martes, 2 de julio de 2019

VIAJE AL NOROESTE ARGENTINO



A comienzos de 1950 Ernesto Guevara hijo estaba exultante. Había aprobado seis materias de su carrera y sentía que había cubierto las expectativas. Eso le proporcionaba no solo satisfacción sino también una gran confianza, es decir, seguridad en sí mismo y en su porvenir. Por esa razón decidió festejar la “hazaña” y fiel a su estilo, lo hizo a su manera.
Desde hacía algún tiempo, el inquieto muchacho venía programando un viaje al noroeste argentino, la milenaria región en la que en tiempos remotos habían florecido avanzadas culturas aborígenes, subyugadas primero por el poderoso imperio incaico y luego por los temerarios conquistadores españoles, testigo de épicos enfrentamientos y violentos desenlaces y uno de los principales escenarios de las guerras de la Independencia y las contiendas civiles.
Uno podría pensar que eso era lo que había llevado a Ernesto a escoger ese destino, con su magnífica geografía, su cultura, su tradición y su historia, pero no fue así para nada. Pese a su avidez de aventuras y conocimiento, desdeñó lugares maravillosos, sitios prácticamente desconocidos por sus compatriotas y solo puso interés en cubrir las distancias a la mayor velocidad posible y detenerse a observar, aunque no demasiado, los grandes contrastes sociales, humanos y económicos que dominaban aquella lejana porción del territorio nacional.

Ernesto venía preparando ese viaje desde hacía varios meses, cuando todavía se hallaba enfrascado en sus estudios; para ello acondicionó su bicicleta Northon con manubrio deportivo y le instaló un motorcito italiano Micrón de 50 c.c., fabricado por la empresa Meccanica Garelli de Milán, cuyo representante para toda Sudamérica era la firma argentina Amerimex SRL, con oficinas (y local) en la calle Reconquista 575, de la ciudad de Buenos Aires.
El muchacho pasó las fiestas con su familia y la noche del 1 de enero se sentó en su bicicleta y después de despedirse, se lanzó por calles y avenidas, en dirección norte, tal como apunta en su diario de viaje:

…lleno de dudas sobre la potencialidad de la máquina que llevaba y con la sola esperanza de llegar pronto y bien a Pilar, fin de la jornada según decían algunas “bien intencionadas” lenguas…1.

La idea era llegar a Pergamino y desde ese punto, seguir hasta el Arroyo del Medio, límite natural entre las provincias de Buenos Aires y Santa Fe.
El Che no aclara si tomó por el camino del Alto, la gran vía del norte que a lo largo de su recorrido va adoptando diversos nombres (Santa Fe, Cabildo, Maipú, Santa Fe, Centenario, 11 de Septiembre, Cazón) o el del Bajo, la arbolada y elegante Av. Libertador, que al igual que la anterior, uno la Capital Federal con el Tigre, pero sea cual haya sido su recorrido, atravesó las localidades de Vicente López, Olivos, La Lucila, Martínez, Acassuso, San Isidro, Beccar y Victoria impulsado por el motorcito italiano al que recién apagó en la Caminera2, para seguir pedaleando por San Fernando en dirección al viejo Canal.
En este punto es bueno recordar que la región suburbana que atravesaba el joven viajero era el sector de mayor poder adquisitivo del Gran Buenos Aires, con sus chalets de dos y tres plantas, techos de tejas, frentes de ladrillo a la vista, amplios jardines, árboles, calles pavimentadas y veredas con canteros. Sin embargo, hasta no hacía mucho, el sector solo era campo y apenas San Isidro, San Fernando y Tigre constituían centros poblacionales, con una historia realmente antigua. Las demás localidades no eran más que extensiones de la gran ciudad que al crecer desmesuradamente iba engullendo a las añejas poblaciones de la campaña, asfixiándolas y convirtiéndolas en parte del cono urbano.
Ernesto atravesaba lo que alguna vez fueron las tierras de “pan llevar”, el Pago de los Montes Grandes, el granero de la incipiente Buenos Aires del siglo XVI que dividido luego en los pagos de la Costa y Las Conchas, la surtió de cereales y frutos cuando la conquista aún estaba en marcha y se iniciaba el proceso de colonización3.
Sin esforzarse demasiado, cruzó San Fernando pedaleando por la Av. Libertador, que en esa localidad se angosta y se hace una sola mano en dirección a Tigre y al cabo de quince minutos llegó al Canal, que fue el gran puerto nacional, con talleres y dique seco, antes de la construcción de los grandes complejos de Rosario, Bahía Blanca y Quequén.
Allí se le unió otro raidista que se dirigía a Rosario y junto a él tomó Almirante Brown, la calle que divide aún hoy a ambos partidos y doblando hacia el oeste, cruzó las vías del Ferrocarril Mitre para tomar la Ruta 197 y continuar en dirección a San Miguel, atravesando en plena noche el río Reconquista y las localidades de General Pacheco y El Talar, con sus correspondientes ramales ferroviarios, siempre en busca de la Ruta 8 que los llevaría a Pilar, primera etapa del recorrido.
Todo parece indicar que al llegar a esa meta, optaron ambos por seguir de largo, dejando a un lado la antigua población en la que en 1820 se firmó el célebre tratado que puso fin (al menos temporalmente) a la anarquía y la guerra entre Buenos Aires y las provincias del litoral.
Pedalearon toda la noche y a las ocho de la mañana del día siguiente alcanzaron San Antonio de Areco, los pagos del legendario gaucho don Segundo Sombra, inmortalizado por Ricardo Güiraldes.
Fue el momento y el lugar oportuno para hacer un alto y desayunar. Ignoramos donde lo pararon pero seguramente fue en algun bar periférico o en una estación de servicio sobre la ruta, porque al menos Ernesto tenía prisa por continuar.
Después de despedirse de su ocasional acompañante (se quedaba en el lugar para descansar unas horas), nuestro personaje encaró la ruta en dirección a Pergamino, donde pensaba llegar al medio día. Lo hizo al atardecer, después de cruzar Arrecifes, cuna del gran José Froilán González, destacado piloto de Fórmula 1 que en esos días descollaba en las pistas de Europa junto a Juan Manuel Fangio.
Pergamino era un pujante centro rural cuyos orígenes se remontaban al antiguo fortín de frontera durante la guerra contra el indio. Ernesto no se detuvo en ese lugar. Envalentonado, como afirma en su diario, decidió seguir de largo y enfiló hacia Rosario, su ciudad de nacimiento, “colgado” de la cola de un camión que tomó la Ruta 18 y le ahorró muchas energías. A eso de las 21.00 hs., cruzó la frontera interprovincial4, y dos horas después alcanzó la meta prácticamente extenuado pero dispuesto a seguir adelante Una vez más puso en marcha el motor y de esa manera atravesó la ciudad, en busca de la Ruta Nacional Nº 9.
En plena carretera lo sorprendió un furioso chaparrón. Cuando el aguacero arreció, se detuvo en la banquina y tras desenrrollar su mochila, se colocó el impermeable y la capa de lona que su previsora madre le había puesto antes de partir. De esa manera, cuando su reloj daba las 02.00, retomó la marcha, siempre bajo la lluvia, gritando a los cuatro vientos en abierto desafío a los elementos5.
Cruzó la provincia de Santa Fe por la parte más angosta, dejando atrás Carcarañá, Cañada de Gómez y Armstrong y de esa forma llegó a Leones, en la provincia de Córdoba, cuando el sol comenzaba a asomar en el horizonte.
Su paso por Córdoba. Junto a los hermanos Tomás y Alberto Granado

