto a una tía en un departamento alquilado. La reunión familiar antedicha tuvo lugar tiempo antes, en “Malagueño”, el establecimiento rural de los Ferreyra en Córdoba. Por otra parte, la actriz Mia Maestro que interpreta a la joven, aparenta mayor edad que la que aquella tenía en esos años.
11 Jon Lee Anderson, op. Cit, p.78.
12 Ídem.
13 En realidad, las regiones más áridas del país se encuentran en Santiago del Estero, la porción occidental de La Pampa y las provincias patagónicas. La zona que Ernesto y Alberto atravesaban en esos momentos, forman parte de la Pampa Húmeda, una de las zonas más fértiles del planeta.
14 Ernesto Guevara Lynch, ídem.
15 Puerto Ingeniero White.
16 Se trataba de un gigantesco terraplén de 374 kilómetros de extensión, 3 metros de ancho y 2 de profundidad, con un fondo de 0,60 metros y un parapeto de 1 metro de altura por 4,50 de espesor, sobre el que se había montado la gran empalizada de madera que se extendía ininterrumpidamente por territorio ganado al indio.
El complejo, disponía de 109 fortines o puestos de vigilancia, construidos cada 4 o 5 kilómetros sobre un terraplén circular rodeado de un foso y una empalizada. Su guarnición contaba de ocho a diez efectivos a cargo de un oficial y estaba comunicada con sus respectivas comandancias a través del telégrafo (Ver: Alberto N. Manfredi (h), “La Zanja de Alsina. El Muro de Adriano en la pampa argentina”, La Voz de la Historia, http://lavozdelahistoria.blogspot.com.ar/2014/04/la-zanja-de-alsina-un-muro-de-adriano.html).
17 La cabecera de aquel gran imperio fue Carhué, punto situado al sudoeste de la provincia de Buenos Aires, cerca del límite con La Pampa, en el extremo oriental de las Salinas Grandes, donde hoy se yergue la ciudad del mismo nombre. Territorio sagrado de araucanos y mapuches, a orillas del lago Epecuén, Calfucurá levantó allí sus tolderías y desde ese punto rigió su vasto imperio. Su jurisdicción abarcó los actuales territorios de la provincia de Buenos Aires, La Pampa, el sur de San Luis y Mendoza, hasta el río Colorado.
Derrotado en San Carlos de Bolívar por las fuerzas conjuntas del coronel Ignacio Rivas y el cacique Catriel (11 de marzo de 1872), el feroz cacique debió evacuar el territorio bonaerense par establecerse en Chiloé, provincia de La Pampa, donde falleció el 4 de junio de 1873, después de traspasar el mando a su hijo, quien siguió adelante con las correrías sobre las regiones pobladas. Antes de morir, casi agonizante, Calfucurá le recomendó a su hijo “No entregar Carhué al huinca”, palabra con la los aborígenes denominaban al hombre blanco.
18 Fue enviado a Italia por Monseñor Cagliero, para iniciar sus estudios. En Turín conoció al beato Miguel Rúa, sucesor de San Juan Bosco y en Roma, después de ingresar en el célebre colegio salesiano de Villa Sora, en Frascatti, visitó al Papa San Pío X, a quien obsequió un quillenco (poncho) mapuche. Falleció de tuberculosis el 11 de mayo de 1905, a los 18 años de edad.  Sus restos fueron repatriados en 1924, para ser depositados en el antiguo Fortín Mercedes, localidad de Pedro Luro. El 2 de mayo de 1944 se inició su causa y el 7 de julio de 2007, el Papa Benedicto XVI lo declaró beato. El 12 de agosto de 2009 sus restos fueron entregados a su familia, que tras una ceremonia pagana, siguiendo rituales con los que Ceferino jamás comulgó, los depositó en la comunidad de San Ignacio, departamento de Huiliches (provincia de Neuquén), a los pies de la Cordillera de los Andes.
19 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit, p. 281.
20 Jon Lee Anderson, op. Cit, p.79.
21 Desde los remotos tiempos de la conquista hispana, la región patagónica, así como la cuyana (Mendoza, San Juan y San Luis) y el noroeste argentino (Córdoba, Tucumán, Salta, Jujuy, La Rioja y Catamarca), formaron parte de la Capitanía General de Chile, tal como lo demuestran las Reales Cédulas expedidas por la Corona y la cartografía elaborada a lo largo de los siglos XVI y XVII. En 1556 le fue segregada la provincia de Córdoba del Tucumán para ser anexada al Virreinato del Perú y cuando en 1776, el gobierno español efectuó la nueva división administrativa de sus dominios, Cuyo pasó a integrar el recientemente creado Virreinato del Río de la Plata, del que formaban parte los actuales territorios de Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. La Patagonia, por su parte, siguió bajo la jurisdicción de Chile, tal como lo demuestra el mapa elaborado por el cartógrafo de la Corona Española, Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, que señala como Chile Antiguo al territorio al oeste de los Andes, desde el sur de Antofagasta hasta Tierra del Fuego y Chile Moderno, a la región patagónica.