En aquella pequeña ciudad de campo se detuvo un tiempo para cambiar bujías, cargar nafta y tomar un café. Inmediatamente después reanudó la marcha en dirección a Bell Ville, donde llegó a las 10.00 hs., a tiempo para colgarse de la parte trasera de otro camión.
Esas “avivadas”, muy poco recomendadas por los peligros que implican, le servían en gran medida para ahorrar fuerzas, tiempo y combustible, de ahí que al llegar a Villa María comprobó que el raid no solo cubría sus expectativas e cuanto a tiempo y gastos, sino que, incluso, las superaba. “…allí paro un segundo y hago cálculos según los cuales emplearía menos de cuarenta horas en llegar. Faltan ciento cuarenta y ocho kilómetros, a veinticinco por hora no hay más que decir”6.
Después de dejar atrás la población, cuando había recorrido unos veinte kilómetros, surgió el primer inconveniente.
Mientras pedaleaba para evitar que el fiel motorcito italiano se recalentara, lo alcanzó un automóvil particular que le hizo señales de detenerse. El conductor, un hombre amable, le preguntó si necesitaba algo de nafta a lo que Ernesto le respondió que no, sin embargo, lo sondeó para ver si podía remolcarlo un trecho a 60 km/h y el individuo aceptó. Así recorrió buena parte del trayecto hasta que ambos se separaron.
De nuevo en la soledad de la ruta, puso en marcha el fiel motor Micrón y así continuó hasta que la goma trasera reventó haciéndole perder el equilibrio y caer sobre la banquina, donde se pegó un buen golpe aunque sin consecuencias.

Investigando las causas del desastre me di cuenta de que el motorcito que venía trabajando en falso, había comido la cubierta hasta dejar la cámara al aire, lo que provocó la infortunada caída7.

Decidido a descansar un poco, se tendió al costado del camino y se echó a dormir sobre la hierba, sin embargo, al cabo de dos horas, lo despertó el ruido de un camión, al que le hizo señas para que se detuviera. El chofer accedió a llevarlo hasta Córdoba, cosa que le vino de perillas porque estaba realmente extenuado. De ese modo, después de cruzar Oliva, Oncativo y Río Segundo llegaron a los suburbios de la gran ciudad mediterránea, donde bajó del camión para cargar la bicicleta en un automóvil de alquiler y dirigirse a la casa de los hermanos Granado, fin del primer tramo de aquel gran recorrido.
El encuentro con los hermanos más que agradable, con abundantes abrazos, chanzas y convites.
Ernesto aprovechó la estadía para hacer una serie de visitas que incluyeron a la familia González Aguilar, a su hermana Ana María y otros conocidos, e incluso tuvo tiempo de compartir unos mates con un viejo “ciruja” que provisto de tijera y peine (había sido peluquero en su juventud), le hizo un espantoso corte de pelo.
Junto a los hermanos Tomás y Gregorio Granado, Ernesto visitó la cascada de los Chorrillos y la pintoresca localidad de Tanti, donde decidió seguir viaje hacia el norte, previo paso por el leprosario José J. Puente, ubicado en las afueras de San Francisco del Chañar. En ese lugar trabajaba Alberto, el mayor de los hermanos, quien recién recibido de bioquímico, investigaba la insensibilidad inmunologica de los leprosos.
Partió a las 16.00 hs del 29 de enero, pasando por Colonia Caroya, bello caserío en el que se elabora un delicioso vino regional y San José de la Dormida, donde hizo noche a la vera del camino.
Se despertó a las 06.00 hs de la mañana siguiente y pedaleó durante cinco kilómetros hasta llegar a una casita solitaria en medio del campo, donde compró un litro de nafta.

Inicié el tramo final hasta San Francisco del Chañar. Al motorcito se le ocurrió espantarse en una cuesta pronunciada y dejarme a pedal unos cinco kilómetros, todos con repechos,  pero al fin me vi en medio del pueblo, desde donde la camioneta del sanatorio me llevó hasta allí8.

El encuentro con Alberto fue por demás efusivo y la estadía en el lugar se prolongó más de la cuenta porque después de visitar a un enfermo, acompañando a su amigo y a un doctor de apellido Rosetti, estos dos en la moto del primero y él en su bicicleta, cayó tan pesadamente al pavimento que rompió ocho rayos de su rueda delantera y eso lo obligó a acudir a un bicicletero para su reparación. Lo bueno de todo aquello fue que el accidente le dio la oportunidad de conocer a un senador provincial que un político en funciones parecía un caudillo regional de otros tiempos, y éste los invitó a una fiesta.
Reparada la Northon, Ernesto y Alberto reanudaron la marcha hasta Villa Ojo de Agua, en la provincia de Santiago del Estero, un viaje de 55 kilómetros a través de la Sierra de Sumampa, que estuvo marcado por las constantes pinchaduras de sus ruedas y otros sobresaltos. Cubrir ese trayecto les demandó más de cuatro horas pero fueron recompensados con la recepción que les brindó la familia Mazza, uno de cuyos representantes era entonces senador nacional por Córdoba.
Allí Ernesto pudo comer y descansar a gusto, con sus anfitriones prodigándole todo tipo de atenciones e interesándose por las vicisitudes de su viaje, sin importarles quien era y de donde procedía. Y fue en ese punto donde se separó de su querido amigo, que tras las salutaciones de rigor, regresó a San Francisco del Chañar, siempre a bordo de su motocicleta “Poderosa II”.
Ernesto tenía mucho interés en conocer las Salinas Grandes santiagueñas9 y hacia allí se dirigió. Era el famoso “Sahara argentino”, región completamente desértica en la que era imperioso adentrarse con una buena provisión de agua y mucha determinación.

Las unánimes  declaraciones de mis informantes afirmaban que con el medio litro de agua que llevaba me sería imposible cruzar las salinas, pero la mezcla bien batida de irlandés y gallego que corre por mis venas hizo que me empeñara en esa cantidad y con ella partí10.

El paraje en el que el joven aventurero se internaba era el fondo de un antiguo mar prehistórico que se había secado hacía miles de años y que también comprendía las Salinas de Ambargasta, las de San Bernardo y las que se extienden al sudeste de las provincias de Catamarca y La Rioja, pretérito mar interior cuyos últimos vestigios son, al parecer, la gran laguna Mar Chiquita, al norte de la provincia de Córdoba y posiblemente las de los Cisnes y Cachitos, en el extremo oriental de Santiago. Se trataba de una región yerma, pelada, de un color blanco que lastimaba la vista y sin un alma a centenares de kilómetros a la redonda, por lo que la decisión de cruzar por ahí, en dirección a la capital provincial, constituía una empresa realmente temeraria.
El Che penetró en esas inmensidades contemplando el paisaje detenidamente.

En esta parte el panorama de Santiago hace recordar algunas zonas del norte de Córdoba, de las que la separa una mera línea imaginaria. A los costados del camino se levantan enromes cactos e hasta seis metros, que parecen unos candelabros verdes. La vegetación es abundante y se ven señales de fertilidad, pero poco a poco el panorama va variando, el camino se hace más polvoriento y escabroso, la vegetación empieza a dejar atrás a las quebradas y ya insinúa el dominio de la jarilla; el sol cae a plomo sobre mi cabeza y rebotando contra el suelo me envuelve en una ola de calor. Elijo una frondosa sombra de un algarrobo, y me tiro durante una hora a dormir; luego me levanto, tomo unos mates y sigo viaje. Sobre el camino, el mojón que marca el kilómetro 1000 de la ruta 9 me da un saludo de bienvenida, un kilómetro después se inicia el completo dominio de la jarilla, estoy en el Sahara y de pronto, ¡oh, sorpresa!, el camino que tiene el privilegio de ser uno de los más malos que recorrí, se troca en un magnífico camino abovedado, firme, donde el motor se regodea y marcha a sus anchas11.

La mejor descripción de aquella travesía es lo que Ernesto apuntó en su diario.

Pero no es la única sorpresa que nos depara el seno del centro de la república, también el hecho de encontrar un rancho cada cuatro o cinco kilómetros me hace pensar un poco si estaré o no e este trágico lugar. Sin embargo, el océano que compone la tierra teñida de plata y su muleta verde no deja dudas. De hecho, como despatarrado centinela, surge la vigilante figura de un cacto.
En dos horas y media hago ochenta kilómetros de salinas y allí me llevo otra sorpresa: al pedir un poco de agua fresca para cambiar la recalentada de mi cantimplora, me entero de que el agua potable se encuentra a solo tres metros de profundidad y en forma abundante; evidentemente la fama es algo que está supeditado a impresiones subjetivas, y sino no se explica esto: buenos caminos, profusión de ranchos y agua a tres metros. No es tan poco12.

Llegó a Loreto bien entrada la noche, comprobando que se trataba de un pueblo relativamente grande aunque en extremo atrasado, tanto, que cuando fue a pedir alojamiento en la comisaría, el agente de guardia le comentó que como en el pago no había médico, ib a ganar buena plata si se instalaba como curandero.
En este punto el Che parece cometer un desliz ya que según asentó en su diario, en esos momentos transitaba el quinto año de su carrera cuando en realidad se preparaba para cursar materias de segundo, por lo que aún le quedaba buena parte por delante.
Sin nada que atrajese su interés, antes de que saliese el sol el joven raidista reanudó viaje por un camino pésimo que, algo más adelante mejoró considerablemente al tornarse afirmado. Así llegó a la capital de la provincia, la ciudad más antigua de la Argentina si no tomásemos en cuenta a aquella primera Buenos Aires que Pedro de Mendoza erigió en 1536 a pocos metros de donde Juan De Garay la fundó en 158013.
Al igual que Asunción del Paraguay, Santiago del Estero es llamada “madre de ciudades”, porque en tiempos de la conquista y la colonización, de ella partieron las expediciones que fundaron las principales poblaciones del país, a saberse, Córdoba, San Miguel de Tucumán, Salta, San Salvador de Jujuy, La Rioja y San Fernando del Valle de Catamarca.
La urbe posee algunos lugares de interés y un tesoro religioso y cultural que pocos argentinos conocen: el Santo Sudario con la imagen de Nuestro Señor Jesucristo calcada del original (al que cubría) durante un incendio que tuvo lugar en el siglo XVI. La reliquia, que fue enviada por Felipe II en 1585 para impulsar la evangelización en esta parte del mundo, estuvo guardada primero en la Catedral y desde la expulsión de los jesuitas por Carlos III en 1767, en el Convento de Santo Domingo.
Ernesto no se detuvo a contemplar aquella maravilla porque, posiblemente, ignorase su existencia, pero visitó a una familia amiga y recorrió el perímetro urbano al tiempo que experimentaba el asfixiante calor santiagueño que obligaba a sus moradores a encerrarse en sus casas hasta bien entrada la tarde.
La vecina La Banda le gustó un poco más. La ciudad, a la que se llega cruzando el río Dulce, surgió como centro agrícola en pleno siglo XIX y pronto creció hasta convertirse en cabecera de partido y segundo polo urbano de la provincia. Lo que más le llamó la atención fue el marcado antagonismo que existía entre ambas, algo que se palpa en todo orden de la vida (político, económico, cultural y deportivo) y que pudo corroborar durante un vibrante partido de básquet entre equipos de ambas localidades. 
Bicicleta Northon con la que el Che hizo su viaje al noroeste argentino en 1950 (Museo del Che Guevara, Alta Gracia, Córdoba)