En el siglo XVII, las autoridades chilenas iniciaron la conquista y colonización del territorio patagónico, organizando una serie de expediciones que tenían por meta su poblamiento, relevamiento y evangelización.
En 1620 hizo su entrada desde Cabulco, el capitán Juan Fernández, quien después de cruzar la cordillera, descubrió el majestuoso lago Nahuel Huapi, donde tomó contacto con los pobladores del lugar (poyas, puelches y pehuenches). En 1650, el gobernador y capitán general D. Francisco Antonio Acuña y Cabrera, encomendó al sacerdote jesuita Diego de Rosales un relevamiento de aquellos pueblos, entre Villarica y el mencionado Lago, directiva que llevó al religioso a atravesar el cordón andino y regresar a Chile para elevar un informe a las autoridades.
En 1667, tropas de la capitanía tomaron prisioneros a varios caciques a orillas del Nahuel Huapi y los remitieron a Chiloé, donde estableció contacto con ellos el gran misionero jesuita Nicolás Mascardi. Se sucedieron entonces, nuevas expediciones, encabezadas por el mencionado sacerdote (1670/1672), el capitán Alonso de Córdoba y Figueroa (1675), quien recuperó el cuerpo del asesinado padre Mascardi; el RP José de Zúñiga (1689), los religiosos Felipe de la Laguna y Juan Guglielmo (1699), el sargento general Francisco Ibáñez de Peralta (1702), los padres De la Laguna. Guglielmo y Elguea (1713), el padre Arnoldo Jaspers (1719), a quien acompañaba una nutrida fuerza militar y el RP Bernardo Havenstadt (1751), lo mismo las que emprendieron los jesuitas de Roncavil en 1766 y aquellas que recorrieron las comarcas de Río Negro y Neuquén hasta alcanzar, en algunos casos, el litoral atlántico. En ese período, se establecieron reducciones, se fundaron poblados y se intentó evangelizar a los naturales.
Las guerras de la Independencia frenaron el ímpetu colonizador de las autoridades chilenas, tanto, que al redactar sus primeras constituciones (1822, 1823, 1828), sus gobiernos, influenciados por la logia masónica argentina Lautaro, que dominaba el país, encajonaron su territorio entre la cordillera, el desierto de Atacama por el norte, el océano Pacifico al oeste y el Cabo de Hornos al sur. De todas maneras, a partir de 1840, las nuevas autoridades retomaron la iniciativa, en parte impulsadas por una serie de cartas del propio general O’Higgins y de ese modo, tres años después fundaron Fuerte Bulnes y Punta Arenas en territorio fueguino, reiniciando la exploración y colonización de sus territorios del este con mucho más vigor. Para ello organizaron una serie de expediciones que reavivaron el interés por los territorios australes al este del cordón andino. A todo esto, Buenos Aires apenas controlaba un reducido territorio que llegaba a escasos kilómetros más allá del río Salado y una avanzada en Carmen de Patagones, sobre la margen norte del río Negro, en el Hinterland que divide a la Patagonia de la llanura pampeana.
A fines de 1848 los chilenos fundaron Punta Arenas, 62 kilómetros al norte de Fuerte Bulnes, vigorizando su política de colonización territorial.
El 1 de octubre de 1845, el capitán de corbeta Buenaventura Martínez presentó a su gobierno un completo informe de sus viajes por la región magallánica e incentivado por eso, el presidente Manuel Bulnes decidió emprender la exploración y conquista de la región. Se sucedieron las expediciones de Benjamín Muñoz Gamero, Bernardo Phillipi, el baqueano Vicente Gómez y Felipe Heiss que en 1855 llegaron al lago Nahuel Huapi; la de Francisco Fonck y Fernando Hess (1856) quienes partieron de Puerto Montt para internarse en Río Negro y Neuquén acompañados por varios colonos; las que llevó a cabo el célebre Guillermo Cox desde el mismo puerto, recorriendo ampliamente la región de los grandes lagos (1857), la de Francisco Vidal Gormaz (1857); la del teniente Agustín Garrao de la dotación del “Chacabuco”, que el 1 de enero de 1872 partió hacia el sur para explorar el Alto Palena y las de Juan Tomás Rogers (1877/1878), oficial de la cañonera “Magallanes”, que descubrió el imponente glaciar “Perito Moreno”.
En 1875 los chilenos establecieron un puerto, con su correspondiente poblado, en la desembocadura del río Santa Cruz, desde donde controlaban el litoral atlántico por medio de una considerable flota encabezada por la “Magallanes”. Su acción sobre buques extranjeros que recogían guano con autorización del gobierno argentino (en realidad con un permiso otorgado por el cónsul argentino en Montevideo), provocó la reacción de Buenos Aires, que desde tiempo atrás planeaba apoderarse de aquellos territorios.