El muchacho pernoctó esa noche allí y a las 09.00 hs. del día siguiente enfiló hacia Tucumán, “el jardín de la república”, cuna de nuestra Independencia y escenario de luchas fratricidas.
El nuevo destino ha sido siempre un punto especialmente caro al sentir de los argentinos porque en su capital se llevó a cabo el congreso que declaró la Independencia de España, aunque la misma era un hecho desde el 25 de mayo de 1810.
Los historiadores oficialistas se han cuidado de remarcar que aquel cónclave, organizado por la centralista y absorbente Buenos Aires, se hizo en desmedro de otro que se llevó a cabo el año anterior, omitiendo el hecho de que no todas las provincias acudieron a él (al de Tucumán).
Unos meses antes, en agosto de 1812, el general uruguayo José Gervasio Artigas, gran defensor del federalismo y los pueblos libres, había organizado otro congreso en Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, el denominado Congreso de Oriente o de los Pueblos Libres, que no solamente pretendía declarar la independencia sino también hacer frente a las pretensiones hegemónicas y prepotentes de Buenos Aires que no solo ambicionaba avasallar y oprimir a las provincias del interior sino también a las naciones vecinas, bajo el absurdo e inconsistente pretexto de que por ser la antigua capital del Virreinato del Río de la Plata, era su legítima heredera y, por consiguiente, tenía derecho a dominar a todos aquellos territorios que habían estado bajo su jurisdicción.
Mucha sangre y mucho sufrimiento causó aquella política que sumió en la guerra y el desencuentro a las naciones del Plata, frenando su progreso y desarrollo por muchos años. Los niños argentinos, entre ellos Ernesto, jamás escucharon hablar de esa otra asamblea a la que enviaron sus representantes, no solo la Banda Oriental del Uruguay, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Misiones sino incluso la mismísima Córdoba.
Aún así, la provincia en la que se adentraba el joven aventurero y en especial su capital, eran y siguen siendo consideradas la cuna de nuestra Independencia y la tierra que vio nacer a prohombres de la talla de Juan Bautista Alberdi, Bernardo de Monteagudo, Gregorio Aráoz de La Madrid, Nicolás Avellaneda, Julio Argentino Roca, Marcos Paz, y Ricardo Rojas.
Después de atravesar la frontera interprovincial, Ernesto se detuvo en pleno campo para descansar un rato y al hacerlo, se topó con un viajero ocasional, un trabajador golondrina que venía caminando desde la provincia de Chaco con destino a San Juan, intentando conchabarse como peón durante la vendimia.
Se detuvieron ambos a conversar y al cabo de un rato siguieron su rumbo, cada uno por su lado, inmersos en sus cavilaciones. El hombre no podía entender como un joven apuesto y vigoroso como aquel gastaba tantas energías en un viaje sin sentido.

-¡¡Mama mía!! – exclamó tomándose la cabeza al escuchar el relato - ¡¿Toda esa fuerza gasta inútilmente usted?!

Ernesto atravesó San Miguel de Tucumán sin detenerse y si lo hizo fue por poco tiempo. Llegó bien entrada la noche, tal como apunta en su diario y siguió directo hacia Salta, por momentos pedaleando y por momentos con el motor encendido.
Resulta increíble que no se haya interesado por lugares realmente espectaculares como la ciudad en ruinas de los indios Quilmes, en el valle de Yocavil, escenario de la epopéyica resistencia contra el avance español14, ni por los vestigios milenarios del valle de Santa María, ni en los legendarios centros de culto que allí abundan. Justamente él, un eterno encandilado por las culturas precolombinas y todo lo que atañe al legendario pasado de América. Tampoco visitó el campo de batalla en el que el general Belgrano derrotó al ejército realista en 1812, ni la célebre casa donde se firmó el acta de la Independencia, ni el maravilloso palacio de gobierno. Solo se limitó a seguir adelante, cruzando cañaverales por la Ruta 9 en dirección norte, dejando atrás todas esas maravillas.
Se hallaba a escasos 15 kilómetros fuera de la capital tucumana cuando se largó un violento aguacero tropical que lo obligó a detenerse en el Cuartel de Arsenales, dispuesto a pedir que lo dejasen dormir allí. Los uniformados aceptaron y eso le permitió descansar hasta la mañana siguiente. Lejos estaba de imaginar que en un futuro lejano, la selvática y montañosa provincia que atravesaba sería campo de batalla de un cruento conflicto armado en el que agrupaciones subversivas, invocando su nombre, intentarían abrir un frente rural para obtener reconocimiento internacional y de esa manera, segregar el territorio del resto de la nación, ello en medio de una guerra civil que abarcaría todo el ámbito nacional.

El camino a la salida de Tucumán es una de las cosas más bonitas del norte [argentino]: sobre unos veinte kilómetros de buen pavimento se desarrolla a los costados una vegetación lujuriosa, una especie de selva tropical al alcance del turista, con multitud de arroyitos y un ambiente de humedad que le confiere el aspecto de una película de la selva amazónica. Al entrar bajo esos jardines naturales caminando en medio de lianas y helechos y abrumado de ver como se ríe [uno] de nuestra escasa cultura botánica, esperamos en cada momento oír el rugido del león, ver la silenciosa marca de la serpiente o el paso ágil de un siervo… y de pronto se escucha el rugido, pero se reconoce en él el canto de un camión que sube la cuesta15.

Esta descripción, que recuerda vagamente los escritos de Horacio Quiroga, las hizo el Che encandilado por la espesa vegetación que lo rodeaba, un paisaje digno de las novelas de Salgari que lo habían cautivado en su temprana juventud. Sigue a continuación:

Parece que el rugido rompiera con fragor de cristalería el castillo de mi ensueño y me volviera a la realidad. Me doy cuenta entonces de que ha madurado algo en mí que hace mucho tiempo crecía dentro del bullicio ciudadano: el odio a la civilización […] gentes moviéndose como locos al compás de ese ruido tremendo, se me ocurre como la antítesis odiosa de la paz, de esa […] en que el roce silencioso de las hojas forma una melodiosa música de fondo16.

Todavía en Tucumán se detuvo en un  puesto policial caminero para descansar. Era cerca del medio día cuando a poco de su arribo, hizo haciendo un recorrido similar al suyo. Se pusieron a conversar junto al agente de guardia y al cabo de un rato se dispusieron a seguir. Fue entonces que el mencionado motociclista le propuso a Ernesto llevarlo a la rastra.

-¿A que velocidad? – preguntó el Che.

-Y… despacio, a unos ochenta o noventa kilómetros.

Ernesto se excusó porque sabía por experiencia que a remolque, a más de cuarenta kilómetros por hora, no solo corría peligro su bicicleta sino incluso, su integridad física. Se despidieron cordialmente y el motociclista ganó la ruta en tanto Ernesto se quedó un poco más, conversando otro rato con el agente encargado mientras bebían café.
Una hora después se hallaba de nuevo en la carretera, ascendiendo las pronunciadas pendientes por la Ruta 9, dejando a su derecha las Sierras de la Candelaria y detrás el río Tala, límite entre Tucumán y Salta, sobre cuya margen se alza el pueblo que viera nacer a la célebre Lola Mora.
Calculaba la distancia que lo separaba de Metán, fin de su siguiente etapa, cuando en Rosario de la Frontera lo sorprendió un hecho que lo dejó impresionado y sumamente apenado. En la comisaría del pueblo, vio algo que le llamó la atención: un grupo de hombres descargaba de un camión la Harley Davidson de su ocasional compañero de ruta completamente destruida. Interesado por saber que había ocurrido, se acercó a ellos y al preguntar por el conductor, recibió una respuesta que lo dejó helado: había fallecido a causa de un accidente.
Repuesto de la sorpresa, siguió viaje hacia Metán, penetrando en los primeros contrafuertes andinos, una región de incomparable belleza aunque peligrosa para el tránsito por sus constantes ascensos y declives, sus curvas y barrancas y el estado de los caminos que no era el adecuado.
Metán se halla al pie de las sierras del mismo nombre y como Rosario de la Frontera, se formó tras la “bíblica” desaparición de Esteco, la “Sodoma” americana, cuyas ruinas, o mejor dicho sus huellas, yacen bajo la hierba, envueltas por la espesura, a pocos kilómetros al noreste de allí.
Vestigios de un mar prehistórico. Salinas Grandes (Santiago del Estero)

Según la leyenda, en pleno siglo XVII, la ciudad de Esteco florecía en todo su esplendor sobre el camino de carretas que unía a San Miguel de Tucumán con Salta, cautivando al viajero con sus magníficas construcciones, su iglesia, sus conventos, sus acequias y sus calles adoquinadas. Pero desde hacía tiempo, sus habitantes habían caído en el pecado y el vicio, llevando hasta límites extremos su soberbia, su vanidad, sus depravaciones y crueldades.
En aquella próspera población, que debía su opulencia a la fertilidad de su suelo, a la extracción de metales preciosos, a sus yacimientos secretos y a la inhumana explotación de los indios, las prácticas de piedad habían desaparecido, dando paso a abominaciones, blasfemias, lujuria y maleficios, incluyendo ritos de hechicería que fueron alejando a los pobladores del buen camino y sobre todo, de la Palabra de Dios. Tan es así, que a su paso por ella, el obispo de Tucumán, fray Melchor Maldonado y Saavedra, atribuyó a sus culpas las plagas y desastres que azotaron a Salta en 1636: “Bien muestra Dios el enojo que tiene con esta ciudad y en sus castigos la gravedad de las culpas: peste continua, sapos, culebras, tigres, un monte toda la ciudad y los mayores temblores que yo he visto en las Indias”. Incluso el mismo San Francisco Solano se había pronunciado en 1610, lanzando aquella profética advertencia que aún hoy repiten las coplas: “Salta temblará, Esteco perecerá, San Miguel florecerá”.
Y fue a este último, fallecido aquel mismo año, a quien Dios envió a la Tierra para advertir a los pecaminosos estequeños sobre el castigo que les sobrevendría si no se corregían y volvían a la buena senda. Pero cuando subió al púlpito, los pobladores, que no lo reconocieron, se mofaron de él y le lanzaron escupitajos y todo tipo de insultos.
Solo un humilde matrimonio escuchó sus palabras y le dio cobijo en su humilde morada, un simple rancho situado en el extremo oeste de la ciudad, donde vivían con su pequeño hijo recién nacido.
De nada sirvió la última advertencia que el enviado de Dios lanzó en el templo el 13 de septiembre de 1692. Aquel fatídico día, les dijo a sus protectores que reuniesen lo mínimo indispensable y se dispusiesen a abandonar la ciudad con él, advirtiéndoles muy especialmente que escuchasen lo que escuchasen, por nada del mundo volviesen el rostro para observar hacia atrás.
Llegada la noche, la familia y el santo ganaron las calles en dirección a los cerros. Caminaban en silencio, bajo las estrellas cuando repentinamente, la tierra pareció estallar. Feroces temblores sacudieron la comarca y a sus espalda, espantosos estallidos agitaron los valles al tiempo que el suelo se abría para dejar escapar gigantescas lenguas de fuego que lo envolvieron todo.
Alzando la voz por sobre el estruendo, el enviado de Dios advirtió al matrimonio que no mirase hacia atrás y siguiese caminando, pero la curiosidad primó en la pobre mujer y volviendo su rostro hacia el desastre, se convirtió en estatua de piedra, junto al retoño que cargaba en brazos.
Nada quedó de la “Reina del Chaco” y sus pecaminosos habitantes ya que al igual que cuatro mil años antes, en Sodoma y Gomorra, la furia divina todo lo borró17.
Ernesto pasó por alto tan fascinante lugar, seguramente por ignorancia18, como tampoco lo hizo en la Posta de Yatasto, mojón de la argentinidad, célebre punto de encuentro entre los generales Manuel Belgrano y José de San Martín cuando el primero le traspasó del mando del Ejército del Norte el 26 de mayo de 1812. Atravesó Metán por el camino pavimentado y siguió por las sierras en dirección al río Juramento, pasando junto al puente ferroviario de Lobería, al que solo sostenían tirantes, un espectáculo que realmente lo sorprendió.
Sus observaciones enriquecen su diario de viaje:

La orilla está llena de piedras de todos los colores y las aguas del río corren turbulentas entre escarpadas orillas de magnífica vegetación. Me quedo un rato mirando el agua, es que en la espuma que salta como chispas del choque contra las rocas y vuelve al remolino en una sucesión total, está la invitación a tirarse allí y ser mecido brutalmente por las aguas y dan ganas de gritas como un condenado sin necesidad apenas de pensar los que se dice.

Y más adelante agrega:

Subo la ladera con una nueva melancolía y el grito de las aguas de las que me alejo parecen reprocharme mi indigencia amorosa, me siento un soltero empedernido. Sobre mi filosófica barba a lo Jack London […] Entrada la noche subo la última cuesta y me encuentro frente a la magnífica ciudad de Salta. Debe anotarse el hecho de que da la bienvenida al turista la geométrica rigidez del cementerio […] Me presento al hospital como un estudiante de Medicina medio pato, medio raidista y cansado. Me dan como casa una Rural19.

A Ernesto el automotor le pareció la suite del mejor hotel. Sin embargo, a las 07.00 del día siguiente, lo despertaron abruptamente porque debían retirar el rodado del lugar. Llovía torrencialmente y daba la sensación de que lo iba a hacer durante toda la mañana, como finalmente ocurrió. Recién a las 14.00 el diluvio paró y sin esperar más, se largó hacia la provincia de Jujuy, sin tomar en cuenta los caminos cenagosos que dificultaban la marcha y lo obligarían a parar. Lo salvó un camión, a cuyo conductor conocía de sus peripecias por las rutas, quien le permitió viajar con él hasta una bifurcación unos kilómetros más adelante.
Al llegar a ese punto se separaron. El camionero se dirigía a Campo Santo, donde la ruta era de afirmado pero el futuro Che tenía interés por la calzada de cornisas, pues quería cruzar las sierras de Chañí por el sector sudoriental.