Los reclamos derivaron en entredichos y estos en acciones que pusieron a ambas naciones al borde de la guerra.
Chile alistó su poderosa escuadra en tanto la Argentina despachó la suya, muy débil por cierto, por tratarse de una flotilla fluvial cuyo asiento de paz era el puerto de Zárate, sobre el río Paraná.
Las naves argentinas, al comando del comodoro Luis Py, llegaron a Santa Cruz en noviembre de 1878 y al remontar las aguas del estuario, se encontraron con la sorpresa de que, tanto el puerto como la base naval chilena habían sido evacuadas.
A fines de diciembre el gobierno chileno comisionó a Diego Dublé Almeida para que entregase a Py un documento oficial en el que reconocía la soberanía argentina a cambio de la paz.
Inexplicablemente, las autoridades de Santiago cedieron una región de inmensas riquezas y una proyección geopolítica inestimable que, además de otorgarle la bioceanidad, le concedía el control de un amplio espacio continental que habría hecho de ellos una de las naciones más poderosas de América (Ver: Alberto N. Manfredi (h): La guerra que no fue. La crisis del Canal de Beagle en 1978, http://crisisbeagle.blogspot.com.ar/
22 Se trataba del “Esmeralda”.
23 Jon Lee Anderson, op. Cit, p. 80.
24 Ídem, p. 81.
25 Ernesto Che Guevara, Notas de Viaje.
26 Ídem.
27 Pierre Kalfon, op. Cit., p. 92.
28 Ernesto Che Guevara, op. Cit.
29 Diario de viaje de de Alberto Granado. Jon Lee Anderson, op. Cit., p. 82.
30 Jon Lee Anderson, op. Cit, p. 83. Walter Salles ambienta este hecho en el pueblo de Los Ángeles, a poco de conocer a las hermanas chilenas que en la película, en lugar de tres son dos.
31 Sruille Braden. Idem, p. 84. 5546134c6274a310VgnCLD2000000ec6eb0aRCRD.html.
32 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit., p. 299.
33 Ídem, pp. 299-300.
35 Ernesto Che Guevara, op. Cit.
36 Ídem.
37 Ídem.
38 Ídem.
39 Ídem.
40 Jon Lee Anderson, op. Cit, p. 87.
41 Ídem.
42 Ídem.
43 Ídem, p. 88.
44 Tanto fue así, que la esposa del mandatario andino, María Delgado, llegó a ser llamada “la Evita Perón peruana”, al intentar aplicar el programa social justicialista en su país.
45 Ernesto Che Guevara, Diarios de Motocicleta: Notas de viaje por América Latina,
46 Nombre que los incas le daban a su imperio.
47 Ernesto Che Guevara, op. Cit., “El ombligo”.
48 Solo los mayas conocieron la escritura. Pese a que muchos investigadores y entusiastas sostienen que los aztecas también desarrollaron un tipo de grafía, la misma no es más que simple decoración. Lo mismo ciertos juguetes de origen incaico y mexicano que representan animales con ruedas (entre ellos caballos), que en realidad son elaborados después de la conquista.
49 Mariano Torrente Historia de la revolución hispano-americana, Volumen 3, pág. 477.
50 Revisando sus papeles en Buenos Aires, Ernesto agregó ciertas notas que al respecto dicen: “El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina. El que las ordena y pule, ‘yo’, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Este vagar sin rumbo por nuestra ‘Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí”.
51 Ricardo Bustamante Rodríguez, “El Che en Colombia”, Tiempo.com, 24 de julio de 2004, http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1506385.
52 Carta de Ernesto a su madre, fechada en Bogotá el 6 de julio de 1951. Ernesto Guevara Lynch, Mi hijo el Che, pp. 322-326.
53Ángel Hugo Pilares, “El Che Guevara: el revolucionario que jugaba al fútbol”, diario “El Comercio”, Sección Deportes, martes 9 de octubre de 1912 (http://elcomercio.pe/deportes/1480431/noticia-che-guevara-revolucionario-que-jugaba-futbol).
54 Carta de Ernesto a su madre, op. Cit.
55Rebelión popular que tuvo lugar en la capital de Colombia tras el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, candidato a la presidencia de la república para el período 1946-1950.
56Ángel Hugo Pilares, op. Cit.
57Como toda figura emblemática, en torno a Gardel se tejieron historias fabulosas, una de ellas digna de Hollywood. Según la misma, quienes atravesaban la selva años después del accidente aéreo, solían escuchar a lo lejos una voz extraordinaria que entonaba hermosas melodías. Esa voz aparecía súbitamente y desaparecía en cuanto los viajeros intentaban aproximarse a ella. Según la creencia de aquellos años, se trataba de Carlos Gardel deforme, desmemoriado y quizás demente, vagando por la espesura y rehuyendo todo contacto humano para ocultar sus espantosas quemaduras.
58Diarios de Motocicleta, dirección Walter Salles, producción Robert Redford.


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