El agua caída se juntaba en arroyitos que de los cerros cruzaban el camino yendo a morir al Mojotoro, que corre al borde del [mismo]; no era este un espectáculo imponente como el de Salta en el río Juramento, pero su alegre belleza tonifica el espíritu. Luego de separarse de este río, entra el viajero en la verdadera zona de La Cornisa, en donde se enseñorea la majestuosa belleza de los cerros empenachados de bosques verdes. Las abras se suceden sin interrupción en el marco del verdor cercano y se ve entre los claros del ramaje el llano visto a través de un anteojo que da otra tonalidad. El follaje mojado inunda el ambiente de frescura, pero no se nota esa humedad penetrante agresiva de Tucumán., sino algo más naturalmente fresco y suave20.

Así llegó, extenuado y famélico, a San Salvador de Jujuy, la capital de la provincia más septentrional de la Argentina, el punto más lejano de su recorrido, donde lo primero que hizo fue buscar el hospital local para pedir un sitio donde descansar.
Lo encontró y ahí fue donde atendió al que parece haber sido su primer paciente, un indiecito rapado al ras que tenía la cabeza llena de larvas.
Alguien le alcanzó una pinza y algo de éter y munido de ese “instrumental”, el agotado viajero se dedicó a extraer la ladilla que había invadido el cuero cabelludo del aquel pobre niño, que para peor, no dejaba de gimotear al sentir los pinchazos.

Su quejido monocorde lacera mis oídos como un estilete, mientras mi otro yo científico cuenta con indolente codicia el número de mis muertos enemigos. No alcanzo a comprender como el negrito de apenas dos años pudo llenarse en esa forma de larvas; es que queriendo hacerlo, no sería fácil conseguirlo21.

En este punto surge el mismo interrogante que nos asaltó anteriormente. ¿Cómo es posible que un muchacho culto, inquieto y ávido de conocimientos como Ernesto, se haya limitado a permanecer en Jujuy solo una noche para emprender el regreso al día siguiente, sin visitar los numerosos sitios de interés que ofrecía aquella tierra  maravillosa? Una vez más, pasó por alto lugares de notable belleza como los pintorescos pueblecitos de Tumbaya y Purmamarca, con su magnífico cerro de los siete colores, Tilcara, la “Troya argentina”, cuyas ruinas prehispánicas se alzan sobre un morro contiguo al pueblo nuevo22. Tampoco le interesó Humahuaca, cabecera del departamento del mismo nombre, que domina la quebrada, uno de los principales escenarios de las guerras de la Independencia, ni la Torre de Santa Bárbara, ni las monumentales terrazas de cultivo de Coctaca, imponente muestra de la ingeniería precolombina o las cuevas de arte rupestre que allí pululan.
Tal vez este tramo de su diario nos sirva para despejar el misterio:

Llego a Salta a las dos de la tarde y paso a visitar a mis amigos del hospital, quienes al saber que hice todo el viaje en un día se maravillaron, y entonces viene la pregunta de uno de ellos: Una pregunta que queda sin contestación porque para eso fue formulada […] La verdad es que, ¿qué veo yo? Por lo menos no me nutro con las mismas formas que los turistas y me extraña ver en los mapas de propaganda de Jujuy, por ejemplo: el Altar de la Patria, la catedral donde se bendijo la enseña patria, la falla del púlpito y la milagrosa virgencita de Río Branco; la casa en que fue muerto Lavalle, el Cabildo de la revolución, etc. No, no se conoce así un pueblo, una forma y una interpretación de la vida, aquello es la lujosa cubierta, pero su alma está reflejada en  los enfermos de los hospitales, los asilados en las comisarías o el peatón ansioso con quien se intima, mientras el Río Grande muestra su crecido cauce turbulento […] Pero todo esto es muy largo de explicar y quien sabe si sería entendido. Doy las gracias y me dedico a visitar la ciudad que no conocí bien a la ida23.

Extraño concepto y hasta un tanto contradictorio cuando al año siguiente, lo mismo en 1953, se detendría a contemplar fascinado los vestigios de las milenarias culturas del continente, tal como lo hacen miles de turistas en Perú, Ecuador, Colombia, México y Centroamérica. ¿Porqué allí sí y en su tierra de nacimiento no?
Según Pierre Kalfón, no pudo pasar San Salvador de Jujuy porque las inundaciones y lodazales que asolaban la región se lo impidieron24. Jon Lee Anderson va más allá al reproducir un pasaje del diario que Ernesto Guevara Lynch no incluye en Mi hijo el Che“…varios ríos crecidos y un volcán en erupción están jodiendo los viajes…”25.
Desde la capital jujeña se dirigió a Campo Santo, apuntando en su diario que nada digno de mención sucedió en ese trayecto salvo la magnificencia de la Cuesta del Gallinato, mucho más cautivante que la del camino de cornisa.
Desde ese punto comenzó el regreso, desandando el camino en dirección a San Miguel de Tucumán. Fue cuando notó que sus frenos se hallaban un tanto resentidos.
Partió a las 04.00 de la mañana y a las 07.000 sobrepasó una larga columna de camiones empantanados, ignorando las milenarias ruinas de Tastil, Incahuasi, con su misterioso “Trono del Inca” y Tolombón, la capital del falso inca Pedro Bohorquez26, aquel que lideró el segundo alzamiento calchaquí, en 1657.
Tomando la Ruta 30, viró hacia Catamarca, cruzando los ríos Chico y San Francisco, este último límite provincial, atravesando La Merced en dirección a la capital. De haber escogido algún camino hacia el oeste, habría franqueado el valle sagrado de Tafí, con sus menhires y dólmenes y arribado a la fascinante Ruta 40, que corre paralela a la cordillera. Eso le hubiera permitido apreciar los paraísos arqueológicos de Catamarca, entre ellos las ruinas de El Shinkal, asiento de las autoridades incaicas en la región, el fabuloso Pucará de Ingamana en la Punta de Balasto, el “Machu Picchu argentino”27, la mayor fortaleza precolombina del territorio nacional; los yacimientos arqueológicos de Hualfín, La Ciénaga y Pomán y otros sitios que una persona de sus inquietudes no habría desdeñado. En lugar de ello, cruzó como una saeta Piedra Blanca, el pueblo natal del venerable Fray Mamerto Esquiú, nuestro santo del noroeste y penetró en La Rioja por la Ruta 38, ingresando en su capital el 20 de febrero.
Su padre no reproduce sus impresiones durante esa parte del recorrido sino que se limita a enumerar los puntos que fue tocando hasta su arribo a Mendoza, siempre por caminos muy accidentados, trepando las altas montañas que se enlazan con la cordillera, a la sombra de las descomunales elevaciones que en San Juan llegan hasta los 6700 metros de altura28.
Es posible que Ernesto haya continuado por la Ruta 38 y que al llegar Chepes haya tomado la 141, en dirección oeste y desde ese punto haya seguido hasta San Juan a través de las salinas de Mascasin y Caucete, aunque también es factible que lo haya hecho por la 150, a la altura de Patquia, para seguir hasta San José de Acheral y descender por la 40 hasta la capital cuyana. De un modo u otro, llegaba a una tierra de viñedos y montañas, célebre por sus vinos blancos, los mejores del mundo.
Provincia de Jujuy

La ciudad de San Juan  todavía mostraba signos del gran terremoto que la había destruido casi por completo en 1944 y que había servido a Perón para proyectar su imagen a los cielos, al poner en marcha un impresionante programa de ayuda y reconstrucción. Desde allí le escribió a su padre, informándole sobre su intención de seguir viaje hacia Mendoza para visitar a su tía Maruja Guevara Lynch y explicarle que pensaba pasar por el sur de San Luis.
La ciudad natal de Francisco Narciso de Laprida, fray Justo Santa María de Oro y Domingo Faustino Sarmiento, lo vio tomar la interminable Ruta 40 y varias horas después, atravesar la frontera en línea paralela hacia la Ciénaga del Tulumaya.
Si San Juan es la tierra del vino blanco, Mendoza es la del vino tinto, célebre por sus grandes bodegas y por su producción. Su capital es una de las ciudades más importantes y prósperas del país, posiblemente la quinta en tamaño, después de Buenos Aires, Córdoba, Rosario y La Plata y es famosa por su limpieza, su orden y su pulcritud.
Era la tierra de sus ancestros, donde se habían establecido en tiempos de la conquista y de donde partieron hacia California en busca de fortuna, y al mismo tiempo, otro marco importante de la guerra de la Independencia, lo que la coloca en un sitial de privilegio a nivel turístico nacional.

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La hermana de don Ernesto no lo reconoció cuando lo vio parado en el portón de entrada de su granja veraniega y cuando lo hizo puso el grito en el cielo. Tal era su estado de suciedad y dejadez que le preparó un buen baño, le lavó la ropa, le dio otra nueva y lo alimentó como un rey. Antes de despedirse, le puso unos cuantos pesos en el bolsillo y de esa manera, al cabo de veinticuatro horas, lo vio partir en dirección al este.
Don Ernesto Guevara Lynch no aporta mayores datos con respecto a este último tramo, porque el diario de su hijo finaliza ahí. Solo se limita a decir que salió de Mendoza rumbo a Buenos Aires, donde llegó a los dos meses de su partida, después de atravesar el sur de San Luis y el norte de la provincia de Buenos Aires (por lo que tuvo que cruzar inexorablemente el sector meridional de La Pampa), totalizando un recorrido de más de 4500 kilómetros.
Fue, sin ninguna duda, un viaje extraño y atípico aunque en extremo interesante, propio de su temple y sus permanentes ansias de superarse, pero estuvo fuera de sintonía en lo que respecta a su sed de conocimientos y su nivel cultural. No se desaprovecha una ocasión como aquella, cuando la naturaleza, la historia, la arqueología y la geografía ofrecen tanto, sobre todo en un país de distancias inconmensurables como la Argentina.


Notas
1 Ernesto Guevara Lynch, Mi hijo el Che, p. 259.
2 Se trataba de un  puesto policial sobre la calle Quintana, en el partido de San Fernando.
3 Las poblaciones más antiguas de la provincia de Buenos Aires son, justamente, las que fueron absorbidas por el cono urbano, a saberse, San Fernando, Tigre y San Isidro en la Zona Norte, Morón en el oeste y Quilmes por el sur.
4 Se trata del Arroyo del Medio, que separa a las provincias de Buenos Aires y Santa Fe.
5 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit.
6 Ídem.
7 Ídem.
8 Ídem.
9 No confundir con las salinas grandes de Salta y Jujuy, ni con las Chubut o las que se extienden entre las provincias de Buenos Aires y La Pampa, en uno de cuyos extremos se encuentra la ciudad de Carhué, donde tenía sus toldos del cacique Calfucurá, que fueron la cabecera y lugar sagrado del imperio de las pampas.
10 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit. p. 264.
11 Ídem., p. 265.
12 Ídem.
13 La primera Buenos Aires, la del hambre, el asedio indígena y su trágico final de entre llamas y destrucción, se hallaba ubicada en lo que hoy es Parque Lezama, en el límite de los barrios de San Telmo, La Boca y Barracas; la segunda fue fundada unas pocas cuadras al norte, en torno a Plaza de Mayo.
14 Durante la primera guerra calchaquí, los quilmes opusieron una tenaz resistencia al avance español. Fueron derrotados por las fuerzas del gobernador Alonso Mercado y Villacorta y la mayoría de ellos aniquilados. Según la leyenda, muchas de sus mujeres prefirieron arrojarse al vacío junto a sus hijos antes de caer en manos de los conquistadores. Los sobrevivientes fueron obligados a emprender una penosa marcha forzada hasta el sur de la ciudad de Buenos Aires, donde fueron alojados en una reducción a orillas del Río de la Plata. Los primitivos aborígenes se extinguieron y solo sobreviven unos doscientos descendientes en el sector oeste de Tucumán.
15 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit. p. 267.
16 Ídem., p. 265.
17 Como para acentuar el mito del castigo divino, doscientos treinta y siete años después de aquellos hechos, llegó a la zona el ferrocarril, con sus diferentes ramales y recorridos. Donde alguna vez estuvo la “ciudad maldita”, se construyó una parada a la que se bautizó con el mismo nombre, Estación Esteco, correspondiente al Ramal C12, que unía Metán con Barranquera.
El 15 de julio de 1975, un convoy petrolero de 36 vagones, proveniente de Caimancito, se detuvo allí, tal como ocurría desde hacía cuarenta y seis años, para dejar encomiendas, hacer el recambio y continuar viaje. Ocurrió que en esos momentos, se desplazaba desde El Galpón una segunda formación, también integrada por tanques de combustible. La hilera venía algo adelantada y pasó la bifurcación de las vías antes de tiempo, echo inesperado que provocó un corte que dejó libre a sus 38 vagones-cisterna. Librado a su suerte, el convoy comenzó a ganar velocidad, impulsados por la pendiente que dominaba aquel tramo. Ajeno a ello, en Esteco aún permanecía detenido el tren anterior, sin que nadie imaginase el peligro que se cernía sobre ellos. En la estación El Galpón, alguien corrió al telégrafo para avisar que se hiciese el correspondiente cambio de vías pero el mensaje llegó tarde y la catástrofe fue inevitable.
El segundo tren llegó a Esteco como una tromba y se estrelló violentamente contra la formación detenida. Los vagones estallaron y el combustible se derramó, generando un incendio de proporciones dantescas, que mató en el acto a los encargados de la estación, a los conductores de la locomotora, al personal ferroviario de guardia que aguardaba en el furgón y a numerosos pescadores que como era costumbre, viajaban sobre el tren, tras abordarlo en la parada del río Juramento. Nada quedó de aquella incipiente población salvo las ruinas de la estación y algunos rieles retorcidos. Tal fue la magnitud del desastre que la gente de Metán pudo ver durante horas el resplandor de los estallidos iluminando tétricamente el cielo nocturno.
Hoy, sobre la antigua traza de la Ruta Nacional Nº 16, se yergue en lo que alguna vez fue la nueva Esteco, la vieja estación en ruinas junto a los añejos rieles retorcidos, semicubiertos por la maleza y al menos hasta 2009, un criadero de aves, propiedad de un poblador de la zona era el único vestigio de vida en varios kilómetros a la redonda.
18 Casi un cuarto de siglo después, estudiosos del Conicet descubrieron los restos de la antigua ciudad de Esteco, aquella cuya destrucción la leyenda atribuye a Dios. Primero fueron fragmentos de cerámica hallados entre la vegetación, luego los vestigios de una fábrica de ladrillos, después una acequia y finalmente los cimientos de añejos edificios, corroborando, de ese modo, lo que los lugareños sabían desde hacía siglos.
19 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit. pp. 268-269.
20 Ídem, p. 269.
21 Ídem, p. 270.
22 Hoy Tilcara cuenta con numerosos museos y centros culturales, el principal, el Museo Arqueológico, donde se pueden apreciar momias halladas en enterratorios de la región, cerámicas, utensilios, tallas en piedra y otros objetos pertenecientes a la importante cultura que floreció en el noroeste argentino. El “pueblo nuevo” fue fundado en 1586, durante la conquista. En una de sus esquinas se alza la casona en la que fueron velados los restos del general Juan Lavalle, último capítulo de la trágica retirada de su legión hacia territorio boliviano, después de que fuera muerto de un disparo en San Salvador de Jujuy el 9 e octubre de 1841. En la iglesia Nuestra Señora del Rosario, construida en 1865, se encuentra enterrado el coronel Manuel Alvarado Prado, héroe de la Independencia y subiendo su cerro, se cruza el río Huasamayo por un puente de acero, desde donde la vista de la quebrada es impresionante. Las ruinas prehispánicas fueron descubiertas en 1908 por Juan Bautista Ambrosetti, célebre arqueólogo argentino nacido en Gualeguay, Entre Ríos, el 22 de agosto de 1865. Se trata de una población fortificada, en lo alto de un morro, a 80 metros de altura del río Grande, que pasa a su lado. Fue el asiento principal de la tribu omaguaca, que ejerció notable influencia en la región, al menos hasta la invasión incaica ocurrida en el siglo XV, a la que resistió con tenacidad. Destacan en ella sus edificaciones de piedra (la mayoría viviendas), sus caminos, sus murallas y sus defensas, restauradas por Salvador Debenedetti, discípulo de Ambrosetti, que fue quien extrajo la mayoría de las piezas arqueológicas del sitio. Se la llama la Troya argentina porque al descubrirlas, Ambrosetti descendió corriendo el morro, en dirección a su campamento, donde aguardaba su mujer, mientras gritaba exultante: “¡Nelly, Nelly, es Troya, es Troya!”.
23 Ernesto Guevara Lynch, op. Cit. p. 270.
24 Pierre Kalfón. Che. Ernesto Guevara, una leyenda de nuestro siglo, Plaza & Janés Editores, Barcelona (España), 1997, p. 75.
25 Jon Lee Anderson. Che Guevara. Una vida revolucionaria, Editorial anagrama, Colección Compactos, Barcelona (España), 2010, p. 20.
26 Pedro Bohorquez (cuyo verdadero apellido era Chamijo), fue un aventurero andaluz nacido en Arahal, Sevilla, en 1602. Llegó a América en 1620, atraído por el oro y la posibilidad de riquezas y después de desembarcar en Pisco (Perú), se estableció en Quinga Tambo, donde contrajo matrimonio con Ana Bonilla, muchacha indígena con algo de sangre negra, que le serviría de mucho para argumentar fábulas aventureras en el futuro. En 1629 quiso emprender una expedición al interior inexplorado de la región amazónica, en busca de la legendaria Paitití. Intentó varias expediciones al río Marañón, tratando de hallar riquezas, embaucando a varias personas para financiarlas y prometiendo cosas que sabía, no iba a poder cumplir, pero fracasó, por lo que debió alejarse de la zona. Establecido en Potosí, conoció a un clérigo de quien se dice, tomó el apellido y poco después fue enviado preso a Valdivia (Chile), de donde escapó para cruzar la cordillera de los Andes en dirección a Mendoza. En ese lugar permaneció escondido un tiempo antes de trasladarse a La Rioja y después a San Miguel de Tucumán, donde tomó contacto con los indígenas de la región, empapándose de sus costumbres y situación. Su matrimonio con una aborigen oriunda del Perú le facilitó las cosas y de esa manera, pudo convencer a los caciques locales, de que era Inca Hualpa, último descendiente de los emperadores de Cuzco y que estaba allí para liberar a las poblaciones autóctonas del yugo español y reflotar la grandeza del Tawantinsuyu. Los jefes tribales creyeron su historia y se alzaron, desencadenando la segunda rebelión calchaquí. Bohorquez estableció un efímero reino con capital en Tolombón, antiguo poblado diaguita conquistado por los incas en 1480 y liberado tras su caída, al que fortificó al estilo medieval construyendo defensas y emplazando cañones, manufacturados con madera dura de la región. Aplastado el alzamiento, la población fue arrasada y sus habitantes masacrados, deportados o reducidos a encomienda.
27 Se trata de un inexpugnable bastión calchaquí, célebre por su complejo sistema de murallas, defensas y torreones, en medio de un valle muy similar al Urubamba, a cuyos pies serpentea el río Santa María.
28 Al afirmar que las cumbres más elevadas de la provincia alcanzan los 6900 metros, Guevara Lynch las confunde con las de Mendoza. El pico más alto de San Juan es el cerro Mercedario, de 6700 metros de altura sobre el nivel del mar, seguido por la cordillera de La Ramada, de 6500 metros y el cerro del Nacimiento de 6493. Las montañas más altas de América se encuentran en la provincia de Mendoza, sobresaliendo entre todas el imponente Aconcagua, la más elevada del mundo, después de los Himalayas, con sus 6960 metros de altitud.

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